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Melodía delatora

La puerta del elegante y amplio despacho del señor Pedro Rodríguez se encontraba cerrada cuando los muchachos llegaron. Darren iba a golpear la madera con su mano cuando notó que había un intercomunicador al lado izquierdo de la entrada, así que decidió recurrir al aparato para llamar al abogado. Colocó su dedo índice derecho sobre el botón del dispositivo y esperó. En cuanto la cancioncilla chillona que servía como timbre terminó, una fría voz femenina respondió al llamado.

—¡Buenas tardes! Bufete Rodríguez y asociados. ¿En qué le puedo ayudar? —preguntó la secretaria, quien sonaba como una máquina contestadora.

—¡Buenas tardes! Mi nombre es Darren Pellegrini. Deseo hablar con don Pedro. No tengo una cita para verlo, pero estoy seguro de que él puede hacerme un espacio en su apretada agenda —contestó el chico, con la voz levemente quebrada a causa del nerviosismo.

—Si no tiene una cita, será muy difícil que pueda verlo. De todas maneras, permítame un momento para consultar el asunto con el señor Rodríguez.

—Sí, claro. ¡Muchas gracias!

Transcurrieron varios minutos en total silencio. El intercomunicador no emitía ninguna señal y la puerta de la recepción no se abría. Jaime y Darren se miraron varias veces con expresión nerviosa. El primero le sugería al segundo que se marchasen. Lo hacía a base de muecas y de ademanes discretos, por el temor de que pudieran escucharlo desde adentro si se atrevía a hablar. Y este último estuvo a punto de hacerle caso a las sugerencias no verbales de su amigo, pero un pequeño clic del aparato les indicó que la recepcionista estaba de vuelta.

—El señor Rodríguez está dispuesto a conversar con usted, joven Pellegrini. Pase adelante, por favor.

—Agradezco su amabilidad y la de don Pedro. Enseguida paso, entonces.

Jaime comprendió que la mujer no sabía que Darren venía acompañado, por lo cual se acercó al oído de su amigo y le habló en voz baja.

—Te espero en el auto. Es mejor si solo entrás vos, ¿no te parece?

El muchacho asintió con la cabeza y de inmediato se dio la vuelta para entrar en el despacho. Aunque tenía mucho tiempo de conocer al hombre con quien hablaría, le resultaba difícil exponerle la situación que tenía en mente. No iba a ser nada fácil hablar acerca del accidente y de sus terribles sentimientos de culpa. El joven estaba sudando a mares, pues el esfuerzo de caminar con las muletas aún le resultaba una tarea pesada. No obstante, transpiraba también porque nunca antes le habían narrado lo que había sucedido con verdadero detalle. Era casi irónico que él fuese protagonista de un suceso del cual conocía tan poca información. La mujer lo miraba con indiferencia mientras él avanzaba despacio hacia la habitación en donde lo recibiría el dueño del inmenso local. Una vez que llegó ahí, fue directo a la silla situada en frente del escritorio del abogado y se dejó caer con un poco de brusquedad. Colocó las muletas en el suelo, al tiempo que le dirigía un saludo al sonriente señor de contextura gruesa que lo observaba.

—¡Hola, don Pedro! ¿Cómo le va? Discúlpeme por haber venido sin avisarle. Créame que no lo molestaría si no considerara importante el motivo de mi visita.

—No te preocupes, muchacho. Eres casi como un hijo para mí. ¿Cómo ha estado Matilde? Hace bastantes semanas que no la veo.

—Mi mamá está muy bien, por suerte. A pesar de que los últimos meses no han sido nada fáciles para ella, se mantiene siempre luchando. Usted sabe lo valiente que ha sido toda la vida.

—Salúdala de mi parte, por favor. No sé cuándo pueda volver a verla para charlar un rato, pero nunca me olvido de ella ni de ti.

—Claro, yo le llevaré sus saludos, delo por hecho —El chico hizo una pausa larga y respiró profundo—. Y bueno, no quiero quitarle demasiado tiempo, así que mejor le cuento, de una vez, cuál es el motivo de mi visita.

Una sonrisa algo forzada se dibujó en los labios de Darren en ese momento. Le sobrevino un extraño impulso por salir huyendo de aquel lugar. El corazón le latía a gran velocidad. Una oleada de ansiedad repentina invadió sus entrañas sin razón aparente. No solía creer en premoniciones ni en ninguna de esas cosas raras que relacionaban con la clarividencia, pero casi podía jurar que una poderosa fuerza desconocida lo estaba incitando a retirarse de allí sin demora. "¿Qué diablos es esta tontería? ¡Tengo que calmarme!", pensaba para sus adentros. El joven ignoró por completo aquel llamado de alerta infundado y, mirando a su interlocutor a los ojos, comenzó a hablar de nuevo.

—Desde hace mucho tiempo tengo una terrible inquietud con respecto al día de mi accidente. Mi mamá evade el tema cada vez que yo le menciono algo relacionado. Solo sé que choqué, me golpeé la cabeza y quedé en coma. Ella nunca me ha dado más detalles.

—Ah, entiendo. ¿Quieres que te consiga el vídeo de tu accidente o algo así?

—En realidad, eso no me interesa. Don Pedro, ¡ese día maté a una mujer! Jamás me han dicho quién fue. Quiero buscar a sus familiares para pedirles perdón.

El abogado bajó la vista y se colocó los dedos en la sien izquierda. Dejó escapar un largo suspiro que permitía ver a las claras su creciente desagrado.

—Siempre supe que un día ibas a venir aquí para hablar de esto y estás en todo tu derecho de saberlo. Pero no por eso deja de ser incómodo hablar de ello.

—¿Por qué lo dice? ¿Acaso no fue un accidente y me han estado mintiendo?

—No, no es eso, muchacho. Puedes estar tranquilo, no fue culpa tuya.

—¿Entonces qué pasó? Por favor, cuéntemelo todo.

—Hubo un gran escándalo mediático por causa de ese accidente. Julia Rosales Garibaldi, la mujer fallecida, trabajaba para una de las familias más ricas y reconocidas del país, los famosos Escalante Peñaranda. Doña Rocío le tenía mucha estima a su ama de llaves y estaba sumamente indignada contigo. Hasta tuvo serias intenciones de interponer una demanda en tu contra.

—¿Es en serio? ¿Y por qué no lo hizo?

—Tu madre se reunió con ella en privado para rogarle que no te demandara. Nunca me dijo qué pasó exactamente en aquella reunión, pero no hace falta ser muy inteligente para comprender que hubo bastante dinero de por medio.

—¿Me está diciendo que mi madre sobornó a esa señora para que no actuara?

—Es justo lo que creo. No la presioné para que me lo dijera de manera explícita por el aprecio que le tengo, pero es algo obvio.

—¿Y la familia del ama de llaves? ¿Por qué no presentaron cargos en mi contra? Si alguien que no está emparentado con ella quiso demandarme, con más razón querría hacerlo su propia familia.

—Doña Julia casi no tenía familiares vivos en el país. Y ninguno de ellos quiso meterse en el asunto cuando fueron contactados. La única que vive acá en Argentina es su hija, pero ella es un caso particular.

—¿A qué se refiere con eso de particular?

—Esa muchacha estuvo presente el día del accidente. Vio a doña Julia siendo atropellada. Hasta le sostuvo la mano mientras llegaba la ambulancia. El trauma que eso le causó fue demasiado severo. Se hicieron intentos de brindarle terapia psicológica, pero las sesiones eran un desastre. La chica parecía salir peor de lo que entraba todas las veces. Hablar del accidente le producía unos ataques de ansiedad terribles. Casi no comía, no dormía, temblaba y se la pasaba llorando. En una ocasión incluso comenzó a atacar a golpes al especialista que la atendía.

—¡Pobrecita! Con más razón deseo hacer algo por ella ahora. ¡Esas cosas tan terribles le están pasando por mi culpa! ¿Sabe más acerca de esta chica? ¿Ha logrado mejorar mediante la asistencia profesional?

—Doña Rocío, quien se convirtió en su representante legal, ordenó que se suspendieran las sesiones de terapia por solicitud expresa de la afectada, quien ya es mayor de edad. Además de ello, la señora pidió que se protegiese la identidad de esa muchacha. No quiere que sufra más por esto.

—Si le estoy entendiendo bien, todo eso significa que no puede decirme cómo se llama la muchacha, ¿cierto?

—Por ser un implicado directo en el caso y por la confianza que te tengo, podría decírtelo, pero no estaría siendo ético. ¿De verdad quieres saberlo? ¿Qué vas a hacer cuando lo sepas? Estoy seguro de que no querrías ir a perturbar más a esa pobre muchacha. Aunque no haya sido a propósito, ¿te imaginas el daño que podría ocasionarle a ella el hecho de mirar cara a cara a la persona que mató a su mamá? ¿Quieres arriesgarte a provocar algo así? Me parece que provocarías más daño que beneficio si la buscas.

—Pero, ¿no cree que sería egoísta de mi parte no hacer nada? Mi conciencia no se va a quedar tranquila nunca si no hago el intento al menos.

—Voy a proponerte algo. Piensa bien en este asunto, es decir, analízalo a fondo. Si en una semana sigues pensando igual que hoy, entonces regresas acá y te digo el nombre de la chica. Pero prométeme que de verdad vas a meditarlo muy bien. ¿Te parece?

—Está bien, acepto su propuesta, lo voy a pensar mucho, créame... Y muchas gracias por haberme recibido hoy. Sé que usted siempre está muy ocupado.

—No te preocupes. Para Matilde y para ti tengo tiempo en cualquier momento.

Acto seguido, Darren le estrechó la mano al hombre en señal de despedida. Recogió las muletas del suelo y se dispuso a marcharse del despacho. Tenía demasiadas cosas en la cabeza en ese momento, muchas más de las que traía en mente antes de llegar ahí. Sin duda alguna, ahora tenía material de sobra con el cual ponerse a meditar en soledad. Pero, de entre las múltiples cosas en que podía pensar, él nunca se hubiera imaginado que la última pieza para completar el complejo rompecabezas de su accidente estaba a punto de serle mostrada, sin tener que preguntar más por ella...

♪ ♫ ♩ ♬

La alegría por el triunfo de la última audición permaneció fulgurante en Maia durante todo el resto del día. Se marchó a su casa con la frente en alto y una hermosa sonrisa. Se puso a jugar con Kari e incluso se la llevó a caminar por toda la ciudad. Estaba tan satisfecha con el resultado de su esfuerzo que se premió a sí misma con un gran helado de chocolate cubierto de almendras en trocitos. Se pasó una buena parte de la tarde recostada sobre el pasto, mirando las nubes, sin pensar en nada relacionado con el estudio. Sin que pudiera evitarlo, el tren de sus pensamientos terminaba por dirigirse hacia la estación en donde se fabricaban las sonrisas más cálidas. "¿Qué estará haciendo Darren en este momento? ¿Se acordará también de esa noche? Me gustaría creer que es tan sincero como parece. Debo tener cuidado", se decía. Aún no se atrevía a contactarlo y, si alguna vez terminaba por hacerlo, no se dejaría dominar por un impulso momentáneo.

Las horas pasaron y por fin llegó la noche. La chica se colocó una larga gabardina negra sobre el atuendo gris que había lucido durante su presentación. Se colgó el estuche con el violín sobre sus espaldas y salió de casa, en dirección al cementerio. A pesar de que se la pasó mirando de un lado a otro, con sobresaltos ante el menor ruido que escuchaba detrás de ella, estaba decidida a visitar la tumba de su madre esa misma noche. Necesitaba hablar con ella para contarle con todo detalle lo que le había pasado durante esas semanas de ausencia. Además, deseaba agradecerle, como siempre, por servirle como inspiración y fuerza para seguir adelante. Para su buena suerte, llegó a las puertas del camposanto sin contratiempos. El celador la observó con sorpresa, pues creía que ya no iba a volver a verla por allí, pero no mencionó nada acerca del asunto. La invitó a pasar con un ademán y una leve sonrisa.

En cuanto llegó al elegante mausoleo de los Escalante, la chica se sentó sobre un escalón de piedra junto a la tumba de doña Julia y empezó a hablarle como si se tratase de una gran amiga a quien había invitado a su casa para que tomaran el té juntas. Le narraba sus experiencias de manera casi teatral, agitando las manos y haciendo divertidas muecas. Maia literalmente se transformaba en la mejor versión de sí misma cuando se sentía cerca de su madre. Era una escena tierna y, a la vez, desgarradora, mirar a la chica charlando con tanta vivacidad sin que hubiese alguien que le contestara. A la joven López no le importaba parecer una loca. Su alma necesitaba de ese extraño ritual para no romperse en mil pedazos. Aquellas charlas con su progenitora, en conjunto con los conciertos nocturnos que le obsequiaba, eran parte de la automedicación que había encontrado para no caer en el pozo de la tristeza absoluta de nuevo.

En cuanto su reloj de pulsera marcó las doce en punto, la jovencita le dio inicio a su repertorio de sonatas con movimientos llenos de gran entusiasmo, dado que así era justo como se sentía ese día. Decidió empezar el concierto con un tema suave de su autoría, el cual se titulaba "Para mi sol". Las armoniosas notas de aquella melodía enseguida tiñeron de arcoíris el oscuro cielo despejado que la contemplaba desde su reino en las alturas. La chica sujetaba el instrumento musical con el mismo cariño que hubiese empleado en abrazar a su madre. La conexión emocional de Maia con su música era tan cercana como la de una mariposa y una flor. El corazón de la muchacha se nutría cuando entraba en contacto con su violín y este parecía cobrar vida cada vez que ella lo sostenía.

Darren estaba despierto todavía, sumido en sus pensamientos. No obstante, apenas escuchó las primeras notas producidas por la joven, se incorporó de golpe. Parecía que su cuerpo estaba hecho de resortes. Los martillazos de emoción en el pecho del chico eran incontrolables. "¡Esa tiene que ser Maia! ¡Tengo que hacer algo! ¡Me muero por verla!" Para no hacer mucho ruido ni tener que darle explicaciones a su madre, el joven tomó las muletas y se aproximó a la ventana de su habitación. Con sumo cuidado, la abrió y se dispuso a salir a través de esta. En cuanto estuvo en el corredor de la casa, avanzó despacio hasta el portón de la entrada. Colocó las llaves en la cerradura y las giró muy lentamente, casi como si estuviera manipulando explosivos. Hizo lo mismo para volver a cerrar y luego comenzó con su travesía hacia el lugar desde donde pensaba que provenía el sonido del violín.

Para su desgracia, la enorme descarga de adrenalina que había en su cuerpo no era suficiente para devolverle la agilidad que necesitaba. Las piernas no le respondían de la manera esperada. Tardó casi veinte minutos en llegar al punto desde el cual se escuchaba la música con mayor claridad. Un alto muro de piedra lo separaba del terreno del cementerio. Si no deseaba perder más tiempo dando la vuelta para ir a buscar la entrada principal, tendría que saltarse aquella pared. Sin embargo, sabía perfectamente que aún no estaba en condiciones de hacer semejante pirueta. Sentía que sus piernas estaban en llamas a causa del tremendo esfuerzo al cual las había obligado a someterse. Aunque lo deseaba a rabiar, no podría ver a Maia esa noche. Nunca se quedaba más allá de cuarenta minutos luego de la medianoche, así que no le daría tiempo suficiente para reponer fuerzas y llegar a su encuentro.

—¡Maldita sea! ¡No, no, no, no! ¡Es una mierda! ¿¡Por qué me tiene que pasar esto a mí!? —clamaba él, al tiempo que su puño se estrellaba contra el muro.

Cuando por fin pudo ponerse de pie y caminar otra vez, eran casi las dos de la madrugada. Darren iba de vuelta a casa hecho una furia. Su ánimo no había hecho más que empeorar mientras esperaba que sus piernas le respondiesen. A duras penas pudo llegar a su casa. Después de completar la secuencia de movimientos sigilosos para entrar sin despertar a doña Matilde, se dejó caer como un tronco sobre su cama. Soltó unas cuantas palabrotas en voz baja y golpeó el colchón repetidas veces hasta que la rabia se le acabó. Estaba agotado, por lo cual se quedó profundamente dormido en pocos minutos.

A media mañana, el chico despertó y la primera idea que cruzó su mente fue la de ir a visitar el camposanto. Al menos quería conocer el sitio en donde Maia tocaba. Esta vez lo pensó todo con calma y comprendió que era mejor tomar un taxi para llegar rápido y sin agotarse. Cuando llegó a la entrada, saludó al guardia de manera cortés y empezó a avanzar con cuidado, ya que había muchos escalones y desniveles por doquier. Los múltiples senderos internos eran un tanto confusos para quienes no estaban familiarizados con ellos. Por lo tanto, le tomó un buen rato orientarse bien y hallar el lugar que colindaba con el muro que lo había detenido en las primeras horas de ese día.

—Así que aquí es donde venís, Maia. ¿Por qué lo hacés? —preguntó él casi a gritos, sin importarle si lo estaban escuchando o no.

Sus ojos comenzaron a recorrer los nombres y los epitafios grabados en las tumbas circundantes. Había muchos que sonaban arcaicos, casi ridículos, pero otros tantos eran bastante comunes. La mayoría de aquellos nombres le resultaban desconocidos e irrelevantes, pero siguió leyéndolos solo para matar el tiempo. Algunas de las inscripciones en el mausoleo más grande de esa zona exhibían un estilo de letra un tanto raro, así que se acercó para mirarlas mejor. Se puso a leerlos en voz alta, como si estuviese pasando la lista de asistencia en algún centro educativo,

—Jairo Escalante García, Mercedes Castro Escalante, Julieta Escalante Romero, Andrés García Escalante, Julia Rosales Garibaldi...

El aire abandonó los pulmones del muchacho y su rostro se convirtió en un lienzo pálido perlado de sudor. Ni siquiera una patada en el estómago le hubiera ocasionado tanto malestar como lo había hecho la lectura de ese nombre en particular. Se dejó caer de rodillas en el suelo, mientras su mirada seguía clavada en la placa conmemorativa. Los alrededores se habían convertido en una masa borrosa a causa de las profusas lágrimas que ahora humedecían sus mejillas. Apretó los párpados con fuerza y se sostuvo la cabeza con ambas manos, al tiempo que verbalizaba, en susurros ahogados, lo que su cuerpo entero ya había comprendido sin necesidad de palabras.

—¡La mujer a quien maté es la mamá de Maia!


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