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12. Sombras en todas partes

El cielo guarda

tantos ojos de plata

que vibran vivos.

Vapores forman

oscuridades nuevas

siempre luchando.

Bruno

Siento que todo se acomodó en mi vida: ya no estoy solo ni cargando un secreto, tengo amigos con los que me identifico, dos maestros que nos enseñan de qué se trata este mundo con monstruos, ángeles y dioses, y estoy de novio con la chica que siempre me gustó. Además, Débora también es un arcano. Me siento seguro y feliz. Completo.

Hace un tiempo atrás, cuando escuchaba sobre personas que sufrían porque sus padres no los entendían, me costaba identificarme. Para mí, era cuestión de creer en uno mismo y de buscar tu propia familia. Sin embargo, cuando me tocó vivirlo en carne propia, entendí que, por más que quisiera «hacer la mía», siempre una parte de mi ser iba a cargar con ese dolor.

Hoy, mis amigos y mis maestros son todo para mí. Me siento otra persona. Pero ¿y si no los tuviera? Los seres humanos somos mucho más frágiles y dependientes de lo que queremos reconocer.

Solo una cosa me inquieta: Mackster está raro y no logro acercarme a él como antes. Si bien nos vemos seguido en el entrenamiento arcano, no estoy yendo a su casa ni salimos a divertirnos como hacíamos antes.

Sé que en parte es mi culpa. Desde que estoy de novio con Débora paso casi todo el tiempo libre con ella. Sin embargo, le dije a Macks que me gustaría que investiguemos juntos lo que está haciendo Sebastián, pero como que ya delegamos eso en Gaspar y León... y él se está juntando más con sus compañeros del Applegate, en especial con los dioses encarnados, ahora que los encontró.

¿Por qué está tan retraído? ¿Le afectará tanto que Ismael no se integre de una vez por todas a nuestro grupo?

Suena el timbre del recreo y voy hacia el banco de Débora a preguntarle si quiere que le traiga algo del quiosco. Me pide un jugo y un alfajor. Quiere darme la plata, pero salgo con Javier del aula antes de que me la alcance.

—Si la seguís invitando, te vas a fundir. —Me carga mi mejor amigo mientras bajamos las escaleras.

Atravesamos el pasillo charlando sobre las nuevas series de Locomotion. De pronto, me llama la atención un chico de pelo largo y rubio que se para en seco al vernos. Es demasiado flaco, está despeinado y tiene unas ojeras enormes. Nos tiene... ¿miedo? Sí, su mirada es de terror. Se aleja rápido de nosotros.

—¿Lo viste? —le pregunto a Javier, y él asiente—. ¿Quién es? ¿Qué le hicimos?

Javier se encoge de hombros.

El muchacho está por desaparecer entre los alumnos que conversan en el patio, pero avanzo hacia él con rapidez. Mira hacia atrás, nuestros ojos se encuentran y corre. Ya lo reconozco.

«—Anormal», escucho su voz desde un recuerdo.

Es Luciano.

***

Al salir de la escuela, acompaño a Débora hasta su casa. Habla del entrenamiento arcano, pero no le presto atención. Pasamos frente a un muro donde pintaron un esténcil con grafiti. En él se ve el retrato de un hombre de antifaz con una estrella en el pecho. «El Fantasma existe», dice a un costado.

—Mirá eso —señalo y nos detenemos.

—Wow... —Débora se lleva una mano al pecho, emocionada—. El arcano legendario de Costa Santa...

—Hace meses que somos arcanos y todavía no nos lo cruzamos...

—¿Gaspar y León lo habrán visto? —pregunta mientras retomamos la marcha.

—No sé. Jamás me lo mencionaron.

—A mí tampoco. Deberíamos preguntarles —sugiere—. Imaginate cuando hagan grafitis de nosotros. —Voltea hacia mí con una sonrisa inmensa.

La tomo de la mano.

—Va a ser genial. —Me río por unos instantes, luego recuerdo que quería hablarle de algo importante y me pongo serio—. Debi, ¿te acordás de Luciano?

—¿Quién?

—Luciano. Un chico del último año. El que faltó un tiempo porque le agarró una crisis nerviosa o algo así.

—Sí. El boludo ese con el que te agarraste a piñas —dice con bronca.

—Bueno, sí, ese... Me lo crucé en el pasillo. Bajó muchísimo de peso, parece enfermo. Está recontra descuidado. Me miró de una forma... Me tenía miedo. ¿No sabés qué le puede haber pasado?

—No, ni idea.

—Quise hablar con él y...

—¿Qué? —Débora frena y me mira.

—Que hablé con él y balbuceó algo acerca de un... de un monstruo y se fue.

Débora me suelta la mano. Se cruza de brazos y me clava la mirada.

—¿Estás diciendo que yo tengo algo que ver?

—N... no. Débora, no.

Me da la espalda y se aparta con velocidad.

—¡Esperame, esperame! —grito mientras corro para alcanzarla—. No quise decir eso. Pensaba que, como aquella vez que me peleé con él te habías enojado, quizá tus poderes... se habían activado solos, como te pasó con Mariza y Anabella.

Se detiene.

—No... No pasó nada de eso —asegura, enfadada.

Nos quedamos en silencio unos segundos. La quiero tomar de la mano, pero se suelta.

—Quiero volver a casa sola —dice.

—¿Te ofendiste?

—No.... Sí, no sé. Necesito pensar. Disculpame. —Se aleja a paso rápido, dejándome solo.

Me quedo mirándola, con el corazón hundiéndose en mi pecho hasta que ya no soporto la angustia. Emprendo la marcha a casa con los ojos húmedos.

***

En la noche, salgo a patrullar por la ciudad. Encuentro a dos sombras vivientes y las enfrento. Le clavo mi espada en el pecho a una, que se disuelve en el aire como un humo oscuro. La otra muta; unas alas crecen en su espalda. Despega y la sigo hasta perderla en el cielo nublado. Aterrizo y avanzo por la calle con luces de neón rotas y edificios a medio construir. Miro a un lado y a otro, buscándola en las terrazas y techos. De repente, escucho un chillido y cae sobre mí, derrumbándome.

Estoy aturdido por el dolor, mareado... La sombra me sujeta contra el piso y algo aparece en su rostro, que hasta ahora estaba vacío. Una mirada roja coronada por cuernos. Extiende sus alas de penumbras, que crecen todavía más. Por un instante, veo a Débora enfrente de mí. Me mira decepcionada y se aleja a paso rápido por una calle llena de neblina.

Trato de alcanzarla, pero en cuanto la tomo del brazo, se convierte en vapor y vuelvo a ver su figura más adelante. Corro hacia ella, la tomo del brazo, se disuelve otra vez.

Escucho una voz lejana que me llama y, durante un segundo, vuelvo a estar debajo de la sombra, forcejeando antes de que me venza el sopor y regrese a la ciudad nublada, de mar negro y calles laberínticas donde busco a Débora una y otra vez.

La voz insiste y me lleva hacia una presencia oscura envuelta en un brillo carmesí. Vuelvo a sentir mi cuerpo luchando con aquella sombra, pero es como si no me perteneciera. En el cielo hay dos únicas estrellas rojizas que parpadean.

Estoy cansado... Quiero cerrar los ojos y dejarme llevar. Sin embargo, me sacudo y percibo calor. Vuelvo a la realidad. Veo cómo la sombra de mirada roja que me tenía preso se estremece antes de estallar en luces plateadas.

Recuperarme me lleva varios instantes, lo único que puedo hacer es prestar atención al sonido lejano del mar y a las ramas de los árboles, sacudidas por el viento, mientras el dolor cede poco a poco.

La chica que me salvó me ofrece su mano, como la otra vez. Encuentro de nuevo su cabello negro, largo y sedoso, su antifaz planteado y su vestido oscuro con hombreras metálicas.

—Dama Plateada... —Le digo, aceptando su ayuda para levantarme—. Sobreviviste al ataque de Sebastián. Me alegra mucho. Gaspar y yo te estuvimos buscando.

—¿Por qué no te defendiste del servidor?

—¿Servidor?

—La sombra era una entidad creada con magia: un servidor. Siempre los hubo en esta ciudad, pero ahora está llenándose de otras distintas. Tienen la vibración de Sebastián.

—Yo... no sabía nada de eso. No me defendí porque logró hipnotizarme.

La imagen de la criatura vuelve a mi mente: recuerdo sus alas y sus cuernos, pienso en su habilidad para manipular los pensamientos. ¿Y si uno de estos seres fue el que asustó y engañó a Luciano? ¡Por supuesto! Eso tiene que haber sido.

Sebastián y sus monjes crearon a estas sombras y las usan para sembrar dudas entre nosotros. Es probable que lo de Luciano haya sido también una estrategia para poner a la gente en contra de los arcanos. Como suponía Gaspar, la magia de Sebastián está fortaleciéndose en Costa Santa.

Pobre Débora, no debería ni siquiera haber considerado que... Eso ya no importa. Me disculpé muchísimas veces y lloré tanto que me duele la cabeza. Necesitaba salir y despejarme.

—¿Qué te pasa? Tenés los ojos vidriosos —me pregunta la Dama Plateada.

Se acerca. El corazón me late con fuerza. La mayoría de las luces no funcionan y el vendaval aúlla al colarse por las ventanas huecas de los esqueletos de los edificios sin terminar.

—Nada. No me siento muy bien, nada más.

La chica se para frente a mí y me clava sus ojos verdes. ¿Por qué me resulta tan familiar?

Me acaricia el rostro con una mano y sus labios buscan los míos. Es tan hermosa... Mi corazón se desboca. Hago un esfuerzo inmenso para alejarme de ella. Logro darle la espalda.

—Yo... estoy enamorado de otra persona —le digo—. Perdón.

Silencio. Cuando giro para enfrentarla, solo veo una silueta que se eleva con alas negras sobre las construcciones para perderse en la noche.

Mi corazón se siente más liviano.

Camino por las calles de Costa Santa, que se encuentran cubiertas de niebla. Esta borra todo lo que encuentra a su paso: las casas y los edificios, los árboles, los autos y las luces de la calle. Se mueve serpentina, me busca como un depredador. Pienso en transformarme y despegar, pero incluso el cielo está cubierto por ella. No tengo escapatoria. La niebla se abalanza hacia mí y, en cuanto me toca, se convierte en un fuego que lo cubre todo.

Despierto agitado, en mi cuarto.

Hay una presencia inmensa a mi lado. Está hecha de un fuego transparente que oscila en el aire. No puedo ver su rostro, tan solo sus ojos llameantes. No siento que sea una amenaza. De hecho, me produce nostalgia. Puedo recordar su nombre, aunque no quién o qué es.

—¡Nuriel! —grito y la imagen desaparece.

Salgo de la cama. Toco el aire en el lugar donde estaba esa presencia y no siento nada. Busco en mi escritorio la libreta donde escribo lo que me enseña Gaspar, también las poesías y los textos que creamos en su Taller Literario. Prendo el velador y anoto el nombre: Nuriel.

En eso, escucho un ruido en la ventana. Una figura oscura, con cuernos y alas, se recorta en el paisaje detrás del vidrio. Trago saliva antes de encender una llama en mi mano y acercarme. Abro.

Débora entra y nos miramos a los ojos. Se cubre de luz, transformándose en su forma humana; la tomo entre mis brazos y ella apoya su cabeza sobre mi hombro. En cuanto su perfume me invade, siento que todo vuelve a estar bien en el mundo.

—Perdón —dice, con la voz temblorosa por el llanto—. Quizás tenés razón; hay lagunas en mi memoria. Un par de veces me encontré caminando por la calle sin saber de dónde venía. ¿Y si fui yo quien asustó a Luciano?

—Tranquila. Sea como sea, vamos a averiguarlo, juntos —le prometo y nos recostamos.

Seguimos abrazados hasta antes del alba, cuando ella me saluda con un beso y se transforma. Luego, trepa a la ventana y despega para volar con sigilo entre las últimas nubes oscuras, de regreso a su casa.

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