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16.

El cementerio

—¿Qué demonios te pasó esta tarde? No parecías tú, Key.

Eran casi las diez de la noche y después de una turbulenta tarde en Savannah, todos se encontraban de vuelta en casa. Todos menos Key, quien todavía no se despedía de Lena. Estaban sentados en los escalones que daban al balcón. Zuri desapareció tan pronto llegaron, con la excusa de ir a darse una ducha, pero Harrington no tenía la intención de dejar ir a Sutherland sin una explicación.

Key se inclinó, apretando el puente de su nariz entre dos dedos.  Era una forma de manifestar tensión casi infantil, ensayada, lo que se espera de alguien que está a punto de decir algo de lo que puede arrepentirse. Pareció esperar que Lena interpretara su lenguaje corporal y, al no recibir respuesta, optó por ser brutal.

—¿No parezco yo? Seamos sinceros, Lena. No tienes idea de quién soy. En tu cabeza hay un niño de ocho años y un tipo de casi treinta con quien tienes buena química. Entre esos dos extremos hay una noche de un trauma compartido, la cual tú puedes describir en todo detalle y yo ni siquiera recuerdo.

Lena no dio crédito a sus palabras. En un momento que con el tiempo reconocería como egoísta, lo único que se le ocurrió fue reclamarle.

—¿Qué me estás queriendo decir, Key? ¿En realidad vas a excusarte con el típico estamos yendo demasiado rápido?

—No puedo creer que estás haciendo esta conversación sobre ti. ¡Mierda!

Bufó, tratando de lidiar con la montante frustración. En la diminuta comunidad de Grafton, Key era amado por todos, desde sus estudiantes hasta los más ancianos. Pero detrás de la admiración y el amor existía una preocupación en los mayores y una fascinación mal sana en los menores correspondiente a lo sucedido hace veinte años. El tema que no se tocaba, ni siquiera con Ray Walker, con quien a penas había cruzado un puñado de palabras sobre el incidente y quien parecía más que dispuesto a discutirlo con una octogenaria, cuando más de una vez le cerró la puerta en la cara.

Eso era lo que Sutherland hubiese querido que ella, por encima de cualquier otra persona, entendiera. Pero, en una vida de silencio, las palabras no son fáciles de encontrar. De niño, no recordaba haber llorado, a pesar de que llevaba marcas en la piel que hablaban de sufrimiento. Como hombre, no sabría qué decir, ni aunque le pusieran un libreto en frente.

—Toma tu tiempo entonces. —Lena se sacó el collar de cuarzo y se lo entregó, antes de voltearse a subir las escaleras.

—Te dije que podías quedártelo. 

—Y resulta que no lo quiero.

Sutherland guardó el collar en el bolsillo de sus jeans y ni siquiera se molestó en subir a la camioneta. El casco del pueblo contaba con doce calles y él tenía energía para quemar. Se alejó caminando hacia el norte de la plaza, sin muchas ganas de llegar a su apartamento.

***

—Pensé que me iba a tocar ir sola a la oficina mañana.  —La puerta de Zuri estaba entreabierta, lo suficiente para husmear, pero no tanto para notar que Lena no estaba del mejor humor. Harrington entró, con cara de pocos amigos, y se sentó junto a ella en la cama.

—El idiota decidió embarrarla esta noche.

—¿Me estás diciendo que hay un hombre allá afuera que no es perfecto, Lele? Voy a sonar como la peor amiga del mundo, pero a lo mejor es conveniente. Te espera un día largo en la oficina. Y acá entre nos, si el hombre no atentó contra tu vida o tu dignidad, no hay razón para romper. Si me preguntas, lo que te hace falta es dormir una noche despejada.

Lena continuó hablando, sin prestar mucha atención al intento de lógica de Zuri.

—A lo mejor es cierto, tal vez soy yo, o los dos, no sé. Desde que llegué a Grafton, me aferré a Key como lo único con lo que podía identificarme. No es su responsabilidad definirme. Pero, Zuri, me siento tan, a la deriva. Desde que pasó lo de mamá, pasé a tener pesadillas que pensé que ya había sacudido con los años, eso, sumado a lo que siento por Key. Trato de verlo de forma lógica y, me aterra perderlo. No hablo de un rompimiento, hablo de ser responsable de...

Sus manos buscaron el pendiente, solo para recordar que, en un arranque, se lo había entregado a Sutherland.  

—¡Es mucho en poco tiempo, mi hermana! Andas viviendo una miniserie en lugar de una telenovela. ¡Vamos, a dormir! —La abrazó, apretándola fuerte, hasta que Lena se quejó en broma—. Buena chica. No quieres que saque la tarta de melocotón de Vana y ponga una serie en Netflix a esta hora...

***

Key iba de camino a su casa, cuando sintió el impulso de visitar el cementerio. Los pedazos de historia que había logrado acomodar en el rompecabezas de su existencia lo llevaban hacia atrás, en lugar de explicar el presente: Sutherland, Walker, Finland y Shea; el viejo camposanto en el corazón de Grafton estaba lleno de esos apellidos. Por siglos, solo esas familias recibieron sepultura en el cementerio aledaño al pueblo. Los demás eran enterrados junto a la carretera que conectaba a Grafton con Mineral y Morganton, entre medio de las dos funerarias que servían las necesidades de las tres reducidas poblaciones. 

Sutherland atravesó los portones de hierro forjado del antiguo cementerio, los cuales siempre permanecían abiertos. El eco de sus pasos a penas podía percibirse sobre los adoquines pulidos. Deambuló un rato entre las lápidas gastadas, las cuales conocía como la palma de sus manos.

Los Sutherland estaban al centro, los Finland junto a la pared derecha, los Walkers a la izquierda y los Shea a la sombra de las magnolias, en el fondo del cementerio.

El último de los Finland murió cuando el abuelo de Key era apenas un niño. La inscripción en su tumba era sencilla:

La inscripción carecía de fecha de nacimiento o muerte, obligando a aquellos que vivían en el pueblo a recordarle por algo más profundo.

A pesar de que su padre había muerto hace unos cuatro años, y su abuelo varias décadas antes, el Sutherland más reciente en ese cementerio era su bisabuelo, sobre cuya lápida podía leerse una inscripción parecida.

De entre los cuatro grandes nombres, el padre de Ray era el que Key recordaba haber sido puesto en tierra. O al menos, recordaba haber venido a prestar sus respetos varios meses después, cuando su madre lo consideró oportuno.  Su tumba era aún más enigmática, carente de nombre de pila, como si lo que allí estaba inscrito no fuera solo para reconocerle. A los ojos de Key parecía un mensaje:

Las tumbas de los Shea no recibían visitas. Ya no quedaban descendientes en el pueblo. La tumba de Mina Shea estaba cubierta por la pátina oscura que dejan los años. Junto a ella, había otros espacios. El de su hermano, su sobrino y uno que jamás fue utilizado.

—¿Qué pudo haber dicho la tumba de un Shea? —Key trató de buscar entre las más antiguas, pero una tras otra, las lápidas estaban rotas o las dedicatorias borradas. Las tumbas más antiguas estaban ahogadas entre las raíces de las viejas magnolias; las grietas en la piedra se confundían con la madera olorosa.  Las copas de los árboles se movían vagas en la brisa y entre las ramas se escuchaba un susurro constante.

Sutherland pausó, apoderado por una sensación de inquietud.  Fue entonces cuando escuchó con claridad un silbido suave e inquietante, una melodía que le parecía a la vez extraña y familiar.

Se giró, buscando la fuente, pero no vio a nadie. Los silbidos se hicieron más fuertes, más insistentes. Las sombras a su alrededor comenzaron a agitarse, a fusionarse en algo más sustancial. No iba a esperar; no esta vez.

—Cuando era niño —comenzó—, nunca hice caso a las advertencias. No mires con insistencia entre los árboles, algo puede ver de vuelta. Si escuchas tu nombre, no lo escuchaste. Si escuchas un silbido, no contestes, corre. Pero ya no soy un niño.

Silbó, imitando la cadencia siniestra que se iba aumentando entre las ramas, y esperó, entendiendo que aceptar lo que se presentara sin cuestionar era abrir una puerta a la locura. Pero debía hacerlo, debía enfrentar todo aquello que temía recordar, por Lena.

Algo se movió a una velocidad inconcebible, serpenteando desde la copa del árbol hasta la raíz, y, por un instante, vistió las flores blancas de un tono más oscuro que el espacio entre las estrellas. Manos como ramas subieron por su espalda, acariciando cada pequeña marca en su cuerpo, las cuales sangraron al tacto.

Una voz melodiosa y suave susurró a su oído.

—Shhhh Shea. Por el malllllllll, por las promeeeeesas de sssssannngreeee.  

El mundo de Ciaran Sutherland se convirtió en un vacío, mientras la sonata hacía eco de sus últimas notas.

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