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Capítulo 1


Jamás me habían gustado los pasillos de este estúpido instituto. La gente se agolpaba en el medio a paso lento y tortuoso impidiendo el paso a aquellos, que como yo, estaban apurados.

¿Por qué me apuraba? En realidad no lo sabía. No es como si fuese a entrar a la tediosa y eterna clase de la profesora Campbell, porque yo odiaba las matemáticas y aquella vieja decrépita me odiaba a mí.

Caminando con pasos largos como solía ser mi característico andar, y aún con la música resonando en mis oídos que lograban aislarme de los murmullos estudiantiles, logré escuchar la campana sonando para dar inicio a un nuevo día de clases. Miré el reloj en mi muñeca, dándome cuenta de que como todos los miércoles, el timbre sonaba tres minutos antes de la hora acordada.

Me gustaba usar relojes. En particular el que me había heredado mi padre. Era simple, viejo y pequeño... Y me encantaba. Usaba mucho el aparato porque la verdad era que no me agradaba el móvil. Solo lo utilizaba para escuchar música y mantenerme en contacto con mi familia. No me preocupaba el estar desentendida de la sociedad, ya que de alguna u otra manera la información siempre llegaba a mis oídos. Lo quisiera o no, me enteraba de todo...

En Reachmond la gente no sabía guardar secretos.

Una vez que los pasillos comenzaron a vaciarse me permití tener más libertad de caminar cómodamente hacia los baños. Al entrar, dos chicas que se encontraban retocando su maquillaje posaron su vista en mí. El labial de una de ellas quedó a medio camino de su boca mientras me analizaba con detenimiento quedándose más tiempo en mis ojos, como todo el mundo hacía.

—¿Qué tanto me ven? —espeté de manera tosca, como ya se me había hecho costumbre.

Ninguna dijo nada. Voltearon y, tras terminar, salieron de los servicios. Suspiré soltando la mochila y caminando hacia uno de los cubículos. El café de la mañana estaba haciendo efecto en mi vejiga.

Al salir volví hasta el espejo que me devolvía una imagen de mi misma, con ojeras por dormirme tarde, labios secos por el invierno y una cara malhumorada. Sonreí y me incliné hacia adelante apoyando mi vientre en el mesón donde se encontraban los lavabos. Abrí grande los ojos.

Siempre me habían gustado. Eran especiales, me gustaba creer que eran únicos.

Saqué el corrector de ojeras de mi bolsillo y apliqué en el lugar indicado, escondiendo las manchas violáceas.

Tenía heterocromía parcial. Eso, en lenguaje mundano, significaba que mis ojos eran miel; pero uno de ellos –el derecho, para ser exactos–, tenía una coloración distinta que ocupaba casi la mitad del iris. Cuando nací la anomalía no se notaba, pero al crecer apareció la mota verdosa y se fue haciendo más y más grande hasta tenerla del tamaño actual. No había riesgo de salud, mis ojos estaban completamente bien, pero el médico había dicho que si bien tenía heterocromía parcial, en un par de años mis ojos serían de dos colores completamente diferentes.

Aún así me había acostumbrado a ellos. Había aprendido a amarlos, a aceptarme; me quería tal y como era. Había sido duro porque creía que para la mayoría de las mujeres del mundo les era difícil conformarse con sus cuerpos, sus rasgos, sus imperfecciones... Y yo no iba a ser la excepción; fue un gran trabajo luchar contra mi mente, que cada vez que me observaba en el espejo me hacía sentir descontenta con la imagen reflejada. Aún era difícil, los pensamientos negativos hacia mi misma  no desaparecerían de un día para otro; pero estaba aprendiendo a lidiar con ellos.

Tomé mis cosas tras alejarme del espejo, y salí del baño. Todo estaba vacío, solo se oían las voces amortiguadas de los salones de clase. Caminé nuevamente a paso apurado, está vez hacia el campus. Para llegar ahí tenía que pasar por el despacho del consejero escolar, y sabía que si me demoraba llamaría su atención... La única cosa que en verdad no deseaba.

Apuré el paso maldiciéndome por haber traído botas de tacón bajo que golpeaban el piso cada vez que tenía la intención de dar un paso.

Clic, clac, te delataremos. Parecían decir.

Corrí agachada contra la pared evitando ser vista. Ya casi podía oler el aroma de la libertad y la naturaleza, cuando una voz me llamó a mis espaldas.

Me giré aguantando soltar un insulto y caminé hasta el despacho que el dedo acusador del consejero me señalaba.

A la horca. Se burló una vocecita dentro de mí. Me hice la loca, y la ignoré.

—Tienes que dejar de hacer esto, Kye.

—No puedo evitarlo. Soy un espíritu libre. —Me encogí de hombros.

—Dime, espíritu libre, ¿quieres repetir el año? Porque hemos hablado de esto más de una vez y pareces no entender la importancia de que te gradúes.

—Y tú pareces no entender que a mí me la suda, Max.

—Por lo menos consigue alguien que te de tutorías. —insistió.

—Ambos sabemos que soy lo suficientemente capaz de pasar este curso si así lo quiero. El problema no es la inteligencia, humildemente debo decir que me sobra; el problema es que no se me viene en gana hacerlo.

—Kye...

Me puse de pie sabiendo que había ganado esta batalla por cansancio, pero que aún no había ganado la guerra.

—¡Que tengas un maravilloso día arruinando el de los demás, Max!

Salí de allí y desvíe mi rumbo a la cafetería. Discutir me daba hambre. Compré algo dulce y me trasladé hacia el campus a hacer lo que mejor sabía: procrastinar. Me quedé en mi sitio leyendo, hasta que la campana sonó nuevamente indicando el fin de la primera hora.

Asistí a las siguientes clases del día porque hoy tenía mis tres asignaturas favoritas: literatura, historia y filosofía. En la hora del almuerzo, me senté en una mesa con mi bandeja de comida y varias personas comenzaron a ocupar los lugares vacíos. Me molestaban los círculos sociales cerrados. Es decir, yo tenía mis conocidos, pero me parecía estúpido eso de contenerse en un entorno hermético de personas que eran siempre las mismas. A mí me gustaba ver rostros nuevos, escuchar voces nuevas... No me servía el modo que tenía la gente de socializar, me aburría demasiado rápido de todo. Por eso necesitaba cambiar de aire, de lugar, de humanos. Me asfixiaba siempre vivir en la rutina.

Solo había tres personas en este mundo a las que jamás cambiaría por nada. Una se estaba sentando a mi lado justo ahora.

—Carla se revolcó con James en la fiesta de Alana.

—No me importa. —Revolví mi almuerzo.

—Andy se dislocó en hombro en el partido de las Águilas por pelearse con el capitán del equipo rival.

—Me vale.

—Habrá una fiesta este viernes en casa de Lisette.

—Me interesa —elevé mis ojos—. Hola, Rhys.

—Hola, malhumorada —él besó mi mejilla—. ¿Ya te he mencionado cuánto me molesta que le restes importancia a los chismes escolares?

—Me he cansado de explicarte que no me interesan, pero tú sigues empeñado en hablarme de ellos. Sabes que en esta cárcel solo me importas tú.

—Basta, harás que mi ego suba —me lanzó una mirada encantadora—. ¿Cómo estás? Ya me di cuenta de que te has saltado la clase de la vieja.

—Estoy bien, pero sabes que la odio a ella y todo lo que enseñe. Es más fuerte que yo, no lo controlo... —Sonreí.

—No quiero que te vaya mal este año.

—No pasará Rhys, relájate.

—Como digas... Nos vemos luego, chispita. —se despidió, alejándose hasta encontrarse con su novia.

Aún recuerdo cuando ingresó al instituto... Apenas cruzamos dos palabras, nos odiamos. Bueno, a decir verdad él me detestó a mi, yo siempre supe que seríamos amigos. Si yo no era una persona fácil de llevar, Rhys menos. Era igual o más desastroso que yo, y eso era demasiado. Pero él se las ingeniaba para hacer el papel de pan de Dios frente a la preparatoria y así tragarse el cariño de todos. Porque si había algo que Rhys necesitaba en este mundo, era cariño... Por suerte, además de tenerme a mi ahora él tenía a Alana, su nueva compañera. Ella me caía bien, parecía querer mucho a mi amigo y lo más importante de todo, lo cuidaba. Ellos eran felices, y yo era feliz por ellos.

Rhys era un tipo con una vida dura: padre alcohólico, madre ausente, dos hermanos, uno de ellos preso por drogas... Lo admiraba, en realidad lo hacía. Porque él a pesar de todo nunca había dejado de luchar por ser alguien mejor en esta vida. Se enfrentó a su padre, cortó lazos con sus hermanos, y se fue de su casa. Ahora vivía en la mía desde hace un par de años, mientras estudiaba en la preparatoria. Una vez que esta llegase a su fin, se iría a Australia con sus abuelos maternos a estudiar.

No quería pensar en alejarme de Rhys, porque lo apreciaba demasiado. Pero sabía que cada persona tenía el derecho de elegir el camino para alcanzar su propia libertad. No podía cuestionarle a él lo que yo tanto deseaba. Así que aunque me costase, debía ser más empática y entender que era una decisión en la cual yo no tenía peso. De todas formas, me ponía contenta... Porque Australia siempre había sido un país que deseaba conocer, y en un futuro tendría muchas excusas para hacerlo con frecuencia.



A la salida de la jornada escolar volví a casa caminando. No estaba lejos; diez cuadras separaban Reachmond del lindo hogar de Maeve.

Me colé en una cafetería a pedirme una bebida caliente para aguantar el viento gélido que me golpeaba el rostro, y luego seguí camino. Toleraba el clima de California, pero estas últimas dos semanas había refrescado más de lo usual. Eso, siendo amante del frío, me venía como anillo al dedo.

—¡Maeve! ¡Ya estoy aquí! —grité nada más abrir la puerta de casa.

—¡En el estudio!

Dejé todo tirado en la entrada y corrí hasta las dos puertas de madera que se encontraban abiertas de par en par.

—Maeve.

—Kye.

—¿Cómo está la mejor tía del universo?

—Atareada. ¿Y tú, chispita?

Rodé los ojos dándome cuenta de que a tía Maeve ya se le había pegado el molesto apodo que Rhys tenía para mi.

—Bien.

—¿Solo bien? Un cactus es más interesante que tú, Kye.

—Gracias. Como siempre, eres un tsunami de cariño —viré los ojos—. Rhys viene tarde, se fue con Alana así que hoy solo cenaremos tú y yo.

Ella sonrió y asintió. Suspirando me alejé de ahí y caminé a la cocina buscando algo que comer.

Maeve nunca tuvo problema en aceptar a Rhys en casa. Ella vivía sola, estaba divorciada; la casa había quedado a su nombre porque su ex esposo lo había decidido así cuando decidió fugarse con una casi modelo británica. A modo de disculpas, le dejó el terreno. Ella era diseñadora gráfica, y se la pasaba mucho en su estudio gigantesco. Yo le decía a menudo que debía salir un poco y respirar aire fresco, pero Maeve era adicta al trabajo y era igual de cabeza dura que yo. No chocábamos seguido, ella tenía una personalidad tranquila mientras que yo era era "un torbellino electrizado".

Bueno, no voy a negar que tenía una actitud exquisitamente exasperante. No me molestaba, y si al resto sí, no es como si fuese a preocuparme. No tenía madera de silenciosa y sumisa; pisar fuerte y mantener la cabeza en alto era más de mi estilo. Vorágine y caos, desorden, energía...

La vida me había hecho ruidosa.



Primer capítulo de Sonder. ¡No lo puedo creer!

El próximo sábado hay nueva actualización.

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Les dejo mi Instagram para que se den una vuelta por ahí, ¡Estaré subiendo adelantos del próximo capítulo!
@ethereallgirl

¡Nos leemos pronto!
Sunset.

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