
Capítulo VII: Rock & Love.
VII
«ROCK & LOVE»
«La música es el tipo de arte
que está más cerca de las lágrimas
y la memoria».
Oscar Wilde
Jueves en la madrugada, veintinueve de octubre, un día antes para la mejor noche que pueda tener la universidad del sur, y en todos los lugares se estaba hablando de aquello. En la Guarida, la base de las Cruces, las pertenecientes a la universidad no paraban de decir lo mucho que esperaban ese día, solo para sentirse con menos peso de los estudios, además, concordaba con el cierre de exámenes. Por los pasillos y aulas de clase existía el cotilleo sobre aquel día esperado: pensaban qué alcohol nuevo deberían tomar, a qué canciones bailarán y a qué personas besarán. Incluso en el perfil de Instagram de confesiones de la universidad se estaban pasando algunos truquillos para que el licor no prendiera demasiado rápido.
No obstante, esos temas en este momento no le importaban a Félix quién, en su pequeño mundo de estrella del rock, cantaba como nunca a la una y media de la madrugada. En este nuevo trabajo no solo se sentía feliz por la experiencia, también se debía a que la paga era demasiado buena, contando las propinas que el público dejaba. Además, después de mucho tiempo por fin sentía que era en ese lugar donde él debía estar.
Félix se sentía vivo junto al intenso ruido que los parlantes evocaban, con el bajo recorriéndole las venas y haciéndolo temblar, sumándole aquella voz tan rasposa y única al estilo de cantante clásico español. El músico no podía sentirse más extasiado cantando la última canción de la noche, siendo esta «Rock N' Love» de la banda colombiana que tanto le recomendó Manuel: LosPetitFellas.
Aún recuerda la emoción con la que llegó el mayor un día al mostrarle la música de aquella banda y le pidió casi de rodillas que las tocase alguna vez. Esa promesa estaba destinada a cumplirse el día de mañana, porque Félix tenía pensado tocar el viernes en la noche en la universidad, así sea unas cuantas canciones para iniciar la fiesta que les iba a quitar el sueño a todos.
La nota final de la guitarra dio cierre al concierto de casi una hora que se lograron montar el día de hoy. Esa noche el dueño les dejó tocar menos para que descansaran más y que pudieran disfrutar del licor que el bar ofrecía, en especial en la noche de barra libre. Tras una serie de agradecimientos y aplausos, todos volvieron a sus lugares, mientras que Félix fue directo a la barra a hablar con Johan. Se guardó las gomas que cubrían sus oídos y se colocó sus audífonos.
―¿Qué te ha parecido vernos estas últimas dos semanas? ―Dijo con tono juguetón y cansado. Luego Félix aceptó la cerveza que Johan le ofrecía.
―Que muy pocas veces te he escuchado cantar y no sabía qué tan bien lo hacías. Y déjame decirte, que es una sorpresa escucharte cada día ―confesó con una sonrisa. Esas palabras nunca las había escuchado Félix, no al menos salir de la boca de Johan―. Cada día te superas más.
―Apuesto que tú también cantas ―asumió él y logró confirmarlo cuando una leve risa junto a un sonrojo se hizo notorio en la cara de Johan.
―Lo hacía ―admitió―. Mi madre me metió a clases de canto cuando era muy pequeño, y ya hace seis o siete años que no canto como tal. Digo, eso de cantar en la ducha no cuenta ―agregó con una sonrisa.
Por primera vez, Johan se sentía tan bien hablando de cosas personales así fueran las más simples. Quizá el ultimátum que le dio a su hermano fue una especie de catarsis que lo liberó de los dolores que su familia le dejó. Antes estaba dispuesto al menos a tener un conocimiento de por qué ellos lo trataban así, pero ahora lo único que quería era darse la oportunidad de conocerse y dejar que más personas le conozcan. Con Félix era justo empezar, ya de por sí lo veía todos los días en la universidad y ahora lo veía en el trabajo, y él no iba a mentir que la tarea de ser un simple bar tender se le hacía más ameno con solo estar ahí. Los dos jóvenes compartían sonrisas sinceras, bebidas que lograban salirse de su presupuesto e historias locas de la infancia con el pasar de las horas. Ya faltaban treinta minutos para cerrar y la mayoría de las personas ya se habían retirado, junto a los demás integrantes de la banda de Félix. Solo quedaban una mesa de borrachos lamentándose por el amor y ellos dos que seguían en la barra.
―Marina me contó lo que pasó el martes con tu hermano ―inició Félix, tratando de no sonar lo más entrometido o menos insensible posible―. ¿Te importaría contarme ahora sí qué es lo que pasa entre vosotros?
―Bueno, ya es imposible no decir nada cuando es el chisme del momento en la universidad ―comentó con ironía. A Johan le sabía amargo que todos hablasen de él en la universidad, pero esta vez no sentía tan fuerte el sabor cuando al menos hablaban un poco bien de él―. Me fui de casa hace dos años. Mis padres no querían que estudiara esta carrera, así que me independicé y logré ingresar: a fin de cuentas, de todo Madrid, esta universidad es la que tiene el currículo completo que deseaba.
―¿Llevas viviendo solo dos años y tan joven? ―Preguntó asombrado―. No sé cómo le haces.
―Tengo mis medios ―respondió, jugueteando con la botella de cerveza―. Me valgo de trabajos esporádicos y aspiro a que sean para siempre. De momento este me ha servido. Tuve que aprender de cero cómo hacer estas cosas. Abrir y dar cervezas es fácil, preparar bebidas no mucho. Veía vídeos en casa y practicaba con el aire, llegaba acá y rezaba para tener suerte de que siquiera un mojito o un bloody mary me saliera bien.
―¿Te está yendo bien últimamente?
―Sí, un poco sí ―mintió. De hecho, iba de mal en peor.
―Eso está bien ―dijo Félix, regalándole una sonrisa y tomando un trago a su salud―. Pero volviendo al tema de tu familia...
―Es complicado ―dijo tomando un trago―. Lo curioso es que Antonio sí tiene permitido estudiar ahí y hacer lo que quiera, pero yo no. Así que él aprovecha cada momento que me ve para joderme más a base de los comentarios de mamá y papá.
―Eso es duro ―comentó por lo bajo, escudándose en otro trago. A pesar de que Johan se haya sincerado con el tema de sus padres, Félix no estaba preparado para decirle a alguien más que fue abandonado y no tenía ni la más mínima idea de qué hacer con su vida. Se lo dijo a Carla porque estaba vulnerable. Ha sobrevivido entre lágrimas, estrés y desespero, todo eso por las tres comidas del día―. Menos mal no he pasado por eso. No sabría bien qué haría en esa situación.
―Tampoco quiero que me tengas pena. Si te lo cuento es porque confío en ti, no porque necesite hacerlo público a todos para que sigan hablando de mí ―recordó con firmeza.
―Tranquilo, no diré nada ―respondió con afán, causando una pequeña sonrisa en el menor. Los dos se alejaron de la barra y se sentaron en una de las mesas―. Volviendo a lo que me dijiste en la barra... ¿Cantas?
―Cantaba ―aclaró riendo.
―Eso no se olvida. Es como cuando montas en la bici o respirar. Son acciones que no se olvidan ―argumentó Félix, haciendo que Johan rodara los ojos junto a una sonrisa.
―Hace mucho no lo hago. Tengo la voz en la mierda ―se excusó, pensando que así el músico lo dejaría en paz.
―Yo también tengo la voz en la mierda, pero siempre hay que hacer esfuerzos ―insistió.
―Bien, ¿qué quieres de mí? ―Preguntó rendido por la persuasión del músico.
―Sube y canta una canción ―le propuso a Johan con un tono atrevido, dejando la botella sobre la mesa con un sonido fuerte.
―Por supuesto que no, borracho ―negó de inmediato, no solo bastándole con palabras sino añadiendo varias negaciones con la cabeza.
―Venga, tío, solo una canción y ya, si us plau ―rogó, juntando sus manos sobre la mesa de madera vieja―. El bar está casi vacío y los borrachos de allá ni se darán cuenta que estás subido en el escenario ―persuadió. Johan pareció pensarlo por un momento, pero le faltaba algo más para convencerlo: compañía.
―¿Me estás retando a que suba allá solo y me humille? ―Inquirió con una sonrisa ladina, tomando un pequeño trago de la cerveza―. No pienso caer tan bajo, Félix.
―Si quieres te acompaño con mi guitarra ―invitó, señalando la guitarra en la tarima.
Johan observó el instrumento y a su amigo. Se planteó qué tan buena idea sería volver a cantar después de tantos años. La verdad era que Johan no quería hacerlo porque cuando cantaba antes era en reuniones familiares donde aún se consideraba parte de ellos. Cantaba en cumpleaños y celebraciones, pero desde que su padre le riñó un día con brusquedad dejó de hacerlo; le reprendió que tenía una voz demasiado aguda, no acorde a la de un hombre. Pero ahora ya no tenía a su familia cerca y era hora de cambiar los malos recuerdos con buenas experiencias.
Sin dudar más, acabó por completo la cerveza que fue descontada de su sueldo ―pero que Félix se apresuró a reponerle el dinero diciendo que él le invitaba― y se levantó con un golpe en la mesa. Johan quería hacerlo, siempre había soñado con que alguien lo escuchara y le aplaudieran por uno de sus talentos escondidos. Nunca había cantado en público o al menos no a nadie más que no sea del círculo familiar. Esto era un reto para el menor, pero estaba dispuesto a hacerlo si con eso crecía su valor.
El menor se subió al escenario, deshaciéndose del delantal que usaba cuando atendía y lo tiró a la silla donde estaba sentado antes con Félix. El músico le apretó el brazo con una sonrisa por haber accedido. Johan se acercó al micrófono y probó el sonido, confirmando que aún estaba encendido. Se peinó de forma desarreglada su húmedo cabello por el calor del lugar y se acomodó en solo la camisa de tirantes cuando se deshizo del jersey que tenía puesto.
―Estás cuadrado, tío ―comentó Félix con gracia al notar los brazos de Johan; no eran grandes, pero se notaba el músculo que el músico carecía.
―Mira tú que deja más cuerpo cargar cajas de cerveza que pesas en el gimnasio.
Félix empezó a tocar la guitarra, reconociendo que la mítica canción de Zahara, «Con las Ganas», era la que el músico le había puesto para que pudiera lucirse. Félix pensó irse por lo fácil, pues la canción no manejaba un sonido estallante o notas demasiado complicadas, pero lo que sí necesitaba era la emoción.
Johan empezó a recordar con detalle la tarde noche en la que se fue de su hogar, con su padre en el comedor sin importarle nada y su madre viéndolo de reojo desde el sillón mientras Johan se encontraba en el umbral del portal aguantando las ganas de llorar, desconociendo que, a pesar de una actitud diferente, su madre pasaba por lo mismo. En el momento en que salió de esa casa, caminó con afán por toda la calle, mientras los vecinos modestos lo veían pasar. Johan no quiso llorar, no lo hizo en ningún momento. El piso que había fichado no iba a estar disponible hasta dentro de dos días, pues el casero no estaba en la ciudad, así que Johan durmió en la calle durante ese tiempo. Se asentó en parques y en callejones. Se escondía entre sus tres maletas y rogaba que no le pasara nada mientras estaba en las calles. Sus lágrimas salieron al final cuando entró al departamento, pues el casero le había obsequiado una base cama con un colchón, el cual no era nuevo, pero era práctico para poder dormir. El menor dejó sus cosas en una esquina y al día siguiente fue a las pruebas de la universidad, para luego empezar con su trabajo en el bar. Los recuerdos que la música le traía a Johan era algo que las personas y los objetos nunca lograrán.
Así empezó el menor, cantando en un tono bajo la canción cuando Félix inició los acordes con su guitarra caoba. En el momento que su voz empezó a escucharse por el lugar, todos los presentes le prestaron atención, desde el grupo de cuatro borrachos, hasta los otros dos trabajadores que estaban escondidos en la parte trasera. Johan cantaba con la emoción de las memorias que pasaban por su mente, recordando ahora solo lo bueno que pasó con su familia. Se imaginaba las veces que visitaban a sus abuelos en Almería, los tantos días que iban al parque de atracciones, e incluso aquellas vivencias en cada cena familiar, porque para él eran perfectas solo porque estaban todos reunidos.
Félix no pudo evitar que sus ojos brillaran al escuchar cómo iba la canción. Él era de aquellos que lograba emocionarse cuando una canción era tocada con tanta perfección como para dar en su punto débil, y las baladas ya venían con ventaja. Además, Félix reconocía la voz de Johan como una peculiar, una que no escuchaba a menudo. A pesar de haber escogido una canción lenta para el menor, él sabía que tenía el potencial de llegar a mucho más que solo baladas melancólicas. Johan sabía que tenía más potencial, pero no lo demostraba porque creía no ser lo suficiente, aun cuando el músico de atrás suyo pensase lo contrario. Sin embargo, ninguno de los dos dijo algo porque no era el momento para ello.
Johan se sintió libre por solo una noche. Félix se sintió más que alegre al escucharlo cantar. Ninguno planeaba mezclar sus emociones con anotaciones pequeñas, solo porque no querían joder la energía de la canción. La última palabra se escuchó junto al último acorde, y fueron recibidos por una ronda de aplausos de las pocas personas que se encontraban en el lugar. Los dos trabajadores aplaudieron, siendo acompañados por uno del grupo de cuatro hombres.
―¡¿Acabo de romper con mi chica y tú cantas esa canción?! ―Chilló uno, causando que sus amigos y los dos jóvenes soltaran una pequeña risa.
Con unas copas más y unas risas discretas para no ser tomadas en cuenta por unos chistes de niños, el bar cerró minutos después de aquella tocada. Los dos jóvenes se despidieron. Félix se abrigó lo mejor que pudo con su chupa de cuero sintético color café, mientras que Johan, con su jersey gris holgado, se alejó del músico caminando en direcciones contrarias bajo el frío de la madrugada.
El menor, en camino a su departamento que estaba bajando a unas pocas calles del bar, pensaba lo mucho que había pasado para crear de nuevo una amistad con Félix con el pasar de los días. Johan apreciaba demasiado la atención que había recibido del músico, no porque la pidiera a gritos, sino porque extrañaba demasiado el sentir ser el amigo de alguien. Necesitaba un poco de la tranquilidad de su amigo para las siguientes horas en vela que lo esperaban en casa, junto a los trabajos de la universidad que se acumulaban en una pila, y al lado de esta una cantidad suficiente de cuentas que deberá pagar, ya que estando a final de mes las facturas decidieron ser precisas al estar en el peor momento económico de él.
Félix al también estar trabajando en el bar, se ganaba un poco más que Johan, o eso era lo que el dueño le quería hacer creer, pues en realidad, descontó de la paga a Johan y los otros dos chicos debido a los cinco músicos que también debían tener una regalía. Por un lado, él se sentía feliz al saber que por una vez vio cómo se les reconocía el talento a los artistas, pues nunca se les había pagado como se debía al ser considerado como un pasatiempo y no como trabajo. Por otro lado, no podía dejar de pensar lo injusto que era al ver la poca cantidad de billetes que tenía en su cartera.
A diferencia de muchos otros, él era el único que no recibía propina alguna, aun cuando hacía bien su trabajo y trataba a los clientes con respeto. Nunca recibía algo extra para aguantar un poco más en su día a día y eso le dolía. Le fastidiaba saber que no era reconocido como merecía ser, que el único lugar donde siquiera era mencionado su nombre para algo bueno era en la universidad. Por eso debía matarse todas las noches con grandes tragos de energizante y con algo de café para no caer rendido en la cama envuelto en varios trabajos de silogismos, lecturas y ensayos que debía entregar la mayoría de las veces en unas horas. Rara vez dormía, ni en los fines de semana se podía dar el lujo de descansar, pues en aquellos días trabajaba también en el bar, solo que en las mañanas y por un poco más de dinero que necesitaba con emergencia.
Estaba llegando a un punto en el que solo sobrevivía con poco, muy poco. Ya iba más o menos una semana donde solo comía una vez al día, en la universidad cada vez más se le notaba su mal humor debido al cansancio y el estrés de imaginar que en unas horas debería estar atendiendo a varios borrachos, entregando siempre los mismos tragos. Una y otra vez. Johan era un chico de rutinas, pero esta lo estaba matando y no sabía qué más hacer para frenar el martirio de seguir con eso. Pero hasta que no encontrase algo mejor, se vería obligado a seguir despierto veintitrés horas al día, mientras que en la faltante solo soñaría que tenía una vida un poco más sencilla.
Por otro lado, estando a solo dos calles de su apartamento, Félix caminaba con el vaho saliendo de su boca. El frío de la madrugada era insoportable para él. Aun cuando tuviera una buena cantidad de ropa para cubrirlo de estar aterido, le era imposible no sentir la temperatura gracias a su delicada figura.
Desde que su familia lo dejó no se ha visto capaz de hacer compras para la casa sin sentir la punzada de que solo estará él comiendo en el comedor un recalentado que venía enlatado, o incluso las míticas pizzas congeladas que ha estado llevando a la casa. Y por supuesto, su anterior adicción a la cocaína, junto al virus en su cuerpo, no ayudaban en lo absoluto. Extrañaba mucho llegar de tocar y que su abuela le esperase solo para preguntarle cómo fue su día, teniéndole listo un plato de la comida que ella preparó solo para él. Echaba de menos las charlas con su madre y hermana por la mañana sobre qué carrera debería estudiar, aun cuando muchas veces peleaban por eso; él sentía que debía escuchar los gritos de su madre una vez más para ser feliz. Sobraba decir lo mucho que extrañaba la presencia de su padre cuando este se encontraba tocando la guitarra en el salón y le invitaba a una charla sobre el rock y el metal de los ochenta y noventa, donde le mostraba sus músicos favoritos: de ahí que Félix haya decidido dejarse crecer el cabello como en esa época, aunque a él solo le llegaba hasta los hombros. Su padre siempre le dijo que le recordaba a Jeff Buckley a pesar de la diferencias físicas; para Félix, seguía siendo un cumplido.
Félix era un joven de casa, de la más clásica y la que muchas personas desearían tener. Siempre fue apegado a las emociones de saber que siempre tendría un lugar cuando el mundo se convirtiera en un desastre, pero ahora que ya no lo estaba, él no sabía quién era en realidad. Por eso le costaba aceptar la propuesta de aquel profesor de música, le parecía pertinente tener a su familia cerca para alentarlo, y que, si bien podía contar con el apoyo de sus amigos, no sería el mismo sabiendo que después de ellos no tendría a nadie.
Una vez más, entrando al apartamento siendo rodeado por el silencio ensordecedor, Félix revisó una y otra vez la nota en el comedor. Desde que la encontró no la ha movido del lugar, sentía que así al menos ella era la única que le hacía compañía en las noches frías cuando quería tener tranquilidad. Ese confortante calor solo se lo daba la fina letra cursiva de su madre.
Se recostó en una de las sillas del comedor. Vio desde lejos la tipografía y evitó que aquellas lágrimas cobardes salieran de los tristes ojos cafés que llevaban sufriendo desde hace varios meses. Félix se quitó los audífonos y el silencio lo rodeó como su único amigo; ya no escuchaba nada más que sus pensamientos y recuerdos. Una vez más, sacó su guitarra del estuche bajo la luz de la luna que entraba por su ventana y recorría la mitad del comedor hasta en donde estaba la carta. Félix empezó a tocar una melodía, sin saber por qué, solo se sentía bien al hacerlo, noche tras noche. No la escuchaba, no había necesidad de ello. Sentía las vibraciones en las cuerdas y en la madera y con eso le bastaba.
Lo que no se dio cuenta en el momento, era que, inconscientemente, había estado tocando la canción que su abuela le tarareaba de pequeño cuando no podía dormir; la tonada que nunca dejará de escuchar. La canción de cuna que solo le traía recuerdos de momentos felices que parecían no volver nunca más. Duró lo que le pareció conveniente, lo suficiente como para dormir feliz, y se fue a acostar no sin antes haberse tomado su medicamento.
⸸
En la mañana del jueves, cubierta por el frío del invierno que estaba doblando la esquina, Sara se abrigaba con tres capas de prendas diferentes: una camiseta negra, una sudadera ancha y la chupa de cuero de Las Cruces. Estaba sentada en una de las sillas de afuera de la universidad, guardando en sus manos el calor que el café del restaurante le brindaba.
Esperaba bajo un árbol a la llegada de Manuel, ansiosa por saber lo que le tenía que decir sobre el tema de su embarazo. Mientras tanto, el mayor se encontraba a solo unas pocas calles de haberse bajado del metro, rodeado de extraños y pensando qué le diría a la chica desesperada por tener una razón.
Para muchos sonará normal, pero para él era un tema complicado toda la situación del aborto. Si bien reconocía que era decisión de la mujer, le era pertinente opinar que debía pensarlo bien antes de matar a un ser humano. Él ha recibido muchos comentarios crueles por pensar de esa forma, pero Manuel le gustaba llamarse a sí mismo como una persona que veía todas las posibilidades en cada situación. Él no se dejaba llevar por emociones frágiles que le hacían pensar lo primero que tenía en la cabeza y que solo le dejara pensar en que esa era la única solución viable. Por supuesto que tenía ideas para Sara: tenerlo y que lo conserve o darlo en adopción, abortarlo y ayudarla en el proceso de recuperación tras la experiencia. Estaba demasiado confundido por cuál camino debería sugerir para que la sureña se aclarara sus dudas y temores, pues no era fácil manejar estos temas, y menos si eres un hombre, que en estos casos no tienes nada más que la opción de opinar y no de votar.
Estando delante de la entrada a la universidad, Manuel se repitió una y otra vez las opciones que tenía en su cabeza, haciendo cuentas imaginarias con sus dedos y contando al aire números que no sabía de su procedencia. Apenas fue visto por la chica, emprendió camino hacia ella, con las manos sudadas y labios temblorosos.
―Hey, ¿qué tal?... ¿Cómo te encuentras? ―Manuel se trababa al hablar, ni siquiera entendía sus nervios teniendo claro que ni él era el padre ni este su problema.
―Manuel, no creo que haga falta decirlo. Estoy demasiado cansada y asustada ―con pesadez, Sara se levantó a tirar el café a la basura y con un movimiento de cabeza le indicó a Manuel que la siguiera―. ¿Te parece fácil esta situación?
―Siendo sincero, no. Tampoco quiero hablarte con eufemismos y ser lo más lindo posible, porque sé que es una situación difícil. Lo que quiero es al menos que pienses bien las cosas.
―A ver, dime. Ilumíname y dime qué mierdas debo hacer.
―Estos días has estado muy estresada y no debería ser así. No hemos hablado mucho, pero he visto por ahí cuando caminas que estás muy decaída, diferente y quiero al menos hacerte cambiar de parecer de que no debes estar siempre así. No debes estar pensándolo mucho porque no te hace bien, independientemente de si estés pensando en tenerlo o no.
Sara se apresuró a cerrarle la boca. Estaba aún con conflictos sobre la situación, y él al estar hablando por ahí al aire libre en la universidad les daba más facilidad a extraños a que supieran su situación. Aunque ya no tenía mucho que perder, ha estado escuchando por los pasillos que los chismes se hacían más persistentes, y no entendía la razón, pues lo sabría si su vientre estuviera creciendo con el pasar del tiempo, pero ese no era el caso. El cómo el chisme de su embarazo llegó a oídos de toda la universidad seguía siendo un misterio.
―No hables tan duro ―regañó―. No quiero que nadie más se entere, si es que nadie más ya lo ha hecho.
―¿Quién más lo sabe?
Manuel, a diferencia de muchos estudiantes, no se la pasaba escuchando chismes, y muy pocas veces se enteraba de ellos cuando los veía en la página de la universidad.
―Hombre, ¡sí parece el puto tema del mes! ―Alegó. Más que estar furiosa con él, estaba furiosa con todos―. ¡Estoy harta de que todos hablen como si supieran lo que en realidad me pasa! Es cansado escuchar las opiniones de los demás como si fueran las únicas que importaran.
―¿Y qué es lo que crees tú? ¿Qué es lo que tú quieres hacer? ―Cuestionó, haciendo que detuviera su andar. Manuel sabía que ella no hablaba de él, pero recordó el tema solo para no desviarlo.
―Llevo pensando dos semanas sobre qué hacer y ni siquiera he tenido el tiempo porque todos se ocupan más en hablar que en dejarme pensar que este problema solo me incumbe a mí ―explicó con hastío.
Manuel estaba llegando a pensar que Sara en realidad no tenía ni idea de qué hacer, no pensaba nada en realidad y que quejarse constantemente era su forma de expresar su estrés y desconocimiento al tema.
―Si no tienes nada pensado, y solo te pones a escuchar lo que dicen los demás, entonces no llegarás a ningún lado ―alegó sin querer.
Él siempre tenía un problema y era que la mayoría de las cosas que pensaba las decía. La cuestión era que solo eran comentarios para él y no se percataba de cuándo las decía y con qué tono las hacía.
―A ver, entonces soluciónamelo. Dame una puta solución a este problema, ya que solo escucho lo que dicen los demás ―peleó ella, encarando al mayor.
―Perdón, no quise decirlo de esa forma...
―Me importa una mierda el tono, a ver, dime qué debo hacer, sabelotodo ―espetó con sus brazos cruzados. Manuel suspiró y habló.
―Estás embarazada. El error ya se hizo. Pero este se puede deshacer. ¿Quieres eso? ―Inquirió con un tono que la sureña no pasó por alto.
―Siempre he querido tener un hijo ―comentó―, pero no a esta edad y mucho menos acá en el sur.
―Explica eso último.
―Toda la generación de mi familia ha vivido siempre en el sur. Me enorgullece, no pienses que me siento avergonzada, pero quería ser el cambio y educar a mi hijo en otro sitio.
―Entonces no lo tengas y ya. Asunto resuelto ―una vez más, Manuel volvió a usar el tono que era casi como un regaño.
―A ti no te mola el tema del aborto ―su pregunta terminó siendo una afirmación. Sara no podía seguir escuchando lo que Manuel le diría si este estaba en contra de una de las opciones.
―No es que no me guste, es que me siento incomodo hablando de ello ―aclaró, guardando ambas manos en sus bolsillos―. Pero vale, entonces te la cambio. Tenlo y qué sigue después de eso. ¿Ah?
―Creo que si lo tengo sería lo más lógico darlo en adopción.
―No lo volverías a ver ―dijo Manuel, revolviendo así la mente de Sara una vez más.
―Hombre, no estás siendo de mucha ayuda ―la sureña bufó, sacando un chicle de su bolsillo trasero.
―¿Pero qué putas quieres que te diga? O puedes abortarlo o puedes tenerlo, ahí no puedo obligarte a que escojas una de esas opciones ―alegó con fastidio con su acento marcado. Manuel confirmó que este era un tema que odiaba mucho―. Lo que sí puedo es ayudarte durante y después de ambos procesos, dependiendo de cuál escojas.
―Un apoyo no me vendría mal ―confesó ella, dibujando una leve sonrisa en su rostro.
―Solo te digo, tienes esas dos opciones, pero solo tú debes escoger. Sea cual sea, yo estaré a tu lado para ayudarte en todo lo que necesites.
Con un breve asentimiento, los dos acordaron en ir a la cafetería por algo de desayuno mientras pasaban los minutos para que empezara su clase. Los dos jóvenes siguieron hablando del tema mientras pasaban con deguste el chocolate caliente. Manuel no sabía si había sido de mucha ayuda, pero por lo menos ya no pensaría tanto en sus problemas, ahora habiéndole prometido a Sara que estaría con ella para pasar por este proceso.
Sara en cambio se sentía un poco más relajada. Ambas opciones no eran de su agrado, no quería parir en nueve meses, pero tampoco quería pasar por toda la situación del aborto. Pocas cosas lograban asustar a la chica y este tema era una de esas. No había sentido tanto miedo desde la vez que vio a su padre llegando a casa con toda la sangre en su rostro. Ni siquiera tenía pensado en contarle a su padre, no sabía cómo se lo tomaría y temía por su reacción.
Sara pasaba por algo gordo y Manuel esperaba que esto y lo de Andrés lo entretuviera de pensar en su propio crimen.
⸸
Ya era treinta, Halloween en la universidad, donde en lugar de que los niños pidieran dulces, los jóvenes las consumían en los baños del campus. Y en este caso, la universidad ya estaba vendiendo alcohol y poniendo música a todo volumen desde los amplificadores que tenían los de Artes. Los puestos de comidas ofrecían brownies y galletas con cánnabis, junto a una gran botella de cerveza para el botellón con amigos. Los nuevos ingresados se sorprendían por lo que veían, mientras los más antiguos se adelantaban a hacer las compras a sabiendas que no durarían; para medio día ya no encontrarían nada de alcohol por los lugares de la universidad a menos que los reservaran a sus más confidentes.
Los maestros y directivos no tenían problema con ello. Sí tenían comentarios al respecto, pero no iban por ahí confiscando o censurando lo que los estudiantes hacían, pues era invalidar su libertad. Además, no lo hacían tampoco porque ya la gran parte de ellos eran mayores de edad, significando que eran capaces de asumir las responsabilidades por sus acciones, incluso si estas eran en el espacio universitario.
El Pequeño Pecado estaba a abarrotar de personas, en especial por las que venían buscando comprar algo de Zamper para experimentar esa nueva sensación. A pesar de que Sara se encontraba allí con unos viejos amigos, Andrés no estaba a la redonda. En cambio, él se encontraba entregando un trabajo atrasado de inglés, mientras los demás o se encontraban en clases ―como era el caso de Marina― o vagaban por las instalaciones de la universidad ―como lo estaban haciendo Manuel, Félix y ahora en compañía de Johan―. Los que no se encontraban en ninguna de esas categorías eran Diego y Carla que estaban reunidos una vez más en la biblioteca.
Los jóvenes ya habían entregado su trabajo de inglés hace unas dos horas, así que teniendo gran parte de la tarde libre, y mientras esperaban a que la noche cayera, estaban revisando aún más información con respecto a Carlos Castillo. Para los dos seguía siendo un misterio quién era él, porque solo conocían lo que el periódico de hace unos días les mostró y lo que han escuchado por ahí de Los Caídos, ya que Diego ha hecho el sacrifico de pasarse otras dos veces solo para sacar información de aquel hombre; y en esas visitas, se dio cuenta de que el grupo de Biel nació de la rabia, y que no tenían otro propósito más que hacer violencia. Diego no compartía esas ideas.
La última vez que fue, preguntó al aire quién era Carlos Castillo, y los presentes no se abstuvieron en demostrar sus emociones.
―Un cabrón ―eso le dijo una mujer.
―Un asesino ―dijo otro chaval.
Según recopilaciones de informaciones que han ido descubriendo, el hombre no era más que un ex empresario del siglo pasado. Su terreno era Norteamérica hasta que decidió vivir en Madrid. Alrededor del 2012 inauguró su compañía en el centro de la ciudad, siendo la más aclamada en aquel entonces, pero empezando a decaer cuando llegó el año dos mil dieciséis. Sufrió numerosos cambios y desapareció la compañía. Seguido a eso, corrían los rumores del posible asesinato de su hijo y luego desapareció. En 2019 volvió, ahora como una futura figura política que ha ido ganando fuerza desde el año pasado hasta el día de hoy. El edificio en el centro fue vendido y ahora contenía unas oficinas más de una compañía sin relevancia en el caso.
Carla se sorprendió por la cantidad de información que desconocía, lo mismo Diego, hasta que llegaron a la conclusión de que un hombre tan poderoso e influyente podía llegar a ser capaz de manipular la prensa y borrar todo tipo de historias o columnas que hablaban de él años atrás. La información que tenían también había sido sacada de foros escondidos en la internet y alguna que otra entrevista borrada o eliminada de la televisión que pudieron conseguir gracias al sujeto de Sistemas y Tecnología que se infiltró en los archivos de la cadena nacional. Parecía de broma, pero Biel, a diferencia de Diego, comprendió al momento que esos tipos de archivos no estaban tan asegurados como muchos pensarían.
―¿Has encontrado algo nuevo? ―Preguntó Carla sin quitar la mirada de su computador portátil.
―Solo la misma mierda de siempre ―informó Diego, sin importarle cubrir su boca por el bostezo de cansancio.
―Yo tampoco tengo nada y ya estoy cansada ―la chica suspiró, sujetando su cabello y estirándolo para atrás.
Carla se levantó de su asiento, dejó su computadora en la mesa y salió de la biblioteca y del edificio. Se asentó en la subida de discapacitados y se recostó en la baranda de protección, observando las pocas personas que pasaban en las afueras del edificio, pues la gran mayoría estaba en una reunión masiva en el Pequeño Pecado.
―Carla, dime algo ―dijo Diego llegando por detrás―, ¿por qué es tan importante esto para ti? ―La rubia volteó con una cara llena de confusión y desentendimiento ante la pregunta, pues pensaba que ya había quedado claro sus motivos―. Digo, ¿qué piensas que vas a ganar si descubres lo que pasó?
―Aparte de que por fin sabré la verdad ―respondió con obviedad―, quiero saber si hay algo en lo que realmente pueda ayudar. Como si bien pudo haber sido un problema financiero o un fraude, necesito averiguar la manera de enmendar aquel error y que de alguna forma se nos devuelva lo que nos quitaron.
―Y si lo haces, ¿te irás de la universidad ahora que ya tendrías tu dinero de vuelta?
Diego no pudo evitar su tono decaído. La idea de Carla yéndose no le gustaba, de la misma forma que no le gustaba la procedencia de aquella preocupación. Sin embargo, lo hacía. No debía, pero no podía evitarlo.
―Mi prioridad no es el dinero. Mi prioridad es demostrar nuestra verdad. Si es que la hay, claro ―respondió con calma.
Ambas miradas volvieron una vez más a la multitud de personas.
Carla por un momento se sintió algo emocionada por la idea de que Diego se preocupara si ella llegara a irse. Solo demostraba que el cariño que el sureño le tenía iba más allá de algo amistoso. Mientras que el chico rubio la observaba desde los rayos del sol que rompían la densa nube, no paraba de pensar lo tonto que lo ponía aquella sonrisa que ella le dedicaba cuando decía alguna teoría.
Los dos estaban perdidos el uno por el otro, en niveles diferentes, pero conocían la intensidad del cariño que se tenían.
Aquella tarde en la biblioteca postergaron aquel beso porque no lo sentían justo, el momento no era espontaneo y no querían que solo sucediera y ya. Por primera vez, Diego no pensaba en hacer algo solo por un momento, pensaba que si besaba esos finos labios cereza de la rubia, le sería imposible no volver a hacerlo una y otra vez. Todo el día, todos los días.
Carla tampoco difería del pensamiento. Por muy imaginario y peliculero que pueda parecer, Diego le brindaba a Carla una adrenalina que nunca había sentido en su vida. Era casi como el impulso que necesitaba y la valentía que le faltaba. Carla habría gustado besarle aquella vez, pero sabía muy bien que no quería afanar las cosas, pues nunca salían bien cuando se hacían.
Los dos podían estar pendientes del caso, pero no se escapaban de la mente del otro en ningún momento.
Diego volvió a la biblioteca, siendo notado por Carla quien lo siguió a unos pasos de distancia. El rubio se sentó y comenzó a teclear como si no tuviera dudas. Se metía en páginas y artículos, mientras cerraba vídeos y foros. Sin embargo, Carla le echó una mirada rápida al último foro que justo llamó su atención.
―Diego, creo que encontré algo ―anunció Carla, con esperanza en su voz de que esta tarde, a diferencia de las anteriores, no haya sido gastada en vano.
―Muéstrame, qué encontraste ―dijo y extendió la mano sobre la mesa. Carla detalló los anillos y volvió la mirada a la computadora.
―Encontré en este mismo foro de la otra vez que una persona comentó algo sobre un proyecto que tenía Carlos. Casualmente, el nombre de mi padre también está ahí.
―Déjame ver ―pidió y se levantó para colocarse detrás de la rubia. Diego empezó a leerlo por encima, sin embargo, Carla decidió decirlo en voz alta, solo para que ella confirmara el gran impacto.
―Carlos Castillo siempre fue un empresario de esos que cargan con doble vida. Pero si no recuerdo mal, en 2018 se tenía pensado construir un nuevo negocio de la mano de Benjamín Valero. Recuerdo que tenían muchas juntas en sus industrias, y siempre hablaban y reían de lo que iban a hacer. Tenían los suficientes fondos y la máxima influencia para empezar, sin embargo, de un momento para otro, el proyecto fue cancelado y nunca volví a saber de ello. No cabe duda de que algo pasó ahí que obligó a los dos hombres alejarse.
Carla había citado todo lo que el post de un desconocido explicaba acerca de Carlos Castillo. Carla desconocía por completo el proyecto del que hablaban, aunque tampoco se iba a mentir, en esos tiempos no estaba tan pendiente de las cosas que hacía su familia, solo degustaba de aquellos viajes ilimitados por todo el mundo que realizaba con su hermano. Puede que todo haya pasado en frente de sus narices y no se haya dado cuenta
―Hay algo que no me cuadra. Todo lo que ocurrió con tu familia fue en marzo del año pasado ―dijo Diego y Carla asintió, llegando al mismo punto―. Pero esto dice que ocurrió en 2018. Un año antes de eso.
―Mi padre conoce a Carlos, lo suficiente como para saber qué tipo de persona es. Sin embargo, entiendo al punto que quieres llegar. Este no fue el detonante que hizo que pasara aquello, porque no creo que haya esperado todo un año para hacer su movimiento.
―Quizá no fue el detonante, pero sí el inicio de algo más grande.
―A este paso, daré con algo de verdad en unos meses ―suspiró una vez más, alzando un poco la voz y llamando la atención de las otras cinco personas que estaban en el lugar.
―Tranquila, yo te ayudaré en todo momento.
Diego tuvo el atrevimiento de poner su mano en el hombro de la rubia. Carla lo miró de reojo y sonrió.
―Creo que ya has hecho más que suficiente por mí. No te debo meter más en temas que no te interesan ―ella colocó su mano sobre la de él, pero no para quitarla, sino para apoyarla.
―Por supuesto que me interesan, sobre todo porque te involucran ―confesó. No pudo evitar ser honesto, no sabía cómo controlar más sus emociones.
―Ya pasamos por esto, Diego ―musitó. Sin embargo, Carla tampoco sabía cómo controlarse del todo. Subió su mirada y se encontró con Diego viéndola con tranquilidad.
Cada vez que se veían, no podían evitar reafirmar su vista en los labios del otro, como si fuera una comida exquisita que nunca habían probado.
―Sí, ya pasamos por esa fase, pero no por esta.
Diego se atrevió y Carla no le rechazó. Se besaron.
El sol de la tarde que indicaba el inicio de la noche golpeaba en los rostros de los jóvenes, dándoles el cobijo que el frío de la tarde les arrebató. La inocencia del primer beso la sentían los dos, temblaban bajo la sensación de la unión y sonreían por haber cumplido el deseo. Diego se movió de su lugar al sentirse incómodo, y no dudaba que Carla estaría igual con su mirada hacia arriba, por lo que se bajó a su altura y la volvió a besar.
No podían llegar a catalogar esto como amor a primera vista o aquel romance esperado y prohibido, pero sí se podía llamar el inicio de algo nuevo para los dos. Ambos estaban más que preparados para afrontar cada situación después de haber sellado sus emociones con ese casto y torpe beso.
No obstante, ojalá hubieran tenido el cierto cuidado para revisar una vez más el periódico del norte de hoy. Porque en estas nuevas, Carlos aclamaba que la demostración de que el sur debía ser erradicado estaba por venir en los siguientes días. Algo gordo se venía, y los jóvenes no estaban preparados.
⸸
Faltaba poco para que se hiciera de noche, ya era alrededor de las seis y media, hora exacta en que Marina se encontraba encaminada al apartamento de Andrés, donde sabía que el joven estaría, pues se fue de la universidad una hora antes. La pelirroja desde el otro día que lo llevó a enfermería, donde notó su estado y el caso omiso que ha hecho él ante los mil y un consejos o ayudas que le han dado, decidió tomar el toro por los cuernos y hacerse cargo de la situación ella misma. Había llamado a Paula, quien ya la esperaba en el edificio de apartamentos donde Andrés vivía junto a su madre, la señora Catalina Mora.
La rubia llevaba diez minutos afuera, había sido llevada por un coche, pero se bajó de este y decidió esperar afuera, ordenándole al chofer que la dejase. Paula no iba a ser tonta y presentarse en el sur con joyas o vestimenta que desentonara, sin embargo, no fue tampoco lo bastante desprolija, solo fue con aquellas prendas que usaba de vez en cuando que estaba por casa o cuando solo llevaba amigos a su apartamento. Se escondía bajo un beanie gris, sacando por dos extremos unas coletas de cabello que no alcanzaron a ser cubiertas por el accesorio. Allí bajo el alumbrado, esperó a la sureña que estaba a no más de tres calles.
Marina sabía muy bien que todo esto no podía hacerlo sola, hablando en particular desde un ámbito económico. Pero ella tampoco iba a jugar sucio y dejar que Paula se encargara de todo, pues le aseguró mil y un veces que apenas pudiese, le compensaría este favor, ya que la rubia no admitirá una recompensa por todo lo que ha hecho por la Casa de la Esperanza. Paula ayudaba a un grupo de personas porque le nacía hacerlo, y en este caso, ella ayudaba a Marina solo porque le había pedido el favor. Y porque se escondía detrás de esa idea solo para no pensar que lo hacía para tener más tiempo con la pelirroja.
Acortando los pasos, Marina llegó a donde estaba parada Paula, admirando el gran edificio donde vivía Andrés.
―¿Cuánto tiempo llevas aquí sola?
―Unos pocos minutos ―informó mirando su pequeño reloj.
―Ya te digo yo que podrá ser territorio de Las Cruces, pero eso no quita el hecho de que pueda andar por aquí personas con malas intenciones. Los Carroñeros son atrevidos, incluso por estas fechas ―advirtió, observando la calle de extremo a extremo.
―Me sé defender, pero entiendo tu preocupación. Tendré más cuidado en la próxima ―admitió con una sonrisa, solo para lograr que Marina le brindase una igual de amplia y carismática.
―Oye, a eso de las ocho va a haber una especie de fiesta en la universidad, por si quieres ir conmigo ―propuso Marina, intentando esconder el leve rojizo por la pena de preguntar.
―No es de mi estilo ese tipo de lugares, pero si me la voy a pasar contigo, sin duda alguna acepto ―ambas sonrieron, y fueron aún más brillantes gracias a la luz de la farola.
―¿Estás lista? ―Preguntó Marina, guardando sus manos en la chupa de cuero.
―Solo me falta llamar para que den la orden.
―Hazlo ahora. Tardarán un poco en llegar ―alertó Marina, abriendo la puerta para que Paula entrase.
―¿Por qué decidiste hacerlo esta noche? ―Inquirió ahora que ya estaban dentro del lugar, mientras ella buscaba el número en su móvil para llamar―. ¿No hubiera sido mejor mañana o el domingo?
―Andrés de seguro irá esta noche a la universidad. No quiero que se meta cuanta cosa pueda y termine apareciendo una semana después. O en el peor de los casos, que no aparezca.
―No creo que eso fuera a pasar.
―Tú no lo viste cómo estaba tirado en esa cama. Si yo no llegaba a tiempo, se seguiría intoxicando con más mierdas y tendríamos el primer muerto en toda la historia de la universidad. Además, se estaba metiendo lo nuevo de los Carroñeros, que es por medio de un tatuaje temporal. Tendré que decirle eso a Miguel tan pronto lo vea para estar alerta de todos esos problemas y que no se esparza por la zona.
Explicó Marina, pero dejó de hablar cuando Paula por fin se comunicó con la línea esperada, avisando que ya era la hora. Paula advirtió que en unos diez o quince minutos llegarían al lugar. Las chicas subieron escalón tras escalón, mientras la sureña en su mente no dejaba de preguntarse si era bueno lo que estaba por hacer. Se preocupaba por sus amigos, eso no lo podía negar, y muchas veces había intentado ayudar a Andrés. Todo empezó la vez que corrió a medianoche por las calles del sur tras el llamado del chico, diciéndole que no estaba sintiendo los brazos y que se sentía cada vez más débil, sin contar los exactos diez «perdóname» que le dijo durante esa llamada de dos minutos.
Cuando Marina había llegado esa noche, la puerta estaba entreabierta y la madre de Andrés no estaba en el apartamento, deduciendo que había salido a divertirse por ahí. El joven estaba en su cuarto, desnudo, con los brazos ensangrentados y la mirada bañada en lágrimas, junto a marcas rojizas de sus dedos por todo su rostro y torso.
Marina empalideció y pareció caer en un completo desmayo cuando vio la escena, sin embargo, se armó de valor y llamó a Diego para que la ayudara. Andrés fue ingresado esa misma noche, pero fue liberado dos semanas después cuando se encontraba bien de salud física, alegando que mentalmente estaba bien cuando las enfermeras y los médicos le sugirieron varias veces que necesitaba ayuda psicológica; no lo internaron porque no lo cubría su seguro, ni tampoco tenía dinero para ello. Marina le recordaba lo mismo, pero Andrés era oídos sordos a todo lo que le dijeran. Los días pasaron y Andrés dejó de comportarse tan solitario, empezó a hablar un poco más con algunas Cruces en la Guarida y pasó de tomar tanto alcohol como lo hacía antes. Comunicarse con otras personas se había convertido en parte de su proceso de desintoxicación.
El joven un día decidió cubrir las feas cicatrices que su intento de suicidio le habían dejado con unos tatuajes que cubrían ambas muñecas. Era como si él mismo estuviera dando un nuevo paso a una mejor vida, pero el deseo no duró mucho cuando fue notificado que había perdido el semestre, tanto por inasistencia como por falta de entrega de trabajos, obligándolo a caer una vez más en las drogas que lo hacían sentirse bien. Había iniciado con la marihuana, luego con la cocaína, el LSD y el causante de que tenga VIH: metanfetamina por inyección. Ahora Marina no sabía qué consumía, pero presumía saber que se trataba de Zamper solo por lo ocurrido la anterior vez. Ella no lo culpaba por eso, nunca lo haría.
Ya estando en el frente de la puerta de su apartamento, Marina tocó exactamente tres veces como llamado a que el joven saliera. Pasaron solo diez segundos hasta que Andrés abrió la puerta, siendo sorprendido por la visita de Marina y de una extraña que nunca había visto.
También, el joven se sobresaltó un poco al encontrarse sin camiseta, pues en el momento que las dos chicas llegaron, él se estaba cambiando de ropa para irse en unos minutos a la universidad para vivir una noche inolvidable. Juan también estaba sin vestirse por completo detrás de Andrés, pero no se escondió para terminar.
―Marina, ¿qué haces aquí? ¿Quién es ella? ―Preguntó Andrés, indiciándoles que siguieran a su departamento desordenado.
―Ella es una amiga ―señaló Marina, mientras Paula sonreía―. Vinimos porque quería verte.
―¿Vas a ir a la universidad? Porque podemos ir todos.
Invitó, poniéndose una camiseta negra con estampados para cubrir la delgada figura que las dos chicas no pasaron desapercibida, pues era imposible cuando las costillas se estaban haciendo visibles, junto a unas cicatrices que las pinturas en su piel no alcanzaron a cubrir. Marina calculaba que Andrés no pasaba siquiera los cincuenta kilos. Él era más huesos que carne. La simple imagen de la decadencia física de Andrés le confirmó a Paula que la propuesta de Marina era certera, aun cuando no estaba cien por cien de acuerdo con el método.
Andrés se escondió unos segundos en su habitación, dejando a los tres en el salón. Juan estaba notando los nervios de Marina y el tono con el que hablaba. Pero se llevó una sorpresa mayor cuando reconoció a su acompañante.
―¿Paula?
―Juan ―saludó con la misma sorpresa―. Tiempo sin verte.
―¿Os conocéis?
―Él es el hermano de mi amigo que te comenté ―explicó Paula a la pelirroja―. Son tres, de hecho: el mayor, mi amigo; el menor, el que está en la Casa de la Esperanza del norte; y Juan, el del medio.
―Muchísimas gracias por esa descripción tan adecuada de mi persona.
―No te hagas el digno. No eras relevante para Adrián o para la familia, llevabas años metiéndote con las personas equivocadas.
―Pero ahora estoy con Las Cruces y cambié. Espero que tú también lo hayas hecho, porque me habré ido, pero recuerdo que mi hermano no fue a casa durante un buen tiempo porque lo habías engañado con alguien. También recuerdo que no fueron los mejores amigos, ¿o por qué tu amiga me pidió a mí que la ayudara a salir de la ciudad?
―¿Cómo?
―Sí. Una chavala vino a mi hace cuatro años. Tuvo suerte de que no se adentró más al territorio de los Carroñeros. Me pidió que le comprara un boleto de autobús por que le debía el favor de no haberme delatado con la policía cuando me pilló vendiendo droga cerca de su instituto.
―¿Ayudaste a que Nicole se fuera? ―Preguntó con voz baja.
―¿Qué tramas? ―Preguntó el menor, señalando a la pelirroja. Juan aceptó que Paula no podía estar allí para hablar del pasado, mucho menos estando con Marina.
―Algo que tuve que haber hecho hace mucho tiempo ―dijo, mirando la puerta de Andrés. Juan abrió sus ojos.
―No hagas una locura, Marina, ni se te ocurra ―amenazó Juan, acercándose a Marina.
―Juan, él está mal. Tú más que nadie lo sabes ―recordó, pero la mirada seria del menor no cambiaba―. Si al menos lo quieres, entenderás que esto es por su bien.
―No, Marina, no lo entiendo. Si Andrés no quiere no deberías meterte.
―Si Andrés no quiere acabará muerto en cualquier lado.
Juan no respondió porque la imagen de ver a Andrés muerto le había incomodado. Marina también pensó en ello y no quería ver nunca esa imagen. El menor iba a volver a hablar hasta que Andrés regresó bien vestido y bañado en perfume barato.
―¿Vamos? ―Preguntó con una sonrisa ladina.
―No, Andrés. No iremos a ningún lado ―dijo Marina, logrando que la expresión de Andrés cambiara―. He venido a ayudarte ―aclaró Marina, apoyándose sobre el sillón viejo de color verde.
―Ayudarme. ¿Con qué? ―Su voz sonaba cansada, pero entendió al momento lo que ella se refería con ayuda―. Creo que ya pasamos por esta misma charla, Marina, y ya te dije que estoy bien.
―No, no lo estás. Te tuve que llevar a enfermería la otra tarde porque estabas muriendo, y Manuel te llevó al borde de la intoxicación porque te metiste MDMA.
Juan le miró con sorpresa.
―Yo nunca pedí que me salvaran ―alegó. Su voz sonó ronca, trataba de no derrumbarse mientras se ponía su chupa de cuero.
―Por supuesto que no, porque no dejas que nadie te ayude ―Marina empezó a alzar la voz, mientras Paula se encontraba pegada a la pared, recibiendo la información de que ya estaban en la puerta y ella les notificó la planta y puerta donde debían llegar.
―Sabes que eso no es verdad.
―¿Sabes cuántas citas he programado con George para que vayas y le hables? ¡Muchísimas! Pero cada vez que te lo decía tú solo hacías la vista gorda y me ignorabas.
―Porque no necesito tu lastima, Marina. Entiende eso. ¡Estoy bien! Deja de pensar que no, porque lo estoy ―gritó con dolor. La mirada fría de Andrés con la que visualizaba a la chica solo reafirmaba más sus acciones, pero él estaba al borde del llanto por no poder expresar todo lo que quería.
―Espera, ¿has podido hablar todo este tiempo con George cuando me dijiste que no podías? ―Preguntó Juan.
―No podía porque no me apetece escuchar sus lastimas ―alegó Andrés.
―Sin duda, no me dejaste otra opción ―intervino Marina.
Fue casi coincidencia que Marina finalizó con esas palabras y la puerta del apartamento se abriera con determinación, mostrando a tres hombres de blanco, siendo interceptados por Paula quien les confirmó la persona que buscaban.
La mirada de Andrés dejó de estar molesta a pasar a mostrar miedo. El chico no entendía muy bien lo que pasaba porque sabía de dónde eran esos sujetos, lo que no le cuadraba era por qué su amiga había decidido traicionarlo de esta manera.
―¿Marina, qué es esto? ¿Quiénes son ellos? ―Preguntó con temor.
―Necesitas ayuda, Andrés. Perdón ―musitó Marina.
Sus palabras pasaron a segundo plano cuando dos de los hombres fueron por Andrés, tomándolo cada uno de los brazos mientras se resistía con todas las fuerzas que tenía.
―Marina, diles que me suelten. ¡Marina! ―Andrés empezó a gritar, pero ella no le escuchaba por el sentimiento de culpa que sentía en su interior―. ¡Marina! ¡Soltadme, hijos de puta! ¡Marina, me cago en tu puta madre! ¡Qué me soltéis, malditos! ―Siguió pataleando, pero era inútil―. ¡Juan, ayudame, por favor!
Andrés observó a Juan, este traía la mirada pérdida y cristalina. No sabía nada de las recaídas tan graves que tuvo Andrés en la universidad, y él sabía muy bien que Andrés había aceptado su destino de morir en ambas ocasiones como si no le importaran los demás. Como si no le importara lo que él sintiera. Veía cómo se llevaban a Andrés, y por mucho que quisiera hacer algo, sabía que sería inútil.
―Perdón ―dijo Marina una vez más, antes de que fuera llevado lejos de allí.
―¡Estás muerta para mí! ¡¿Me escuchas?! ¡Muerta!
Andrés gritaba con voz rota, pataleando por huir, mientras era llevado por la fuerza por los dos hombres a la salida de su apartamento. Marina estaba a dos gritos más de caer en las lágrimas, de no ser porque Paula le tocó el hombro y la atrajo en un abrazo que la sureña no pudo resistir.
Juan espabiló y fue corriendo detrás de los hombres que se llevaron a Andrés. El menor gritaba para que lo dejaran libre, pero no lo escuchaban. Los vecinos se asomaron por sus puertas debido al escándalo y vieron la figura de Andrés arrastrada por los hombres de blanco. Marina empezó a sollozar por lo bajo, mientras se preguntaba qué mierda había hecho; por qué había sido capaz de empeorar su relación con Andrés de esa manera. Una parte de su ser le decía eso, mientras en el fondo una voz débil le gritaba que había sido la mejor opción.
Pero la única voz débil que había en esa situación era la de Andrés ahora que le habían inyectado una pequeña dosis de tranquilizante, la suficiente para que dejara de gritar, pero no la necesaria para calmarlo en un sueño profundo. Sus pies se arrastraban por el suelo de la calle, atrayendo las miradas curiosas de los vecinos del lugar, preguntándose qué había pasado con él.
―Andrés, no, no se lo lleven ―rogó Juan con pánico sin saber qué hacer.
―Juan... te quiero ―musitó un somnoliento Andrés.
―También te quiero, Andrés ―respondió con el mismo tono, siendo alejado esta vez por el tercer enfermero.
Andrés fue recostado en la camilla del psiquiátrico al que Marina decidió mandarlo gracias a Paula, quienes se encontraban viendo la escena desde la ventana del apartamento, y notaron cómo Andrés ya no gritaba, solo lloraba. Lloraba porque estaba enfermo, porque él sabía muy bien lo que le ocurría. Sabía que, si era llevado a ese lugar, se estaría enfrentando a su peor enemigo: él mismo. Si no había muerto por los numerosos intentos de suicidio, seguro lo haría cuando decidiese escuchar a su voz interna estando en la completa soledad, mientras su locura incrementaba con el pasar de los días que estaría internado en ese lugar.
Andrés iba a morir y Marina lo había condenado a ello.
Mientras aquellas dos almas rotas luchaban por pensar que iban a salir de esta, la preciada hora que iniciaría la mejor velada de la universidad estaba por llegar. Faltaba una hora para las ocho de la noche. Andrés fue llevado y, a su vez, salvado por lo que ocurriría más tarde.
El sur estaba por vivir una noche inolvidable, y esto era solo el comienzo del tormento para todos.
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