La joven López estaba muy contenta de salir a caminar junto a Kari en esa fresca mañana posterior a su triunfo en la eliminatoria. El hecho de haber podido conversar de nuevo con su madre en el cementerio la noche anterior le había renovado las energías. Se sentía más segura que nunca antes de que la ansiada beca sería suya. Confiaba en sí misma y en la fuerza que recibía por parte de sus padres. Aunque no pudiese verlos, creía firmemente en su presencia junto a ella en todo momento, más aún cuando se presentaban situaciones difíciles.
Las audiciones venideras serían el doble de exigentes, pues ya solo quedaban diez candidatos de entre los cuales se escogería a cinco para la prueba final. De allí saldría un único representante para la academia, el cual sería reconocido por las más importantes instituciones musicales de Argentina. Esa perspectiva hubiera asustado a cualquier estudiante, pero no a Maia, quien se aferraba a la idea de conseguir una vida mejor en Alemania a través de aquel logro.
Mientras avanzaba por las calles de su barrio, el viento suave mecía sus cabellos y le traía los aromas dulces de una florería cercana. El perfume que inundaba sus fosas nasales la hizo recordar el delicado olor de una rosa blanca muy particular. Había sido el primer obsequio que recibía por parte de un chico, pero no era cualquier chico, sino uno amable y sonriente. Darren la había hecho sentirse como si fuese una muchacha normal por primera vez en mucho tiempo. Ninguna persona ajena su círculo familiar había logrado semejante cosa.
Nada de eso significaba que no atesorara los esfuerzos de doña Julia por darle cariño y comprensión. Asimismo, estaría agradecida para siempre con la señora Escalante por haberle dado la oportunidad de estudiar música y por hacerse cargo de ella cuando se quedó sin familia. Pero ninguna de aquellas bondadosas mujeres, con sus bellas cualidades, había podido cambiar el endurecido corazón de las demás personas en la vida de Maia. Estaba habituada a las palabras hirientes, los gestos desdeñosos e incluso la violencia física de los estudiantes en su entorno. El rechazo había sido su pan de cada día por años. Por esas razones, el comportamiento diametralmente opuesto del joven Pellegrini la había tomado por sorpresa.
La muchacha era incapaz de contener el río de chispas multicolores que se le desbordaba en cuanto recordaba la noche bajo el árbol junto a Darren. Sin importar cuánta presión ejerciese su parte racional y desconfiada, el calor en su espíritu al pensar en la bondad de aquel chico no desaparecía. La inexpresividad tan común en su rostro apagado se iba de golpe y se convertía en una acuarela de alegría en tonos pastel en cuanto la imagen del joven llegaba a su mente. A pesar de que no lograba borrar el instinto de perenne alejamiento alojado en su interior, tampoco se veía capaz de ignorar el amanecer en su alma dormida. No pretendía apagar el fuerte rayo de bondad que había hallado sin buscarlo. "¿Todavía se acordará de mí? Espero que no se haya enfadado conmigo por no haber querido escribirle en tanto tiempo", pensaba ella, mientras sacaba el teléfono móvil del bolsillo de su pantalón con manos temblorosas. Maia por fin se había resuelto a salir de la fortaleza que resguardaba sus sentimientos.
Todavía le temblaban los dedos cuando se puso a digitar el breve mensaje de texto dirigido al muchacho. La única idea que se le vino a la mente fue la de hacerle una invitación. "¿Tienes tiempo para tomar un chocolate caliente en el parque?" La chica tragaba con serias dificultades al mirar el diminuto espacio que ocupaba el botón de enviar mensajes. ¿Qué haría si no le contestaba? ¿Y si la rechazaba con frialdad? Quizás no deseara seguir en contacto con ella después de semejante desaire que le había hecho al no escribir ni para darle un simple saludo en toda la semana. La chica cerró los ojos, respiró hondo y presionó el infame botón con el corazón a punto de destrozarle el pecho debido a la rapidez de los latidos. Ya estaba hecho, solo le quedaba esperar.
Transcurrieron varios minutos y no había respuesta alguna del chico. "¡Qué tremenda pelotuda soy! Ni siquiera le mencioné que era yo. ¿Cómo va a saberlo si no tenía mi número? ¿Y si ya borró el mensaje y se olvidó del asunto? ¿Qué hago? ¿Le escribo de nuevo para decírselo? ¡Ay no, me mato!" Cada segundo de silencio del teléfono era una década para la angustiada joven. Se reprochaba sin tregua por su increíble torpeza al tratar con otras personas. "¿Lo habré arruinado todo ya? ¡Soy un desastre!" Tuvo que sentarse en el suelo y abrazar a Kari con gran fuerza para así calmar un poco la angustia de dimensiones planetarias que se había apoderado de su cuerpo. La perra le lamía los brazos y el cuello mientras ella sollozaba insultos contra sí misma, al borde del llanto.
Veinte minutos después, un discreto silbido similar al de algún pajarillo cantor anunciaba la entrada de un nuevo mensaje en el dispositivo móvil de Maia. Su respiración se detuvo y se le erizó la piel en ese momento. "¿¡Me respondió!? ¡Ay, por Dios, tengo que leer eso ya!" Parecía haber desarrollado artritis en cuestión de segundos, pues sus manos estaban agarrotadas cuando las usó para extraer el aparato de su bolsillo. Tragó saliva y presionó el botón de inicio para activar el teléfono. La tirilla con el mensaje recibido decoraba el centro de la pantalla. "Siempre tendré tiempo para la violinista misteriosa. ¿A qué hora querés que nos veamos?" La joven se quedó petrificada por un buen rato, con la mirada fija en el teléfono. Cuando su cerebro finalmente pudo procesar la respuesta positiva de Darren, sus dedos escribieron a toda prisa una respuesta para él. "¿Dentro de un par de horas estaría bien para vos?" En esta ocasión, el nuevo mensaje apareció en unos cuantos segundos. "Sí, está perfecto. Te espero bajo el árbol de la última vez. Yo llevo el chocolate, no te preocupés".
La radiante sonrisa que curvaba los labios de Maia ya no podía ser más amplia. El muchacho no se había molestado con ella, sino todo lo opuesto. Lo vería en apenas unos minutos. Estar tan contenta por causa de un encuentro social resultaba ser una absoluta rareza en la chica. Casi ni se reconocía a sí misma y eso la asustaba un poco, pero esta vez procuraría mantener su temor guardado bajo llave en algún recoveco profundo de su mente. A pesar del gran temor hospedado en su alma, quería darse la oportunidad de comenzar a llevar una vida normal.
♪ ♫ ♩ ♬
El corazón de Darren se encontraba hecho jirones cenicientos de materia helada, putrefacta, casi evaporada, luego del funesto descubrimiento en el mausoleo de los Escalante. Nada en el mundo podría haberlo preparado para recibir una noticia tan amarga como aquella. ¿Cómo podía ser posible semejante burla cruel del destino? La persona que lo había sacado del profundo pozo depresivo en donde se encontraba era, precisamente, a quien más había lastimado en toda su vida. ¿Cómo podría decirle la verdad sin despedazarle la vida de nuevo? Ya había escuchado, por boca de don Pedro, lo mal que la chica había estado en los primeros meses posteriores a la muerte de doña Julia. La muchacha quizás no se recuperaría de otro golpe emocional tan fuerte. "Maia me devolvió las ganas de vivir y ahora yo vengo a arrebatárselas a ella. Me va a odiar y lo hará con toda la razón del mundo", se decía él, sollozante.
El joven Pellegrini lloró por un largo rato hasta que ya no parecía quedarle nada de líquido dentro de sí. Su interior estaba cristalizado en medio de un extraño trance de pesadilla. No tenía noción del tiempo ni prestaba atención alguna a las palabras de las pocas personas que caminaban a su alrededor. Regresó al mundo real hasta que una señora gruesa de mediana edad le sostuvo el hombro y lo sacudió con suavidad.
—Tomá un poco de agua, por favor —dijo la mujer, mientras le ofrecía una botella de plástico—. Y te regalo mi pañuelo para que te limpiés la cara. Hace mucho tiempo que no veía a alguien así de triste. Lo siento mucho por vos, muchacho. Vení, si querés, te ayudo con las muletas.
Darren la miró y se mantuvo en silencio, pero asintió con la cabeza. Tomó el pañuelo, se secó las mejillas y se limpió la nariz. Luego de eso, se bebió el contenido completo de la botella con agua. Tras un largo suspiro, se volteó en dirección a la señora, quien lo esperaba, con paciencia, sentada en un escalón.
—Le agradezco mucho lo que hizo. Estoy pasando por un momento horrible.
—Hablame con confianza. Nunca me han gustado las formalidades. Soy Lucía. ¿Y vos?
—Me llamo Darren.
—Ese nombre no es muy común por estos lares, pero suena bien.
—Lo eligió mi madre, en honor a un cantante al que ella admiraba mucho cuando era joven.
—Yo diría que los nombres así le van mucho a los chicos guapos, como vos.
La mujer le guiñó el ojo mientras mostraba sus dientes disparejos en una amplia sonrisa. Darren no pudo evitar contagiarse de aquel gesto alegre, a pesar de la tristeza que lo envolvía. Al estar ya menos atribulado, el muchacho gateó un poco y estiró los brazos para recoger una de las muletas. La señora de inmediato se puso de pie y le alcanzó la otra.
—¿Necesitás sostenerte de mí para levantarte?
—No, puedo hacerlo solo, muchas gracias. Pero sí le agradecería bastante si pudiera llamar un taxi que venga a buscarme a la entrada del cementerio.
—¡Claro! Ya mismo voy a conseguirte uno. Si no has llegado allá cuando lo consiga, vendré a ayudarte, ¿está bien?
—De acuerdo. De verdad, le agradezco mucho lo que hace, doña Lucía.
Mientras la señora se alejaba para salir en busca del vehículo, el teléfono móvil del joven Pellegrini emitió un sonido de campanita. Esa alarma le anunciaba que había recibido un nuevo mensaje de texto. "Debe ser mi vieja. Seguro quiere saber si voy a llegar para la hora de almuerzo". El muchacho sujetó la solapa izquierda de la chaqueta de mezclilla que traía puesta y la levantó. Con la otra mano, sacó el teléfono del bolsillo interno de esta. Apenas activó el aparato, notó que no tenía registrado el número desde el cual le había llegado el mensaje. Sin embargo, al leer la pregunta en la burbuja de texto, la información allí contenida lo hizo captar enseguida de quién se trataba.
—Maia, ay, este mensaje tiene que ser de ella —murmuró él, al tiempo que levantaba el rostro hacia el cielo para evitar que las lágrimas se hicieran presentes de nuevo.
El chico no podía creerlo. Había anhelado, con cada fibra de su ser, la llegada de un mensaje de ella. Y ahora que por fin se le estaba cumpliendo su deseo, quería ser tragado por la tierra. Sentía que hasta su sombra era algo despreciable y no se merecía estar al lado de aquella muchacha tan gentil. Su cerebro estaba en serios aprietos. Por un lado, su corazón saltaba de deseos por verla y, por el otro, creía merecer el peor de los castigos, la mismísima muerte. ¿Qué debía hacer? Todas las posibilidades que tenía ante sí lo confundían.
Si rechazaba la invitación, tal vez ella se sentiría muy mal por eso. Y si se limitaba a ignorar el mensaje, podría ser que le diera a entender algo incluso peor. No deseaba producirle desencantos de ningún tipo. Pero, si decidía aceptar la oferta, ¿cómo haría para mirarla a los ojos sin explotar de culpabilidad? ¿Debía decirle la verdad de inmediato? Y si no, ¿cuánto era prudente esperar? No deseaba hacerla sufrir más, pero sabía muy bien que tampoco podría mantenerse en silencio por siempre. Los efímeros minutos pasaban a toda velocidad y él no podía decidir qué era lo correcto. "Ya pensaré en algo más adelante. Por ahora, voy a aceptar que nos encontremos. ¡Me estoy quemando por verla!" Acto seguido, escribió una respuesta afirmativa ante la pregunta de la chica. Ella le solicitó que se encontraran en dos horas y él estuvo de acuerdo. ¿Cómo reaccionaría cuando la mirara cara a cara de nuevo? No tenía ni idea de lo que diría o haría. Solo estaba seguro de una cosa: daría lo que fuera por verla feliz.
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