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En la amplia avenida los carros se abrían paso a la apresurada ambulancia de sirena penetrante y luz intermitente. A pesar de ser muy temprano la ciudad ya estaba atiborrada de autos y personas que comenzaban su día con mucha prisa. Tras la ambulancia algunos conductores aprovechan la oportunidad de huir de la inmensa cola mientras aquellos que no pudieron escurrirse proferían insultos a los abusadores.


Al llegar a la emergencia de adultos del Hospital Central, un grupo de camilleros esperan con todo dispuesto. Rápidamente el paciente fue trasladado a la sala de terapia intensiva. El paramédico responsable del traslado ofrecía los datos de identificación a la enfermera de guardia a fin de la inmediata notificación a los familiares. Martín Paz, cuarenta y ocho años, dirección desconocida, reportado por unos transeúntes en el momento que sufriera el dolor, diagnóstico previo: infarto agudo al miocardio, tratamiento de asistencia inmediata, efectos personales encontrados: billetera, reloj, cadena, juego de llaves, teléfono celular y portafolio de cuero.


La vida de Martín transcurrió siempre como él quiso que transcurriera. Todo era consuetudinario y normal hasta que aquel aciago día el dolor de un fuerte infarto lo sorprendiera en el medio de la calle. Como todos los días Martín salió temprano para su trabajo; se desempeñaba como gerente en una prestigiosa agencia aseguradora en la que se había iniciado como corredor de seguros. Más de veinte años con una hoja de servicio intachable; tres condecoraciones y muchos méritos acumulados como el empleado más destacado.


Como esposo y padre de familia era sencillamente un hombre íntegro. Irene, su esposa, nunca tuvo quejas de él; jamás un desaire, una discusión ni mucho menos una mentira. Martín la amaba y se lo había demostrado durante cada día de matrimonio. Se habían conocido cuando aún eran adolescentes y su amor fue creciendo con el paso de los años. Pronto decidieron casarse y mudarse de aquel pueblo a una ciudad más prometedora. Con mucho esfuerzo lograron levantar una familia y darle una vida justa a sus dos hijos.


Sin embargo, desde ese fatal día del infarto la vida de Martín Paz daría un vuelco inesperado. Sin poder controlar las cosas como siempre lo hizo, el destino tomó la delantera.


Desde el momento en que fue ingresado al hospital, estuvo internado durante ocho días en terapia intensiva. Afuera en la sala de espera, Irene velaba día y noche por si se presentaba alguna novedad; los médicos le insistían que no era necesario que permaneciera en esa incómoda situación pero ella deseaba estar allí cuando Martín lograra recuperarse. Fueron días de larga y angustiosa espera, rogando con interminables oraciones por la recuperación de su amado Martín.


Una tarde, mientras dormitaba un poco en la silla, una palmada en el hombro la despertó. Era el doctor que le avisaba que Martín había salido de la fase crítica y sería trasladado a una habitación. Irene acompañó a la enfermera hasta el cuarto, le habían asignado una de las habitaciones individuales reservadas para pacientes en estado delicado. Allí lo recibió con una temblorosa sonrisa que intentaba sobreponerse a las lágrimas asomadas en sus ojos. Ese día lo ayudó a bañarse y afeitarse. Martín detestaba sentirse inútil, por lo que a regañadientes aceptó la ayuda de su esposa.


Debía quedarse internado unos días más hasta que su corazón estuviera recuperado nuevamente para las emociones. Al paso de unos días, Irene notaba en la mirada de Martín una gran preocupación y una especie de desasosiego. Solo repetía que debía irse rápido de allí, que debía incorporarse nuevamente a su vida diaria. Irene sin entender el motivo de tanta angustia trataba de calmarlo recordándole que no debía alterarse.


- En casa todo sigue marchando bien y en tu trabajo el sub-gerente se ha hecho cargo de tus obligaciones. No tienes por qué preocuparte innecesariamente. Lo importante es tu recuperación.


Una tarde, cuando Martín platicaba con su esposa pasó lo inesperado. La puerta se abrió lentamente y la figura de una mujer se detuvo en el umbral. Era de mediana estatura, tendría aproximadamente la misma edad de Irene, cuarenta y cinco años, abundante pelo negro, tez blanca y cuerpo aún muy bien moldeado. Su rostro era agradable, pero había en sus ojos una cierta expresión de resignación que le atribuía mucha tristeza a su semblante. Apenas Martín la miró sobrevino el dolor a su pecho, esta vez acompañado de mucha dificultad para respirar. Sus ojos desorbitados miraban de manera pasmosa a la mujer mientras su mano apretaba fuertemente su corazón. Martín atinaba a pronunciar ninguna palabra solo miraba a la mujer y a Irene que confundida le masajeaba el pecho llorando y pidiéndole que no se agitara.


Fue la mujer quien corrió al pasillo y regresó con una enfermera quien empezó a tomarle los signos básicos a Martín. De inmediato, un doctor y dos camilleros lo conducían nuevamente a la sala de terapia intensiva.


Irene lloraba silenciosamente mirando como se alejaba su esposo desvanecido por completo en la camilla. La mujer, recostada de la pared, estaba pálida y con los ojos llenos de lágrima. Empuñaba sus manos como quien eleva una plegaria silenciosa. Irene se le acercó y la miró fijamente como si en su memoria tratara de ubicar su identidad. La mujer con un hilo de voz preguntó:


- ¿Es usted su esposa?


- Si. ¿Y usted, conoce a Martín?


- Si.


- Gracias por la ayuda. Si usted no hubiese estado allí no sé que hubiera hecho. Mire como son las cosas, usted viene a saber de su salud y se encuentra con esto.


- No se preocupe. Ya debo irme.


- Espere, ¿cuál es su nombre?


- María, María Rosas.


La mujer se marchó con paso taciturno. Irene la observó hasta que traspasó la puerta que daba al pasillo principal. Nunca la había visto. Pensaba que podía ser una nueva empleada o quizás cliente de la aseguradora. Tomó su cartera y se dirigió apresuradamente a la sala de terapia. Esperó afuera. Al salir una enfermera, Irene le preguntó por la salud de su esposo y ésta le dijo que no estaba autorizada a dar ninguna información. Inmediatamente salió el doctor que había atendido a Martín desde su ingreso. La miro y le colocó la mano en el hombro.


- Lo siento. Hicimos todo lo posible por salvarle la vida pero este infarto fue fulminante.


El grito de Irene invadió el lugar. Cubriéndose el rostro con las manos solo repetía una y otra vez que no podía ser. El doctor trató de calmarla pero fue inútil. Se sentó en la misma silla donde días atrás esperaba la recuperación de Martín; hundió su cabeza en las rodillas y siguió llorando, ahora más lentamente. La enfermera que saliera minutos antes de la sala de terapia se acercó con un vaso de agua y un calmante. El doctor que permanecía al lado de Irene la convenció de tomarlo.


Minutos después, más serena pero con un dolor inmenso dentro de sí, Irene avisó a sus hijos y realizó todos los trámites necesarios para trasladar el cadáver de Martín a una funeraria. Ese mismo día, en horas de la noche, Irene junto a sus hijos recibía las condolencias de familiares, amigos y compañeros de trabajo.


El día del entierro, el cielo lucía sombrío, una lluvia tenue no cesaba desde la mañana. Irene recordaba cómo le agradaba a Martín la lluvia, sobre todo esa lluvia menuda. Cuando llovía así, colgaba un chinchorro en el corredor de la casa y allí dormía mientras la lluvia le salpicaba en el cuerpo. Era una extraña comunión entre la lluvia y él.


A pesar de la lluvia, fastidiosa para casi todos los presentes, había que dar sepultura a Martín. Los empleados de la funeraria sugirieron a Irene que evitara el sermón del cura en el cementerio, a causa de la lluvia. Pero ella se negó. Todos con paraguas rezaron y elevaron plegarias de descanso eterno mientras en el féretro de Martín caía suavemente la lluvia.


Cuando la última pala de tierra fue depositada encima del ataúd la gente comenzó a despedirse. Sólo quedaban Irene y sus hijos. Al salir del cementerio, Irene reconoció a María en compañía de un muchacho. La llamó varias veces hasta que la mujer se detuvo. Le parecía extraño que no estuviera en la funeraria y aquí daba la impresión de que huía.


María tenía los ojos enrojecidos e hinchados por el llanto. El muchacho tenía una dolorosa pero a la vez seca expresión en el rostro. Irene la saludó y María le ofreció sus condolencias.


- ¿Por qué no vino usted antes, María?


- Hace poco me enteré por el periódico.


- ¿Es su hijo? - Preguntó refiriéndose al muchacho.


- Sí, es mi hijo y el de Martín.


Aquellas palabras sonaron como un detonante en los oídos de Irene. Se negaba a creer lo que había escuchado. Más terrible que la muerte de Martín era aquello que escuchaba. Era su propia muerte, su muerte en vida. Por un momento Irene pensó que iba a desmayarse, cerrando los ojos se apoyó en los brazos de uno de sus hijos y sacando fuerzas de su interior desmigajado se atrevió a decir.


- ¿Qué está usted diciendo? Ofende la memoria de mi marido.


- Solo digo la verdad, señora. Ya no tiene caso que lo siga ocultando; más de veinte años ha sido suficiente tiempo.


- ¿De qué habla usted? ¿Cuál tiempo?


- El tiempo que tenía al lado de Martín, viviendo como una sombra. No por obligación sino por convencimiento porque él ha sido el único hombre que he amado. A los seis meses de casarse con usted me conoció a mí, seis meses después me convertí en su amante.


Las palabras de María laceraban el alma de Irene y derrumbaban todo lo que hasta hoy era su vida. Sus hijos, atónitos, incrédulos le pedían que no escuchase más todo aquello. Pero ella, a pesar del dolor que le producía esa conversación necesitaba llegar al fondo de aquel mar de confusiones.


- El día que fui a verlo al hospital no me atreví a decírselo. Además no era el momento. Si fui a verlo fue porque pensé que lo había perdido. Fueron días de ausencia, luego me enteré de lo sucedido, me desesperé y cometí la imprudencia de ir hasta allá. No pensé que...


Al hablar, María lloraba muy quedamente, con el llanto de los que se sienten opacamente desgraciados. Irene la miraba y en medio de su dolor comprendía por qué esa expresión resignada y triste en los ojos de aquella mujer.


- No debe temer nada. Sólo quería que supiera, no de mí, sino de nuestro hijo. Que sus hermanos sepan que Martín Paz Rosas es su hermano. La vida se encarga de enfrentarnos siempre y es mejor que se conozcan. ¿Sabe? Siento pena por usted, por mí. Nunca hablé de usted con él, de cómo era o de lo que hacía pero hoy que la veo sé que no nos merecíamos esto. Sin embargo, más pena siento por Martín, no porque esté muerto sino porque después de conocerla a usted, he comprendido que él se condenó a estar preso entre dos amores. Porque nos amó a las dos, con la misma fuerza, con la misma dedicación. De mi parte puede estar tranquila, nunca voy a molestarla. Adiós, señora.


Antes de que Irene pronunciara palabra alguna, María se marchó rápidamente con su hijo. Se le veía abatida, como si el peso de veinte años se le hubiese venido encima de un solo golpe. La mitad de su vida había quedado sepultada en aquel cementerio.


Irene regresó a casa con sus hijos. Esa noche no durmió. Solo podía pensar en aquella larga y pensada traición de Martín. Ya nada podía hacer. Al siguiente día, Irene se deshizo de todas las cosas de Martín; así sería menos hiriente la tortura de recordarlo. Pero aún le quedaban sus recuerdos. Martín seguía en ellos, en su piel, durmiendo a su costado cada noche. Sacarlo de allí sería más difícil, quizás necesitaba veinte años más para eso.

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