Descubrimientos inesperados
La cabeza de Darren estaba a punto de estallar. No tenía idea de qué debía hacer con respecto a los múltiples acontecimientos inusuales que estaban invadiendo su otrora monótona existencia. Desde su resolución de conocer a la persona que tocaba el violín por las noches, la vida no había dejado de sorprenderlo. Tenía demasiados asuntos importantes sobre los cuales meditar, pero no quería hacerlo en solitario. Por lo tanto, decidió ponerse en contacto con Jaime para compartir con él todos los detalles de los últimos días. Decidió grabar un breve mensaje de voz en WhatsApp para el fotógrafo.
—Me urge que vengás para hablar. Me estoy comiendo la cabeza con un tema muy delicado. No sé qué hacer. ¿Tenés algún rato libre hoy?
La grabación se envió con éxito, pero no fue escuchada de inmediato. Media hora transcurrió para que el joven Pellegrini recibiese una respuesta.
—Sabés que siempre tengo espacio para vos, loco. Solo dejame terminar una sesión de graduación que tengo ahora en la tarde. Me desocupo como a las seis. Para la noche estaría libre. ¿En dónde querés que nos veamos?
—Vení a mi casa primero y luego lo decidimos, ¿de acuerdo?
—¡Dale! Yo te aviso cuando vaya en camino o ya haya llegado.
Varias horas pasaron sin que el muchacho se percatase de su acelerado tránsito. El tiempo de espera se le esfumó a la velocidad de la luz, pues tenía la mente inmersa en un profundo océano de cavilaciones. Hacía mucho tiempo que no experimentaba un subibaja de emociones tan abrumador. La angustia lo tenía asido con firmeza entre sus garras pero, al mismo tiempo, las etéreas alas de la alegría le acariciaban el corazón. Su aturdida conciencia se debatía entre las sonrisas amplias y las caras largas.
Durante largos ratos, el muchacho permanecía concentrado en su pecado, propinándose cientos de puñaladas imaginarias debido al insistente sentimiento de culpa. No obstante, de un minuto a otro, su mente se desconectaba de las desgracias y lo enviaba al lago del éxtasis. El chico reproducía los numerosos recuerdos agradables junto a la violinista una y otra vez con ayuda de su imaginación. Le encantaba su mirada de cielo despejado, la palidez de su piel que contrastaba con el anochecer en sus cabellos de olor a flores, su delicada figura de armoniosas proporciones... De vez en cuando tenía que abofetearse y pensar en otra cosa. Así era como pretendía aplacar la intensidad de ciertas reacciones naturales, de esas que se producían en la parte inferior de su cuerpo al pensar tanto en Maia.
El joven se hallaba recostado sobre su cama, mirando con detenimiento cada una de las líneas divisorias que había entre las reglas de madera del techo en su habitación. "¿Qué habrá querido decirme Maia? ¿Blanco, mucho blanco? No creo que ese sea su color favorito porque ella se viste siempre de negro, ¿o me estaré equivocando? Piensa, Darren, piensa", susurraba para sí. En ese momento, la llamada de Jaime activó el ruidoso timbre de su celular y destrozó por completo el hilo de sus pensamientos. El chico buscó a tientas el aparato entre las sábanas, pues no recordaba el punto exacto en donde lo había dejado. Una vez que logró encontrarlo, habilitó de inmediato la función para contestar la llamada.
—Che, estoy esperando afuera de tu casa. ¿Ya venís para acá?
—¡Vos tenés que estar de joda! ¿¡Qué hora es!?
—Son las seis y media... ¿No estás listo todavía? ¡Ya parecés una mina!
—¡Uff, se me pasaron las horas y ni me moví de la cama! ¡No me di cuenta de nada! Perdoname, ya salgo. Dame cinco minutos y voy.
Darren se incorporó con rapidez, tomó las muletas y se dirigió al cuarto de baño. Allí se lavó la cara, cepilló sus dientes y se peinó la desordenada melena castaña. Luego se encaminó a la puerta y, justo antes de salir, le avisó a doña Matilde que saldría a cenar con su amigo. Ella le respondió con un agudo "¡cuídate mucho!" Acto seguido, el chico abandonó la casa e ingresó en el auto de Jaime. Tras un firme apretón de manos a manera de saludo, el dueño del vehículo le hizo una propuesta.
—¿Se te antoja algo en especial hoy? A mí me están entrando unas ganas locas de ir por un buen porrón.
—Dale, vayamos a algún bar, entonces.
—Hay uno copado a unas pocas cuadras de acá. Ponen música ochentera y el local es bastante decente.
—Como vos querás. Igual, lo que yo necesito es hablar. No te imaginás todo lo que ha pasado desde que fuimos a la casa de don Pedro.
—Saliste de ahí con la cara hecha un asco y no me quisiste dar muchos detalles.
—No estaba en condiciones de hablar mucho. Y no es que ahora me la esté pasando bomba, al contrario, pero ya no puedo con esto solo.
—¡Uy, loco, no exagerés así! ¿Tan malo es lo que te dijo el abogado?
—Vámonos al bar y allá te lo cuento desde el principio.
El corto viaje hacia el sitio elegido por los muchachos tardó un poco más de cinco minutos, debido a un ligero embotellamiento. Una vez que llegaron al pub en cuestión, ambos concordaron en tomar una de las mesas ubicadas en la parte exterior. Había una gran cantidad de personas bailando dentro del bar. El volumen de la música era alto y el calor se tornaba insoportable. Sin embargo, la temperatura de afuera resultaba agradable y el ruido de los parlantes se reducía de manera considerable. Se acomodaron en un par de bancos metálicos y, unos breves instantes más tarde, una mesera vino para tomarles la orden.
—Mientras nos traen lo que pedimos, contame algo. Me tenés en ascuas.
—Para no cansarte con el cuento, voy a empezar por el final y después te explico cómo llegué hasta ahí —Hizo una pausa larga e inhaló profundo—. La mujer que murió el día de mi accidente es la mamá de Maia.
—¿¡Qué!? ¡Vos me estás cargando! ¿Cómo podés estar tan seguro? ¿Te lo confirmó el abogado?
—No me lo dijo directamente, pero no es algo tan difícil de adivinar.
—Explicámelo bien porque yo no entiendo nada.
Darren elaboró un resumen detallado en torno a la conversación que había tenido con el señor Rodríguez. Le contó a Jaime acerca del intento fallido por ver a Maia en el cementerio cuando la oyó tocar a medianoche. También le explicó lo que sucedió durante su visita al camposanto al día siguiente. Allí había encontrado el elegante mausoleo de la familia Escalante Peñaranda, en donde efectivamente se encontraba la tumba de doña Julia Rosales Garibaldi.
—Fui justo a la zona desde donde la escuché tocar la noche anterior. Seguro va ahí para visitar la tumba de su mamá. ¡Tiene que ser eso! Además, me parece que su manera de comportarse calza con el perfil que me dio don Pedro.
—Ese argumento no me termina de convencer. ¿Y si te estás equivocando?
—No lo creo, pensá en esto... Si su mamá era ama de llaves, es obvio que mucha plata no tenía. Y mirala a Maia, está estudiando música. Pagar para que alguien estudie en una academia de música no es nada barato.
—Puede ser que tenga una buena beca o algo así, ¿no te parece?
—Alguien becado no va y se compra un Stradivarius como si nada. Esos violines no crecen en los árboles. A mí me parece mucho más lógico que una persona acomodada sea quien está a cargo de Maia. Y esa persona vendría a ser la señora Escalante, tal como me lo dijo don Pedro.
—Pues sí, podría ser, pero yo que vos me cercioraría antes de hacer cualquier cosa. Me imagino que has estado comiéndote la cabeza con este tema, intentando decidir si debes decírselo a ella o no. Es eso lo que te tiene mal, ¿cierto?
—Sí. No sé qué hacer. Y para rematar con el quilombo mental que tengo, hoy la vi. ¡Fui un tremendo boludo! ¡Casi me muero!
—¿¡Hoy la viste!? ¡La concha de la lora! ¡Escupilo todo ya mismo!
Darren se echó a reír al mirar la mueca ridícula en el rostro de su amigo. El fotógrafo tenía los ojos muy abiertos y los incisivos al descubierto, como si de un roedor eufórico se tratase. En ese momento, la mesera llegó con una bandeja en donde les traía las cervezas y unos pinchos de carne. Apenas se retiró ella, el joven Pellegrini empezó con su recuento del encuentro. Mientras hablaba, era incapaz de borrar la enorme sonrisa involuntaria que le provocaban los recuerdos de la muchacha. Cualquier cosa relacionada con Maia lo hacía ponerse de excelente humor. Aquellas emociones positivas se le contagiaban con gran facilidad a Jaime, quien inventaba incontables chistes llenos de picardía en donde la violinista y su camarada protagonizaban diversas escenas subidas de tono.
A medida que las horas pasaban y los nuevos tragos iban haciendo su efecto, los dos muchachos se iban sintiendo mareados y no paraban de carcajearse como dos perfectos dementes. Ninguno de los dos estaba en condiciones de manejar de vuelta a casa. Entonces, Darren llamó a doña Matilde y le pidió que fuera a recogerlos. Le mencionó que podía usar el auto de Jaime para hacer el recorrido. A pesar de que no le gustaba que su hijo se emborrachara, la mujer accedió de buena gana. Al fin y al cabo, estaba encantada de ver al chico siendo él mismo otra vez. Incluso lo notaba mucho más feliz que antes y no se explicaba la razón, pero eso era lo de menos.
La señora regresó a pie a su casa luego de haber dejado a Jaime en la suya. No era mucha la distancia que debía recorrer y consideró que le vendría bien hacer un poco de ejercicio. En cuanto entró en la vivienda que compartía con Darren, se fue directo a la habitación de él para corroborar su estado de salud. El chico estaba tumbado boca abajo en la cama, riéndose sin motivo aparente y hablando solo. Su aliento cálido apestaba a alcohol y cada frase que salía de su boca era un atropello total a la buena dicción. Doña Matilde lo miraba con ternura, a pesar de todo eso. Decidió que le quitaría los zapatos y la chaqueta para que así pudiera dormir un poco menos incómodo. Ya tendría tiempo suficiente de ducharse en horas de la mañana. Por el momento, era mejor que descansara bien, pues tendría una cita con el fisioterapeuta para el chequeo de sus avances al día siguiente.
—¡Hola, mamá! ¿Por qué me robas los zapatos? ¡No es justo! —dijo él, al tiempo que hacía un dramático puchero digno de un niño regañado.
—No hagas esa cara, por favor. Las rabietas y las muecas no te van, ya estás bastante grandecito para eso.
—¡Devuélveme los zapatos! ¡No seas tan mala! —exclamó el chico, mientras golpeaba la cama una y otra vez con los pies.
—¡Darren, basta! ¡Estás borracho, no tonto! ¡Compórtate!
—¿Hice algo malo? ¡No he hecho nada malo! ¡Mami mala!
El muchacho se incorporó y sujetó a la dama con ambos brazos. Sus carcajadas se desataron con más furia que nunca. Estaba escupiendo pequeñas partículas de saliva a causa de la risa descontrolada justo en el rostro de ella. La madre lo apartó, se limpió la piel con el envés de la manga de su suéter y murmuró una frase cargada de rabia.
—Ya se te está comenzando a salir lo Escalante...
La mujer se cubrió la boca con la mano izquierda de inmediato. Una densa nube de pánico se adueñó de su mirada. Deseaba con toda su alma que su hijo no hubiera escuchado nada, pero la suerte no estuvo de su lado en esa ocasión.
—¿Qué fue lo que dijiste? ¿Escalante? ¡Soy Pellegrini, mamá!
—Yo no he dicho nada, estás oyendo cosas raras por lo borracho que estás. Mejor me voy ya para que te duermas. ¡Hasta mañana!
Acto seguido, la señora dio media vuelta, salió del cuarto y cerró la puerta tras de sí. Caminó hasta su propia habitación y se encerró en ella. Allí, ahogando los sonidos con la almohada, la mujer se permitió liberar el llanto que había estado conteniendo por tanto tiempo. Contrario a lo que pensaba, las memorias del amargo pasado todavía no la abandonaban...
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