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Todas las mujeres necesitan una amiga especial, alguien que esté ahí para sostenerles el cabello cuando quieran vomitar. En la ingenuidad de su juventud y hasta bien entrada su madurez, Alice creía que esas amistades durarían para siempre, que las promesas se cumplirían. Parecía inconcebible vivir sin esa persona, a veces Jane, otras su querido e incondicional Chris, pero la realidad era que cuando alguien desaparecía, en el mejor de los casos solo quedaba su fotografía en la chimenea y un ramillete de siempreviva sobre una esquela. O al menos eso era lo que ella sentía en la soledad de su celda gris, que todas las personas importantes que la habían acompañado durante su vida habían muerto.
Dentro de las rejas, la equivalente de Jane para Alice era Thais. Aunque eran muy diferentes entre sí, desempeñaban el mismo papel: apoyarse mutuamente, sonreír, escucharse y meterse en problemas juntas. Alice nunca habría imaginado tener una amiga de Seven Sisters, a pesar de estar tan cerca de Enfield, un suburbio al norte de Londres en el que Alice solía vivir. Seguramente se habían cruzado en alguna ocasión, pero ella estaba demasiado absorta en sus problemas del primer mundo como para considerar que la gente a la que miraba a los ojos por la calle también podía tener sus propios dilemas.
Thais no era una princesa de cuento de hadas, no por su situación en la cárcel, ninguna llevaba con elegancia el uniforme, pero Thais nunca había sido dulce, tampoco antes. No había salido de Londres y nunca lo haría. Sin embargo, de manera paradójica, ambas se encontraban juntas allí, habiéndole quitado la vida a alguien por el bien de otra persona. En aquel momento que cambiaron sus vidas, ninguna de las dos pensaba en sí misma, creían que estaban haciendo lo correcto.
El día en que Alice conoció a Thais ya llevaba tres años en la cárcel y se sentía bastante sola. Pasaron los primeros treinta minutos en silencio, sentadas una al lado de la otra, saboreando la crema de verduras en el comedor. Cada vez que Alice miraba a los ojos de Thais, desde el primer día, podía ver un inmenso dolor que se podía palpar y que nunca había contemplado antes. Estar en la cárcel tenía su parte positiva; al menos para Alice, quien desde el momento en que cruzó la puerta sintió que se reconciliaba con la sociedad, para ella fue una forma de penitencia que apaciguaba los pocos remordimientos que arrastraba. Sin embargo, Thais no estaba en paz. Detrás de su imagen de chica callejera y desafiante se escondía un espíritu arrepentido. Su alma siempre iba por libre, y eso era lo único que la unía a los anhelos de libertad, un pequeño corazón que latía bajo una tirita desgastada.
El primer día que la vio, Alice decidió romper el hielo que parecía envolverla. Quería saber más sobre esa chispa de tristeza que veía en sus ojos. Aquel día en el comedor, cuando esa pequeña mujer albina de ojos claros se sentó junto a ella, Alice encontró el momento oportuno: "Veo tristeza en tus ojos. Sé que esto parece deprimente pero te prometo que no está tan mal. Es como estar en un instituto solo para repetidores". Lo hizo para darle ánimos y sacarle una sonrisa, pero en su fuero interno sabía que le bastarían un par de días para saberse en el infierno.
Thais vaciló por un instante, pero luego suspiró y decidió abrirse. Reveló que antes de estar en prisión, había llevado una vida marcada por decisiones equivocadas y malas compañías. Había participado en actividades delictivas y se había dejado arrastrar por una espiral de autodestrucción. Su rostro se entristeció al recordar los errores del pasado. Sin embargo, no era por todo aquello por lo que había ingresado y desde luego ese último error no se encontraba en su caja de arrepentimientos. Cuando Thais apuntó a la espalda de su padrastro y apretó el gatillo, sabía que su madre dejaría de sufrir para siempre, o al menos su sufrimiento se aliviaría considerablemente. Los moretones desaparecerían y nunca más tendría que gritar de dolor. Las dos amigas creían firmemente que matar a un ser humano para ayudar a otro es un acto de generosidad, que renunciar a la propia libertad para que otra persona pueda respirar tranquila es el súmmum del altruismo. Por eso Alice la apreciaba, porque era auténtica y libre.
"Aunque todo lo hice por ella, cree que soy un monstruo y nunca me lo perdonará", confesó Thais con la voz temblorosa. Esas palabras resonaron en el corazón de Alice. Comprendió que detrás de su apariencia de rebeldía se escondía una joven que buscaba desesperadamente una segunda oportunidad. "Debes perdonarte tú, nadie más", las mujeres conectaron y a partir de ese momento, se convirtieron en un apoyo fundamental, una amiga en quien confiar y compartir los altibajos de la vida en prisión.
A medida que el tiempo pasaba, se volvieron inseparables. Compartían sus sueños, esperanzas y temores más profundos. Juntas encontraban consuelo y fuerza mutua en medio de las dificultades diarias. A través de sus conversaciones, Alice también descubrió su propia capacidad de perdonar y sanar las heridas del pasado. Juntas, formaron un pequeño círculo de amistad y empoderamiento, ayudándose mutuamente a enfrentar los desafíos de la vida en prisión y a vislumbrar un futuro de esperanza y posibilidades a pesar de los errores cometidos en el pasado. Ambas se dieron cuenta de que, aunque estuvieran encerradas, nunca debían permitir que sus espíritus se vieran atrapados. Juntas, aprendieron a volar dentro de los límites de la prisión, encontrando libertad en sus pensamientos, sueños y la fortaleza de su amistad inquebrantable.
Poco a poco la historia de Alice y Thais se convirtió en un testimonio de resiliencia y transformación para ambas, un recordatorio de que incluso en los lugares más oscuros, la luz del perdón y la redención puede brillar. A medida que avanzaban en su viaje, ambas sabían que, algún día, dejarían atrás los muros y emprenderían un nuevo comienzo.
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