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Capítulo 4

Lo único que siento es frío. Parece que me estuviesen haciendo una autopsia. Mi cuerpo desnudo sobre la mesa de metal, estoy despertando. Veo todo borroso, siento mis músculos comprimiéndose, acalambrándose. Es un dolor intenso, pero no puedo gritar. Nada más me retuerzo mientras el suero me hace efecto, mientras acelera el proceso de recuperación y cicatriza las heridas de la operación. No puedo gritar de dolor y es una tortura, somos sus conejillos de india.

Dicen que una vez hubo un soldado que se partió la espalda en una misión. Su columna quedó hecha pedazos. No volvería a caminar o mover los brazos. Pero salió a los cinco días caminando del quirófano gracias a ese suero. Dicen que sintió cada parte de su columna regenerarse, pero el dolor era tan intenso que no era la operación lo que pudo hacerlo morir, sino el dolor que no podía expresar, muchos dicen que estuvo a punto de llorar sangre, tuvieron que darle cuatro dosis. Pero sobrevivió.

Y ahora es nuestro General.

–La única forma de verte callada, Surley–dice, veo su cara borrosa, hago sonidos ahogados. El suero tiene un sedante, aunque no la cantidad suficiente para hacerte dormir, sino para inmovilizarte–. Tendrán un largo interrogatorio después de que salgas de aquí. Cómo te defiende Friemann. Todo un líder defendiendo a su equipo.

Se acerca a mi oído. Estoy desnuda, no puedo moverme, no hay nadie más aquí. Me retuerzo, mi corazón se acelera, llega un punto en el que casi no puedo respirar, escucho mis tripas removerse.

–Una palabra en falso y están fuera. Así que ten cuidado. No tengas esa lengua tuya tan larga–parece una advertencia.

Se da la vuelta para retirarse, pero mira de regreso mi cuerpo, no hace nada. Pero que me observe es repulsivo, indignante. Quiero que ya acabe esto, quiero estar inconsciente.

–Lástima que tengas tantas cicatrices–comenta. Podría vomitar, se hace más intenso y más intenso el dolor de mi cuerpo, y después, se detiene repentinamente.

Me desmayo.

Cuando vuelvo a despertar, estoy en las habitaciones del campamento. Estoy vestida y siento una ligera incomodidad a los costados de mi torso, pero nada más.

–Dijeron que pronto despertarías–se acerca Boris. Me extiende una botella de agua.

–¿Cuántos días?

–Pocos, dos días. Tuvieron complicaciones con ese pulmón tuyo.

–¿Ulrich? ¿Los demás? ¿Están bien? ¿Qué pasó después?

Boris suspira, toma asiento en la cama de en frente. Sus ojos marrones claro se ven enrojecidos, se ve cansado, entrelaza sus manos con los codos sobre la rodilla.

–KJ perdió un brazo.

–¿Qué? –mi pecho se arruga.

–Sí... Están buscando la prótesis. No se pueden arriesgar a formar otro equipo y a perder a uno de los mejores cerebros. Ya dudan de Ulrich y de ti...

–¿Por qué? –me indigno–. Arriesgamos nuestras vidas para regresar a ese lugar, ¿cómo dudan de nosotros? ¡Volvimos para reactivar la bomba!

–Es lo que es dije, no me creyeron. Les pareció sospechoso que fallara la bomba.

–Estamos pidiéndole equipamiento al Primer Gobierno desde hace un año, esas bombas seguramente tienen unos tres años aquí. El Primer Gobierno habla de las grandes maravillas de la IS y nosotros hacemos aquí con lo que tenemos.

–No hables de más, Eleonora. Nunca sabes quién te escucha. Además, tienen un interrogatorio.

–¿Cuándo? –mira el reloj en su muñeca.

–Pues, en quince minutos. Vamos.

–Acabo de despertar...

Bufa.

–Como si les importada–responde.

Palmeo mis piernas con resignación. Camino detrás de Boris. El sol me da de lleno en la cara y esto no es lo que esperaba ver. Ya no estamos en medio del bosque.

Estamos en la Base Unión.

El piso está asfaltado, todos tienen el uniforme original de la milicia. Hay helicópteros y naves estacionadas, tanques, jeeps en movimiento llevando a soldados cargados con fusiles. Aquí no hay peligro, este lugar lo bombardearon hasta que no quedó nada, hasta que huyeron y no regresaron. Ya no hay tiendas mugrosas llenas de moscas, ahora hay edificaciones de dos y tres pisos.

Medio año viviendo en el campamento hace que vea esto como una metrópolis. Sigo odiándolo, pero es mejor esto. Me siento hasta como si me hubiese bañado, mi trenza está limpia y ahora solo quedan las líneas de las cicatrices en mis manos. No hay sangre.

Sólo grandes letras con ese lema que nadie cree: Unidos Estemos Todos.

Pintado en letras grandes y rojas, parece más una advertencia de represión que un mensaje esperanzador, pero así es. El Primer Gobierno debe mantenerse unido por su bien, por sus ganancias y poder.

Aquí es donde están esos panzones cobardes orgullosos de sus logros, logros en los que ellos no han tenido nada que ver. No han tocado una Vértebra en sus vidas. Pero ahí están cuando Boris y yo entramos a la primera edificación.

Hay computadoras, la luz es tenue. Huele a café... Hace años que no bebo café. Parece un departamento policial, la policía casi no existe, ellos se encargan de controlar las calles civiles y mantenerlos en casa, pero no desaprovechan la oportunidad de robar.

Boris se detiene y me sujeta del codo. Pasa frente a nosotros un hombre de traje azul seguido de dos guardias con el Krain encendido. No llevan las Vértebras, sino fusiles. Unos fúsiles no sirven para asesinar a Cercanos o Susurros. Esas armas son para asesinar a humanos que sobrepasen órdenes.

O sospechosos, como Ulrich y yo.

–Ese hombre es el ministro de relaciones del Primer Gobierno–susurra Boris después que pasan, seguimos nuestro camino–. Por eso te dije que tuvieses cuidado, aumentaron la seguridad esta mañana.

–¿Qué pasó con los transferidos que llegarían al campamento al día siguiente?

Boris se toma unos segundos.

–No pudieron llegar.

Mi piel se eriza. Sé a qué se refiere.

Me encuentro a Ulrich con las manos detrás de la espalda, está al lado del General al seguir de largo en un pasillo de vitrinas de vidrios ahumados. Ambos hablan en voz baja. El cabello corto de Ulrich es reciente. Su mandíbula apretada y su espalda ancha tensa. Pero asiente a lo que le dice el General. Cuando me ve de reojo se da la vuelta. El General igual. Estira su camisa y enarca una ceja.

–¿Mucho dolor? –pregunta el General.

–Supongo que usted mismo lo imagina–respondo mirando a sus ojos gélidos. Lo odio.

Se da la vuelta después de sonreír para hablar con Boris. Ulrich se me acerca todavía con las manos detrás de su espalda. Nos miramos a los ojos. Me hierve la sangre.

–No digas nada–dice.

–Ni siquiera he dicho algo.

–No. Pero lo ibas a decir.

–¿Cómo no lo voy a decir? Somos unos perros. Eso somos para ellos.

–No pensé que te ofendería tanto.

–Ya deja de jugar. Estoy arriesgando todos los días mi maldita vida con el único propósito de encontrar a mi hermana–digo entre dientes, señalo el suelo–. No sirvo a nadie. Yo no soy propiedad del ejército ni de un gobierno. Este mundo ya no tiene nada que ofrecerme. No tengo sueños, ni expectativas. Si tú las tienes y sueñas con llegar a ser general, bien por ti. Pero yo estoy aquí día y noche, usando esto para llegar a Abigail. Así que cierra la boca y deja de fingir que estás bien con este interrogatorio sin sentido.

–Friemann, adentro–ordena un teniente que sale de la puerta tras los vidrios ahumados. Ulrich me sigue observando, veo algo en sus ojos.

–Suerte, Friemann–le digo con una sonrisa cínica.

Ulrich se va detrás del teniente. Boris me mira con reproche junto al general. Se acerca a mí.

–Él intentaba animarte-me dice-. Es tu líder. Él sabe todo lo que le dijiste, lo sabe bastante bien. Está mal por el brazo de KJ. Dice que es su culpa.

–Es tu culpa–lo interrumpo en medio de una seña–. De Ulrich. Y de Oliv. Y mía. Y de KJ por ser tan estúpido de bajar la guardia. Aquí no podemos sentir compasión, somos soldados. No hay espacio de sentir culpa.

–¿Qué? –suelta, una sonrisa cínica asoma su expresión–. Te recuerdo que tú eres la primera que vive llena de culpa. ¿Sabes cuál es la diferencia entre esos de arriba y nosotros? Que nosotros tenemos humanidad y ellos no. No seas una bestia y deja de engañarte, Ulrich siempre te dice que te calles y escuches. Creo que es momento de que lo aprendas de una vez.

Deja caer al suelo algo parecido a un botón discretamente. Con sus pupilas me señala hacia abajo antes de irse por el pasillo. El General pasa a la habitación por la que se fue Ulrich y me quedo sola. Confundida, sigo con la mirada a Boris. Regreso al suelo y lo que veo no es un botón. Es de un tamaño similar, más no es un botón.

Es un auricular.

Veo de lado a lado, arriba buscando alguna señal de una cámara. Hago como que me peinase el cabello para dejarlo en mi oído. Primero hay una señal de interferencia, después silencio.

Se escuchan lejanas, pero puedo distinguir que arrastran una silla. Intento mantener mi rostro neutral mientras hago que espero apoyando mi cabeza del vidrio.

–Bien... Comencemos con esto–empieza una voz desconocida para mí. Hay un sonido de papeleo–. Hablemos de ti. ¿De dónde vienes? ¿Cómo te llamas?

–Mi nombre es Ulrich Friemann. Nací en Alemania. Viví toda la vida ahí hasta el 22 de octubre con mi madre, Aleksandra Friemann.

– ¿Y tu padre?

–Nunca lo conocí. Mi mamá heredó unas tierras en donde sembrábamos y vendíamos tomates.

– ¿No vivía más nadie con ustedes?

–Mi abuelo. Él murió cuando tenía catorce.

–¿Saliste de Alemania alguna vez?

–No.

–¿Salió tu madre de Alemania alguna vez?

–De intercambio a estudiar a Irlanda.

–¿Dónde está tu madre ahora? -hay una pausa.

–Muerta.

–¿Cómo murió? –unos segundos más.

–¿Cómo cree? –responde Ulrich con firmeza.

– ¿Está seguro de que está sin vida?

–Obviamente. Encontré y enterré yo mismo su cuerpo.

–¿No vio algo extraño ese día?

– ¿Además de bestias devora gente y naves del tamaño de un barco? No. Nada más.

–¿Se considera usted un nazi?

–¿De qué carajo está hablando? Alemania ya ni siquiera existe. ¿De qué trata este interrogatorio? Viví en el campo. Me criaron mi mamá y mi abuelo, ¡vendía tomates! Estamos en una crisis mundial desde hace seis años, ¿y usted me pregunta si soy un nazi?

–Responda. ¿Está orgulloso de ser alemán?

Pasan unos segundos. Casi puedo ver a Ulrich con esa mirada letal y sus brazos apoyados sobre la mesa.

–¿Cómo puedo estar orgulloso de un país que fue eliminado de esta tierra?

–Cuénteme. ¿Qué pasó ayer cuando dio la orden a su equipo de retirarse?

Cuenta lo que pasó, cada palabra es cierta, cuenta hasta los detalles de cómo envió nuestra ubicación al Krain de Oliv, Boris y KJ, nos encontraron al amanecer. Estuvimos toda la noche soportando el dolor. Él con una herida en el cuello y los músculos de la pantorrilla en donde lo sujetó el Cercano, y yo con una costilla perforándome un pulmón.

–¿Qué relación hay entre Eleonora Surley y usted?

–Nos conocemos desde que nos enlistamos. Nos hicimos amigos. Se desempeñó en el área de combate y yo de liderazgo, años después, llegaríamos a la IS como el equipo primer A2210.

–¿Qué hay de Olivia Guerrero, Boris Toussaint y Kal Johson?

–Olivia Guerrero llegó después del exterminio de la mitad Latinoamérica, era una inmigrante de Venezuela, se había mudado a Canadá. Boris estudiaba artes en París, y Kal Jhonson es americano, ya estudiaba en la universidad ingeniería electrónica a los quince años. Todos nos conocimos aquí hace cuatro años. Todos son humanos normales, si es lo que le interesa saber... ¿Algo más?

–Creo que no conoce bien la gravedad del asunto. Su equipo, sobre todo Surley y usted, están en observación. Creerá que es injusto... Pero no podemos permitir una crisis dentro de otra. Bien sabemos que regresaron para activar nuevamente la bomba, pero, ¿por qué falló en primer lugar? ¿Guerrero no la había revisado antes de salir? ¿Por qué se desactivó el escudo?

–Desde hace medio año estamos pidiendo recursos para el armamento de IS. Comprendemos que no es fácil conseguirlo. Pero si quieren misiones exitosas, tiene que hace el mismo esfuerzo de nosotros. Fallaron porque estaban viejas. No hay razones para inculparnos cuando todo apunta a una respuesta lógica–responde Ulrich.

–Trabajamos con seres fuera de este planeta, señor Friemann. No hay lógica aquí–hay una pausa–. Lamento si lo ofendí al preguntarle si era un nazi. Es parte del protocolo. Usted es uno de los mejores de la IS, entiende de protocolos... Si quiere que su equipo salga libre de sospechas, deberá firmar este papel donde acepte la responsabilidad de los fallos de la misión. Hágalo y no habrá repercusiones a su equipo. Solo como una sanción.

–No... –susurro. Me estalla el corazón de impotencia. Quiero entrar y partirle una silla en la cara. No es justo.

Hay silencio en el audífono. Después, se escuchan una hoja y el sonido de escritura. Firmó. Ulrich firmó ese papel y tendrá que pasar dos días en El Hoyo como un perro. El líder del equipo primer de la Inteligencia Superior, el equipo aclamado por el Primer Gobierno, por la milicia. Así lo pagan, este es su agradecimiento. Me quito el auricular y lo meto en mi bolsillo. Me tiemblan las manos, me duele la mandíbula de apretarla tanto. Si Ulrich no hubiese tomado la decisión de regresar para reactivar la bomba, todos estuviésemos muertos. A todos nos hubiese desmembrado los Cercanos y Susurros.

Me encuentro con la mirada de Ulrich cuando sale de la habitación. Pero no encuentro en sus ojos grises más que ira fría. Asiente hacia mí antes de que se lo lleven dos soldados que salen detrás de él. Viste con el uniforme original de la milicia, lo último que veo es que gira su cabeza. Pero no hay otra mirada porque cierran la puerta detrás de mí.

Es mi turno de hacer pedazos a estos malditos.

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