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Encuentros agridulces

La brisa nocturna producía una ligera sensación de frío si alguien permanecía mucho tiempo afuera sin moverse. Y era exactamente eso lo que Matilde estaba experimentando al haber elegido sentarse sobre aquel amplio escalón pétreo. No llevaba puesta ninguna prenda apropiada para mantenerla caliente durante esa extraña noche tan cargada de remembranzas. La dama se encontraba reposando sobre uno de los bloques de piedra que cercaban los bonitos jardines en torno al emblemático Obelisco de Buenos Aires.

Habían transcurrido muchos años desde el día en que visitara ese sitio por primera vez en compañía de su familia. Cuando por fin estuvo en la cúspide, se sintió como si fuese la reina del mundo. La preciosa vista y el fresco viento en su rostro le habían brindado una percepción distinta de la realidad. Casi podía tocar las bases de un par de alas naciendo desde sus omóplatos. Quiso volar lejos hacia algún entorno desconocido para nunca más regresar. ¿Por qué jamás obedeció aquel poderoso instinto que la había incitado tantas veces a marcharse de Argentina? Seguía preguntándoselo a menudo, entre suspiros nostálgicos.

Si hubiera partido en el momento preciso, tal vez el matiz ceniciento de su vida hubiera sido reemplazado por el llamativo tono rojizo de un atardecer en mitad del desierto africano. O quizás hubiese encontrado su esencia dentro de la corteza de un arce plateado entre los senderos del Green Park en Londres. La mujer no logró comprender la verdadera razón de su desasosiego constante. Solo estaba consciente de que había aprendido a silenciar la voz interna que la llamaba a gritos desde algún punto lejano del globo terráqueo.

Aspiró profundo y se levantó del asiento muy despacio. Se quedó mirando el oscuro cielo por un largo rato, como si esperara por la llegada de algún fenómeno paranormal que la devolviera mágicamente a los días de su juventud. ¡Cuánto añoraba la efímera alegría que había tenido en la última parte de su adolescencia! ¿En qué momento había sido atrapada por la asfixiante hiedra de la desesperanza? De no haber sucumbido ante el superficial encanto de un desconocido, tal vez habría conservado viva la chispa en su interior. Sin embargo, esos fuertes anhelos de un espíritu aventurero frustrado ahora yacían sepultados bajo gruesos mantos de lágrimas cristalizadas.

—¿Te acordás del día en que vinimos juntos acá? Me contaste que este era tu lugar predilecto porque te recordaba que podrías ser libre algún día —declaró una voz masculina a las espaldas de la mujer.

El escaso frío que la noche había instalado en el cuerpo de Matilde creció cual tsunami y se adueñó de ella en ese instante. Era capaz de reconocer en cualquier parte aquel timbre grave, melodioso, como un poema de amor susurrado al despertar. ¿Cuántas noches había cerrado los ojos imaginando que lo escuchaba musitar sus versos favoritos en la oscuridad? ¿Cuántas veces la habían traicionado los labios al llamarlo por nombre entre sollozos y llanto? ¿Cuánto dolor podía contener un solo corazón que ya se había cansado de latir?

Matilde se giró con rapidez y sus incrédulos ojos claros chocaron de frente con la anochecida mirada de Matías Escalante. Un cúmulo de imágenes hechas de besos furtivos, palabras dulces y caricias desesperadas bajo las sábanas invadió su consciencia y le arrebató el oxígeno. Millones de personas habitaban en aquella enorme ciudad, miles transitaban por esas calles a diario. ¿Cómo era posible que fuera precisamente el ladrón de su luz quien la encontrase allí, frente a su santuario de reminiscencias? El cerebro intentó emprender la huida, pero las piernas no respondieron a sus órdenes.

El varón comenzó a acortar la distancia que lo separaba de la bonita figura de la dama. Era un trayecto corto, pero a ella cada paso de aquel hombre se le hacía eterno. Cada centímetro recorrido por los pies masculinos era un puñal que le despedazaba las entrañas sin piedad. Odiaba su presencia casi tanto como la extrañaba. La garganta estaba a punto de explotarle ante la presión de las palabras no pronunciadas y el nudo de tristeza alojado a mitad de su extensión. Debía escapar de ahí antes de que fuera demasiado tarde.

—Dejame sentir tu suave piel una vez más, dejá que me vuelva a perder en el aroma de tu pelo. Dejame amarte, Matilde —imploró el hombre, mientras le dirigía una mirada que destilaba soledad.

Los intentos de ella por hablar continuaron siendo en vano. Ni siquiera pudo levantar la mano con la que deseaba abofetear la mejilla de Matías. De sus cuencas escapaban hilos líquidos que cargaban con la multitud de sentimientos revueltos en la turbulencia del corazón. No pudo detener el inevitable encuentro de labios desesperados por deshacer la montaña de hielo que los había mantenido separados. Cuando la boca de él halló el conocido camino hasta las profundidades del alma de ella, su rencor comenzó a difuminarse entre suspiros. Era inútil luchar contra una pasión que se había negado a desaparecer.

—¡Andate, Matías! ¡Por favor, andate! —mascullaba la dama, mientras su boca continuaba unida a la del varón.

—Eso no va a suceder, esta vez no te dejaré ir, ¡sabelo! —respondió él, al tiempo que sus manos sujetaban las caderas de ella para atraerlas hacia las suyas.

La intensidad del beso fue en aumento y la resistencia inicial de Matilde terminó por extinguirse. El rencor, la ira, la culpa y el sufrimiento acumulados por tantos años se escondieron en el recóndito baúl del subconsciente y le cedieron la batuta al amor que aún sobrevivía dentro de ella. Quería gritarle, insultarlo, escupirlo y golpearlo por todo el daño que le había hecho. Sin embargo, en el fondo seguía siendo la misma niña masoquista, ingenua y manipulable de antes. Se avergonzaba de sí misma por ser tan débil, pero todavía no tenía idea de cómo romper el ciclo destructivo de manera definitiva. Matías había regresado para continuar causando estragos en más de una vida...

♪ ♫ ♩ ♬

—Quiero compartir un banquete contigo y con mi familia. Tanto Mauricio como tú estarán en la gala final. ¡Eso hay que celebrarlo! —declaró la dama, con gran emoción.

—Me siento muy honrada al recibir una invitación así, doña Rocío, de verdad. Pero no es necesario que yo esté, no quiero invadir el espacio de su familia —contestó Maia, incómoda.

—Eres parte de mi familia, ¿cuántas veces te lo he dicho? A mis hijos les encantará tenerte en casa otra vez. Además, va a venir Matías, mi esposo. Ustedes dos se han visto muy pocas veces, hace un montón de años. Creo que ya ni te acuerdas de su cara, ¿cierto? A él le gustaría conocerte mejor, estoy segura de ello... No aceptaré un no por respuesta, ¿eh? ¡Tienes que venir!

—De acuerdo, ahí estaré, entonces. ¡Gracias!

La inesperada invitación de la señora Escalante para cenar en su casa había dejado a Maia en medio de un gran dilema. La voz de la señora se escuchaba muy feliz cuando la llamó por teléfono para hacerle la propuesta. ¿Cómo podría desairar a alguien que había hecho tanto por ella? No era justo que despreciara un regalo lleno de buenas intenciones de quien se había portado como una segunda madre sin estar obligada a hacerlo.

No obstante, ¿sería capaz de sobrevivir a una noche compartiendo la misma mesa con Mauricio? El chico la detestaba aún más desde el día en que su nombre apareciera entre los cinco finalistas que estarían en el concierto final. ¿Le alcanzaría la hipocresía al muchacho para fingir que estaba feliz por ella? "Quizás me asesine clavándome un tenedor en la garganta o yo qué sé. ¡Es un imbécil!", pensó Maia. "Voy a tener que hacer un esfuerzo sobrehumano para sonreírle cuando ambos sabemos que desearíamos matarnos".

La noche pactada por fin llegó y la joven López se sentía nerviosa como nunca antes lo había estado. Ni siquiera las presentaciones para competir por la beca le generaban tanta ansiedad como el reto que enfrentaría en aquella cena. Solo le rogaba al cielo por un poco de fuerzas para aguantar esas incómodas horas. Después de ese día, probablemente no se vería inmersa en una situación como esa otra vez. "Solo pretendé que todo está bárbaro", se dijo en voz baja, justo antes de presionar el botón del intercomunicador de la residencia Escalante.

—¡Bienvenida, señorita! Le sienta muy bien ese vestido en color gris, ¿lo sabía? Venga conmigo, por favor. La llevaré hasta el comedor —afirmó Manuela, la simpática ama de llaves.

—Se lo agradezco, pero no hace falta que se moleste en acompañarme. Conozco bien toda la casa.

—No es ninguna molestia para mí, al contrario. Me encanta atender bien a los invitados. Permítamelo, señorita.

—Está bien, muchas gracias.

La señora sonrió y se colocó en frente de Maia, dándole a entender que la siguiera a través de los pasillos. Un minuto más tarde, las dos mujeres entraron a la amplia sala en donde se llevaría a cabo el banquete. Doña Rocío era la única presente allí, pues aún restaban unos quince minutos para comenzar.

—¡Hola, mi niña! ¡Qué hermosa te ves! Me atrevo a decir que, si no te vieran como a una hermana, seguramente ya serías la novia de alguno de mis hijos —aseveró ella, mientras se acercaba para abrazarla.

La violinista estuvo a punto de asfixiarse con su propia saliva al escuchar aquello. "Preferiría arrojarme a las vías del tren antes que salir con uno de esos patanes", pensó para sus adentros. Sin embargo, logró dedicarle una sonrisa a la dama, como si se sintiera halagada al haber escuchado sus palabras. Cuando el abrazo fraternal se deshizo, la anfitriona le mostró el asiento que había escogido para ella. Estaría cerca de la cabecera de la mesa, en medio de Matías y de Rocío. "Al menos estaré fuera del alcance de la panda de idiotas". La muchacha le agradeció a la mujer y se acomodó en la silla correspondiente. La dueña de la casa la imitó.

Después de un ameno rato de conversación acerca de temas triviales, los tres jóvenes Escalante hicieron su aparición. El gesto arrogante en sus rostros estaba ahí, como de costumbre, pero esta vez venía acompañado del más absoluto fastidio. Mauricio se sentó justo en frente de Maia, mientras Alejandro quedó de cara a Rocío y Javier al lado de este último. Se notaba a leguas que deseaban tener a la chica lo más lejos posible de ellos. La jovencita estaría eternamente agradecida con la madre de aquellos energúmenos por haberle dado ese asiento salvador. Ella también quería tenerlos a mil kilómetros de distancia.

—Ya debe estar por llegar mi marido. Prometió que estaría aquí a tiempo —manifestó la mujer, al tiempo que retaba con la mirada a sus hijos para que saludaran a Maia.

Una mueca más parecida a un gesto de posesión demoníaca que a una sonrisa brotó del semblante de Mauricio, tras lo cual se escuchó un mecánico 'hola' entre dientes. Los otros varones imitaron la cortesía forzada de su hermano mayor. Por su parte, la chica los saludó con total naturalidad, como si en verdad los tuviese en alta estima. Le resultaba divertido ser capaz de tratarlos así, aunque no lo merecieran. Y es que esa gran cordialidad suya era como una patada en el hígado para el desmedido ego que los caracterizaba. Los mortificaba ver que ella no se amilanaba ante sus constantes actos de soberbia. En ese momento, el carraspeo intencional de un cuarto varón interrumpió la tensión casi palpable que había entre los muchachos.

—¡Uff, parece que sí llegué puntual! ¡Menos mal! —anunció Matías, con una sonrisa de oreja a oreja.

En cuanto observó la cara del hombre, Maia tuvo la impresión de que su corazón completo iba a salírsele disparado a través de la boca. No pudo hacer nada para detener el violento ataque de rubor que se apoderó de sus mejillas. "¡Esto tiene que ser joda! ¿Dónde está la cámara escondida?" La respiración acelerada no le estaba ayudando para nada a disimular el impacto que le había causado la presencia de aquel hombre. "¡Es idéntico a Darren!" Si no hubiera sido porque lucía algunos años mayor, la chica podría jurar que se trataba del joven Pellegrini.

—Maia, ¡cuánto tiempo ha pasado ya! La última vez que te vi eras apenas una nena de primaria, según creo, y ahora sos toda una mujer. Es un placer volver a verte —dijo él, al tiempo que le extendía la mano, instándola a estrechársela.

—¡Buenas noches, señor Escalante! Es un placer para mí acompañarlos hoy —respondió ella, atropellando las palabras, mientras su mano tomaba la del varón.

—No tenés que ponerte tan nerviosa conmigo, estamos en familia. ¿No es cierto, Rocío?

—Claro que sí, siempre se lo recuerdo, pero parece que todas las veces se le olvida.

Matías le dedicó un guiño, seguido por una de sus sonrisas de galán, a la joven López. Luego de ello, tomó su puesto en la mesa y comenzó a charlar con todos los presentes de manera afable. El hombre se comportaba como si no hubiese estado ausente jamás. Hacía el papel de padre y cónyuge ejemplar, como si nunca hubiese corrido a hacerle el amor a otra mujer que no era su esposa en cuanto sus pies habían pisado suelo argentino. Esa había sido su naturaleza desde la juventud. Siempre fue un tipo despreocupado y descarado que ocultaba sus jugarretas bajo una convincente fachada de jovialidad.

Maia no tenía ningún recuerdo claro de aquel hombre. Sabía que rara vez estaba en la casa con su familia por cuestiones de trabajo, así que incluso ellos lo veían en muy pocas ocasiones. Las contadas veces en que habían cruzado un par de palabras fueron breves e irrelevantes en la vida de la jovencita. Por esa razón, no había notado antes el tremendo parecido de Matías con Darren.

La estupefacción de la chica la mantuvo inquieta todo el tiempo. Hubo un instante en el que se sintió tentada a preguntarle al señor si conocía al muchacho o si tenían algún parentesco. Sin embargo, desechó el pensamiento cuando recordó que no tenía confianza alguna con él. Le pareció que era una mejor idea preguntárselo al joven Pellegrini en algún momento. Aquello resultaba demasiado sorprendente como para dejarlo pasar.

El rato de la cena transcurrió sin problemas o incomodidades manifiestas, gracias al carisma y a la soltura de Matías al hablar. Sabía cómo animar cualquier tipo de ambiente con increíble facilidad. Un poco más de dos horas después, Maia se excusó diciendo que debía retirarse temprano porque necesitaba dormir más tiempo desde que había empezado con aquellas sesiones de ensayos tan rigurosas. Nadie le puso objeción alguna, pues su expresión facial somnolienta lucía muy convincente.

Rocío se levantó del asiento para despedirla con un fuerte abrazo. Los muchachos le dedicaron un ademán manual desganado y una risita falsa, muy similar a la que ella les devolvió. Por su parte, Matías se ofreció a escoltarla hasta la puerta principal. La chica aceptó dicha proposición como muestra de cortesía, pero hubiera preferido negarse de forma rotunda. "¿¡Por qué tiene que parecerse tanto a Darren!?" Aquel hombre hacía que su corazón latiera a toda marcha con solo mirarla. Y cuando le sonreía, la muchacha no podía evitar sonrojarse.

—Espero que podás venir por acá más seguido. Sos bienvenida siempre, tenelo en mente, ¿de acuerdo?

—Sí, señor Escalante, así lo haré. ¡Muchas gracias por todo!

La jovencita se inclinó ligeramente hacia delante para ofrecer una reverencia como despedida respetuosa. El cabello suelto de Maia cayó como una larga cortina sobre su rostro. El movimiento delicado que hizo con el cuello para apartar su melena provocó que una risa extraña emergiera del varón.

—Acabás de recordarme a una chica preciosa que conocí hace muchos años. Hacía justo como hacés vos para quitarse el pelo de la cara. Es más, creo que todavía lo hace. Tiene el pelo lacio y brillante, como el tuyo, pero el de ella es rubio —declaró él, con una mirada llena de nostalgia y deseo.

—¡Ah, qué curioso eso! —dijo la muchacha, un tanto intranquila.

"Rocío no tiene ni un pelo de rubia. Seguro que no le haría nada de gracia escucharlo decir estas cosas", pensó para sus adentros. La joven López no podría haberse imaginado todo lo que aquellas palabras implicaban. Un error del pasado había desarrollado fuertes tentáculos que se extendían hasta el presente y se preparaban para asfixiarla con su poder a ella también...


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