Anima
«Se decía que los sin alma eran una perdición, y ellos se perdieron el uno en el otro.»
En un mundo lejano, la vida era perfecta; los niños salían a jugar en las calles, los vecinos se veían como familia, los ricos y los pobres eran buenos unos con otros, y jamás a nadie le faltaba una mano amiga cuando se la necesitaba. Todos cuidaban sus tierras con mucho amor, y plantaban árboles y flores por donde se podía.
La leyes dictadas por ambos reyes siempre eran justas y se juzgaba con la verdad, aunque casi nunca habían crímenes y los que pasaban, no eran más graves que niños robando frutas de los puestos en el mercado.
Era un lugar donde todo mundo querría vivir. Un mundo perfecto, ¿no es así? Pues eso era lo que creía Lucien desde que tenía memoria. Le fascinaba todo lo relacionado con el reino Anima. Pero había un inconveniente.
Lucien era un sin alma, o como el reino que los exilió los habían apodado: "gap" que en latín significa "hueco".
Ahora bien, ¿cómo se sabía cuando alguien nacía sin un alma? Sencillo: el color de los ojos. Si un bebé nacía con ojos claros, ya sean verdes, celestes o grises, ese pequeño tenía un alma. Pero si por el contrario sus ojos eran negros, ese bebé no era más que un cuerpo carente de pureza. Cuando un gap llegaba al reino, los reyes obligaban a sus padres a abandonar a su hijo, y a decir verdad, esto era visto como lo más normal del mundo. ¿Quién querría un hijo sin alma? Nadie.
Todo esto se había dado hace unos cien años, cuando el reino Anima decidió que los nacidos sin un alma eran la perdición de la paz; impuros y llenos de maldad por naturaleza. Y desde aquel mandato, todos los apodados gaps, fueron exiliados del reino y se dice que quienes no quisieron irse, fueron asesinados. Pero esto último sólo era un rumor, ¿cómo seres con alma serían capaces de algo tan atroz? Era algo imposible.
Lucien no lo creía, para él, ese era un mundo feliz al que lastimosamente no pertenecía por ser carente de un alma. Pero eso no lo detenía a la hora de escapar de su villa y merodear por los límites del reino, por supuesto, desde una distancia segura –o que el jovencito consideraba prudente–. Justo ahora, estaba regresando a su villa, luego de ver el hermoso anochecer adornado de los hermosos e irreales paisajes del reino Anima.
Entró al viejo edificio que por la hora, ya estaba a oscuras. Cuando el pelinegro se tiró en su colchón gastado, la voz de Hilary casi le hizo perder el alma que no tenía.
—Si sigues llegando tarde, dejaré de guardarte tu porción y me la comeré.
Hilary, el dueño del edificio donde vivía Lucien, puso un plato con alimentos en la mesilla de madera junto a la cama del pelinegro. Todo a oscuras, únicamente con la poca luz de la luna que se colaba por la cortina.
—Hilary... Gracias, ver tanta variedad de fruta me había despertado el apetito —el chico se sentó cruzando las piernas, y puso el plato en su regazo.
—¿Qué? Mocoso, ¿qué tan lejos fuiste esta vez, eh? —antes de sentarse en la cama de al lado, tiró un mechón de cabello de Lucien.
—Auch —sobó su cuero cabelludo donde su mayor le había tirado—, fue sólo un poco más que la última vez. No se preocupe, soy muy sigiloso —dijo antes de llevar una cuchara llena se sopa casi fría a su boca.
—Un día esa imprudencia va a costarte tu cabeza, Lucien —Hilary se recostó en la cama de junto.
—Ellos no son asesinos —replicó—. Esos son rumores que crearon muchos resentidos, usted no vio lo que yo. ¡Hilary!
—¡Shhh! —siseó el mayor—Habla bajo.
—Lo siento —susurró mientras sonreía—. Es que hoy vi un perro —habló tan bajo que casi duda que Hilary le haya escuchado, pero supo que fue así cuando su mayor casi se cayó de su cama.
—¿Cómo era? —bajó de su cama, para sentarse en la de Lucien—¿era pequeño? ¿Tenía mucho pelo o nada? ¿Lo oíste ladrar o mover felizmente su cola? Oí que lo hacen cuando están contentos.
Hablaba tan rápido y sin pausas, que casi abruma al chico frente a él. Pero el brillo en los ojos de Hilary era tan precioso, que el menor sólo sonrió ante su curiosidad.
—Era pequeño y lleno de rizos blancos, parecía una pequeña oveja —rió.
—Ouh... Me encantaría ver uno —hizo un puchero—. Pero eso no justifica el hecho de que te estás abusando —cambió su expresión, y tiró una de las orejas de Lucien.
—¡Agh, ey! Usted es tan agresivo, se nota que no tiene alma —decía mientras acariciaba su oreja.
—Y tú seguro tienes tantas como para repartir —se levantó, y se recostó nuevamente en su cama, dándole la espalda a Lucien.
Lucien, luego de terminar su plato, lo dejó sobre la mesilla y se recostó mirando al techo.
—Sabe... también vi flores más cerca que nunca —hablaba con una sonrisa triste—. Tan preciosas y llenas de colores, quise traerle una para que la vea, intenté asegurarme de no tocarla directamente en el camino y la puse en mi bolsillo, pero antes de entrar al edificio, la flor ya estaba hecha polvo... Lo siento, me hubiera gustado que la vea usted mismo.
—Duerme, Lucien.
Ninguno volvió a hablar.
Hilary frotó ambos ojos para no llorar, porque realmente le dolía que Lucien, a quien veía como su pequeño hermanito a pesar de lo genético, viviera lo mismo que él. Tan sólo tenía diecisiete años, estaba lleno de ilusiones a pesar del lugar en donde creció.
Sí, había muchos otros chicos de la edad de Lucien en la villa, incluso el mismo Hilary fue uno, pero con el pelinegro era diferente. Todavía recordaba la vez que lo abandonaron como una bolsa de basura en la entrada al bosque. Era sólo un bebé, y Hilary un adulto quizá demasiado joven como para encargarse de un niño, pero mentiría si dijera que no quedó enternecido al ver ese pequeño rostro iluminado por la luz de la luna, ya que ni siquiera tuvieron la decencia de llevarlo durante el día.
Además, podrá no tener alma, pero jamás dejaría un bebé abandonado y cosa que para ellos, era tan normal como sacar la basura. Porque así los veían, como basura, y le retorcía de dolor que su pequeño Lucien era el único en toda la villa que no veía esto. Le dolía imaginar su decepción al saber que, el mundo que tanto anhelaba conocer, no era más que una fantasía creada por su mente para poder tener algo en lo que creer.
Pero Hilary tenía un plan.
Pronto, mi pequeñín, pronto tendrás todo lo que sueñas y mereces, pensó antes de quedarse dormido.
A kilómetros de distancia, en el castillo del reino Anima, específicamente en la entrada a los aposentos del joven príncipe, a cada minuto aparecían más guardias. Todos empujaban la puerta con fuerza y cuando ésta ya estaba en el suelo, ambos reyes entraron a toda prisa.
Todo el cuarto estaba en desorden, la cama hecha trizas, pero nada de eso les importaba en realidad, a quien buscaban era a su hijo.
—¡Remus, aquí está! —exclamó uno de ellos, mientras levantaba un mueble. El mencionado estaba en la terraza del cuarto.
Quien sea que haya hecho todo esto, ya había escapado.
Ambos reyes levantaron el mueble de madera y bajo éste estaba el príncipe, desmayado, con sus ropas rotas y heridas con sangre a la vista.
—¡Preparen un cuarto para el príncipe Whylan, y también llamen a un curandero! ¡De inmediato! —ordenó el más alto. En segundos, varios sirvientes se movieron con velocidad para acatar sus órdenes.
Momentos después, el par de reyes estaba frente a una cama, oyendo las palabras del anciano allí presente.
—Sus heridas son superficiales, nada de gravedad —el anciano de barba blanca se puso de pie.
Uno de los reyes, Azriel, suspiró: —Es un alivio.
–Aún así... Sus majestades, ¿seguros de que no robaron nada? —el anciano frotó su nuca mientras evitaba ambas miradas.
—Mis sirvientes se encargaron de revisar cada rincón —tajante, el rey Remus contestó—. ¿A qué va esa pregunta?
—Es extraño que quienes le hicieron esto al príncipe —señaló al joven aún dormido en la cama—, haya sido por únicamente un tipo de vandalismo. Me temo que pudo ser algo más —tragó saliva, nervioso.
—Sea específico —pidió el rey Azriel—. ¿Qué está queriendo decir?
Antes de que el doctor pudiera formular palabras, Whylan despertó por fin. Y las únicas tres personas en ese cuarto le quedaron mirando atónitos; el doctor y el rey Azriel con sorpresa, pero el rey Remus... con mucho terror.
—Padres... —pronunció con la voz ronca. Luego de frotar sus ojos y que la memoria volviera a él, su corazón comenzó a latir con fuerza—¡Padres! ¡No saben lo que pasó! E-estaba dormido y de la nada... Habían personas rodeando mi cama y...
El príncipe detuvo sus palabras, y miró a sus padres, éstos tenían expresiones aterradas que le ponían aún más nervioso.
—Él t-tiene... —intentó decir Azriel.
—Tiene los ojos negros —completó su pareja.
Una semana pasó, y desde ese entonces, al príncipe Whylan se le había prohibido salir de sus aposentos. Ni siquiera podía ser visto por otras personas que no sean sus padres y el médico brujo.
Le habían hecho muchas preguntas con respecto a aquella noche y Whylan siempre decía lo mismo, trataba de sacarse todo lo que recordara y quizá así alguien le daría una explicación de porqué no podía salir. Pero por más que él se esforzara, nadie le daba información que no conociera de antemano.
En los recuerdos de Whylan, luego de sus clases de esgrima como cada tarde, fue hasta su cuarto, se duchó, cenó y luego de eso, terminó su día yendo a la cama. Incluso sus sueños estaban siendo típicos, hasta que la pesadilla comenzó.
Estaba en un prado verde con el sol en su mayor punto, hasta que de un momento a otro, el cielo se volvió negro, el césped estaba quemándose y un grupo de personas formaron un círculo a su alrededor. En sus intentos de huir había despertado, y si creía que la pesadilla estaba terminada sólo por ya no estar dormido, se equivocó. Las mismas personas con sus rostros cubiertos lo rodearon en su cama, intentó huir, pero tanto como sus muñecas y tobillos fueron atados en los bordes de la cama.
—¡Ayuda! —gritó.
—Shh, un príncipe no debe dañar sus cuerdas vocales, majestad —uno de los presentes cubrió su boca con una mano. Por la voz, Whylan pudo adivinar que se trataba de una anciana.
—Miren esos lindos ojitos celestes —habló otra persona. Quizá un hombre adulto, pensó Whylan.
Aterrado, el príncipe se movía de un lado a otro y trataba fallidamente romper sus ataduras, las personas a su alrededor sólo se rieron de él.
—Comenzaré con el ritual —habló la supuesta anciana, y rompió la camisa del castaño.
Después de eso, en la mente de Whylan sólo quedaban recuerdos borrosos. Recordaba que sintió una punzada dolorosa en el pecho –de la cuál quedó una cicatriz–, y un vago recuerdo de una sensación un tanto... extraña, como si estuviera drogado, tal vez. Desde ese entonces no paró de sentirse extraño, y de una manera que no podía explicar.
Su pecho se sentía diferente, tenía una sensación extraña, y como era de esperarse, nadie le daba respuestas, eso no hacía más que confirmarle que algo estaba pasando, que se trataba de algo muy malo. Tenía sus sospechas, pero rogaba internamente que no se tratara de eso.
Rezaba porque la razón por la cual pintaron todos los espejos de su cuarto sea una menos aterradora de lo que parecía.
—Whylan, es hora de tu comida.
Whylan, al oír a su padre, ocultó rápidamente la daga en un cajón. Suspirando, salió del baño para quedar en su cuarto, donde ambos reyes estaban presentes. Azriel con una bandeja entre las manos.
—Buenos días... padres —juntó ambas manos en su espalda baja.
—Trajimos tu desayuno, ¿quieres que te acompañe? —preguntó Azriel, mientras apoyaba la bandeja sobre una mesilla de plata, la misma que solía estar en la terraza, por supuesto, ésta ahora se encontraba cerrada con seguridad casi extrema.
El príncipe vio a su padrastro sentarse en una de las sillas mientras le dedicaba una sonrisa amistosa; todo lo contrario a Remus, su padre, quien mantenía su expresión seria y sin mirarle directamente.
Whylan no estaba sorprendido, su padre ante todos sus súbditos era visto como el ser más alegre del reino, pero cuando los condes y reyes de reinos ajenos se marchaban, o cuando las celebraciones con el pueblo llegaban a su fin, el rey ya no se molestaba en verse tan ameno con la vida. Tampoco era un tirano, pero definitivamente no era tan alegre como se mostraba. Todo por la imagen, se le oyó decir en más de una ocasión. Los únicos conocedores de su verdadera actitud, eran su esposo y rey Azriel, su hijo el príncipe, y uno que otro personal de la servidumbre que lograba sacarlo de quicio.
Aunque su expresión actual, se le hacía aterradora.
—Claro, me haría muy bien algo de compañía. Padre, ¿usted también me acompañará? —preguntó en un tono más bajo, animándose a mirarle a la cara.
—Debo encargarme de muchas cosas hoy, con la compañía de mi esposo te bastará.
Whylan asintió lentamente, vio a su padre caminar hasta la puerta, pero justo antes de poner su mano sobre la perilla, en largos y rápidos pasos se puso frente a su hijo, dio dos golpes paternales en su hombro y habló:
—Te amo, hijo mío —sonrió sin mostrar sus dientes.
Whylan quedó tan sorprendido, que incluso cuando su padre ya había abandonado el cuarto, aún estaba ahí, parpadeando y tratando de procesar lo sucedido.
—Si no te apresuras el té va a enfriarse —intervino Azriel, mientras miraba a su hijastro con una sonrisa.
Whylan se sentó frente a Azriel, y bebió del té de manzanilla.
—Él me dijo te amo —susurró aún con la taza frente a su rostro.
—Porque lo hace —río el castaño, mientras apoyaba su codo sobre la mesa y su mandíbula en su palma.
—No lo entiende, yo no dudo que lo haga, pero... Aunque sonrió, sentí la tristeza en sus ojos grises. Él podrá engañar a todo el reino, pero no a nosotros, no a mí —suspiró mientras dejaba la taza de porcelana a un lado.
El rey frente él le miró con una sonrisa lastimera. Sabía que Whylan lo notaría, y odiaba no poder decirle nada.
—Ser él no es sencillo —se limitó a decir.
—¿Y qué hay de mí? Estoy atrincherado en mi cuarto como un criminal, nadie me dice nada, ni siquiera usted —le miró a los ojos, comenzando a enojarse por el silencio de su padrastro—. Estoy asustado... —susurró mirando las manos que se apretaban en sus muslos—Empiezo a sospechar que...
—¿Por qué no sales al jardín? —le preguntó con rapidez mientras posaba una mano en el hombro del pelinegro—Hoy está siendo un día muy bello, como siempre. Sal a despejarte de estas cuatro paredes.
—Técnicamente son seis... —susurró—¿Pero que hay de mi padre? ¿No se molestará si salgo sin su permiso?
—No si vas al lugar secreto —dijo con una sonrisa ladina—. ¿Ubicas el cementerio de la familia? —preguntó manteniendo su semblante, Whylan asintió—Bueno, detrás de él hay un jardín, personalmente, mi favorito.
—¿Que no está cerrado por remodelación? Hay un cartel incluso.
—Cariño, ese cartel está allí desde hace quince años —le guiñó antes de comerse un bizcocho.
—Creo que ya entiendo... Gracias, majestad.
Azriel carcajeó mientras tapaba su boca, a pesar de estar en el trono hace tanto, no podía evitar sentirse apenado cuando el hijo de su pareja le trataba tan formalmente. Sin duda tenía una de las almas más humildes, haciéndose notar no sólo en su actitud, sino que también en sus ojos verdes.
—¡Ay, Whylan! ¡No seas tan modesto! Sabes que puedes decirme por mi nombre —habló tratando de calmar su rubor.
Whylan rio mientras se ponía de pie, listo para irse.
—Seré modesto y usaré ropa tranquila, nada de cosas relucientes hoy —decía mientras iba directo a su armario.
Momentos después, salió con una camisa holgada blanca, pantalones de tela negro y botas del mismo color.
Azriel le silbó mientras se ponía de pie.
—¡Ulala! Hasta vestido como un civil te ves bien —alagó mientras llevaba las manos su cintura, sobre el cinturón de color dorado.
Su vista viajó desde la botas de cuero, hasta el rostro del príncipe. Sintió su interior removerse cuando chocó con su mirada ahora oscura.
—¿Se encuentra bien?
—Sí, claro —asintió varias veces—. Vete, y ten cuidado, que nadie te vea.
Whylan eligió creerle, y caminó hasta la puerta blanca.
—Por cierto, su... Azriel, ¿cómo conoce ese jardín? —preguntó con la mano sobre la perilla y volteando hacia el mencionado.
—Soy el rey, debo conocer mi castillo... —decía mientras una mirada pícara recorría el lugar—Cuando éramos más jóvenes, con tu padre nos escapábamos a ese lugar y...
—¡Sí, sí! ¡Entiendo! —exclamó con desagrado mientras salía de una vez, aún fuera del cuarto podía escuchar la risa del castaño.
El príncipe miró alrededor mientras se ponía un abrigo marrón con capucha y comenzaba a caminar por los pasillos del castillo directo a los jardines. Tuvo que ocultarse un par de veces detrás de alguna planta o estatua, pero logró llegar al jardín principal desapercibido. De todas maneras su camino aún no terminaba, debía llegar hasta el cementerio familiar y de ahí, al supuesto jardín en "remodelación".
[...]
—¡Lucien! ¡Mueve tu privilegiado trasero y ven a trabajar!
Lucien se removió en su cama irritado por los gritos de Aki, uno de los encargados de trabajo de Hilary. Se levantó a regañadientes, lo único que ciertamente le animaba a trabajar como una especie de ayudante de carpintería, era que la mayoría o a veces todas las construcciones tenían como destino el reino Anima.
Se sentía agradecido de que sean tan amables de darles oportunidades laborales y así tengan algo de lo que subsistir. Así que bajó las rechinantes escaleras mientras bostezaba, llegando a la primer planta que servía como sala de estar, a veces como sala de reuniones y otras, hasta como un comedor cuando la cocina estaba demasiado llena.
Todo el edificio era una especie de condominio muy visitado debido al bajo precio de renta. Hilary jamás se aprovechaba de la necesidad ajena, si fuera por él, todos estarían gratis.
Cuando Lucien se sentó en uno de los sofás y frotó sus manos, sintió la dura y fría mirada de Aki, quien lo observaba con los brazos cruzados.
—Hilary te quiere de inmediato en la cocina —dijo antes de salir del edificio.
Lucien frotó sus ojos aún recuperándose del sueño, y se levantó del sofá algo viejo. Caminó hacia la cocina, pero se sorprendió al ver sólo oscuridad.
—¡Feliz cumpleaños!
Lucien parpadeó varias veces, tratando de adivinar de dónde venía esa voz, ya que la habitación seguía a oscuras.
—¡Inútil, primero debías encender la luz! —se quejó Hilary. Momentos después, las luces se encendieron, revelando a dos personas, una de ellas, Hilary, con un pequeño pero precioso pastel con velas.
—Una vez más, ¡feliz cumpleaños, Lucien! —exclamó Jacin mientras sonreía y encendía la vela blanca.
—Tsk. Eres increíble... —miró con el entrecejo fruncido al pelinegro junto a él, pero al instante regreso a lo importante—¡Feliz cumpleaños, pequeñín!
Ambos adultos sonrieron mientras esperaban una reacción del menor.
Lucien miró a ambos y luego al pastel, tenía escrito con merengue —de una forma algo torpe— "Felices 18 vueltas al cosmos". Y aunque se notaba que antes había un siete y lo intentaron corregir, Lucien sintió un calor reconfortante en su interior. No podía hablar, sentía que si soltaba la menor sílaba, lloraría. Ni él había recordado su cumpleaños, pero su mayor sí.
—Lucien, ¿estás bien? —preguntó Hilary mientras se acercaba al pelinegro—Sé que nos equivocamos un poco con los números pero te juro que fue Jacin, yo lo corregí, ¿estás molesto porque es muy pequeño? No soy muy bueno con la repostería pero intentaré...
—Es hermoso —dijo casi en un susurro—. Muchas gracias Hilary, a usted también señor Jacin. Había olvidado que hoy es mi cumpleaños.
—Mi pequeñín —Hilary dejó el pastel en las manos de Jacin, y abrazó a Lucien—. Aún recuerdo cuando te orinabas en tu cama porque pensabas que la letrina se comería tu pequeño trasero —decía mientras le acariciaba el cabello—. Aunque ni siquiera necesitabas sentarte. Quizás eso se debía a que te juntabas demasiado con las niñas.
Lucien se quejó mientras que Jacin no reprimía una sola carcajada. Luego soplaron las velas, pero Hilary le prohibió pedir algún deseo porque le dijo que ya tenía un regalo preparado para él.
Emocionado, Lucien obedeció. Regalos no había todos los días. Ni todos los cumpleaños.
El cumpleañero se sorprendió cuando Hilary le dijo que darían paseo, aún más cuando lo llevó al bosque.
—Hilary, ¿cuándo me dirá a dónde me lleva? ¿Acaso se cansó de mí y me va a abandonar en el bosque porque ya soy mayor? —preguntaba mientras miraba la espalda de su mayor. Habían caminado casi por una hora y ya se estaba cansando.
Al contrario de Lucien, Hilary tenía energía para repartir, su paso era firme y movía los brazos de atrás hacia adelante mientras su rostro era adornado por una sonrisa. Él parecía más el cumpleaños que el pelinegro.
Lucien iba mirando el suelo cuando chocó con la espalda del mayor.
—No seas llorón, ya llegamos, tu regalo está aquí —dijo señalando una vieja cabaña.
—¿Mi regalo es una cabaña en medio del bosque? Gracias... Supongo, me mudaré mañana —dijo no muy convencido mientras miraba a Hilary, quien bufó.
—A veces me pregunto si me haces quedar mal por la educación que te di. Tu regalo está dentro, basta de hablar —tomó la mano de Lucien, y lo encaminó hasta la cabaña.
Hilary tocó la puerta un par de veces, y suspiró nervioso mientras aún sostenía la mano de Lucien. Luego de un rato, la puerta se abrió provocando un sonido viejo, y dejando a la vista a una anciana con el cabello blanco hasta el piso y de estatura baja. Lucien sintió un escalofrío cuando clavó sus viejos y negros ojos en él, mirándolo de pies a cabeza, luego, dirigió su vista a Hilary.
—¿Es él?
—Así es, su nieto Jacin me dijo que viniéramos aquí antes del anochecer.
La anciana asintió, volviendo la mirada a Lucien: —Pueden pasar —les dio la espalda y caminó.
—Vamos —susurró Hilary, y se adentraron en la cabaña.
El interior era iluminado por velas, todos los muebles eran de madera pura sin pintar y el suelo era de tierra. Lucien sostuvo con más fuerza la mano de Hilary cuando vio a la anciana caminar en su dirección.
—Ven conmigo.
Lucien rápidamente se puso detrás de su mayor.
—Ve, estarás bien. Jamás te traería a algún sitio peligroso —volteó y tomó al pelinegro de los hombros—. Éste es mi regalo para ti —le dijo con una sonrisa reconfortante.
Lucien asintió, tragó saliva cuando vio a la anciana. Pero como confiaba en su mayor, siguió a la anciana hasta un cuarto vacío excepto por una cama en medio del lugar, una mesilla vieja con una vela que era la única fuente de luz, dando un ambiente pesado ya que no había ventanas y las paredes eran de un color marrón oscuro.
—Recuéstate.
Vacilando, el pelinegro se recostó lentamente en la cama. Sintió los nervios invadirlo, no sabía qué hacía allí y aunque confiaba ciegamente en Hilary, la expresión facial de la anciana que ahora estaba frente a la cama no ayudaba.
—Mastica esto —extendió frente a Lucien una hoja verde.
—¿Para qué es? —preguntó casi en susurro mientras miraba la hoja frente a sus narices.
—Para que no duela, pero si quieres no.
Estaba a punto de desecharla, pero el chico enseguida se la arrebató y se la llevó a la boca. Seguía sin saber qué pasaría, pero si podía evitar el dolor, así sería. Masticó la hoja amarga varias veces.
—Bien. Ahora no te muevas o te ataré —habló en un tono agudo y ronco.
La anciana rasgó la camisa marrón de Lucien, y sacó un objeto filoso de un bolsillo de su vestido negro. El pelinegro abrió los ojos asustado, intentó ponerse de pie, pero en el intento sintió un mareo que lo devolvió con fuerza sobre la cama. Sus ojos veían a la mujer, ésta mostraba deformaciones continuas, como su fuera un trozo de masa moldeable.
Ella carcajeó.
—Pobre niño miedoso —susurró.
Lucien cerró los ojos, evitando dejarse llevar por la sensación de estar en el agua y el inmenso sueño que le estaba comenzando a invadir de manera repentina. Quizás cerrar los ojos no fue la mejor opción, porque ni la punzada dolorosa en su pecho lo rescató de los brazos de Morfeo, haciéndolo caer en un sueño profundo sin siquiera saberlo.
El cielo estaba en una oscuridad absoluta, ni una estrella a la vista. Era tan negro como los ojos de Lucien, quien abrió los ojos, topándose con toda esa oscuridad. Estaba acostado sobre tierra, se sentó despacio mientras que sus orbes escaneaban a su alrededor; árboles secos, muchos quemados y de otros, no había más que la base de su tronco sobre la tierra. El pelinegro sintió una fría brisa que le hizo tiritar mientras se ponía de pie.
—¿Dónde estoy?
Comenzó a caminar a paso lento, pero a medida que más veía, más se asustaba, y cuando menos se dio cuenta, ya estaba corriendo despavorido mientras gritaba el nombre de su mayor. Llegó hasta lo que se podría nombrar como un prado, al menos eso parecía haber sido alguna vez. El césped estaba quemado, y del cielo se estaba formando un espiral inmenso de nubes negras que se movían en círculos mientras lanzaban sonidos aterradores como truenos.
—¡Hilary! ¡¿Dónde está?! —gritó mientras tomaba sus propios cabellos entre sus manos. Sus ojos llorosos clavados en la nube que parecía hacerse más grande a cada minuto.
Asustando, Lucien se puso de rodillas, terminando hecho una bolita mientras encerraba su rostro entre sus brazos. Sentía una ráfaga de aire cada vez más fuerte y cerró sus ojos rogando despertar de esa horrible pesadilla.
Vamos, vamos, ¡despierta!
De repente, un calor abrazador invadió cada célula del cuerpo del moreno, aterrándolo pero sólo haciendo que se abrazara a sí mismo con más fuerza. Sentía como si le hubieran empujado dentro de una caldera con las llamas más inmensas, haciéndole sentir como si montones de agujas se clavaran en su piel sin piedad, una y otra vez. Juraba que jamás en su vida había experimentado un dolor semejante, sin duda estaba siendo torturado.
Cuando creyó que la muerte iba a tomarle de la mano, todas esas sensaciones dolorosas se movieron hasta su pecho, clavándose en lo más profundo hasta desaparecer. Ya no quemaba, ya no dolía ni mucho menos había quedado rastro de alguna quemadura. Lucien, aún asustado de que algo más le pasara, abrió sus ojos lentamente aún sostenido fuertemente en su posición. Lo primero que divisó, fue su pecho muy cerca de su cara, aunque, había algo demasiado fuera de lo común, algo que lo asustó casi tanto a cuando vio esa enorme nube negra momentos atrás.
El lado izquierdo de su pecho irradiaba una luz roja desde su interior, que poco a poco, se apagó hasta que esa parte de su cuerpo fue la misma. El pelinegro se puso de pie lentamente, notando como el cielo poco a poco pasaba de un negro absoluto a un gris, blanco y por fin, celeste. El césped comenzó a crecer acompañado de algunas flores, y los árboles y pinos transformándose en su punto más bello.
Lucien frotó sus ojos con fuerza, era el sueño más aterrador y extraño que estaba teniendo jamás. Levantó su pie derecho para dar un paso, pero para cuando su pie tocó el suelo, todo se volvió oscuridad, de nuevo.
Ardor, mucho ardor en su garganta le provocó una toz molesta y al abrir los ojos, estaba de vuelta allí, en ese cuarto oscuro, con una anciana mirándole orgullosa y junto a ella, Hilary.
—Hilary —formuló a penas, pasó una mano por su frente sudorosa e intentó sentarse—, tuve... tuve un sueño muy extraño. ¿Hilary?
El nombrado estaba perplejo, sus ojos negros se llenaron de lágrimas al encontrarse con los del chico. Estaba tan feliz, pero tampoco tenía palabras para decirle a su pequeño. Entonces sólo sonrió orgulloso de que todo había salido como lo deseó.
—¿P-por qué... llora? —preguntó mientras intentaba sentarse, pero un mareo se lo impidió, si no fuera por su mayor, ya estaría en el suelo—¿Pasó algo malo? —susurró a la vez que tomaba las mejillas de Hilary y las limpiaba.
—Pequeñín... Mi pequeñín —sollozó mientras abrazaba fuertemente al chico.
Momentos más tarde, Hilary estaba agradeciendo repetidas veces a la anciana mientras mantenía una reverencia, aún se le escapaba una que otra lágrima mientras miraba a Lucien. Le era tan impresionante que necesitaba verlo por horas para creer que de verdad había funcionado. Luego de una charla entre los mayores que Lucien no logró oír debido a que estaba muy ocupado en su propios pensamientos, ambos varones abandonaron de la mano la cabaña vieja.
A penas el pelinegro atravesó el umbral, sintió el calor del sol en su piel. Si bien habían salido de la villa por la mañana, ahora estaba a punto de anochecer. Lucien miró a Hilary y éste ya lo estaba haciendo.
—¿Por qué me mira tanto? —preguntó bajando la mirada a sus pies que se movían por el bosque.
—¿Por qué? —detuvo su caminar—Lucien, ¿cómo te sientes?
—Yo... yo no sabría decirlo bien. Aún estoy muy confundido, ¿qué fue todo eso? ¿Cuál fue mi regalo?
Hilary dejó escapar una risilla: —Ve al lago y sácate todas tus dudas —soltó su mano—. Sé que conoces este bosque muy bien por las cantidad de veces que huyes, te esperaré en el condominio, ¿bien? Feliz cumpleaños.
Hilary comenzó a caminar, volteandose para asegurarse que el pelinegro no le siguiera, hasta finalmente desaparecer de su vista.
Lucien volteó sobre sus pasos. Seguía sin entender absolutamente nada, por eso mismo no se molestó en buscarle lógica a las palabras de su mayor cuando comenzó a correr hasta el lago que conocía perfectamente. Su pecho latía con fuerza sobrenatural mientras empujaba las malezas que se cruzaban en su camino, para su suerte aún tenía la luz del sol de tarde que le ayudaba a orientarse con mayor facilidad. Su respiración se volvió errática cuando ya pudo divisar el agua clara, y con sus pocas fuerzas, se forzó a correr más rápido para por fin dejarse caer de rodillas en la orilla.
Levantó su rostro al cielo mientras respiraba lentamente, se esforzó en recuperarse, abrió los ojos encontrándose con el atardecer en su punto más bello, y mientras dejaba huir un suspiro, bajó su mirada al agua que tocaba sus rodillas, quedando perplejo.
Abrió su boca con sorpresa sin poder despegar su vista del lago, incluso golpeó las aguas para comprobar que no se trataba de una ilusión, puesto que muchas veces en el pasado se miró en las mismas aguas imaginando que sus orbes negras en realidad eran del color que para él representaba la felicidad, que era un boleto al mundo de sus sueños más añorados. Y ahora, con la luz naranja iluminando su rostro, se observó a sí mismo sin poder creerlo. ¿Era éste el regalo de Hilary? Frotó sus párpados y temblando bajó sus manos para mirar nuevamente su reflejo.
Sí, definitivamente. Esos ojos color celeste eran suyos.
Lloró. Lloró hasta que el crepúsculo se fue por el horizonte dejándole paso a las millones de estrellas que le siguieron. Lloró incluso con miedo a que sus ojos se gastaran.
Sonrió, de oreja a oreja mientras se levantaba con una energía que jamás había sentido antes, y bailó, danzó bajo una música que era dirigida por su felicidad y el latido de su propio corazón. Movió sus manos en el aire mientras que sus pies se movían por el agua, dando pequeños saltos que se sentían los más ligeros. Se sentía flotando. Sentía como su pecho se calentaba dándole una sensación satisfactoria, sentía que dentro de él había vida, y era tan agradable, que parecía que siempre la tuvo con él. Fueron tantas las veces en las que fantaseó inocentemente con que un día despertaría y mágicamente sus ojos se transformarían en su pase a la felicidad. Ya no estaba soñando, se pellizcó mientras reía para comprobarlo. Seguía sin entender como era posible algo como esto, pero mayor era su euforia por gritarle al mundo que él tenía alma y luego correr sin parar hasta el reino de sus fantasías y ser feliz para siempre.
Nuevamente agotado, Lucien se dejó caer sobre la orilla y miró con admiración a los astros mientras su pecho subía y bajaba con felicidad.
Estaba tan feliz, que ni siquiera le importó dormirse en medio del bosque.
Pero mientras que Lucien se dirigía hasta el reino de los sueños con una alegría que jamás creyó sentir, a la distancia, en un jardín oculto, un príncipe lloraba de manera desgarradora mientras arrojaba en espejo de mano al suelo con todas sus fuerzas.
Sin embargo, se lo merecía, ese trozo de vidrio se merecía ser destruido por estar defectuoso. Debía de estarlo como para mostrar semejante aberración. Hacía que todo lo ocurrido aquella horrorosa noche cobrara sentido.
Whylan se dejó caer de rodillas mientras que sus mejillas eran bañadas en lágrimas imparables. Miró con recelo los trozos de cristal esparcidos por el césped, y con rapidez tomó el más grande, se observó nuevamente en él. Apretó con fuerza el trozo sin importarle que su mano estaba siendo lastimada, total, ¿qué importaba eso ahora? Le lastimaron de una forma mucho peor. Le quitaron su pureza, su vida entera.
Su alma.
Lloró mientras se inclinó sobre el suelo a la vez que gritaba en voz alta. ¿Por qué esto? ¿Por qué a él y por qué ahora que estaba tan pero tan cerca de acceder al trono? Whylan desde su nacimiento estaba destinado a la corona, a la gran responsabilidad de dirigir todo un reino al igual que los actuales reyes, y varias generaciones anteriores. Él de verdad lo deseaba, se esforzaba mucho en aprender todo lo necesario y así hacer un trabajo digno del puesto.
Whylan era bueno con todos, lleno de bondad y amor por el prójimo, ¿cómo alguien podría ser capaz de hacerle esto? Simplemente no lo entendía.
Y así, pasó la peor noche de su vida mientras sentía un vacío irremplazable en su interior, sin importarle quedarse dormido allí.
Mientras que uno emprendía vuelo, a otro se le cortaban sus alas.
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| Fin.|
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