Espinas encarnadas
Matilde no era una chica impulsiva ni irrazonable. Era del tipo de personas que le daban mil vueltas a todo, pensado siempre en las posibles consecuencias de cada acción emprendida. Eso la había llevado a perderse muchas oportunidades de explorar nuevos rumbos y así disfrutar de la adolescencia a plenitud. Prefería arrepentirse luego por no haber hecho algo que llevarlo a cabo y lamentarse porque no salió como lo esperaba. Examinaba los detalles que giraban en torno a un determinado asunto con exagerada frialdad. En otras palabras, transitaba por la vida con pies de plomo, sin arriesgarse a nada.
Sara, su madre, le pedía que intentara ser un poco menos rígida. La inquietaba que su hija ya hubiera alcanzado la mayoría de edad y siguiera estando tan encerrada en su propio mundo. La muchacha nunca había demostrado un interés particular por ninguna de las cosas que solían llamar la atención de los jóvenes como ella. Aunque sí tenía unas cuantas amigas, no se la notaba entusiasmada cuando salían juntas para hacer compras, bailar o ver una película.
Matilde incluso había aceptado comenzar una relación con Fabricio Pellegrini, un excelente muchacho que vivía en su mismo barrio. Lo había conocido desde la primaria y él se había esforzado mucho a través de los años para ganarse un sí por parte de ella. Pero ni siquiera ese amable chico de grandes ojos verdes, quien le dedicaba toda clase de atenciones y le hacía lindos regalos, conseguía despertar el alma en estado de hibernación de la joven Espeleta.
Nadie comprendía por qué Matilde se comportaba así, tan distante y aletargada. Sabía sonreír y mostrar simpatía en el trato hacia las personas con las que se relacionaba, pero estas jamás sentían que aquellas actitudes cordiales le nacieran del corazón. Parecía actuar de manera mecánica, sin un verdadero motivo que la impulsara a levantarse cada mañana. Existían incontables razones para que ella fuera feliz, pero no conseguía verlas.
Nunca había querido contarle a nadie acerca de los pensamientos siniestros que la acorralaban a menudo. Su aparente desidia en realidad nacía de una fuerte depresión clínica, pero ella no supo que padecía de aquel terrible trastorno hasta que doña Sara decidió llevarla para que se hiciera un chequeo general. Desde hacía varias semanas que la chica había venido perdiendo peso y casi no podía dormir, así que su madre la obligó a examinarse.
Después de obtener un diagnóstico acertado, la muchacha comenzó a recibir sesiones de psicoterapia a los pocos días. Le recetaron algunos antidepresivos y la animaron a iniciar un programa regular de actividad física. También se le brindó asesoramiento para que mejorase la calidad de su alimentación. Poco a poco, el espíritu de la joven empezó a percibir un auténtico cambio. Tras varios meses de lucha constante y el apoyo incondicional por parte de sus seres queridos, Matilde ahora fulguraba como querría haberlo hecho a lo largo de su adolescencia.
Sus padres estaban tan contentos con la mejoría en la muchacha que hasta le obsequiaron un viaje a la Riviera Francesa a modo de celebración. El paquete era para ella y dos acompañantes. Decidió que iría en compañía de Fabricio y de doña Sara, ya que Federico, su padre, tenía varios negocios importantes que no podía abandonar. Se quedarían dos semanas completas allí, para así conocer las playas, practicar deportes, asistir a fiestas y degustar los platillos exóticos que aquellas hermosas tierras les prometían. Sería un viaje inolvidable en más de un sentido, sobre todo para Matilde.
Durante una de las primeras noches en el hotel, la muchacha salió a caminar sola a orillas de la playa. Tenía ganas de sentir la arena acariciándole los pies mientras la brisa fresca le revolvía su larga cabellera de oro. A medida que avanzaba, su sonrisa se iba haciendo más y más amplia. Se sentía dichosa y plena por primera vez en la vida. Sus carcajadas aniñadas llenaban de algarabía las costas y viajaban hasta los oídos de los demás transeúntes. Muchos de ellos la observaban con simpatía, pues había musicalidad en su risa. Entre todos los ojos que contemplaron la agraciada figura de la chica durante aquella alegre velada, figuraban los de un joven coterráneo suyo, Matías Escalante.
La prestigiosa familia de la que él provenía solía visitar esa zona con mucha frecuencia. Incluso habían adquirido algunas propiedades junto al mar francés para quedarse durante varios meses ahí. Estar viajando entre América y Europa cada vez que se le antojase era normal para aquel chico adinerado. Vivía de manera despreocupada y sin restricciones de ninguna especie. Se había acostumbrado a pasársela bien entre conciertos y bailes en donde lo esperaban deliciosos tragos y suaves muslos femeninos.
El joven Escalante se encontraba en busca de emociones fuertes. Quería tener una última aventura antes de anunciar el esperado compromiso que tanto les complacería a sus padres. Si se casaba con Rocío Peñaranda, la alianza comercial entre ambas familias estaría consolidada. Él obtendría una fortuna aún más cuantiosa de la que ya de por sí recibiría como parte de su herencia. Llevaba muy poco tiempo como novio de la chica en cuestión. Se habían visto apenas unas cuantas veces en reuniones sociales de etiqueta en donde siempre estaban rodeados de gente, pero eso le importaba poco.
Ninguna mujer se había resistido a sus encantos físicos y financieros hasta el momento, así que la joven Peñaranda de seguro no sería la excepción. Caería en sus redes con suma facilidad, estaba seguro de que aceptaría su proposición aunque pareciera ser precipitada. Aquel matrimonio sería un mero trámite legal que le aseguraría la obtención de mayor solvencia. No necesitaba amar a Rocío para firmar un simple papel que luego llegaría a valer millones de dólares.
Aquella noche en territorio galo, el armonioso andar de Matilde había atraído la mirada de Matías justo como lo hacían las luces con las polillas. El cuerpo esbelto de aquella rubia parecía invitarlo a realizar unas travesuras que no eran para nada infantiles. Y él solía obedecer al llamado de sus instintos, aun si estos terminaban por meterlo en problemas. Comenzó a caminar despacio, justo detrás de la chica, de forma tal que no le diera la impresión de estarla siguiendo. Al observarla de cerca, quedó embelesado por el contoneo de sus caderas y la sedosidad en sus cabellos danzantes. Aclaró su garganta, exagerando el sonido del carraspeo a propósito, para hacer que se volteara.
—Parlez-vous français, mademoiselle? —preguntó Matías, mientras le mostraba su mejor sonrisa de galán.
—No, perdone usted, yo no hablo francés —contestó ella, con una risilla nerviosa.
—Opino que tenés el precioso acento de nosotros los argentinos, ¿o me equivoco?
—¡Qué casualidad! Jamás pensé que fuera a encontrarme con argentinos por acá. El mundo es bastante chico después de todo.
Esa conversación trivial que había empezado de manera tan inocente terminaría por convertirse en el inicio de una poderosa tempestad para ambos. Esa cálida noche, ninguno de los dos muchachos tenía idea del espantoso dolor que sus almas llegarían a experimentar poco tiempo después. Seguirían produciéndose incontables encuentros que, sin remedio, desembocarían en amargura y llanto.
De haberlo sabido, Matías habría ignorado a aquella joven desconocida. Podría haber continuado con el corazón ileso, disfrutando de una existencia relajada en donde los sentimientos de las demás personas siguieran siendo la última de sus preocupaciones. No obstante, Matilde había llegado a su frívola existencia para quedarse. Esa chica terminaría por desbaratar todos sus esquemas y le haría entender que la vida no es un simple juego del que se puede salir intacto...
♪ ♫ ♩ ♬
Después de hacer la confesión involuntaria frente a un Darren en estado de ebriedad, su madre había llorado hasta el cansancio. Los párpados se le habían hinchado tanto que no podía ni abrirlos. Odiaba derramar lágrimas por alguien a quien debía haber dejado enterrado en las profundidades del pasado. Pero, ¿cómo podía olvidarse de una persona que parecía haber renacido a través de su hijo? Darren era la viva imagen de Matías en aquellos alocados días que compartieron en Francia. De ella, el chico solo había heredado el tono de la piel, pero todos los demás rasgos se asemejaban mucho a los del varón Escalante.
Jamás se había atrevido a revelarle a nadie la identidad del verdadero padre de Darren. Ni siquiera su novio se enteró del asunto, pues ella se las ingenió para que el embarazo pareciera provocado por él. Se casaron poco tiempo después de eso, así que el niño fue reconocido como hijo legítimo por Fabricio Pellegrini. El hombre lo había adorado desde el primer momento en que lo vio. Fue un padre y esposo increíble hasta el desafortunado día de su muerte.
La culpa nunca dejó de crecer cual si fuese abrojo entre las entrañas de Matilde, pero ella aún se sentía totalmente incapaz de encarar a los demonios de sus días de juventud. Deseaba llevarse el dolor y los numerosos pecados hasta la tumba, para así no empañar la bella imagen que Darren tenía de quien había sido su querido papá. ¿Cómo iba a confesarle al muchacho que había engañado descaradamente a Fabricio con un tipo que ni siquiera valía la pena? ¿Qué necesidad tenía el chico de mezclarse con un hombre como Matías?
El varón Escalante había estado jugando con los sentimientos de Matilde una y otra vez. Incluso después de casarse con Rocío, seguía buscándola. Le decía que no amaba a la joven Peñaranda, que muy pronto hallaría una forma para dejarla y así podrían fugarse juntos. Ella había sido una pobre ilusa enamorada que creyó en cada una de sus palabras por años. Incontables reuniones a escondidas se produjeron hasta el día en que la muchacha decidió ponerle fin a aquella estúpida y tóxica relación sin futuro alguno.
Había transcurrido un buen tiempo desde que Matilde se había desprendido del veneno en los besos de Matías. Pensaba que finalmente conseguiría hacer una vida nueva, anhelaba enmendar aunque fuese una fracción de sus múltiples errores y comenzar a curar el despojo de su alma lacerada. Quizás algún día fuera capaz de perdonarse o quizás no, pero al menos necesitaba intentarlo. Sin embargo, la vida le tenía una desagradable sorpresa que había estado a punto de acabar con lo que restaba de su cordura.
Jamás imaginó que el destino pudiera ser tan cruel de hacerla pagar a través de Darren. Alguien tan dulce e inocente como él no se merecía semejante atrocidad. El accidente del muchacho le había alterado los nervios de tal manera que la hizo regresar a los episodios más severos de la depresión que la había aquejado desde la pubertad. Se culpaba todos los días por aquella tragedia, pues lo veía como un castigo divino por sus faltas. El hecho de mirar a su hijo sumido en un sueño del que tal vez nunca despertaría ya era tortura suficiente, pero la vida aún quería volver a burlarse de ella.
Julia Rosales, la señora que había fallecido en la carretera durante aquel funesto día, era nada más y nada menos que el ama de llaves de la familia Escalante. ¡Y la mismísima Rocío pretendía demandar a Darren por ello! La situación ya no podía ponerse peor. Si la demanda se concretaba y ella perdía la batalla legal en los tribunales, quedaría hundida en la miseria. No tendría dinero suficiente para seguir costeando la cara atención médica de su hijo si era obligada a entregarle una indemnización a esa mujer. Tendría que hacer de tripas corazón y utilizar el único recurso útil a su disposición. Sería una especie de grito desesperado para impedir la reclamación judicial en contra de su retoño.
Después de la inevitable reunión con la esposa de Matías, el alma de Matilde terminó de hacerse trizas. Se había visto forzada a confesarle la verdad a una extraña, una perfecta desconocida que amaba al mismo hombre a quien ella había amado. La inesperada noticia había sido como una brutal estocada para la señora Escalante, pero tuvo justo el efecto que la viuda de Pellegrini deseaba obtener. "Si no quieres que tu marido sepa que Darren es hijo suyo, su verdadero primogénito, déjalo en paz, por favor. Te prometo silencio absoluto si tú no lo demandas. No volverás a saber de mí si dejas el asunto tal como está".
Rocío había aceptado los términos de Matilde, pero no sin antes imponerle sus propias condiciones. "Está bien, no lo voy a demandar, pero no quiero verlo cerca de Maia jamás, ¿lo entiendes? Ya bastante daño le hizo asesinando a su madre por una maldita imprudencia. No te imaginas cuánto ha sufrido esa pobre chica, así que mantenlo lejos de ella. Maia ahora es una hija más para mí y no permitiré que él se meta en su vida. Si llega a acercársele, atente a las consecuencias. ¿Te quedó claro?" Matilde le había dado su palabra a la señora Escalante de que su hijo nunca molestaría a Maia de ninguna manera.
Esa promesa implicaba mantener el delicado tema del accidente bien lejos de las conversaciones, para así evitar que el muchacho preguntase por la víctima. Si indagaba más de lo necesario, eso lo llevaría irremediablemente a enterarse de la existencia de esa jovencita. Y conociendo a Darren, la madre sabía que él no querría quedarse de brazos cruzados. De seguro intentaría ponerse en contacto con la chica para pedirle perdón e intentar hacer algo por ella.
Todo eso iría en contra del pacto que ella había hecho mientras él estaba en coma, pero eso no era lo que más la atemorizaba. Relacionarse con Maia contribuiría a que Darren tuviera la posibilidad de descubrir sus verdaderos orígenes, y Matilde jamás permitiría algo así de peligroso. Se había resuelto a mantener a Matías por fuera de la vida de su hijo. Por lo tanto, si el nombre que él había pronunciado por error en el saludo hacía referencia a esa muchacha, tendría que intervenir de inmediato. La señora no descansaría hasta verlo totalmente alejado de Maia...
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