13. Los dioses también sufren
Mackster
«All the things she said, all the things she said...». La canción de t.A.T.u. suena en los auriculares de mi MP3 mientras camino por los pasillos de la escuela. Saludo a Felipe y a Jaime que, por suerte, ya se recuperaron de la gripe, aunque están ojerosos y cansados, al igual que Miriam y Lucrecia. Ahora Sofía y Astrid son las nuevas convalecientes.
En la escuela dicen que es un virus que «anda dando vueltas». Nos aconsejaron que tomemos mucho jugo de naranja y que nos lavemos las manos a cada rato, pero yo sospecho que hay algo más. No me puedo sacar la imagen de la hoja en el cuaderno de Ismael con nuestros nombres dentro de la estrella negra.
Me acerco a Tomás y lo saludo igual que al resto. Somos buenos para disimular. Yo ya estoy acostumbrado: así como tengo que esconder que soy un arcano, lo mismo pasa con nuestra relación amorosa.
Recuerdo lo que me dijo hace unos días y creo que tiene razón: no somos como esos putos escandalosos que aparecen en la tele y se la pasan sufriendo y luchando porque los acepten. Lo mejor que podemos hacer es guardárnoslo para nosotros y evitar que los demás nos jodan. No quiero que me traten como a Ismael.
A veces, cuando Bruno me cuenta sobre su relación con Débora, me dan ganas de compartir con él lo que siento por Tomás, pero una cosa es decirle a tu amigo que tenés superpoderes, y otra que salís con un tipo. Nadie me miraría igual después de eso, en especial mis amigos varones, que van a creer que quiero tirarles onda. Seguro dejarían de hablarme.
Nadie puede saberlo. Jamás.
Durante el recreo, termino parte de la tarea de historia, que no llegué a hacer anoche por charlar por teléfono con Tomás. Nunca fallé en ninguna entrega y no voy a empezar ahora. Me lleva menos de lo pensado y, al acabar, bajo rápido al patio, buscándolo. Lo extraño. Cuando llego, le pregunto a los chicos por él.
—Está con Catalina. Mirá cómo charlan debajo de ese árbol. —Felipe lo señala y se ríe—. No creo que quiera que lo interrumpan.
El corazón se me hunde en el pecho. Lo disimulo frente a mis compañeros, riéndome de los chistes que hacen sobre el supuesto romance entre Tomás y la chica.
Me acerco a ellos despacio. Tomás se acomoda un mechón rubio y sonríe. Le brilla la mirada. A Catalina también.
Seguro lo hace para disimular, para que no sospechen de nosotros. Tiene que ser eso...
De pronto, noto que tiene algo entre los brazos. Es un objeto rectangular, envuelto en papel madera, que le entrega a Catalina. Ella lo abre y pega un grito, maravillada. Levanta un retrato de sí misma hecho en acuarela para que todos lo admiren.
No, no, no. No puede ser.
El mismo regalo. ¡El mismo regalo que me hizo a mí cuando me dijo que me amaba!
Me siento lejos de mi cuerpo, como si esto no me estuviera pasando de verdad, como si fuera una película. Quiero irme antes de que Tomás note la expresión en mi cara, pero gira justo hacia donde estoy y me ve. Su mirada no tiembla ni siquiera un segundo. No viene a darme explicaciones, no se pone colorado ni se inquieta. Vuelve a mirar a Catalina, que no para de elogiarlo.
Me voy.
Llego al pasillo, avanzando cada vez con más velocidad, y, cuando nadie me ve, corro hasta el baño. Me encierro en una casilla y caigo de rodillas frente al inodoro. Abro la tapa. Creo que voy a vomitar.
¡Tomás se la está levantando! Y lo quiso hacer a escondidas... Aprovechó que yo estaba ocupado con esa tarea para ir a llevarle el cuadro. ¡Qué hijo de puta! ¡Le dio el mismo regalo que a mí! Y seguro que también le hizo el mismo chamuyo.
No, me equivoco. Estoy cegado por los celos. Tomás vio que me puse mal y no quiso seguirme para que el resto no se diera cuenta de lo nuestro. Debe ser eso, en cualquier momento va a venir a buscarme.
¿O no?
Pasa el tiempo y Tomás no entra al baño a darme explicaciones ni a decirme que todo es una confusión, como imagino una y otra vez mientras me agarro el estómago, sentado en el piso frío. Tampoco cuando salgo al pasillo, ni siquiera cuando me lo cruzo antes de entrar al aula. Evita mirarme.
Corro hasta el patio apenas puedo. No me importa perder la clase. No puedo volver a donde está él. Me siento debajo de uno de los ombúes y me llevo una mano al pecho, me cuesta respirar. ¿Por qué no puedo llorar? ¿Por qué no puedo volver y cagarlo a trompadas?
—¡Mackster! —escucho que me llaman. Es Ismael. ¿Qué hace acá?—. ¿Estás bien? —pregunta.
Miro alrededor. No hay nadie más. Me quedo en silencio.
Ismael se acomoda al lado mío y siento que quiero ser como él; que se sepa de una lo que soy y lo que me pasa. No quiero tener que andar confesando o escondiendo nada. Tampoco quiero soportar un novio que me miente y coquetea con una mina. Desearía poder contarles a mis amigos lo que acaba de pasarme sin miedo a que me juzguen por salir con un varón.
—Che, Mackster, vamos a llegar tarde.
—No me importa —logro articular.
—Bueno, entonces a mí tampoco —asegura.
No hablamos por un rato. Solo permanecemos acá en silencio.
«Ismael se acercó preocupado... Se ve que las esencias florales que le roció Vanesa surtieron efecto de verdad», pienso.
—¿No querés decirme lo que te pasa? —insiste él de repente.
Recuerdo la hoja que vi en su carpeta. ¿Y si estoy siendo afectado por un hechizo? Niego con la cabeza.
Tengo que recuperar la compostura. Soy Mackster, un dios encarnado. Un novio histérico y un hechizo de magia oscura no deberían poder conmigo.
Me levanto. Ismael me imita. ¿Está dispuesto a acompañarme, aunque siga callado, sin darle explicaciones? Largo un bufido, harto de lidiar con todas estas pendejadas, y camino hacia el edificio. Él me sigue.
Entramos al aula a mitad de la clase de Historia. La profesora empieza a decirme algo, pero la ignoro. Siento que la sangre abandonó mi rostro. Camino hasta que llego al banco que comparto con Tomás; él deja de hablar con Felipe y me mira. Se ríe, como si todo fuera un gran chiste. Saco mis libros de debajo del escritorio, los guardo en mi mochila y voy hasta el primer banco de la otra fila, donde está Ismael. Me siento a su lado. El chico me mira extrañado y tan callado como el resto de mis compañeros.
La profesora continúa con la clase.
Tomás no me dirige la palabra por el resto del día, lo que me enfurece todavía más. Lo bueno es que Ismael es responsable como yo y no tengo que andar pasándole las cosas.
Soporto la angustia enterrándola con una furia ácida.
Tomás es un forro. Aunque sea podría venir a preguntarme durante el último recreo por qué me senté con Ismael. En cambio, se la pasa haciendo chistes y riéndose con Catalina, por supuesto.
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