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11. El dictamen de los gigantes

21 de febrero de 2003.

Corría por el bosque, escapando de un monstruo. Por momentos, se adelantaba y llegaba a verlo a mi lado, batiendo unas alas de piel transparente con los huesos a la vista. Me hallaba transformado, pero no podía volar. Esquivé los árboles y las rocas, escapando por poco de sus uñas afiladas y llegué hasta los acantilados. No podría avanzar más. El monstruo iba a alcanzarme... giré, listo para enfrentarlo.

Surgió entre la vegetación. Temblé cuando sus ojos me encontraron. Tenía los globos oculares negros y los iris rojos. Su piel era blanca como la de un fantasma y unos colmillos le sobresalían de la boca. Llevaba un traje rojizo con piezas de armadura negra que brillaban bajo el sol. Extendió las alas y los mechones lacios de su pelo negro se sacudieron en el aire.

Era el Demonio Blanco. El experimento fallido de los yaltens, que perseguía al experimento exitoso... al menos, hasta ese momento. ¿Qué sentía hacia mí? ¿Odio? ¿Desconcierto? ¿Resentimiento?

Nos miramos durante unos instantes. Me dijo algo sin mover los labios, de mente a mente. Pero lo olvidé. Sé que en un momento giré hacia el mar, hacia el vacío más allá del acantilado y salté, esperando volar.

Caí.

Me hallaba en otro lugar. Un patio de baldosas bajo un cielo con estrellas y planetas de distintos colores. Avancé hacia las escaleras que tenía enfrente, que llevaban a un templo inmenso. A medida que me acercaba, reconocí en la parte superior a la jaula de Cassiel. Los barrotes, que antes había visto como columnas de fuego transparente, eran cilindros inmensos de color plateado. Ascendí hasta el final, temeroso por la posible reacción del ángel. El gigante se hallaba sentado en dirección al sol de ese lugar, que se ocultaba a mi izquierda. Observaba el atardecer con expresión triste.

Me detuve frente a la jaula. Luego de unos instantes, Cassiel giró su rostro hacia mí y me observó con esa mirada llameante.

Levanté una mano en el aire, en una especie de saludo. Me imitó.

—Sé que esto no está bien. Y voy a encontrar la forma de liberarte —le dije—. Si renuncio a tus poderes, creo que los yaltens van a buscar otra persona a la que transferírselos. Tengo que descubrir cómo impedirlo. Dame un tiempo. Mientras tanto, prometo usarlos para el bien.

Cassiel no respondió. Tan solo dirigió de nuevo su mirada hacia el sol, con un aire de resignación, y sentí una pena inmensa en mi pecho. Antes de despertar, a través de nuestra conexión, percibí su furia contenida y su deseo de venganza.

***

Ese viernes por la tarde fui a la casa yalten a estudiar. Giuseppe estaba ocupado con asuntos financieros de la orden y Roque había llegado sobre la hora, así que tuve que ayudarlo a buscar los textos que íbamos a usar para la clase. Generalmente la pila de libros ya estaba sobre la mesa cuando yo entraba a la biblioteca y solo tenía que sentarme a leer o escuchar a los yaltens. Fue interesante recorrer los estantes y aparadores vidriados buscando los títulos que me decía Roque. Siempre había tenido curiosidad, pero lo cierto es que no había surgido la oportunidad de estar solo en la biblioteca yalten. Ayudar a Roque era algo, al menos. Y aunque estuviera solo, no sabría por donde empezar.

Ya con los volúmenes acomodados sobre la mesa, empecé a leer lo que me indicó el yalten: un texto aburridísimo sobre los setenta y dos ángeles de la cábala. En un momento, mientras Roque estaba concentrado en su lectura, me llamó la atención un libro abierto que estaba en la pila que estudiaba. Noté la palabra "arcanos" en él y lo tomé sin que se diera cuenta.

Empecé a leerlo. Hablaba sobre los arcanos, efectivamente, y sobre un fenómeno llamado "arcano mayor", bastante peligroso, relacionado con ellos. No recuerdo qué decía exactamente, pero advertía que, en ciertas circunstancias, estos humanos con alma de dioses, ángeles o demonios podían revertirse a su forma primaria y olvidar su personalidad terrenal. En un caso así su comportamiento se volvía impredecible ya que se trataría de la entidad, el alma original, y no la persona la que estaría en control del cuerpo físico, además de contar con poderes y conocimientos mucho más elevados, caótica incluso para este mundo y dimensión. Quise seguir leyendo, pero Roque me sacó el volumen de las manos.

—No estás preparado para leer eso.

—¿Lo arcano mayor me podría pasar a mí? —pregunté, mientras se alejabade la mesa para meter el texto en un baúl con llave—. ¿Pasó antes, alguna vez? Dale, Roque, contestáme.

—Quédate tranquilo que note va a pasar nada —respondió sumido de nuevo en la lectura, sin mirarme—. Vos solo solo canalizás el poder de Cassiel, no sos él. Ahora, seguí leyendo sobre los setenta y dos ángeles.

—Okey.

Respiré más tranquilo. Cuando terminé de estudiar, salimos de la biblioteca y encontramos a Amanda llorando en el jardín, rodeada por los demás. En sus brazos llevaba a Ikey, el gato que amaba tanto. Acababa de morir, de forma súbita, mientras descansaba en su regazo.

Lo enterramos en un lugar que eligió Amanda, debajo de un árbol de rosa china, que según ella le gustaba a Ikey porque lo usaba para afiliarse las uñas. Dijimos unas palabras y los yaltens encomendaron el alma del gato a su santo. Todo el rato, Amanda me sostuvo de la mano, llorando. Los demás se cansaron y nos dejaron solos. Mamá nos dio un beso en la cabeza a cada uno y se fue también.

Quería sugerirle a Amanda que nos retiremos también, porque estaba oscureciendo, pero antes de que pudiera hablar dijo algo:

—Mamá aseguraba que la magia oscura yalten no afectaba a Ikey porque los gatos transmutan la energía negativa, pero nunca le creí. Para mí que se murió por las veces que lo usaba para mostrar o experimentar con magia.

No supe qué responderle. Después, soltó otra cosa, de pronto:

—Me siento un varón. Nunca me sentí una chica.

Quedé boquiabierto. De pronto, todas las imágenes de mi hermana, quiero decir, mi hermano, tenían sentido. Sus gestos, las cosas que le gustaban hacer, cómo me había tomado de ídolo enseguida. Se identificaba como un varón.

—¿Se lo dijiste a mamá?

—Sí y a mí papá también. Desde que tengo diez años, pero nunca me creyeron. Dijeron que estaba confundido.

—¿Y vos que querés hacer?

—Quiero que mamá me deje en paz. Que me deje ser libre. Me da bronca que mi papá se haya muerto sin aceptarme. A veces, me da lastima también. No sé qué hacer, yo... me siento muy mal. —Se llevó una mano al pecho—. Algunos días quisiera desaparecer y ya está.

—¡No! No, ¿me escuchaste? —Lo señalé—. Ni se te ocurra eso.

—¿Y qué hago cuando me siento así?

—No sé, pero ahora me tenés a mí —le dije y apoyó la cabeza en mi hombro, lloró un poco más—. ¿Escuchaste eso que dice Roque sobre los ángeles? —pregunté, recordándolo de pronto.

—¿Qué cosa?

—Qué los ángeles a veces cumplen cosas, sin necesidad de hechizos ni rituales, cuando pedimos las cosas con sinceridad.

—Sí, me acuerdo. Me parece una pelotudez. Si los ángeles son monstruos gigantes la mayoría de las veces.

—Bueno, qué se yo. Quizás podemos pedirles que te ayuden. Es lo que se me ocurre.

—Dale... —accedió mi hermano, enjugándose las lágrimas—. ¿A vos te funcionó?

—Ya les pedí varias veces que me hagan un historietista famoso y hasta ahora no respondieron, pero no pierdo las esperanzas. —Me encogí de hombros.

Mi respuesta logró sacarle una risa breve. Hicimos un rezo simple y después fuimos adentro de la casa. Invité a mi hermano a casa a cenar y jugar a la PlayStation, para que se despejara un poco de lo de Ikey. Se puso muy contento. Mamá lo autorizó enseguida. Yo le pedí permiso a mi viejo, que dio el okey y nos vino a buscar en auto.

Era la primera vez que mi papá veía a Amanda y fue muy amable con él. Comimos pizzas y luego hicimos campeonatos de Mortal Kombat, de carreras de autos y de motos de agua, hasta que se hizo bien tarde y mamá vino por él.

Solo dormí unas horas. Salí a patrullar, llevado por la costumbre, quizás para despejarme la cabeza de tantas emociones o siguiendo algún impulso más sutil, que recuerdo sentir como de fondo en mi alma. La ciudad estaba bastante tranquila y aunque se percibían energías mágicas y demonios, daban señales muy débiles. Quizás esa noche se habían tomado un descanso. Di unas vueltas por el centro, después por el vecindario y me dirigí hacia la playa. Empecé a pasear por la costa, volando sobre la línea en la que las olas y la arena se encontraban.

En ese momento los sentí, a cada lado. Al principio, se veían como luces y pensé que tal vez eran fantasmas o restos de magia, pero me alarmé al notar que aumentaban en número y que me estaban rodeando. Los tenía sobre la cabeza, debajo y detrás de mí. También había uno varios metros delante.

Me detuve y me imitaron. Cerré mis puños y elevé el nivel de mi energía, listo para luchar. Las luces parpadearon y surgió un niebla de su centro, que se extendió a su alrededor, formando unos cuerpos alados. Huí a toda velocidad, volando hacia los médanos, pero me alcanzaron, derribándome con unos disparos de fuego.

Caí sobre la arena. Me levanté lo más rápido que pude y los encontré rodeándome. Eran siete y deberían medir como tres metros. Vestían armaduras y trajes negros, donde brillaban pequeñas estrellas. Sus cuerpos y alas estaban hechos de un fuego blanco, excepto sus ojos, que eran transparentes, y sus cabellos formados por llamas anaranjadas

Uno se aproximó con una espada flamígera en alto y lo bloqueé con mis brazales. Esquivé la estocada de otro. Dos más saltaron para echárseme encima, pero los alejé con una lluvia de rayos blancos.

Estaba por despegar y dirigirme a la ciudad, porque pensaba que en un lugar más poblado no se atreverían a atacarme, cuando uno de ellos apareció de la nada, dándome un golpe en el rostro que me dejó mareado. Luego, me levantó en el aire y me arrojó contra la arena con una fuerza descomunal. El golpe me quitó el aire. Quedé ahí, rendido. El dolor era insoportable y sentía que no podía respirar.

Esos seres tan brutales... eran ángeles. Lo supe en cuanto sentí su presencia. Recordé las leyendas que los yaltens me habían contado sobre ellos; los retrataban de forma muy distinta a esos cuentos llenos de paz y amor que muchos repiten. Sabía que actuaban de forma cruel y despiadada si la misión lo justificaba.

Temblé al ver esos rostros sin boca ni nariz, pero con ojos flameantes que expresaban una fiereza más vieja que las estrellas, acercándose hacia mí.

Me hallaba en posición fetal, y me sacudía involuntariamente por el dolor que me recorría de pies a cabeza. El que me había derribado me tomó del rostro y casi pegó el suyo al mío para observarme. Lo sentí entrar en mi mente. Se movía por ella sin que fuera capaz de resistirme. Llegó a mis sueños con Cassiel y ahí el arcángel, desde su jaula, se conectó conmigo.

—Kushiel —le dije al ángel que sostenía mi rostro en los médanos. Me soltó y se alejó, sorprendido—. Sé quién sos. Vos y tus compañeros se dedican a castigar a la gente. Cassiel me lo dijo. ¿Vinieron a hacerme pagar por usar sus poderes?

—Por supuesto —pronunció con una voz que solo resonó en mi mente—. Te has metido con fuerzas prohibidas para los humanos. Nuestro compañero Cassiel debe ser liberado y esta abominación terminada —expresó, mirando mi transformación con desdén—. Te llevaremos con nosotros.

—Deténganse —dijo una figura, todavía más alta que ellos, que apareció de repente, recortada como una sombra contra el cielo estrellado—. Yo me encargaré de él.

Los ángeles se giraron hacia la presencia y luego se apartaron, abriéndole el camino. Avanzó hacia mí. Parecía ser otro gigante, pero esta vez hecho de un fuego oscuro. No llegaba a verlo bien. Durante un instante pensé en las llamas, también oscuras, que yo podía invocar.

Temblé, esperando lo peor. Intenté moverme y escapar, pero el dolor era muy grande y el terror que sentía, todavía mayor. El ser se hallaba pegado a mí y no me atrevía a levantar la mirada.

—No temas, Javier. Levanta la cabeza.

Obedecí y a pesar de que tenía la vista nublada por las lágrimas, logré verlo. Su rostro era como el de un sabio, aunque hecho de un fuego negro viviente, al igual que el resto de su cuerpo. A pesar de ser oscuro, no dejaba de emitir por momentos unos reflejos azulados y violáceos.

—Soy el arcángel Tzafkiel. Y sé todo lo que hiciste y lo que hicieron los yaltens.

Sobre nosotros se abrió un círculo de fuego blanco, detrás del cual se veía un cielo de color verdoso, con estrellas blancas y azules. Allí se asomaron cuatro presencias inmensas, quizás tan grandes como planetas. Estaban hechas de fuego transparente. No pude distinguir sus rasgos, tan solo sus ojos que parecían soles enfocándonos. Tuve que cubrirme cuando apuntaron hacia mí.

La conexión fue inmediata. Se sintió como ser aplastado por unas mentes inmensas, eternas, que me recorrieron por completo. Fueron hacia mi pasado y hacia mi futuro, observaron los detalles de mis órganos y de mis células, de dónde vinieron mis genes y mis ancestros, cada partícula de mi ser, así como los detalles de los hechizos hechos por los yaltens. Recuerdo que se transportaron, llevándome en forma de consciencia, a la dimensión donde se hallaba preso Cassiel, y entiendo que conversaron, aunque no pude retener nada de eso.

Nunca supe bien cuándo terminó ese proceso, porque se sintió fuera del tiempo. De pronto, me hallaba de nuevo en la playa, frente al gigante de fuego oscuro, rodeado por los otros ángeles. El portal seguía abierto sobre nosotros. Escuché algo que solo podría describir como un tronar fuerte y grave, que era la voz de estos seres inmensos. Hizo que los ángeles que me habían atacado se sacudieran y cayeran al piso.

«Sus intenciones son puras», dijo la voz.

El portal que estaba sobre nosotros se cerró y con él desaparecieron las presencias que nos observaban desde algún punto del cosmos.

Miré alrededor. Kushiel y los demás habían desaparecido. Solo estaba Tzafkiel delante de mí. Cerró sus ojos y asintió, como si hubiera recibido un mensaje. Cuando logré incorporarme, el arcángel se desvaneció.

Me encontré solo entre los médanos, empujado por el viento frío del mar y golpeado por la arena que este arrastraba. Observé mis manos y mis brazos, donde los sigilos oscuros seguían brillando. Llevé la mirada hacia el cielo, que estaba plagado de estrellas, y me pregunté sobre los mundos y seres que existían en el universo. A pesar del terror que había pasado, me sentía afortunado; el destino me había traído esos poderes y experiencias que me acercaban a lo desconocido.

¿Qué iba a suceder de ahí en más? No tenía idea. Una cosa era cierta: los yaltens se habían metido con fuerzas que no les correspondían y me habían arrastrado con ellos, casi costándome la vida... y el alma.

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