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Capítulo VI: Misterios en las Sombras.

VI

«MISTERIOS EN LAS SOMBRAS»

«Cuando el misterio

es demasiado impresionante

es imposible desobedecer».

Antonie de Saint Exupéry

Las luces del baño empezaron a tintinear. Como una pesadilla convertida en realidad, Andrés veía a su ser desfigurarse en el reflejo de aquel espejo sucio y roto en la esquina. Sus ojos se caían, el cabello desaparecía y toda su imagen se transformaba en todos los comentarios que ha escuchado en su vida: feo, asqueroso, mugriento, pobre, muerto de hambre. El lavado botaba chorros de agua, los suficientes para que Andrés fuera capaz de atragantarse con las dichosas pastillas que tenía en la mano.

El dolor de su cabeza incrementaba, la espiral de emociones lo revolvían en un mar de soledad, en un baño desdichado y en una universidad donde nadie lo conocía; donde nadie le importaba que estuviera a poco de cometer un suicidio sin ser consciente de ello. La mochila se resbaló de su hombro y resonó en el suelo el adorno de metal que tenía en esta. El agua dejó de sonar al igual que sus pensamientos.

Su voz dejó de arder. Sus ojos pararon de doler, su mirada se reincorporó cuando vio una vez más la droga en su mano, haciéndolas ver como dulces que cualquier niño de nueve años degustaría. Con el valor que no sabía que tenía, de un solo movimiento se atrevió a meterse toda la manotada que tenía el pase directo al final de su vida.

Masticó algunas y se pasó derecho otras tantas. Golpeó el lavamanos con fuerza, mientras las lágrimas nublaban su vista y le hacían delirar. Luces de colores inundaban el lugar, se sentía en una fiesta en la Guarida o en una escena morbosa como a veces las había en el Pequeño Pecado. De pronto sus brazos se tensaron hasta el punto en que el dolor pasó a alivio; dejó de sentirlos y juró creer que se le habían caído de repente. El estómago y sus intestinos comenzaron a bombear, mientras que su corazón y pulmones se encontraban en una maratón por ver quién se detenía primero.

Andrés veía lo que nunca encontró en su vida: felicidad. El éxtasis que sentía era sin igual, y la miríada de emociones no se comparaba con cualquier plato exquisito. Los ojos de Andrés se agrandaron, sus pupilas saltaron hasta el punto de ser dos globos que viajaban por el aire. Reía y lloraba porque había encontrado la alegría, y se repetía una y otra vez que todo iba a estar bien.

Quizá fue coincidencia que Andrés se encerrase faltando solo diez minutos de que la clase particular de baloncesto terminase, y que Manuel tuviera que ir a los dichosos baños a reponerse del arduo ejercicio que hizo durante las previas dos horas. Pero él no pudo descansar cuando reconoció a Andrés con la boca llena y las lágrimas secas en sus mejillas. Tenía arcadas, pero Andrés no las sentía.

Con rapidez, Manuel se colocó en la espalda de Andrés y le hizo escupir la gran mayoría de pastillas al lavabo de enfrente con un fuerte golpe y apretón en la espalda. Algunas pastillas quedaron pegadas en el espejo debido a lo mojadas que estaban. Andrés sintió al final arcadas cuando su boca estaba libre, y notó que al menos unas dos o tres pastillas más lograron bajar por su garganta, dispuestas a propiciarle un buen viaje que dará efecto en los próximos minutos.

―¿Estás bien? ―Preguntó con precaución al ver su estado. Ambos sudaban, uno por miedo y otro por cansancio.

―¡¿Qué te pasa?! ¡¿Por qué te metes donde no te puto llaman?! ―Andrés le empujó lo mejor que pudo para que se alejara, mientras con la manga de su chupa se limpiaba la poca baba que aún quedaba en su barba.

―¡¿A ti qué coño te pasa?! ―Manuel respondió con el mismo tono de voz, y la misma ira que inundaba a Andrés. El mayor reconoció las pastillas que escupió y no pudo contenerse en reclamarle―. No sabes que te podías haber muerto si te tomabas todo eso, imbécil.

―¿Tú crees que a mí me importa eso? ―Alegó y se dejó caer, recostándose en el lavabo―. ¿Crees que a mí me importa lo que me pueda pasar? ¿O crees que a alguien le importe lo que me pueda pasar? ―Preguntó, estando al borde de las lágrimas una vez más.

―¿De qué vas? ―Preguntó Manuel acercándose a donde estaba él. No tenía ni la más mínima idea de por qué decía eso, no tomaba tan en serio las palabras que decía―. ¿Te querías matar de verdad? ¿Estás mal de la cabeza o qué?

―A ti qué te importa si estoy bien o mal. Solo vete y déjame en paz ―las lágrimas volvieron a caer una vez más, debilitando a Andrés más de lo que ya estaba―. Vete y déjame como lo hacen todos. A nadie le apetece estar conmigo, no me extrañaría que tú tampoco.

―Andrés, no hablamos mucho, pero no es para que me trates así cuando lo único que hice fue ayudarte ―Manuel se arrodilló frente a él, ignorando el frío que empezaba a hacer en el lugar y más para él estando en ropa ligera―. ¿Y qué es esa mierda de que nadie quiere estar contigo? Son solo ideas en tu cabeza, si no, yo no estaría aquí.

―Estás aquí por pura coincidencia, no porque me buscabas ―dijo y Manuel aceptó que era verdad lo que decía―. Siempre acabo en medio de todos.

―Para ya. Deja de latiguearte con las mismas palabras. Pareces un disco rayado ―dijo, tratando de calmarlo con una mano en su hombro.

Manuel sentía que estaba siendo demasiado duro con lo que decía, pues nunca entendió aquellos sentimientos de las personas, pero no le impedía intentar ayudarlos de una manera u otra. Además, pensar en problemas ajenos, puede que le haga olvidar los suyos. Esto no era más que una amistad de transacción.

―¿Y por qué crees que las repito en todo momento? Porque me las dicen, me las dice mi madre, me las dicen Las Cruces, me las dicen los profesores. Todos tienen algo en mi contra y ni siquiera sé por qué ―Andrés empezaba a desvariar, escuchaba a Manuel en la lejanía y sus palabras sonaban vacías. Si era una ilusión, estaba claro que no le haría caso a su imaginación irracional.

―¿Y por eso te debes drogar hasta el suicidio? No, hombre. No somos los mejores amigos de toda la vida, pero sería la última persona en decirte alguna tontería así. No soy del tipo de persona que sería capaz de hacerte sentir inferior o dejarte solo ―dijo, tomando entre sus manos la cara del sureño para que le ponga atención―. No sé qué pasó para que hayas llegado a este punto, pero si en algún momento te vuelves a sentir mal, dejado o decaído, solo búscame. Aunque no tenga las mejores palabras, te puedo servir de compañía.

Pero la mente lo engañaba. Lo hacía oír cosas que pensaba escuchar, pero le decía cosas que siempre se repetía, una y otra vez. Noche y día, el alma de Andrés se pudría, se deterioraba con el pasar del tiempo, dejando un olor marchito y agrío a su paso, junto a una decadencia en aquella figura famélica que podría llegar a considerarse como un cadáver exquisito.

Las palabras de Manuel eran vacías a los oídos del sureño, pero conforme el mayor más hablaba, más las sentía, llegando a pensar que sí podría llegar a ser un buen soporte para el joven de ojos cristalinos, pupilas dilatadas y malestares generales que tenía en frente. Pensaba que sí podía llegar a curar un alma, sería capaz de encontrar paz en la suya.

―Manuel, yo...

―No digas nada. Voy a llevarte a enfermería a ver si te pueden dar algo para que te sientas mejor ―avisó, tomando al sureño de los brazos para poder alzarlo―. Y por favor, no te drogues más, por mucho que pienses que eso te hace mejor, en realidad no lo hace. Solo te consume más por dentro hasta que ya no eres nada ―acotó, apoyando el cuerpo de Andrés sobre el lavamanos.

Manuel quizá era testarudo al no dejarle hablar, pues si hubiera entendido el estado de Andrés y le habría dejado explicar, sabría que se encontraba drogado y que por muchos discursos teatrales de beneficencia que le haya dicho, él no entendió ni una sola palabra. Andrés dudaba si en realidad Manuel estaba ahí o si solo fue a casa a desahogar sus penas con la droga robada, o en el muy loco de los casos, Manuel nunca llegó y en realidad él estaba muerto en el suelo del baño.

Cualesquiera que sean las opciones, tenía claro que la única cosa que necesitaba ahora más que nunca que estuvo expuesto, era una buena dosis de lo único que se conseguía en el Pequeño Pecado. Sin embargo, Andrés estaba en los brazos de Manuel. Para el mayor no le era complicado cargar al menor, no pesaba demasiado y Manuel tenía la suficiente fuerza para ello. Las personas que pasaban a su lado se preguntaban qué le pudo haber pasado al sureño, pero nadie se atrevió a pararse enfrente y preocuparse de verdad.

Llegó hasta enfermería, pasando a un lado de Marina, la cual al ver al chico fue corriendo detrás de ellos. Manuel entró gritando si había alguien disponible. El doctor de planta estaba allí, le indicó que dejará el cuerpo en la camilla y saliera de la habitación no sin antes explicar qué ocurrió.

―Manuel, ¿qué pasó? ―Preguntó Marina una vez el mayor estuvo en la pequeña sala de espera.

―Estaba en prácticas de baloncesto cuando entré a las duchas y lo vi ahogándose en pastillas ―repitió lo mismo que al doctor, limpiándose el sudor de su frente.

―¿Pastillas?

―Sí, MDMA ―especifico, logrando que la pelirroja se enfadase―. No sé de dónde las habrá sacado, pero logró ingerir demasiadas.

―¿Te dijo algo más? ―Preguntó, pensando que cuando volviera a ver a Darío le rompería las piernas.

―Que nadie lo quería y chorradas así ―dijo con una mueca, recordando con fastidio lo que decía el sureño.

―¿Chorradas? Manuel, no debería decirte esto, pero Andrés está muy mal. Tiene grandes problemas y bastante graves ―informó Marina, tomando desprevenido al mayor―. Así que no creo que sean chorradas.

―¿Qué tipo de problemas puede tener?

―Si te dijo que no tiene amigos, es verdad, no los tiene. La única persona con la que habla es conmigo, el resto son solo conocidos. Su madre es una alcohólica, bipolar y una prostituta. Su padre lo abandonó cuando ni siquiera tenía recuerdos ―explicó con rabia al recordarlo todo―. No puedo decirte más porque se sale de mis facultades, pero madura un poco y piensa que la gente de verdad tiene problemas ―espetó.

―Yo también tengo problemas ―chilló, agravando más la situación para Marina.

―Espero que no sean igual de graves que los de Andrés ―respondió Marina sin ánimos para discutir―. Odiaría decirte que son «chorradas».

La pelirroja se alejó de Manuel saliendo por la puerta de la enfermería; ya volvería en unos minutos con algo de comida para Andrés, pero por el momento no quería escuchar las palabras del alto si eran las mismas que escuchaba cuando comenzó a pasar por lo mismo años atrás. Manuel chistó y pateó el suelo. Pasó una mano por su cabello y se arrepintió de sus palabras.

―¡Vale, perdón! ―Gritó, haciendo que Marina se detuviera―. No sabía, es solo que... ―silenció. Manuel ocultaba más cosas de las que aparentaba, y esos secretos merecían estar escondidos para siempre―. Yo tengo malas experiencias con estos temas, ¿sí? Un amigo quiso quitarse la vida... se la quitó, de hecho. No pude detenerlo y saltó de un edificio. No pude detenerlo porque no sabía cómo, porque no lo entendía ―dijo, sintiendo un vacío en su estómago al recordar a su amigo caer―. ¿Cómo iba a creer que su padre había abusado de él?

Marina vio el dolor en su mirada y sintió la tristeza en sus palabras. Manuel de verdad sentía la muerte de su amigo, le había afectado tanto que no creía cómo las personas podían llegar a ese punto. En sus días cuando quería estudiar medicina, leyó sobre que era imposible que alguien se suicidara, pues un humano no podía atentar contra su propia naturaleza. A pesar de haber leído eso, vio a su amigo caer y su cuerpo sin vida en el suelo. Él no se lo pensó dos veces al saltar, como tampoco Andrés al tomarse las pastillas. Cuando no encuentras una solución más que el suicidio, dejas de pensar si esa es la decisión correcta.

―No es cuestión de creer, Manuel ―suavizó Marina, acercándose a él―. Puedes no creerme todo lo que te dije sobre Andrés, estás en todo tu derecho de no hacerlo, pero no puedes negar lo que pasa en la vida de los demás.

Marina condujo a Manuel hasta las sillas, se sentaron porque les dolía hablar de estos temas. Manuel se abrió y contó su historia de pérdida. Marina no quería ser la siguiente en contar su historia cuando Andrés no esté, así que hará todo lo posible para que el sureño estuviera bien.

―¿De verdad está tan mal? ―Preguntó Manuel decaído.

―No puedo decirte más ―musitó, observando la habitación donde estaba su amigo―. Estos labios están sellados.

―Al menos puedes responder si es la primera vez que ocurre algo así ―inquirió una vez más.

―No, y tampoco será la última.

―¿Ya ha intentado buscar ayuda?

―No. Es muy necio con esas cosas ―mencionó, señalando la puerta de la habitación que estaba abierta―. Piensa que si todo el mundo tenemos algo contra él, el psicólogo también. Por eso se rehúsa a querer ayuda.

―¿Solo te tiene a ti?

―Tiene a un chico, es de los nuestros ―informó, recordando su curiosa historia con Juan―. Solo que recurre a él cuando está drogado, aunque sí le guarda mucho aprecio.

―Y nada...

―Manuel, no puedo decirte más cosas ―interrumpió, haciendo que el mayor se quedara a media palabra―. Ya sabes suficiente, el resto te lo debe decir Andrés si él quiere.

El doctor salió diciendo que Andrés estaba bien, pero que estaba muy mareado y desorientado. El sureño estará bajo el efecto de la droga por las próximas horas, así que debía descansar lo suficiente para no perder fuerzas una vez recupere su estabilidad. Marina avisó que se llevaría a Andrés a casa, dejando atrás a Manuel con inquietud.

Manuel pensó que eso solo era el comienzo, y si algo no se hacía pronto, Andrés no seguiría con vida. Hoy fue viajar a otro mundo con droga, no se sabía qué pasará después, pero Manuel quería asegurarse de que no volverá a dejar solo Andrés.

En su día dejó solo a su amigo, no pensaba volver a dejar solo a alguien más.

Los días pasaban como el aleteo de un colibrí. Faltaba poco para Halloween, que justamente caía en un sábado, pero eso no impedía a los universitarios celebrarlo el viernes en la noche; y esos días de la semana en la universidad eran los perfectos para el descontrol de todos, donde el alcohol estaba por todas partes desde las ocho de la mañana, y el humo de la droga parecía nublar la vista. Asimismo, Diego esperaba con ansias a que el día llegara, pero antes tendría que pasar por más clases y una que otra prueba.

Por el momento, se hallaba en la electiva de Derechos y Deberes. Estaba solo, ya que no conocía muy bien a los compañeros de clase. Además, no era como que hubiese muchos, eran nada más que quince personas escuchando la voz del profesor Ramiro. Aquel licenciado, con el cabello recién cortado para demostrar más sus canas, hablaba de historias casi no escuchadas de la primera y segunda guerra mundial, junto a algo de información sobre la guerra civil. Para Diego, el profesor Ramiro era su favorito.

―Alemania ya había aprendido la primera lección ante las consecuencias que estaba creando la segunda guerra mundial: quería ser una Alemania asociada con todos los posibles. Avanzar en solitario se había vuelto tabú ―recitó el maestro Ramiro, mientras Diego tomaba apuntes mentales.

―¿Así que si uno quisiera hacer una revolución o una guerra de tal magnitud, necesita aliados? ―Propuso Diego.

―No es necesario. Con tener un grupo de personas bastante numeroso es suficiente para hacer llegar un mensaje ―explicó el maestro―. Porque es eso, un mensaje, no un ataque. Hoy, ochenta años después, los alemanes rechazan la guerra, incluso si llega a ser el último recurso. Lo ideal para una sociedad o un movimiento que se quiere hacer escuchar es reunir las suficientes personas e impartir el mensaje, sin llegar a la necesidad de la violencia. Muchas veces el principio para ello es la desobediencia civil, algo no tan radical.

―¿Y para acabar con el estado?

―Hay que entender, primero que todo, que el estado no son los mandamases del capitolio. El estado es y siempre será todas las personas que conforman la sociedad, y ahí cabemos nosotros. Maestros, estudiantes, doctores, personas de la calle. Todos somos el estado, por lo que decir que vamos a acabar con el estado es tonto, sería decir que vamos a acabarnos ―dijo y algunos sonrieron con burla―. Una cosa muy diferentes es decir que vamos a acabar con las injusticias y el gobierno corrupto. A fin de cuentas, es la «gente de poder» las que causan las diferencias y crean las leyes dañinas.

Diego escuchaba atento las palabras del profesor. Entendió poco a poco que una revolución no debía empezar por el odio personal que el afectado sintiera, tenía que haber un motivo que impulsara, pues una lucha tan grande no debía ser solo de un hombre. Por eso, días antes cuando Biel le propuso encontrarse con más personas que estaban pensando sobre una especie de golpe de estado, decidió ni siquiera pasarse a ver. Tenía muy en claro que las palabras del joven venían de una ira acumulada de demasiados problemas que no tenían sentido el uno con el otro, y todas las personas que apoyaban la idea de Biel estarían igual de dañadas que él. Diego ha estado ignorando sus llamadas y sus mensajes, pensando que así el menor lo dejaría en paz.

Quizá fue coincidencia estar pensando en el joven de cabello rubio para que cuando la clase acabase se lo encontrara cara a cara recostado en la pared contraria.

―Hombre, pero si es García, ¿tengo que perseguirte para que aceptes a venir conmigo? ―Sentenció el joven. Aun cuando era menor en edad, era de la misma estatura que Diego; y demasiado obstinado―. ¿O qué más debo hacer? Dime, Diego.

―Biel, este no es el momento para que empieces a joder con tus fantasías ―alegó, empezando a caminar entre las personas―. En una hora más o menos tengo que hacer un trabajo en la biblioteca y agradecería que me dieras el espacio para poder ir y hacer una previa investigación.

―Pues mira, dices que te queda una hora o algo así. ¿Por qué no te vienes y conoces a los demás? ―Invitó Biel, poniéndose delante del camino del rubio―. Me prometiste que lo harías y debes cumplirlo.

―En realidad nunca prometí nada. Y no, no quiero ir ―dijo, apartando al menor de su camino, pero este se interpuso una vez más.

―Ven, así sea unos minutos ―suplicó. El rubio sabía que el menor no lo iba a dejar hasta que aceptase, estaba tan determinado de que el mayor fuera que no le parecían impertinentes sus maneras de pedirlo―. Solo así te dejaré de molestar. Porque por lo visto, te gusta seguir viviendo en la mugre y no hacer nada para cambiarlo ―dijo condescendiente.

―Te dejaré pasar esa solo porque no estoy de ánimo ―advirtió, pensando que aceptará solo por esta vez―. Venga, dónde es vuestra puta reunión de mierda que ya me tienes hasta los huevos.

Biel sonrió de emoción, guiando a Diego colgado de su hombro al aula donde se reunían los primeros ―y sin experiencia alguna― revolucionarios de la universidad del sur: Los Caídos. Independientemente de que el nombre resultase sacado de una banda de rock, el grupo que lideraba Biel se trataba de unos sujetos desadaptados por la sociedad, siendo excluidos por su inteligencia, físico, y su estatus social. El nombre le quedaba como anillo al dedo, de eso no tenía duda y parecía hasta ridículo como todos y cada uno cumplía un estereotipo diferente. O eso era al menos lo que Diego creía.

Terminaron en el salón 308 del edificio de Humanidades, y al cruzar la puerta estaban alrededor de quince personas más, esperando por su líder para dar así inicio a la reunión programada. Hombres y mujeres, todos miembros del cuerpo universitario, contando con algún que otro trabajador para sumar la fuerza.

―Muchachos, él es Diego. Otro miembro participe de Las Cruces ―anunció Biel. Los demás lo recibieron con aplausos, unos pocos fueron a abrazarlo, pero fallaron en el intento cuando este se vio reacio y les dedicó una mirada severa.

―¿De qué vais? Esto no es un grupo de ayuda ni nada.

―No, pero cuando Biel nos dijo que te iba a traer, nos emocionamos mogollón. Es que vosotros Las Cruces sois lo que mantiene al sur en pie, sois aquellos que nos representáis, y por eso nos emociona saber que más de vosotros os estáis juntando para esto ―explicó un joven no mayor de veinte años con lentes y cabello desordenado, pertenecía a la carrera de Física y Matemáticas. El joven señaló a otros ocho pandilleros de Las Cruces, los cuales vieron a Diego con temor y pena.

―Me encantaría decir gracias, pero no entiendo lo que dices. ¿En qué momento accedí a algo? Solo vine para que Biel dejara de liarme con este tipo de cosas y ya ―dijo sin más.

Diego atravesó el aula. Aunque quisiera irse lo más pronto posible, sabía que esos bocadillos que se encontraban en la mesa le sentarían muy bien a sopesar el hambre que aguantó en la clase anterior. La habitación parecía no tener mucha cosa más que el nombre de Los Caídos escrito en la pizarra. Sin embargo, el escritorio estaba lleno de cosas. Había papeles, documentos, periódicos, incluso fotos de personas que Diego reconoció como algunos congresistas del capitolio.

―No queremos presionarte, pero si puedes unirte, sería de gran ayuda ―habló una señora mayor y regordeta. Era la limpiadora del edificio de Ciencias―. Estábamos planeando hacer algo para la siguiente marcha que habrá en unos meses, pero no tenemos el suficiente apoyo...

Diego dejó de escuchar a la vieja mujer para enfocarse en el periódico de la mesa, notando el encabezado y recordando cómo Carla le dijo algo similar hace días cuando se reunieron por primera vez en la biblioteca.

―¿Quién es Carlos Castillo? ―Inquirió, metiéndose otro bocadillo aun cuando seguía masticando uno.

―Él es la peor persona del país. Está tratando de meterse al capitolio a como dé lugar ―informó una señora mayor, trabajadora del área de admisiones.

―¿Y por qué decís que es el peor? ―Preguntó Diego, observando la foto del hombre, la cual imponía autoridad y respeto.

―Pues, para empezar, él pudo haber sido el que haya mandado a matar a su propio hijo hace años ―habló una vez más la vieja mujer de antes, acercándose lo suficiente para hablar con Diego cara a cara―. Hay personas que afirman haber escuchado al hombre mandar a matarlo porque lo había desobedecido.

―Pero dejando un lado las teorías ―intervino Biel corriendo a un lado a la señora―, su discurso político se basa en el odio que le tiene al lado sur. Está buscando que la gente le crea para, no mejorarnos, sino botarnos. Planea construir el sur como el norte, solo que no salimos beneficiados, seríamos expulsados de nuestra propia tierra.

―¿Qué dices?

―La universidad, el centro médico, la estación de buses, todo será destruido. Mejorado, claro está, pero para crear cosas para los pijos esos, como fábricas, oficinas y hasta pequeñas casas club ―informó Biel, señalando unos planos de lo que parecía ser los planes de Carlos―. A ellos no les importan la gente como nosotros, por eso nos quieren sacar, y él para ganar su voto de confianza está haciendo creer que lo más detestable del sur son las pandillas.

―¿Y yo por qué nunca había escuchado de él? Si parece ser una persona que ya tiene demasiadas manos en el mundo.

―Porque no fue hasta hace unos pocos días que se reconoció abiertamente como político. Antes de eso tenía uno de esos trabajos privados. No sé qué pasó, ni por qué decidió ahora ir en contra de nosotros, pero lo está haciendo y hay que detenerlo.

―Aun así, ¿cómo esta noticia no ha llegado a oídos de ninguna persona del sur?

―La prensa ha movido sus cartas para que no se tenga en cuenta los medios de comunicación del sur ni su exportación. Toda esa información es solo válida para el norte, como si ellos fueran los únicos con el derecho de saberla ―aclaró otro joven alto, reconociéndolo como alguien de Tecnología y Sistemas―. Además, esto no ha salido en ningún noticiero porque no tiene la suficiente carga de ser amarillista; su medio de comunicación planea ser el periódico.

―¿Cómo habéis sacado esa información? ―Apuntó, comiendo un quinto bocadillo.

―La página de internet del periódico del norte; algunos artículos estaban en borrador ―respondió el mismo joven de Tecnología y Sistemas―. Tuve suerte de que su dominio sea una mierda y me infiltré para ver si tenían algo más ―Diego bufó porque no le creía―. Ahí tienen toda esta información, con sus especificaciones y detalles. Algunos de estos los planean publicar en unos días. Por el momento, abiertamente, lo único que se conoce del hombre es quién es y de dónde viene; sus ambiciones y sus planes están por imprimirse. Aunque hay dos o tres artículos en línea.

―Creo que esto ya es mucho. Te agradezco la invitación, Biel, pero como dije, tengo cosas que hacer, así que me marcho ―el mayor se sacudió las manos, botando las migajas al suelo―. Pero me llevo esto ―tomó el periódico, limpiando la suciedad que tenía encima.

Se despidió de todos los presentes con un asentimiento, y dejó el aula en cuestión de once pasos que resonaron por las botas que llevaba. Escuchó a lo lejos unos vítores de Los Caídos y empezaron a hablar de otros temas diferentes.

Caminando por los pasillos del tercer piso, Diego releía el nombre de aquel señor que salía con una sonrisa de orgullo y victoria en la primera plana del periódico del norte. Debajo de la imagen, se compartía unos breves datos sobre él, tales como la edad, su nombre completo y su nacionalidad: 53 años, Carlos Javier Castillo Caro, español; madre española y padre estadounidense. Incluso tenía un alias debajo de su nombre: el «Trajeado».

Sin embargo, eso no era de interés para él, aunque leyó por encima los comentarios que tenía con respecto al norte. El sureño sabía que ese era el hombre del que tanto había estado hablando Carla estos últimos días cuando se reunían a estudiar y que ella no daba con ninguna idea de quién se pudiera tratar. Por mucho que buscara una relación, no entendía cómo él se había involucrado con la familia de la rubia o cómo pudo dejarlos en bancarrota. Visto por encima, no parecía ser normal la forma en la que alguien del norte le hacía una jugada tan sucia a alguien de su mismo lugar. Algo no le cuadraba y quizá lo lograrían descubrir esta misma tarde. Pero él no iba a dejar de lado que Biel tenía razón en un aspecto: si Castillo planeaba destruir el sur, tendrá que pasar por encima de él, porque lo defenderá con todo lo que tenga.

―Hola, Diego ―saludó Miguel al chocarse en medio pasillo.

―¿Qué pasa, tío? ―Saludó de regreso y escondió el periódico en su chupa de cuero.

―¿Qué tenías ahí?

―Nada... una imagen para esta noche. Ya sabes.

―¿Ahora te masturbas con imágenes en periódicos? ―Preguntó y Diego asintió con vergüenza―. Vintage.

―¿Qué haces por acá? ¿Acabaste clases?

―Tengo una especie de tutoría sobre mi tesis ―repuso y apuntó a uno de los salones detrás de Diego―. El profesor quiso verme acá y no en el de Ciencias.

―Tío, no me la has comentado ni nada. Extraño esas charlas.

―Tan pronto me la aprueben te la contaré ―persuadió con una mueca que pretendía ser una sonrisa.

―Está bien ―sonrió y suspiró―. No me creo que ya estés a nada de graduarte.

―Todavía no cantemos victoria.

―No te hagas el orgulloso.

―Por el momento me piro ―avisó con afán―. Y por favor, si es un periódico nudista, no lo andes viendo por ahí como revista de moda que esto no es la ESO.

―Anotado ―comentó y los dos siguieron con su camino.

Diego caminó con paso raudo por si a Biel le daba por salir del salón y llamarlo, justo enfrente de Miguel. Por fortuna no fue así, y Diego se sintió relajado cuando llegó a la entrada principal del edificio. Él rebuscó una vez más el periódico para ver si todo seguía en orden y legible. Lo guardó y suspiró al ver la Plaza Sánchez y más allá de ella el edificio de Ciencias, que a su derecha tenía el Pequeño Pecado con música que no degustaba para nada. Sacó un cigarro de su cajetilla, pidió una cerveza del puesto más cercano, y se sentó debajo de un árbol.

Por lo pronto, mientras Diego estaba a la espera de que pasaran los cuarenta minutos faltantes a que la rubia estuviera libre, Sara decidió revivir viejas costumbres, yendo a buscar algo de diversión al Pequeño Pecado.

Sara también era una de las pocas de Las Cruces que frecuentaba ese lugar, principalmente cuando se sentía demasiado cansada como para intentar aparentar que su vida era perfecta, cuando en realidad, no lo era. Sara, por muy banal que pareciese, le carcomía de la misma forma el hecho de pertenecer a una pandilla diferente y que estuviera embarazada. Sobre todo, el primer problema resonaba desde que Andrés la pilló en la farmacia.

Eran dos problemas diferentes, eso lo tenía muy claro, pero el peso que cargaba en su conciencia al tratar de ocultar ambos era severo. Nunca pensó estar tan ajetreada y sentirse tan sola. Podía decírselo a Carla, pero no se sentiría segura; podría decírselo a su padre, pero estaría peor de agobiada. Por eso decidió olvidar sus problemas como lo hacía la mayoría de los sureños del Pequeño Pecado.

Sorpresa no fue cuando se encontró ahí a Andrés. No fumaba ni tomaba nada, solo estaba ahí inhalando el humo ajeno de las personas de alrededor y deleitándose por el simple olor del alcohol etílico que la universidad ofrecía. Abrigado con un suéter curtido demasiado ancho y la chupa de cuero a un lado, él cabeceaba al son de la música que alternaba entre el trap y el clásico rocanrol.

La sureña, no siendo ajena a la situación que vivieron aquel miércoles y en el fin de semana cuando fue descubierta por él usando la bomber de la otra pandilla, no se lo pensó dos veces y fue directo a hablarle. Si bien pertenecían al mismo grupo, nunca tenían la oportunidad de poder hablar más de cinco oraciones, ya que, se encontraban ocupados o no ponían la atención que merecían.

―¿Qué pasa, tío? ―Anunció ella, sentándose a su lado.

―¿Qué pasa? ―Devolvió él, mirándola por solo dos segundos antes de volver su vista a donde sea que estuviesen fumando.

―¿No tienes dinero para meterte nada? ―Él negó, y ella de su vieja mochila sacó su cartera y llamó con un chiflido a Darío para que le trajese dos porros y dos cervezas.

―No pedí que me invitaras.

―¿Quién dijo que te estoy invitando? ―Aclaró entre risas, pero ella sí le planeaba dar un poco de todo, pues sentía que Andrés necesitaba despejar su mente de alguna u otra forma, de la misma manera que lo necesitaba ella―. ¿Qué haces aquí solo?

―Solo estaba pensando, poco más ―respondió, y fue en ese momento que Sara notó la voz quebrada de Andrés. Parecía como si hubiera estado gritando hasta que la gastara, o si un secreto se acomodaba en su garganta que no lo dejaba hablar.

―Hombre, qué profundo ―dijo una vez más con ironía, mientras se estiraba a recibir lo que Darío le había traído―. Mira, ahí tienes. Para que dejes de dar pena para que te den ―señaló la otra cerveza.

―No estaba dando pena. Ni siquiera estaba haciendo nada ―respondió ofendido.

―O sea que cargas con una mirada de pena a donde quiera que vayas. Debe ser cansado.

―¿Por qué me tratas así? ¿Tienes algún problema o qué? ―Cuestionó Andrés enojado, levantándose un poco para encararla mejor.

―Problema de nada, mi rey. Así me expreso yo, que tampoco es tan difícil de entender ―dijo ella alzando sus brazos―. Todo el mundo me dice la misma mierda porque se piensan que estoy siendo borde o antipática.

―Tía, es que recibir a alguien con ese tipo de comentarios da mucho que pensar, pero obviamente deja claro que solo te gusta reírte.

―Me encanta reírme, sí. Pero nunca de la gente.

Por lo que pareciera, los dos no se llevaban del todo bien y quizá la idea que Sara tenía de siquiera haber intentado hablar con él podía no tener futuro. Sin embargo, conforme los tragos y las caladas aumentaban, el efecto de la borrachera y el delirio que el alucinógeno hacía daba sus frutos y los dos empezaron a pensar que no eran tan diferentes del todo. Que no eran tan ajenos para no compartir sentimientos.

―Entonces, ¿qué fue eso de la vez de la farmacia? ¿Por qué traías una bomber de la pandilla contraria? ―Cuestionó Andrés.

―La verdad no solo la uso para intentar pasar desapercibida en los territorios ―dijo con lentitud al estar mareada. Si Sara estuviera sobria, no diría lo que estaba por soltar, pero el imaginario era tan grande que no pudo controlar sus impulsos de borracha―. Sí pertenezco a los Carroñeros, desde mucho antes que Las Cruces.

Andrés hubiera reaccionado de una forma diferente, de no ser porque le pareció graciosa la situación bajo los efectos del porro que le empezaba a pegar. Era suave, pero él no iba a desperdiciar la situación por solo una noticia que no pintaba para nada.

―Entonces mis teorías eran ciertas ―aclaró él, quitándose el beanie negro para usarlo de soporte para su cabeza ahora que se encontraba acostado en el suelo, viendo a nada más que el cielo grisáceo de la friolenta Madrid, avisando que el invierno estaba llegando.

―También tengo otra cosa que contarte ―Sara aprovechaba la situación para aligerar su conciencia, quizá solo de ese modo dejaría de estar tan inmersa en sus problemas―. Estoy embarazada.

―Creo que eso ya lo sabía. Digo, tampoco fue tan difícil ver cómo te ibas con pruebas de embarazo de la farmacia ―el chico sonrió, y por una vez en mucho tiempo, la sureña también sonrió con sinceridad, aunque no sabía si lo hacía gracias a los efectos de la droga.

―Si hasta eres asertivo y todo ―le golpeó el hombro. Se recostó a un lado de él y admiró cómo el viento soplaba las pocas hojas muertas del árbol que el otoño dejó.

―Ya que estamos contándonos cosas, yo... intenté matarme el otro día en los baños de aquí. Y de no ser por Manuel, que es un metido de cojones, pero con un gran corazón el cabrón... yo no estaría acá.

Por muy fuerte que fuera la declaración, y que un tema así no se tomaba a la ligera, para los dos pandilleros no les fue inevitable soltar una gran carcajada al escucharse decir tantas tonterías juntas. Porque eso eran para los ebrios de lo prohíbo: tonterías que no podían ser reales.

Simplemente no podían.

«¿Cómo Sara iba a ser una traidora? Además, ¿estaba embarazada? Delirios ―pensó Andrés―. Puras cosas inventadas».

«¿En realidad Andrés se quiso suicidar en los baños de la universidad? Imaginaciones suyas», pensó Sara.

Pobres tontos de ellos que no aprendían la lección. Las cosas que decían borrachos eran las verdades que no se atrevían a ser contadas sobrios. Por eso Sara pasó de seguir estando junto a él. Le dejó algo de dinero para que lo gastase en más cosas del Pequeño Pecado si quería, pero ella no necesitaba más, así que se fue a su casa a sopesar el efecto del alucinógeno, ignorando por completo que debía estar en clase de Estudios Semántico-Sintácticos de la Lengua Española. Ya le preguntaría después a Félix o Manuel qué ocurrió, de momento, solo pensaba en ella y lo bien que le sentaría un baño mientras imaginaba que podía seguir siendo una chica más del montón.

Andrés por su lado no desperdició el tiempo ni el dinero, llamó a Darío para que le diera productos, además de haberle pagado gran parte de lo que debía, pues Sara no calculó bien el dinero que le dejó. Darío llegó tambaleándose, pero aún consciente de sí. Andrés sabía que Darío seguía bien cuando nalgueó a una chica de séptimo semestre.

―¿Qué se te antoja, mi niño? ―Saludó Darío, chocando puños con el sureño.

―Dijiste que tenías cosas nuevas ―recordó Andrés―, así que dame algo de Zamper.

―¿Polvo o tatuaje?

―¿Tatuaje?

―Sí, los Carroñeros sí que son ingeniosos ―comentó con una risa―. Resulta que ahora viene como un tatuaje. Te lo pegas en la piel, lo quemas un poco y dejas que se adhiera a tu piel. El tiempo que dura el efecto es el mismo que dura la imagen en tu piel, ¿quieres probar?

Andrés asintió y Darío se perdió por unos segundos hasta que volvió con alguien más. Un egresado de la universidad le tomó el brazo a Andrés y este ni puso resistencia de lo mareado que se encontraba. El egresado le colocó la tira del tatuaje sobre la piel y luego tomó el mechero que estaba usando Darío. Encendió el fuego sobre la tira y la piel de Andrés quemó.

Sintió sus mejillas arder y su sangre corrió con más velocidad. El latido de su corazón palpitaba con afán y sus ojos se dilataron en cuestión de segundos. Andrés se volvió a recostar en la pared, sintiendo el efecto de la droga excitarle a tal punto que pensó que un orgasmo no se compararía con esta sensación.

Darío se alejó con el egresado apenas hizo su trabajo.

―¿Estará bien? ―Preguntó Darío.

―Sigue vivo, así que sí ―respondió el egresado con una sonrisa socarrona―. Ahora que ya la probamos con él, podemos venderla al resto.

Los dos mayores rieron y se alejaron, mientras Andrés veía el cielo colorearse en un verde que solo le traía paz. Sonreía al aire mientras el Zamper hacía efecto en su cerebro: segundo tras segundo, Andrés sintió su sangre fluir por su cuerpo, se sentía un extraño metido en un disfraz; a donde fuera que mirase, se encontraba con un paisaje lejano a donde estaba; a veces veía el sol golpear como si estuviera en la misma playa, pero al girar la mirada a la pared sentía que estaba pasando por Bilbao en pleno invierno. Esta sin duda era la mejor tarde que nunca había experimentado. Solo él y sus pensamientos alegres era lo único que necesitaba.

Así, más personas como Andrés se fueron agrupando a su lado. Seis personas se sentaron cerca de él mientras sentían el placer del Zamper en su sistema. La nueva droga que los Carroñeros habían creado planeaba hacerse con el lado sur, y mientras más estudiantes la compraran, más oportunidad tenían ellos de tener el control del lugar.

Los minutos que parecían eternos terminaron en el pasado a través del tiempo cuando Diego esperaba en la biblioteca sentado en el suelo, y por la puerta entraba Carla con un pantalón ajustado que marcaba su figura. Él no se puso de pie y ella tampoco esperó que lo hiciera, solo se sentó a su lado cuando ya estuvo frente a él. Ambos se saludaron como adolescentes de quince años, se ponían nerviosos de vez en cuando con la presencia del otro y más ahora que se encontraban en un lugar cerrado y tan silencioso como lo era la biblioteca. Allí, sentados en una esquina, Diego estaba por iluminar la vida de Carla un poco con la noticia que tanto ella esperaba.

―Antes de que empecemos a hablar del trabajo de inglés, te tengo algo que contar ―saludó, tirando su móvil a un lado y juntando ambas manos para crear más suspenso al asunto.

―A ver, suéltalo ―ella sin entender, pasó un mechón de cabello por detrás de su oreja para que Diego se fijara en ese sutil movimiento al menos por un momento. El rubio lo notó y le sonrió.

―¿Te acuerdas de que decías haber estado buscando y buscando el hombre detrás del nombre de Carlos Castillo?

―No me digas que lo encontraste ―dijo, dibujando una sonrisa en su rostro. La chica más que sorprendida, empezó a estar feliz por ello.

En lugar de responder, Diego sacó del bolsillo de su chupa de cuero el periódico enrollado, algo dañado por los bordes y un poco sucio por las migajas de los bocadillos. Había tirado algunas páginas que no le servían de momento, solo así para aligerar la carga y que le fuera más fácil a Carla encontrar lo que buscaba.

―Primera página.

―Carlos Castillo es el nuevo inversionista y aspirante a político en el capitolio, y nos recuerda una vez más por qué deberíamos votar por él ―leyó en voz alta el titular del periódico del norte―. ¿Pero esto de cuándo es? ¿Yo por qué no me he enterado de esto?

―Saldrá en unos días, pero obviamente solo en el norte.

―¡Diego, eres un grande! ―Chilló. La chica no contuvo la emoción de abrazarlo y sintió el aroma a coco del cabello del rubio―. Ahora tengo más indicios de poder dar con lo que en realidad pasó.

―Te dije que te ayudaría y eso hice. No solo me gustaba hacer los trabajos, también me agradaba la idea de jugar un poco a ser detectives ―dijo con gracia. Diego estaba por confesar, siendo lo más simple y sincero que pudo haber dicho―. Me encanta hacer este tipo de cosas contigo.

―Hombre, a mí también, si me caíste súper bien el día que tiraste la granadita esa ―recordó. Ella sonrió, suprimiendo palabras de más que no se atrevió a decir―. ¡Buah! Es que sigo sin creérmelo. Esta noche llego y busco de todo con este tipo. Te quiero.

Tanto ella como él sostuvieron la respiración al escuchar lo último que dijo. Si bien podría ser tomado como una simple muestra de afecto a un amigo, Diego no lo sentía de esa forma, y Carla, quien lo veía bajo los pocos rayos del sol de la tarde que entraban por la ventana, remarcando el color miel de sus ojos y aquella sonrisa que ponía cuando la veía, empezaba a pensar que tampoco lo sentía de esa forma.

Por una vez en la vida, ella dejó de jugar a ser una niña rica y él dejó de jugar a ser un pandillero. Solo eran dos seres humanos, guiados por el instinto del querer y ser querido, de sentir, de poder gustarle a alguien en realidad. Diego miraba sus finas manos y Carla su mandíbula algo marcada; él admiraba aquellos pocos poros que no pasaban desapercibidos junto a las marcas que la adolescencia le dejó, y ella se centraba en los cabellos cortos pero revoltosos de los laterales de él, contemplando a su vez un cicatriz bajo los crecientes y mal cortados vellos de su barba de dos días. Diego le mintió diciendo que fue en una pelea, pero la verdad es que se cortó al afeitarse.

Los dos no solo veían la idealización que podían llegar a crear, también se permitían ver algún que otro imperfecto más, pero el único defecto en ese momento era el hecho de que estuvieran prolongando el beso que con ansías en un suspiro esperaban por dar.

Junto al silencio de la biblioteca, la sordera que el ambiente creó y sus manos temblorosas, ambos solo sonrieron al final; sentían que debían hacerlo, pero no era el momento para ello. Mucho menos, era el lugar para dar el esperado beso.

A las afueras de la biblioteca, llegando a ser las cinco y media de la tarde, Marina caminaba por la universidad junto a una chica de Física y Matemáticas que era compañera en el periódico. Pasando por las personas que fumaban al aire libre, se encontró pensando en la rubia de hace días.

Puede que fuera broma, pero Marina no se sacaba su rostro de la mente, seguía algo anonada por el hecho de que, por una vez en mucho tiempo, la Casa de la Esperanza iba a recibir el dinero y apoyo que tanto merecían, y todo gracias al mal trabajo que hizo Marina al ser descubierta. Y por una vez en la vida, Marina se planteaba dejar de robar. Lo estaba considerando como una posibilidad, y era una de esas que no la obligaría a volver a su antigua vida mucho antes de robar.

A los tres días siguientes de la visita de Paula, un camión lleno de muebles y edredones aparcó en todo el frente de la casa, dejando a todos los habitantes la libertad del tiempo para que ingresaran todo el cargamento. Marina supo que no podía hacerlo todo sola junto a los otros cinco adultos de la casa, así que llamó a algunas Cruces para que fueran de ayuda y hacer que el tiempo rindiera. Después, antes de que el sol se escondiera, un nuevo camión llegó, solo que esta vez lleno de comida y medicamentos, los suficientes para dos meses. Desde ese día, Marina supo que un cambio en su vida se avecinaba y estaba dispuesta a recibirlo con brazos abiertos.

También pensaba en Paula de una forma diferente. Tal cual a todo el mundo, Marina podría decir qué persona era linda y quién no, no había ningún delito en admitir que alguien era hermoso. Lo que sí cruzaba la línea fue aquel sueño que despertó a la pelirroja esta madrugada, siendo después azotada por el recuerdo nunca vivido de ella besando a la rubia en la universidad. Parecía irreal la forma en la que ella pensaba de esa forma con alguien que solo compartió unas pocas palabras y no más, pero no lo era. Marina charlaba con ella por mensajes, día y noche. Paula en realidad estaba interesada en ayudar, le preguntaba qué cosas debían tener y hasta le proponía una remodelación al lugar, pero el interés no solo llegaba hasta la casa, pues ella también quería conocer a la pelirroja, y Marina tampoco se quedaba corta en preguntar sobre la vida tan diferente que la rubia vivía.

Incluso Paula se apareció el fin de semana a la casa. Ya no se molestaba en usar sus prendas caras, ahora solo andaba con sudaderas y vaqueros casuales. Paula llegó hasta donde Ronda para preguntar por Marina y la pelirroja se hallaba escribiendo la última columna de la semana. La rubia entró a su cuarto y charlaron por toda la tarde sobre cosas que quedaron inconclusas en los mensajes.

―Escribes de puta madre ―afirmó Paula cuando Marina le enseñó una columna; se trataba de cómo la propuesta de un fanzine realizado por la facultad de Artes y de Humanidades en conjunto podía ser una buena publicidad para la universidad y que podía despertar un interés en los jóvenes talentos.

―Gracias.

―¿Desde hace cuánto escribes?

―Desde que Sergio rescató aquella máquina de la basura ―señaló la máquina de escribir que estaba en la esquina del cuarto―. Aun cuando me guste escuchar más el tecleo de esa que de la compu, la segunda al menos me da comodidad y eficiencia.

―Ya ves, debe ser complicado escribir las columnas en máquina.

―Además no me serviría de nada, la imprenta no me admitiría un artículo en físico.

―Juro que cada vez confirmo que eres una caja de sorpresas.

―Venga ya, tampoco es para quedar bien.

―No, lo juro. Te me haces muy interesante.

―Tú también debes tener algo que contar.

―Si tú lo dices.

Marina recuerda con los nervios a flor de piel la forma en la que Paula sujetó su mano mientras le comentaba un libro que había terminado de leer el día de ayer; había leído La Campana de Cristal de Sylvia Plath, y no pudo dejar de mencionar que se sentía identificada con el personaje de Esther pues, con el pasar de los años, Madrid se le estaba haciendo cada vez más pequeña y a su vez desconocida, y no había nada más triste que sentirse perdida en un lugar que conocía tan bien; a veces sentía la necesidad de querer huir y explorar el mundo afuera para ver si todavía había algo que le interesara o le despertara, aun cuando hiciera todo eso de excusa para poder dejar atrás la vida que ella misma creó y que, por supuesto, no encontraba atractiva. Tras esa charla, ellas dos se encargaron de hacer la cena ese día para todos en la casa. Tardaron dos horas en total, pero fueron las mejores para Marina en semanas.

Sin embargo, los gratos recuerdos fueron cambiados por una alarmante escena, donde Marina y su amiga vieron a Andrés a unos pasos del Pequeño Pecado. El sureño se hallaba vomitando recostado en la pared, y se retorcía el estómago mientras tosía. Las dos con paso raudo se acercaron a donde el joven estaba, con la piel mucho más pálida y las zapatillas a poco de ser manchadas.

―Andrés, ¿estás bien? ¿Qué te metiste? ―Preguntó Marina, tratando de sostenerlo con la ayuda de su amiga.

―¡¿Qué no se metió?! ―Gritó Darío desde un grupo de ocho―. Por poco y acaba con toda la mercancía.

―¡¿Y no le detuviste?! ―Aulló Marina con rabia.

Si bien era consciente de la gran cantidad de personas que frecuentaban el lugar, ella era una de las pocas que casi no lo pisaba. Las únicas veces que lo hacía era para sacar de allí a sus amigos en mal estado, y esta no era la excepción.

―¡No cuando me estaba dando toda la ganancia del mes en un solo día!

―Hijo de perra ―regañó entre dientes.

Las dos chicas no quisieron escuchar más. Tomaron al chico y lo llevaron cargado por los hombros a enfermería. De vez en cuando Marina le preguntaba cosas para asegurarse de su estado, pero él no respondía, quizá no podía por el cansancio o porque ya se encontraba desmayado de la cantidad de cosas que se metió.

Al llegar a enfermería fueron recibidos por una ayudante, quien les indicó a las dos chicas donde poner a Andrés. La asistente tomaba los datos, siendo el primero confirmado de que no estaba desmayado, solo demasiado débil como para querer hablar. El chico respiraba muy lento, quizá aún seguía bajo varios efectos de la borrachera, por eso tampoco estaba enterado de que ya no estaba en el Pequeño Pecado.

A petición de Marina, tanto la ayudante como su amiga salieron del cuarto para ella poder hacerle unas preguntas sin pensar si sí era capaz de responder. La asistente aceptó solo con la condición de que el doctor no se encontraba y ella no sabía bien todos los protocolos, así que fue enseguida a buscarlo en el restaurante de la universidad.

Una vez los dos solos, Marina logró arrastrar la silla del escritorio para sentarse a solo dos pasos de la camilla donde Andrés. Él estaba con los huesos aún más marcados, y se encontraba admirando el techo blanco del lugar.

―Andrés, ¿me oyes? ―Empezó a hablar, esperando no una afirmación, pero sí una respuesta.

―Sí... pero muy lejos. Acércate ―indicó con problemas, su voz se oía cansada y rasgada, como si un intenso picor ahogara su garganta.

―¿Qué pasa, Andrés? ¿Por qué haces todo esto? ―Marina se atrevió a tocarle la cara y se asustó por lo frío que él se encontraba.

La pelirroja también notó dos tatuajes en el brazo del sureño que nunca había visto: una flor y una cara feliz. La chica pasó su mano por estos y vio cómo se borraban al tacto. Se atrevió a oler un poco, y detectó el fuerte olor que desprendían los Carroñeros cuando los veía pasar. A un lado de los tatuajes, notó las marcas del pasado de Andrés: pequeños morados decoraban la cercanía de sus venas. Marina sintió un escalofrío y por reflejo se tocó sus propios brazos.

―Por favor, Marina ―musitó. Unas débiles lágrimas no se atrevían a abandonar sus ojos, pero sí estaban dispuestas a ahogarlos.

―Andrés, ¿qué es esto? ―Preguntó Marina, señalando a los tatuajes―. ¿Quién te hizo esto?

Andrés no respondió, solo dejó que sus lágrimas cayeran por su rostro.

―No me dejes solo ―pidió con voz rota.

―No lo haré ―respondió, tomando su mano para darle un beso.

En ese momento llegó el doctor. Le pidió a Marina que saliera de la habitación para poder revisar a Andrés con tranquilidad, y a juzgar por su mirada, él ya tenía cierta experiencia en estos casos, en especial después de lo de hace unos días. Lo que Marina dudaba era si la experiencia se debía por la cantidad de personas que llegaban en este estado o por las que llegaban con esos tatuajes.

Marina no era ciega, mucho menos tonta como para no darse cuenta de que Andrés estaba peor que antes; le recordaba a ella cuando no sabía qué más hacer para soportar el día a día. Ya no entendía del todo sus problemas o si su mente estaba cansada de tanto dolor que solo buscaba paz. Siempre intentaba ayudarlo cada vez que podía, pero solo lo hacía fuera de la universidad, puesto que no compartía ninguna clase con él. Sin embargo, ella siempre estaba para él cuando lo veía en la Guarida, o cuando le pedía un favor por muy tonto que fuese. Ella estaba para él y lo iba a seguir haciendo. Pero no aguantaba más este tipo de situaciones, necesitaba ponerle un fin a esto y solo sabía de una forma.

Pero no podría hacerlo sola, así que, salió del edificio para hacer una llamada a la par que fue revisada por los rayos del sol que empezaban a tornarse naranja. Sacó su móvil, y una vez con el número de la rubia ya listo para marcar, le fue imposible hacerlo cuando su atención estuvo puesta en el menor que pasaba delante de ella con dirección a las salas de profesores, quizá a alguna sesión de tutoría.

Pero eso no era lo que la llamaba, lo hacía el recuerdo de Johan siendo abusado por su hermano mayor. Coincidencia fue que este se encontraba a solo pocos pasos delante de él. El mayor junto a sus amigos empezaron a reírse de Johan conforme caminaba. No estaba haciendo nada, y sin embargo era objeto de burla.

No fue hasta ese momento en que Marina fue consciente de cómo Johan estaba: tenía su cabello sujeto en un moño mal hecho que no resultaba de mucha ayuda, pues con cada paso que daba un mechón nuevo se desprendía de aquel amarre; el chico nunca sonreía, y eso se podía acompañar a su lento andar, y aquellas ojeras que eran marcadas por un color morado y rojo resaltaban su cansado rostro. Ella sabía que el chico se mataba estudiando, pues por algo conservaba la beca y tenía uno de los mejores promedios en la carrera, pero no sabía qué tanto lo hacía al juzgar su estado. Su hermano no lo pensó dos veces cuando fue decidido a molestarlo una vez más.

―¿Qué pasa, pitufo? ¿Por qué tan mala cara? ¿Anoche no te dieron propina o te cortaron la luz? ―Antonio no dudó en empezar a molestar, no solo verbalmente, también lo hizo con su físico cuando le quitó la pequeña liga que sostenía el cabello del menor.

―Al menos yo sí trabajo y me pago mis cosas ―alegó peinándose el cabello―, y no como tú que sigues estando en casa de papi y mami con ya casi veintiséis años.

No fue exageración cuando todos reaccionaron al comentario de Johan. Todos y cada uno de los que estaban alrededor; los vendedores, Marina, los amigos de Antonio, todos sorprendidos de que su hermano menor le haya respondido de tal forma. Fue por eso último que el mayor estaba dispuesto a responder.

―¡¿Qué dijiste, imbécil?!

―¡Antonio, ya! Deja de joderme. No tienes ni un solo motivo para hacerlo y te ves patético cuando lo intentas ―escrutó. Johan había sacado una valentía que no sabía que tenía en él. Estaba cansado, eufórico, ya no quería más drama en su vida―. Vete a tomar por culo y deja de joderme la vida. Ve con nuestros padres a lloriquear de lo mal que te traté, porque solo eso sabes hacer, pero desearías al menos ser lo suficientemente independiente como yo para empezar a vivir por tu cuenta. Me das pena, ¡mucha pena!

Con ese ultimátum, Johan pasó de largo a Antonio, dejándolo sorprendido por todo lo que le dijo, pues en los diecinueve años que Johan llevaba en este mundo, nunca le había alzado la voz a ningún familiar. El primero fue su madre la otra noche en el bar, y ahora fue a su hermano y ocurrió en plena universidad. Johan nunca entendió cuál era el motivo que Antonio tenía para molestarlo, pero estaba cansado de que este lo hiciera día tras día. Con sus padres podía llegar a una conclusión y es que no fue el hijo que ellos querían, pero por parte de Antonio no se le ocurría ni una sola idea teniendo en cuenta su historia juntos. Lo único que tenía claro, es que él no iba a dejar este tema en solo la humillación que recibió ante los ojos y oídos de media universidad. No, Johan sabía que Antonio haría un nuevo movimiento en alguno de estos días para joderlo. Pero eso al menor ya no le asustaba, no más. Nunca más.

Con el dolor en el pecho y la adrenalina creciendo en sus venas, dos amigas diferentes pasaban por temas muchísimo más diferentes a las altas horas de casi media noche. Por un lado, Sara se estaba comiendo la cabeza al recordar cómo le dijo la verdad a Andrés ahora que estaba sobria. Se estaba culpando como si no hubiera un mañana y la presión solo empezó a aumentar cuando en la página de confesiones de la universidad empezaron a subir diferentes posts hablando de cómo ella podía en realidad haber quedado embarazada de Borja. Por razón lógica, pensaría que Andrés se lo dijo a alguien, pero era tonto comparado con que alguien los pudo haber escuchado hoy en la tarde, y lo peor, que hayan escuchado su otro secreto. Así que, con la mano temblando de los nervios y el frío, tomó el teléfono para contarle su problema a alguien para recibir un consejo sincero.

Por otro lado, Carla estaba encerrada en su cuarto, mirando artículo tras artículo relacionado con Carlos Castillo. Leía una y otra vez la misma información, pero con palabras diferentes: fue dueño de una tal llamada Industrias Castillo, una importadora de muebles de Estados Unidos a España. La compañía cambió de nombre seis veces hasta que cerró en 2017, todo en el mismo año; muy pocas personas recordaban el verdadero nombre de la empresa. Carla ya estaba como un disco rayado, hasta que al final encontró algo nuevo, y a su vez, algo que le revolvió el estómago. Una de las propuestas de Carlos se basaba en la erradicación de la Casa de la Esperanza del sur, afirmando con total confianza que se estaba perdiendo dinero valioso del estado en una causa perdida, donde no solo había pocos residentes, sino que los que estaban eran propensos a ser delincuentes. A juzgar por los comentarios que se encontraban debajo del artículo, podía ver cómo muchas personas estaban de acuerdo con su plan de borrar del mapa el hogar de Diego, Marina y de muchas otras personas y niños que residían en ese lugar. Al estar tan metida en su mundo, se asustó al escuchar el tono de su celular, y sin ver de quién se trataba, contestó sin pensarlo.

Manuel respondió al llamado de Sara, solo para ser abordado por una chica al borde del llanto, confesándole que estaba embarazada y no sabía qué más hacer.

Carla fue recibida por un cumplido de más que Diego le daba de vez en cuando, y le fue imposible no sonreír y recordar lo que pasó hoy en la biblioteca al escucharlo hablar.

Mientras dos jóvenes descubrían qué era el amor, otra descubría una vez más el temor, y el último conocía una verdad aún más amarga que la anterior. Las mentiras del lado sur empezaban a salir a la luz, y las sombras del lado norte solo iniciaban.

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