Capítulo 29
Maratón 3/4
Jamás me habían visto cantar. Jamás he querido que me viesen cantar. Me defendía respaldando mi decisión en una excusa bastante razonable a mi parecer, pero que algunos a veces no entendían. A raíz de esta incomprensión, simplemente había decidido no mostrarle a otros —ajenos a mi familia— mis "dotes" artísticos.
Yo era bastante cantarina, incluso desde pequeña. Siempre tenía algunas frases de canciones dando vueltas en mi cabeza, o siendo expulsadas por mis labios. Me gustaba jugar con las notas, las armonías, probar cómo quedaba la canción si le cambiaba el ritmo, o un par de palabras. Pero solía hacerlo cuando nadie me veía, y si tenía gente alrededor, solo susurraba o hacia muecas, logrando que todos pensasen que mis padres tenían una hija loca que hablaba sola. La primera vez que alguien me escuchó cantar a pura voz, fue Maeve. Había sido un domingo; tenía alrededor de nueve o diez años, asistimos a la iglesia y como de costumbre, me había quedado luego de la ceremonia a tocar el piano que daba las melodías a los cánticos de la misa. Bueno, tocar era una elogiosa forma de decir que hacia bailar mis dedos sobre las teclas, produciendo notas que seguro deben de haberse oído bastante descoordinadas e inconexas, pero para mi creativa mente sonaba mejor que un concierto del mismísimo Mozart. Como decía, me había desvanecido de entre los ojos de mi familia para correr hacia el palco donde se encontraba el coro y los instrumentos. Mis padres, que eran en ese entonces unos de los más grandes afiliados a esa iglesia, de seguro deben de haberse encontrado charlando con el padre Klayton en su oficina, mientras el abuelo fumaba uno de sus cigarros rubios en la acera y Maeve intentaba convencerlo de dejarlos.
Ella me encontró más o menos media hora después en medio de mi fantástico concierto, y se quedó asombrada al verme cantando estrellita dónde estás con una voz bastante más armoniosa de lo normal. Esa misma tarde nos hizo reunirnos a todos en su casa —la misma de ahora, solo que antes residía en ella con su exmarido—, convenciéndome de que era mi momento de brillar.
Canté aquella canción infantil como si fuese la mismísima María Callas, y cuando terminé, me sentí merecedora de un Grammy. Todos me aplaudieron con orgullo, y el abuelo convenció a papá de que me llevase todos los domingos a su casa a cantar con él. Desde luego se nos volvió tradición ir tras la misa a almorzar a lo de Prince, y lo mantuvimos hasta el presente... Yo aprendí a cantar mucho mejor, y el abuelo había encontrado una excusa para compartir más tiempo de calidad con su familia.
Pero pese a la insistencia de Prince por verme cantar en el coro de la iglesia o en un concierto infantil de la primaria, nunca lo había logrado. Yo sufría de pánico escénico, y podía jurar que no se lo deseaba a nadie. Era algo desesperante. Sentir la pérdida total del control, el no poder afrontar la situación porque todas las posibles soluciones se convertían en una avalancha de miedos y problemas que me dejaban el cuerpo congelado. Y aunque lo único que deseaba era plantarme en el escenario y dar lo mejor de mí, simplemente no podía. Y eso se manifestaba en una sensación de angustia e impotencia terrible. Así que por esta razón era que me había dado por vencida en cuando a todo lo referido a una posible carrera musical.
El domingo por la tarde, cuando terminamos el postre, Prince me pidió que cantase algo con él. Y bueno, ese día por primera vez me negué a hacer lo que más amaba. La razón se debía a que Ragnar se encontraba a menos de diez metros de distancia, y la idea de que pudiese llegar a oírme me dejaba sin aire.
¿Qué pensaría de mi? ¿Se reiría? ¿Se burlaría o me diría que mi talento no era el suficiente? ¿Y si, en cambio, fingía que le gustaba mi voz cuando en realidad cantaba peor que una foca?
Jodida maniática loca de los cojones que estaba hecha. Lo cierto es que no estaba dispuesta a cantar con el pelirrojo allí. Estaba aterrada, y Prince lo sabía.
—Ojitos —me había dicho—. Piensa en la música, que es lo que más amas. No pienses en el chico zanahoria, o en tu tía, ni siquiera en nosotros que estamos tocando junto a ti. Relájate, mira el mar, y solo déjalo fluir.
Lo miré como si le hubiese salido un tercer ojo, porque a mi parecer aquello sonaba como una charla psicológica bastante inútil y tonta, sin embargo probé en hacerle caso. Después de todo era mi abuelo. Y más sabe el diablo por viejo, que por diablo...
Así que dejé que comenzase a tocar. Se hizo el cómico eligiendo una de las canciones de su tocayo, y eso me permitió relajarme un poco más y distenderme.
Comencé a cantar, sin despegar mi vista de las ventanas francesas que me mostraban el lindo pacífico que se extendía ante las costas. Me encontré a mi misma disfrutando de aquellos minutos de música, como lo hacía cuando estaba sola. Y cuando terminé, me giré.
Y bueno. Aquello fue un gran paso sin duda. Él se encontraba de pie, casi petrificado, observándome. Pero cuando digo que me observaba me refiero a que parecía como si pudiese ver dentro mío, como si pudiese leerme de pies a cabeza y conocer todos mis secretos y todos mis miedos. Y he de admitir que me acojoné bastante... Porque nunca nadie me había mirado de esa forma. Sus bellos iris bailaban sobre los míos analizando detalladamente mis emociones. Desde donde estaba podía observar como su pecho subía y bajaba, conteniendo lo que pude percibir como alguna mezcla entre emoción y admiración. Por desgracia mi tía cortó aquel momento entre ambos, y en realidad lo preferí así... No sabía que hubiese podido pasar si él seguía observándome de aquella forma tan peculiar. Salí de mi trance y le pedí a mi abuelo que cantase alguna de sus canciones rocanroleras, y así poder dejar que mi corazón retomarse en silencio sus pálpitos normales.
Desperté hoy en la mañana con una sensación de calor en mi pecho, a la vez que rememoraba los iris océanos de Ragnar. Sin embargo al instante puse una mueca y me acerqué al espejo que descansaba a un lado de mi armario.
—Jodida infante te has vuelto, Kye Griffin. Mira que ponerte cachonda es una cosa, pero ¿iris color océano? ¿Leerte de pies a cabeza? ¿Qué te crees, Shakespeare, Coelho? Déjate de tonterías y búscate uno que le de un poco de salsa a ese cuerpecito que tienes —me reñí a mi misma, y luego sacudí la cabeza—. Loca de mierda, hablas sola.
Me giré decidiendo que no tenía ganas de seguir conversando con mi reflejo y me calcé mis pantuflas acolchonadas con forma de penes que habían sido un regalo de las amigas de tía Maeve cuando "festejaron" su divorcio. Mi tía no era tan libertina como para usarlas, pero tampoco tan desagradecida como para deshacerse de ellas. Así que habían estado cómodamente guardadas en un rincón escondido de su vestidor... Hasta que las encontré, y claro está, me las adueñé. ¿Qué podía hacer? Me daban ternura. ¡Eran penecitos de peluche!
—¡Buen día! —Me saludó eufóricamente Rhys nada más puse un pie en la cocina.
—Parece que para ti lo es, y eso que son solo las —chequeé en mi reloj—... Ocho y media de la mañana. ¿No deberías estar en el instituto?
—Tú también deberías estarlo, sin embargo no vez a nadie juzgándote aquí. —respondió mi chico de pelo azul.
—Yo si voy a juzgarte, ¿por qué no estás en la escuela? —saltó mi tía.
—¿Por que a Rhys no le dices nada?
—Porque es mayor de edad y no tenemos parentesco. Tú eres mi sobrina, y soy tu tutora legal. ¿Eso te suena de algo? Aquí la responsable soy yo.
—Ya... —Tamborileé mis dedos contra el mesón—. ¿Y qué haremos hoy?
—¡Kye! —Se exasperó Maeve—. ¡Tú te irás con Rhys a Reachmond!
—Pero sabes que los lunes para mi son como los nuevos viernes... ¡Fin de semana XXL! Además, ya no estoy castigada así que...
—¡¿Castigada?! —gritó— ¡¿Otra vez?!
Abrí enormemente los ojos recordando que quizás se me había olvidado el decirle a Maeve de mi pequeño castigo de dos semanas.
—Sabes, Rhys... De repente tengo unas ganas gigantes de oír a la profesora Campbell. —Lo tomé del cuello de la camiseta y lo arrastré conmigo hacia el Jeep.
Prácticamente lo obligué a escaparnos de los gritos histéricos de mi encrespada pariente... Aunque eso hubiese terminado en mí, ingresando gloriosamente a la adinerada institución con mi pijama de cuadritos y mis pantuflas de miembros viriles.
Veámosle el lado positivo, por lo menos tenía el cabello algo ordenado...
Sin embargo, el hecho de no haber traído mis materiales escolares, ni haberme lavado los dientes, o siquiera presentarme sin una gota de corrector en aquellos pasillos, no fue un impedimento para alzar el mentón y caminar empoderada hacia mi siguiente clase.
—Bonita ropa... —se burló una de las animadoras cuando me vio entrar al salón. Hasta donde mi interés me permitía recordar, era una de las amiguitas de la novia de Ragnar.
—Y sin embargo darías todo lo que fuese posible por ser capaz de presentarte con un atuendo idéntico a este, y verte por lo menos un tercio de lo asombrosa que me veo yo con él. Pero bueno, cada uno con lo que tiene, ¿verdad?
Tomé asiento en una de las últimas filas y me escurrí en el pupitre dispuesta a pasar completamente desapercibida durante toda la clase de la vieja Campbell, que no me tocaba ni con Rhys, ni con Ragnar. Estaba tan aburrida que perdí el rumbo —en realidad nunca logré seguirlo—, y cuando quise darme cuenta, un golpe fuerte en la mesa me hizo dar un bote en mi asiento.
—¡Yo no fui! —grité.
—Siempre es usted, Griffin. ¿Estaba cómoda escurrida cual víbora? —me gruñó Campbell desde arriba.
Quise hacerme la ofendida, porque por más que hubiese querido usar una analogía para referirse a mi posición, sentí que en realidad me estaba llamando animal escurridizo y arrastrado, con tendencia a soltar veneno cuando se siente atacado. Descripción que podría haber sido completamente cierta, si no hubiese salido de su boca, o pensado con su mente maligna.
—Voy a hacer como que no escuché su insulto encubierto, y le sonreiré abiertamente para que vea de una vez cuando agradable soy.
—Agradable y todo, aún así se duerme en mis clases y está en pijama —se giró y me llamó con un dedo—. A la...
—Sí, lo sé —bufé, poniéndome de pie—. A la oficina de la directora.
Esa oración era su favorita, sobre todo cuando estaba dirigida hacia mi.
Me sorprendí al darme cuenta de que ella caminaba detrás mío. Campbell jamás me había acompañado, y eso que era tradición para mí ir a la zona administrativa, enviada especialmente de parte suya cual regalo indeseado. Me sentí algo nerviosa cuando advertí que quizás la había cagado...
Al llegar a nuestro destino, la anciana entró sin tocar la puerta. Herworth suspiró levemente como si en realidad llevase siglos esperando esta visita. Se acomodó en su asiento y cruzó los brazos.
—Profesora Campbell, alumna Griffin. ¿Por qué no me sorprende?
—Lo siento, Raven. Yo ya no puedo con esto —se quejó la mujer—. Solo vengo a informar que se me han acabado las posibilidades.
Sin más, se cruzó de brazos y me regaló una mirada que percibí como decepción. Era la primera vez que esta señora me sorprendía, porque parecía como si en realidad tuviese lástima o algún sentimiento medio maternal de impotencia hacia mí. Se despidió de la directora y salió de la oficina con sus tacones bajos resonando.
—¿En serio, Kye? ¿Pantuflas de miembros? —habló con voz cansina.
Esperé unos minutos a que comenzase con su sermón, el mismo de siempre. Pero al parecer ella no tenía los mismos planes, puesto que se mantuvo en silencio, quizás esperando a que yo dijese algo. Y yo nunca decía nada en ese tipo de situaciones.
—¿Solo eso me dirá? ¿Por qué no se enoja? Campbell tampoco se enojó. ¿Por qué siento que esto no cuadra por ningún lado? Algo anda mal aquí. —Me puse de pie.
—Kye, será mejor que te sientes. Debemos hablar.
—No, no quiero hablar. Quiero ir a clases.
—Por favor, siéntate.
Miré los ojos de Raven Herworth por largos segundos, era una batalla que me sabía jodidamente a derrota. Ella no daría su brazo a torcer, y como yo no era la autoridad aquí entendía que debía calmarme si no quería empeorar las cosas. Finalmente me senté, pero claro está, con la vista fija en ella. Era la única forma en la que sentía que las cosas no de saldrían de control.
—He hablado con el consejero escolar, no tengo buenas noticias.
—Ese Max... Maldito soplón. —farfullé.
—Max solo cumple su trabajo, Kye.
—¿Joderme?
—No, ayudarte. Sin embargo tú no estás colaborando en nada, no dejas que nadie te ayude, pero tampoco aceptas las consecuencias de ello. Y deja de decir groserías si no quieres otra semana de castigo.
—¿Consecuencias? Claro que las acepto, directora. Estoy tomando tutorías con Ragnar, tal cual me lo sugirieron. ¿Qué mas quieren de mí?
—No asistes a clases, Kye. Solo a las que te interesan, y a veces tampoco a ellas te presentas. Sin embargo siempre estás aquí, dando vueltas, metiéndote en problemas y haciendo que otros lo paguen. Y eso no es justo. He hablado con tus profesores... Lamentablemente ya nos hemos quedado sin opciones para ti.
Sentí como los latidos del corazón se hacían cada vez más ruidosos en mis oídos. Estaba jodidamente inquieta.
—Vaya al grano, directora. No me hable con pedagogías baratas.
Herworth pareció perder la paciencia también, suspiró hondo como si estuviese a punto de darle el pésame a una familia en medio de un velorio, y se puso de pie.
—Se acabó para ti, Kye. Vas a repetir el último año...
¡Atención! Si Wattpad te trajo a este capítulo, ve a leer los dos anteriores (capítulo 27 y 28)
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