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1. Búsqueda

Bruno

Tengo miedo, pero igual salgo. Algunas luces gastadas parpadean y dejan varios rincones en sombras. Veo que mi reflejo en una vidriera me devuelve una expresión seria. Sacudo la cabeza. Miro a un lado y a otro de la calle, concentrado de nuevo en lo que busco. Nadie.

Sigo caminando y paso frente a un bar estilo medieval del que sale un rock desafinado. El viento helado golpea mi cuerpo y casi me resbalo en la vereda húmeda. Chequeo la hora; no puedo volver muy tarde. ¿Será verdad lo que dice Nermal?

De pronto, un estallido a mis espaldas. ¿Qué pasó? Giro con el brazo extendido y la mano abierta. Un calor empieza a concentrarse en mi palma, mientras observo atento hasta encontrar los restos de una teja que se cayó. Levanto la cabeza, alerta y busco en los techos de las casas. Nada.

Debe haberse volado con el viento. Bajo la mano y respiro aliviado, aunque cargo algo de desilusión en mi pecho. Escuché que hay otros en Costa Santa. ¿Dónde están?

Emprendo el regreso a casa. Llego y abro la puerta con cuidado, para evitar hacer un ruido que despierte a mis viejos.

Percibo el aroma de los muebles y los libros que conozco, vuelvo a la seguridad y al calor. Avanzo hacia el living y encuentro a papá, esperándome de brazos cruzados. Me escanea con la mirada. Tenemos los mismos ojos azules, pero vemos las cosas tan distinto...

—¿Dónde estuviste, Bruno? ¿Por qué llegás a esta hora?

—En la plaza. —La transpiración cae por mi espalda, helada—. Fui a caminar un poco.

Debe estar cansado, porque solo hace un gesto con la mano y bufa.

—Andá a tu cuarto y acostate, que mañana tenés clases.

Asiento y subo las escaleras rápido, antes de que se arrepienta de no seguir regañándome. Me pego una ducha y una vez en la cama, me quedo mirando el techo. Trato de resistir el sueño, porque cada vez que pierdo la consciencia vuelven las pesadillas. Sin embargo, pierdo la lucha y es como si me desvaneciera, para luego aparecer caminando en un desierto, bajo estrellas desconocidas, oyendo gruñidos de bestias ocultas en la penumbra. A lo lejos, se ven fogatas que nunca se apagan, tan altas que parecen acariciar el firmamento.

Despierto con la alarma, olvidando un sueño que parecía importante. Me levanto y me pongo el uniforme de la escuela: un pantalón gris y una chomba blanca con el escudo. Este retrata a un perro con alas, de color dorado, en un fondo bordó. Bajo las escaleras y voy directo al baño, sin responder al saludo de mis papás. Me lavo la cara para despabilarme y me miro al espejo. No me gusta lo que veo.

Soy gordito y pecoso; a veces me cargan en el colegio por eso. Hoy me salieron nuevos granos. ¡Los detesto! A veces no me puedo contener y los aprieto, aunque sé que no debería para evitar lar marcas.

Logro peinarme, después de mojarme un poco el pelo, y al salir del baño doy un portazo, sin querer. De pronto, un calor fuerte late en mi mano. La miro y la sacudo, pero no tengo nada.

En la cocina, encuentro a mamá que me sonríe; la ignoro. Me siento a la mesa y empiezo a engullir las tostadas, mientras apuro un vaso de leche. Llega mi viejo con unos cuantos libros debajo del brazo. Sus ojos, detrás de los lentes, me miran de arriba abajo.

—Buen día, pa.

—Hola, Bruno.

Se sienta frente a mí, y mamá, a su lado. Toman unos sorbos de café y untan mermelada en el pan.

—Marisa, ¿pagaste el seguro de la casa? —Papá guarda los libros en su maletín—. No quiero que nos sorprenda otro accidente.

—Sí, Ernesto, no te preocupes.

Mi viejo sonríe.

Agarro más tostadas, las unto con bastante mermelada y cae un poco al mantel. Tapo la mancha con la mano antes de que mamá la vea, disimulando que como tranquilo.

—¿Cómo vas en la escuela? —pregunta papá.

—Igual que siempre —digo, antes de llenarme la boca.

—¿Igual? —Se ríe—. Mejor que el año pasado, espero.

Desde que quemé un póster de Evangelion en mi cuarto, está insoportable. También ayuda que estoy volviendo tarde a casa. No sé porqué se preocupa, si no nunca pasa nada en esta ciudad. Es demasiado tranquila.

Quizás piensa que me volví una especie de rebelde. Ojalá fuera eso. Mi cabeza está en otro lugar, pero no puedo decirle la verdad, tampoco a mamá. Pongo los ojos en blanco y me levanto.

—Me voooy.

Tomo mi mochila y me dirijo rápido a la salida. Otra vez, pego un portazo, aunque esta vez es intencional.

Ya que salí temprano, me detengo en el mirador de la playa que está camino a la escuela. Me apoyo en la baranda y enfrento al mar, que me golpea con el viento. Entrecierro los ojos para evitar que me entren los granos de arena.

Respiro profundo. Las olas me calman, como si al romper se llevaran parte de mi angustia. Es genial que vivamos cerca de la playa. Me siento conectado al mar, a la arena que raspa la piel, a los eucaliptos y al sol que está en cada rincón de Costa Santa.

Miro el reloj y me doy cuenta de que estoy justo para llegar a la escuela. Tanto meditar hizo que el tiempo pasara volando.

Retomo el camino por la calle, casi desierta a esta hora. Sigo relajado, escuchando el rugir de las olas, hasta que percibo a alguien que me sigue. Me giro y encuentro a mi amigo Javier, a unos pasos de distancia. Flaco, narigón y desgarbado. Tiene la mirada perdida, como si estuviera en otro mundo.

—¿Por qué te acercabas tan sigiloso? —Lo saludo con un choque de puño—. ¿Querías asustarme?

—Puede ser. —Sonríe, misterioso.

Llegamos a la escuela, un edificio verde y gris. Hoy le hicieron un grafiti que dice: «Nermal tiene razón». Ya lo están tapando. Varios autos tocan bocina. En la vereda, alumnos, padres y profesores se mueven en fila, ansiosos. Javier entorna los párpados y se acomoda el pelo negro y lacio que se le derrama a ambos lados de la cara.

—Vení —indica, y lo sigo para poder esquivar a la gente.

Después de la formación, caminamos rumbo al aula. Cuando pasamos al lado de un grupo de chicos del último año, estos se callan y me observan con un gesto de desprecio. Les sostengo la mirada y formo un puño.

—Cortala, Bruno —dice Javier, codeándome.

Decido hacerle caso y sigo de largo. Al principio, pensé que no le caía bien a algunas personas por ese mito de que los pelirrojos traemos mala suerte. Ahora creo entender lo que pasa, pero no significa que por eso me vaya a bancar las jodas. Por suerte, con el tiempo, la mayoría de mis compañeros me aceptaron. Con Javier pegué onda desde el principio. Por eso es mi mejor amigo.

Una vez en el aula, nos acomodamos en nuestros bancos. Miro a mis compañeros, que conversan antes de que llegue la profesora. Saludo a los del fondo.

—¡Ehhhh, colorín! —me grita Simón.

Lo ignoro; ya estoy acostumbrado a que me digan zapallo, naranjín, fósforito. Aunque ahora no lo hacen tanto.

Anabella me observa desde su lugar en el centro del salón, donde ya está acomodada con sus amigas Estefanía, o "Tefi" y Raquel, alias "Rachel". Quizás lo hace porque ella también es colorada y se siente identificada. Como sea, aparta la mirada enseguida para susurrarle algo a sus amigas. Miro el banco quemado en un rincón del aula y cierro las manos.

Entonces, llega. Camina nerviosa, pero sin perder su estilo: despreocupada y segura, como si avanzara por una pasarela. Mira a todos lados y se acomoda el flequillo. Su nariz es pequeña y su cara tiene forma de corazón. Cuando se acerca, la luz da de lleno en sus ojos verdes, que hacen juego con su cabello rubio.

Viste una chomba blanca y una pollera escocesa tableada; el uniforme de las chicas. Pero a ella le queda mejor que a todas. Mis ojos bajan hacia sus piernas, justo cuando ella se detiene. ¿Habrá notado que la miré? Levanto la cabeza rápido, esperando verla enojada, pero me salvo. Débora está distraída yendo hacia su banco.

Se sienta al lado de Laura, su mejor amiga desde los cinco años, según me contaron. Ambas son rubias y se parecen bastante. Quizás por eso Laura lleva el cabello corto; para diferenciarse. Las otras chicas se llaman Diana y Mariza. Débora está eufórica, habla a toda velocidad.

—Eh, pará un poco. Se va a gastar si la mirás tanto —interrumpe Javier.

—Callate, idiota.

Nos reímos. Anabella y su grupo, en cambio, observan a Débora y sus amigas con desprecio. Ya ajeno a ellas, Javier saca un pilón de cómics, me pasa algunos y empezamos a leer. Son de superhéroes, de terror, también hay mangas. Entre ellos, encuentro un fanzine viejo.

—... era una mujer que pasó volando sobre la camioneta —escucho, y giro hacia Simón y Andrés.

—¿De qué hablan?

Simón duda unos instantes, pero me contesta:

—No sé si mi viejo estaba borracho o con algo raro encima; me dijo que no, pero según él, vio a un extraterrestre. Fue cuando volvía de Mar de Ajó, manejando por la ruta a la noche. Notó un brillo por el espejo retrovisor, acercándose. Cuando se dio vuelta, estaba más cerca y pudo verlo bien. Ahí se dio cuenta de que el resplandor envolvía a una mujer que no era del todo humana y vestía ropas de color fucsia, muy extrañas.

»La nave, o lo que fuera, siguió de largo y pasó volando sobre la camioneta, como le decía recién a Andrés. Mi viejo estaba re nervioso cuando llegó, pensamos que se había vuelto loco. Después se calmó, lo contó de nuevo y medio que le creí. Quizás fue una especie de OVNI.

—No es la primera vez que escucho algo de eso. —Andrés frunce el ceño—. Dicen que son peligrosos.

—¿En serio? —pregunto, y me doy cuenta de que elevé demasiado la voz—. ¿Estás seguro? —insisto, más tranquilo.

—Son todas leyendas urbanas —Al oír el comentario, giramos sorprendidos. No notamos hasta ese momento que Anabella estaba al lado nuestro.

—Muchos creen que existen. —Javier levanta la cabeza—. Si no, ¿por qué se ven tantas luces en el campo?

—¡Basta, Javier! —chilla Anabella y resopla—. Esas historias me asustan. Son para locos como ustedes. —Se ríe, alejándose.

—Dicen que hay un lugar donde aparecen seres como el que vio tu papá —Andrés le cuenta a Simón—. Es peligroso, pero si vas, seguro encontrás algo.

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