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Una sombra al acecho

Maia había llevado a cabo su interpretación musical de esa velada en particular con una inmensa alegría recorriéndola de pies a cabeza. El buen humor se le derramaba por todos los poros, hasta el punto de darle a su espíritu un aura multicolor que hacía muchos meses no tenía. La satisfacción generada por el triunfo en la primera audición se transformó en las más vibrantes melodías que sus talentosas manos hubiesen producido jamás.

La tristeza en el alma de la chica les confería una melancolía especial a las notas que nacían de su Stradivarius, pero las sonatas y demás composiciones creadas por ella adquirían mayor poder al tomar la dicha como punto de origen. Incluso ella misma notaba un cierto matiz cálido, brillante, casi risueño, en la sentida música que le dedicó durante esa noche especial a su querida madre.

Al término de su concierto nocturno, la joven abandonó el cementerio con una gran sonrisa decorándole el rostro. Aquel gesto era inusual en ella, pues no solía tener motivos para sentirse contenta. Pero ahora tenía todo un panorama prometedor en frente de ella. La posibilidad de marcharse hacia una nueva vida en la cual podría dedicarse a lo que más le gustaba se hacía cada vez más tangible.

Si seguía dando lo mejor de sí, como había estado haciéndolo hasta entonces, ganaría la anhelada beca. Estaba convencida de que era capaz de lograrlo. Nunca había estado más segura de algo en su vida. "Por papá, por ti y por mí, seré la mejor violinista del mundo, ya lo verás", había susurrado la chica, mientras contemplaba la tumba de la señora Julia Rosales por última vez, justo antes de marcharse del sitio con rumbo a su apartamento.

A Maia nunca se le hubiese cruzado por la cabeza la loca idea de que alguien deseaba encontrarse con ella, mucho menos en mitad de la noche. Poca gente la conocía de verdad y apenas unas cuantas personas de entre esas mantenían contacto con su persona. No había razón alguna para siquiera hacer bromas mentales con la inexistente probabilidad de hallar a una persona interesada en verla durante sus solitarios viajes de noctámbula empedernida.

Sin embargo, cuatro simples palabras pronunciadas por una voz de hombre habían hecho estragos en su tranquilidad. "¡Oye, espera, por favor!", había exclamado el desconocido. La primera cosa que ella había pensado luego de escuchar aquella exclamación no era nada positiva. "¿Quién carajos querría hablarme, y a estas horas?" Intentó, en vano, asociar aquella voz con la de alguna persona conocida. La curiosidad en su interior fue más grande que el fastidio. Se vio en la necesidad de detener su marcha y voltearse a mirar.

Al percatarse de la identidad del emisor del grito, sintió una especie de obstrucción repentina en mitad de la garganta. "¡No puede ser! ¡Este es el pibe del parque!" Su cuerpo se quedó rígido, cual si hubiese visto a Medusa cara a cara. Un encuentro fortuito con un extraño a la medianoche no entraba en su lista de situaciones sociales manejables. No tenía idea de cómo debía actuar ante ese chico.

La joven López estaba consciente del peligro que representaba para cualquier persona el hecho de salir sin compañía durante la madrugada a pasearse por en medio de la ciudad. A pesar de la simpatía que le había provocado aquel muchacho apenas unas cuantas horas antes, no podía ignorar la realidad. Tal vez él no era tan bueno como parecía y quería engañarla para después hacerle daño. Sin pensarlo mucho, decidió girarse y comenzar a caminar con rapidez en dirección contraria, para así alejarse del chico.

Tras unos angustiosos momentos de andar a paso vivo, la chica escuchó dos palabras más de parte del misterioso hombre de la silla de ruedas. "¡Muchas gracias!" Aquel nuevo mensaje la descolocó y la hizo detenerse durante un lapso muy breve. "¿Qué diablos me tiene que agradecer este tipo?" Estuvo a punto de retroceder para irse a exigir respuestas de parte del muchacho, pero su recelo resultó más poderoso. Siguió caminando como si no hubiese escuchado nada.

El ritmo de la respiración de Maia estaba alterado y no conseguía dejar de sentirse amenazada. La intranquilidad seguiría acompañándola hasta que no se viera dentro de las cuatro paredes de su pequeña habitación. Sin embargo, una desagradable sensación ya conocida para ella la forzó a interrumpir su vertiginosa huida. Ahí estaba otra vez el fuerte mareo repentino, el cual siempre se presentaba fielmente acompañado por el enturbiamiento parcial de su campo visual. Con la oscuridad natural de la noche, la muchacha no lograba ver nada.

—¡Maldita sea, olvidé el bastón! ¡Qué estúpida soy! —clamó ella, mientras daba puñetazos en el muro de un edificio cercano.

Desde hacía varios días que no tenía ningún ataque de esos. Había creído, con total ingenuidad, que aquel extraño malestar desaparecería por sí solo. Incluso había intentado consolarse con la idea de que sus padecimientos se debían al cansancio y al estrés sostenido. Era inconcebible para ella el simple hecho de aceptar que necesitaba buscar la ayuda de un médico. Nada podía interponerse entre ella y sus prácticas, pues debía ser la mejor si pretendía obtener el premio por el cual había estado luchando durante tanto tiempo ya.

Y por si eso fuese poco, Maia comprendía que no tenía dinero suficiente para pagarle la consulta a ningún especialista. Si quería ser atendida, tendría que hablar con su tutora legal acerca del asunto. La sola idea de ir a la residencia de la señora Escalante la mortificaba en demasía. ¿Qué nuevas formas de acoso inventarían los crueles hijos de Rocío si llegaban a enterarse de su enfermedad? Quizás hasta lograrían persuadir a la madre para que la obligase a permanecer internada en el hospital, lo cual destruiría por completo su sueño de ser aceptada en el Julius Stern Institut. Simplemente no podía permitir semejante atrocidad. Llegaría hasta la audición final y la ganaría a como diese lugar.

Pasaron diez minutos y el nubarrón de la ceguera continuaba sin disiparse. La joven estaba intentando inhalar y exhalar despacio, con el objetivo de calmar sus crecientes nervios, pero sus esfuerzos resultaban infructuosos. La visión nublada nunca se había prolongado por más de dos minutos. ¿Cómo regresaría a su apartamento en esas condiciones? ¿Y si algún vago, al verla desvalida, aprovechaba la oportunidad para robarle su violín o intentaba abusar de ella?

La desesperación se le estaba colando por todos los resquicios de la mente. Quería soltarse a llorar de impotencia, pero no podía mostrarse vulnerable en público. Aunque le tomara el resto de la madrugada hacerlo, decidió que caminaría sola hasta su residencia. Palparía cada ladrillo de las paredes y contaría cada paso que diera, pero no permitiría que la prolongada huelga de sus ojos la mantuviese allí. Nunca había necesitado de nadie para salir adelante y esta vez no sería la excepción. Con lentas pisadas vacilantes, emprendió el riesgoso viaje...

Mientras tanto, a tan solo una cuadra del sitio en donde se hallaba la muchacha, Jaime regresaba a toda prisa al lado de Darren. El chico se había dedicado a observar desde la distancia cómo se desenvolvían los asuntos. Al notar que la chica se retiraba casi despavorida luego de que su amigo se pusiera en contacto con ella, acudió de inmediato al lugar, por si acaso podía hacer algo para enderezar las cosas.

—¡Che, boludo! ¿Qué pasó con esa mina? ¿Por qué se fue tan rápido? ¿Querés que vaya y la busque? —preguntó él, dejando ver una amplia sonrisa traviesa.

—¡Dejate de joder! ¡Me siento como un gil! No pude decirle nada, me quedé de piedra. Parecía uno de esos pibes tímidos que se declaran por primera vez.  ¿¡Por qué fui tan idiota!? ¡Y no se te ocurra ir a buscarla! ¿Acaso no sabés la clase de papelón que me harías pasar? —respondió el joven Pellegrini, al tiempo que tiraba de sus propios cabellos.

—¡Pará un poco! Yo solo quería ayudarte. No me retes como si yo fuera un nene, ¿de acuerdo?

—Sí, perdoname, aún estoy ofuscado... Mejor regresemos a tu casa. No quiero hablar más de esto por ahora. Solo quiero dormir y olvidarme de todo.

—Dale, te llevo... Y cuando lleguemos, voy a prepararte un té de tilo, para que te relajés, ¿te parece?

—Dudo mucho que eso me relaje, pero estará bien.

Los dos varones se mantuvieron en silencio mientras Jaime empujaba la silla de ruedas. Darren no podía dejar de darle vueltas a la imagen mental de la fría expresión en el rostro de la muchacha cuando habían estado frente a frente. ¿Se habría molestado con él? Seguro que sí, pues se había comportado como un perfecto tarado. Quizás lo había tomado por un psicópata o alguien similar. ¡Qué vergüenza!

¿Cómo haría para volver a verla sin que le rehuyera, luego de haber sido el protagonista de un episodio tan patético? Deseaba ser tragado por la tierra. Había tenido una oportunidad de oro y la había desaprovechado. Sus ideas pesimistas habrían seguido torturándolo durante toda la noche, de no ser por una abrupta interrupción en el hilo de sus pensamientos que llegó a sus oídos en forma de un agudo grito defensivo.

—¡Déjeme en paz, degenerado! ¡Largo de aquí! —exclamaba una voz femenina, a todo pulmón.

El instinto solidario del joven Silva se activó de inmediato al escuchar los alaridos desesperados de la mujer desconocida. Sin siquiera excusarse con su amigo, el chico salió corriendo a toda velocidad. Si había algo que no podría perdonarse nunca en la vida sería el hecho de quedarse de brazos cruzados ante las desgracias ajenas. Acudiría en auxilio de aquella persona sin importar el riesgo que corriese al hacerlo.

Por fortuna, su buena condición física le permitió llegar al lugar de los hechos en un santiamén. El panorama que halló frente a sus ojos lo hizo indignarse. Había un tipo alto y flaco forcejeando con una muchacha menuda, intentando arrebatarle sus cosas. Ella lo pateaba y le lanzaba golpes a diestra y siniestra para evitar que aquel despreciable hombre se saliese con la suya.

—¡Soltala, malnacido! ¿¡Por qué no te metés con alguien de tu tamaño!? ¡Morite, desgraciado! —imprecó el chaval, con el rostro deformado por una mueca de rabia.

Dio unas cuantas zancadas rápidas y, sin previo aviso, le propinó un puntapié en la espinilla al malhechor con todas sus fuerzas. El tipo soltó a la chica de inmediato y gruñó de dolor.

—¡Corre, ponte a salvo! ¡Yo me encargo de este imbécil! —afirmó Jaime, dirigiéndose a la muchacha.

Ya fuera por la inmensa descarga de adrenalina o por algún milagro inesperado, Maia había recuperado su visión por completo. Sin dudarlo ni un segundo, recogió su violín del suelo y corrió como una pequeña gacela que huye de un depredador. No se detuvo a agradecerle al chico que la había defendido ni tampoco se fue a buscar a la policía, pues solo fue capaz de pensar en ponerse a salvo.

Estaba hecha un manojo de nervios, a punto de colapsar. Había experimentado demasiadas emociones fuertes en una sola noche. Simplemente no podía pensar con claridad en ese preciso momento. Al ver que la chica había logrado escapar, el joven Silva se abalanzó sobre el tipo y le asestó un par de puñetazos certeros en la mandíbula. El hombre cayó al suelo como un tronco, noqueado. Pocos segundos después, Darren apareció en la escena.

—¿¡Acabás de molerte a piñas con ese tipo!? ¡Estás loco vos!

—¡Callate, che! ¡Vámonos de acá ya mismo, antes de que alguien más llegue! ¡Luego te lo cuento todo! ¡Agarrate bien, loco!

Acto seguido, Jaime comenzó a empujar la silla de Darren como si de impulsar a un auto averiado se tratase. Ya habría tiempo para recuperarse del susto y volver a respirar con calma. Por ahora, lo más urgente era regresar a la casa mientras el delincuente continuaba inconsciente. Si los seguían, estarían perdidos. Para la buena suerte de ambos, el acelerado trayecto de regreso no presentó contratiempo alguno. Tanto los dos varones como la joven López se encontraban ilesos...


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