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Capítulo 1

–¿Nunca lo vas a superar? –me dice Ulrich, termino de meter la bota en mi pie en el suelo, soltando aire con una expresión de fastidio.

–Repíteme el por qué esto tiene que ver contigo.

–¿Somos amigos? –responde con obviedad.

–Somos soldados.

–Y amigos–sonríe con complicidad–. No seas estúpida, sabes que no vas a conseguir que te den ese permiso.

–Esos malditos...

–No todos perdimos ese día–se pasa una mano por la cabeza, lo dice con ligereza. Deja caer sus codos sobre las rodillas–. Unos ganaron un buen puesto en el ejército.

–Para hacer nada, son unos ineptos.

–Cuidado con lo que dices, El–me advierte, señala con sus pupilas a los soldados que pasan al lado de nosotros.

–Te he dicho que no me digas así.

–Es más corto que Eleonora.

Lo miro con rencor, resoplo y me pongo de pie. Doy unos pasos a la salida y ya lo escucho venir detrás de mí.

–¿Lo intentarás otra vez?

–Las veces necesarias–respondo con determinación sin detener mi paso, Ulrich se interpone con sus cejas negras unidas, me coloca una mano en el hombro.

–Eleonora... –dice deteniendo mi paso tomándome de brazo, hago que me suelte de un movimiento–, no te van a dar ese permiso. No quieren hacerlo.

–¿Y porque ellos no quieran significa que debo rendirme?

–Sí. Son tus superiores–pierde algo de su paciencia. El sol le golpea de lleno el rostro cuando mira detrás de mí, sus ojos se vuelven un poco más rasgados por la luz, y en un gesto de impaciencia. Se pone firme cuando pasa ese hombre canoso y delgado, ese al que le he estado rogando por semanas.

Me pongo firme también, pero nada más quisiera golpearlo. El General mueve su mano en orden de que descansemos mientras sigue con su camino con dos soldados más detrás de él. Me muerdo el labio, y sin dudar, me voy detrás de ellos.

–¡Eleonora! –susurra Ulrich. Le saco el dedo medio y creo ver el atisbo de una sonrisa cuando niega, entro a la tienda que huele a humedad. La iluminación proviene de un solo bombillo que cuelga tristemente sobre una mesa llena de papeles, tazas de café con vodka y cigarros.

–General...

Cuando me ve, suspira y deja su taza llena en la mesa con resignación. Saca del bolsillo superior de su chaqueta un cigarro y lo mete a su boca tomando asiento.

–Es temprano, Surley. Déjame fumarme por lo menos un cigarrillo antes, ¿quieres?

–Señor, necesito ese permiso–separo mis piernas y uno mis manos detrás de mi espalda. Hay moscas, barro bajo mis botas. Él enciende su cigarro con tranquilidad y deja salir el humo hacia arriba.

–Ya te dije que no. No vas a ir sola y no es una misión autorizada.

–No tiene que ser una misión. Puede ser un permiso para... Ver a mi familia.

Deja la colilla del cigarro en el cenicero, me mira con una ceja enarcada.

–Tu familia no existe, Surley–responde con cinismo–. No voy a apoyarte en esa misión suicida, ahí no hay nada.

–¿Cómo lo sabe? Sólo se fue una vez al lugar...

–Y esa vez, bastó–me interrumpe–. Ahí no hay nada. No están ni siquiera los cadáveres. ¿Qué quieres ver? Esto es personal, Surley. Por eso, no te voy a dejar ir. No es por curiosidad, no es para "recolectar información" como dijiste la semana pasada–hace comillas, mi rostro se empieza a tornar en disgusto–. Es para seguir buscando algo que ya no existe.

–No tengo que tener su permiso para ir.

–Ah, ¿no? –ríe, apaga el cigarro en el cenicero, entrelaza sus manos y sube sus botas al escritorio. Mi sangre hierve y me clavo las uñas en la piel de mis manos–. Pon un pie fuera de este campamento y atente a las consecuencias. No voy a tolerar más insurgencias como estas, Surley.

Se levanta dándole la vuelta al escritorio con las manos detrás de la espalda, sus pisadas son fuertes, y cuando llega frente a mí, procuro enderezarme más para encararlo, mi mueca de disgusto persiste, me contengo de golpearlo, de decir algo. Y eso, hace que mis oídos piten de rabia.

–Darás vueltas por el campamento hasta el anochecer, y si te detienes, todo tu equipo va a pagar por ti. ¿Me escuchaste? –mi pecho baja y sube conforme mi respiración se acelera, se acerca amenazante–. Dije que si me escuchaste.

–Sí, señor–digo entre dientes, alejándome cuando entre sus dedos, toma el extremo de mi trenza rubia.

–Muy bien–regresa a su escritorio, antes de sentarse, mueve sus dedos en dirección a la salida para decirme decentemente que me largue.

Lanzo la cortina de la tienda cuando salgo, la vena de mi frente late, mi corazón palpita con fuerza. No es hasta pocos pasos más allá que Ulrich intercede en mi camino siguiéndome el paso.

–¿Qué te dijo? –pregunta, continuo mi camino, aumento el ritmo de mis pasos–. ¿Qué te dijo?

Me aparto de él trotando, el sol golpea mis hombros y brazos, cuello y rostro, pero no me importa. Todos continúan con sus deberes, todos son unos malditos robots del ejército, unos animales... Incluyéndome.

Ese pensamiento me enfurece, hace que trote con más fuerza. Ignoro los comentarios obscenos de algunos soldados sobre mis pechos, ignoro la tierra que se mete a mis ojos. Incluso me olvido del General y sus palabras, sabía que diría eso. Pienso en Abigail y en la última vez que la vi.

Mientras mis piernas arden del dolor, me culpo por no haber sido más rápida. Mientras me duele el pecho de respirar, me odio por no haber sido capaz de salvar a ninguno. Ni a ellos, ni a mí misma de este infierno.

Todas las noches tengo los mismos sueños. Ellos siendo desmembrados, los encuentro llenos de sangre. Y lo peor es que me señalan diciendo que fui la culpable.

Sí fui la culpable.

Me detengo cuando el cielo está oscuro. Troté más allá del anochecer porque merezco este dolor. Mi franelilla se pega a mi torso por el sudor, me caen cabellos por la frente y siento los labios resecos. Me dejo caer medio cojeando cuando llego a la alambrada que resguarda el campamento y las tiendas. Como si eso pudiese detener a esos demonios. Nuestra tecnología evolucionó desde los ataques, y todavía no es suficiente. Es como ganar cien a uno.

–Ten–Ulrich me lanza una botella de agua antes de sentarse a mi lado. También me extiende una hogaza de pan que muerdo sin dudar, está seca, pero el hambre me gana–. Te perdiste la sopa de rata.

–Qué asco–ríe.

–No es rata de verdad.

–Pues, parece–respondo con la boca abierta.

Ríe de nuevo, pierde su vista al frente. Abraza sus rodillas mientras me dedico a masticar el pan y beber agua, todavía siento mi respiración agitada.

–Eres tan estúpida.

–Todos los días me lo recuerdas, gracias.

–Todavía no creo que hayas corrido hasta ahora. Ya todos se fueron a dormir.

–¿En serio? No lo había notado–nos miramos con complicidad y me codea.

–Presumida.

–Tengo que ir, Ulrich –digo después de unos segundos fijando mi vista en el cielo. Hay muchas más estrellas ahora que hay menos personas en el mundo.

–Lo sé.

–¿Así nada más?

–Así nada más–responde–. No vas a encontrar paz si no ves qué pasó ahí.

–Nunca voy a encontrar paz, Ulrich. No la merezco–niego–. Pero por lo menos, le debo a mi hermana el encontrarla. 

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