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¿Qué merecía realmente?

Era diciembre, de esos meses tan fríos donde el helor se te cala en lo más profundo. Recuerdo que íbamos un par de amigos y yo, éramos adolescentes y creíamos ser invencibles a pesar de no serlo.

Estábamos muy seguros de lo que hacíamos, no teníamos miedo a las consecuencias. Pensábamos que la vida era sólo una, que debíamos aprovechar el tiempo, pues podríamos morir el día siguiente. Esa fue el primer motivo que nos empujó a hacer la estupidez que estábamos haciendo.

Desde el principio, yo no estaba muy seguro de si aquello era correcto. Tuve miedo, no lo puedo negar. Lo que estábamos apunto de hacer casi a las tres de la mañana de aquel viernes trece, era algo tan temerario como desagradable. No quería hacerlo, pero rendido terminé haciéndolo: no quería que mis amigos se rieran de mí por no unirme a su estúpido juego, de modo que olvidé todas las consecuencias que podía tener y me apunté al plan.

Caminábamos por la calle, la noche ya había hecho su papel; ennereciendo todas las calles. Bromeábamos sobre lo que íbamos a hacer, lo grabábamos con nuestros teléfonos. Me sentía parte de algo, por una vezs en la vida me estaba sintiendo vivo. Y cuando digo que me sentía vivo, era por el motivo de que nunca había hecho algo tan temerario que despertara todas las partículas de mi cuerpo.

Seguíamos hablando como si nada. Podía asegurar que Miguel y Carlos, mis compañeros a esta estúpida idea, estaban igual o más nerviosos que yo. Estábamos ocultando el miedo por no echarnos a correr y tirar todo a la basura, estábamos a un solo paso de llegara nuestro destino: El cementerio.

-Bro, pasa tú delante -Dijo Miguel señalando a Carlos.

-Eres un cagado, pasa mejor tú Irie -Me miraron a mí.

Estábamos en la puerta del cementerio. Una suave brisa nos rodeaba, estremeciéndonos por completo. No quería entrar a ese lugar, pero a pesar de todo... no debía suceder nada. Nunca había creído en los fantasmas y aquellas cosas, pero el hecho de estar a altas horas de la noche parados delante de aquel lugar... no era muy buena idea. No lo era, pero no debía suceder nada.

¡Claro que no iba a suceder nada! ¿Acaso me había vuelto idiota? ¿Por qué estaba dudando de entrar? ¿Acaso le temía a algo? Estaba siendo demasiado estúpido. Además, si hacía esto... probablemente me ganara mucho más respeto del que tenía por el momento.

No dije nada. Asentí y empecé a caminar hacia el interior del recinto. La pala que cargaba con mi mano derecha había empezado a pesar más de lo que pesaba antes, cosa que sería psicológica, seguramente. Todo estaba sumido en un silencio inquietante, de no ser por los dos chicos que caminaban con temor a mis espaldas, crujiendo un par de hojas y ramas secas bajo sus pies.

No tenía miedo, era una sensación distinta. No temía a algo que realmente no pudiera existir, solo que estar entre aquellas flores que adornaban lápidas de gente muerta, no era la mejor idea para pasar la noche. Todo aquello tenía un aire gris y melancólico que era capaz de empequeñecerte, pero no por eso dejaba de ser inquietante.

Las ganas de salir corriendo aumentaron cuando la brisa se tornó más fuerte. A pesar del frío, mi mano sudaba de la fuerza con la que estaba agarrando la pala. Quería huir en cuanto podía, no quería quedarme allí por mucho más tiempo.

-Empecemos -Oí que decía Miguel a mis espaldas.

Y quizás esa fue la palabra que desencadenó todo lo que vino después. Un monosílabo de nueve letras que podía adherirse a muchos significados y contextos, pero que en aquel momento hubiera sigo preferible no haber sido escuchado.

Tragué con fuerza mientras veía como los chicos se dirigían a unas tumbas y empezaban a romperles el cristal con las palas y otras herramientas. Esto estaba mal por muchas razones, no me parecía correcto pero... ¿Qué más daba? No iba a detenerme ahora que ellos ya habían empezado.

Me dirigía a una al azar. Solo tenía la foto de una niña pequeña, la cual mostraba una sonrisa que parecía adorable. Me maldecí a mi mismo por ser tan estúpido, pero empecé a destruir la placa de cristal que escondía a aquella persona. Lo único que se oía eran los sonidos de las palas chocando contra la superficie de cristal, mientras algunos jadeábamos del cansancio que aquello producía.

Me quité la chaqueta de abrigo que había llevado puesta y la dejé a un lado en el suelo. Cuando levanté la mirada para ver como iban los demás, algo en mí se detuvo.

-¿Chicos? -Dije- ¿Miguel? ¿Carlos?

Silencio. Era el mismo silencio con el que anteriormente había entrado al recinto, aquel silencio tenebroso que alarmaba paz y tranquilidad, sensaciones que no sentía en aquel momento.

-Espero que esto no sea una puta broma. Vosotros me habéis llevado hasta aquí -Repliqué, solo que fue el viento el que se tragó mis palabras.

Debía ser eso. Las palas estaban tiradas en el suelo, ellos eran demasiado egoístas como para dejarse algo suyo por ahí y no cargarlo. Estaba enfadado, recuerdo la sensación de ira al ver que ellos se estarían mofando de mí en cualquier esquina mientras yo hacía el trabajo sucio.

-Hazlo por ganar respeto -Me dijeron-. Si no te respetan, deberás de ser más fuerte que ellos, ¿No?

Tenían razón. Wilson era un pueblo demasiado religioso y cerrado como para permitir que unos adolescentes hicieran semejantes cosas. Al hacer esto, todos se quedarían asombrados por mi valentía y dejarían de reírse de mí a diario. Sería sentirme mejor, no tener que volver llorando a casa todos los días.

Entonces, oí un crujido y un grito desgarrador. Me giré tan rápido como a mi cuerpo le fue posible, no había nada. No había nada ni nadie, estaba todo vacío, pero aquello había sonado muy real. Nunca en mi vida había oído algo tan desgarrador, un sonido tan tajante y seco que se podía asimilar a lo que probablemente era... la muerte.

Solo eran imaginaciones mías. Pero mi cabeza no podía dejar de repetir aquel sonido, ese chasquido tan fuerte que incluso a mí me había dolido oírlo. Tiré la pala al suelo, estaba empezando a marearme. Lo mejor era irme de aquel lugar.

El grito se reproducía como un casete rayado en mi cabeza. Las manos me sudaban sin motivo alguno, decidí mirar a mi alrededor para calmarme y respirar, solo que las vistas no eran demasiado relajantes. Chorros de sudor bajaban por mi frente, las manos me temblaban tanto que tuve que ponerme la chaqueta de nuevo -con una dificultad asombrosa- y meter las manos en los bolsillos para que dejaran de moverse.

Quería salir de allí. Empecé a caminar por el sendero de piedras que supuse que se dirigía a la salida, pero mi mente tomó vida por si sola.

-¡Maricón!

-¡Mirad que pantalones lleva!

-¡Gey de mierda!

-¿Porqué no desapareces de una vez?

Recuerdos borrosos de mis últimos días escolares golpearon mis pensamientos. No podía bajar el volumen de mi cabeza, era algo sobrenatural. Oía los gritos que me dirigían desde el primer día del año escolar hasta el último, el motivo por el que me quise hacer de respetar.

Las voces no cesaban. Me sentía abrumado al no poder encontrar la salida, mi vista empezó a nublarse también y todo a mi alrededor daba vueltas. No quería volver a la misma pesadilla, no quería recordar aquel pasado por el que tanto me había esforzado en eliminar. Quería huir como siempre terminaba haciendo, pero mis piernas no me permitían correr.

Había entrado en una especie de chance en el que no podía salir. Todo a mi alrededor se había teñido de negro, una sensación de mareo me hacía trastabillar, pero no sentía el suelo a pesar de creer que ya debía de haberme caído. No sentía mi cuerpo, solo estaban aquellos gritos y insultos.

Solo eran esas palabras. Esas frases tan repetitivas que escuchaba siempre. No sentía nada. No sentía mi cuerpo, solo el gran vértigo que estaba acechándome. Me olvidé de mi propósito, de repente ya no tenía ganas de salir del cementerio. No tenía ganas de nada, no quería vivir si de eso iba tratarse. No quería vivir mientras esos gritos siguieran en mi mente.

Recuerdo ese momento. Hubo un momento en el que juraría hacer visto un rayo de luz, una oportunidad entre la vida y la muerte. Pero fueron aquella oscuridad y dolor, el mareo y el vértido lo que de alguna forma me lanzaron hacia la muerte. Ya no podía sentir nada, porque lo único que había en ese lugar era oscuridad. Pero a pesar de eso, todavía seguía oyendo los gritos en forma de murmuros lejanos.

Era la misma sensación que te produce estar cerca de un coche que tiene tu canción favorita, pero está con las ventanillas subidas. Sabes perfectamente lo que está diciendo su letra, solo que las palabras quedan ahogadas detrás de aquella pared de cristal.

Porque lo último que pude ver, fue mi cuerpo dentro de aquella tumba y a una niña pequeña sonriéndome desde el exterior de esta. Sonriendo como si tuviera ganas de vivir, como si lo suyo todavía no hubiera terminado.

Entonces pude comprenderlo. Mi alma había sustituido a la suya, pues ella todavía veía la vida con colores y yo solo la veía con oscuridad. Cerré los ojos y me rendí definitivamente. Aquella niña... era la misma de la tumba a la que yo había estado picando, la misma tumba que quería destruir. ¿Era acaso el destino?

Todos mis pensamientos fueron apagados. Ahora lo único que pasaba por mi mente silenciosa eran los pocos recuerdos felices que me quedaban.




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