9. Retribuciones
Manem balanceó la copa de vino sólo para ver cómo su contenido resplandecía por la luz de las velas, como si fuera sangre fresca. Realmente no tenía ninguna intención de beber, sólo estaba matando el tiempo mientras esperaba en el silencio de ese amplio vestíbulo recubierto de tapices y cortinas.
Aquella era una casa enorme, suficientemente pequeña como para aún llamarla casa y no tan grande como para llamarla mansión. Era un rimbombante obsequio de bodas que él no había tenido aún la oportunidad de recorrer, pero sólo desde aquella estancia relucía como el lugar más ostentoso en el que había estado. Era más de lo que necesitaba. Esas comodidades no habían sido la razón de toda esa avalancha de trajines y suplicios, aquello era un efecto colateral que lo dejaba indiferente.
El joven observó con una expresión indefinida el aro de oro sólido que ofrecía un tibio brillo enigmático en su mano. Ya estaba hecho. No había sido tan terrible, o eso era lo que quería pensar. Luego del trago amargo del juramento, todo lo demás había sido un barullo veloz, confuso y enredado. Movimiento, música, el pensamiento de que todo eso era innecesario, el rostro de su madre que parecía contener unas lágrimas, caras conocidas, por ahí notó a Nof, por allá atisbó a Pría, y luego, el fuerte deseo de que todo eso terminara pronto.
Debió haber llegado a cierto índice de estrés para que lo asaltara aquel repentino temor ilógico al ver a su novia. No. A su esposa. Ahora ese era su apelativo, tenía que acostumbrarse a llamarla así.
Sin embargo, si había estado intranquilo, ahora todo lo que estaba era irritado. Ese protocolo era la última costumbre estúpida que iba a respetar, y sólo lo estaba haciendo porque no había tenido oportunidad de evitarlo. Deducía que ese ridículo ritual en el que la recién casada se preparaba en sus aposentos a la llegada del marido estaba pensado sólo para impacientar a estos últimos, pero a él sólo lo estaba cabreando más.
Sus refunfuños internos cesaron cuando un par de criadas aparecieron casi en silencio para comunicarle que su esposa estaba lista, esperándolo.
Esposa. Manem soltó un suspiro antes de encaminarse por aquel largo pasadizo hacia esa desconocida habitación.
Había un lujo superfluo en esa estancia. Era amplia, tapizada y acogedora, había una enorme ventana abierta de par en par y una brisa suave movía los tules que cubrían el lecho. Y allí, sentada y tiesa estaba ella, su silueta se contorneaba por la luz del candelabro que estaba sobre la mesa de noche.
Cuando él entro, reparó en que ella se irguió en un respingo. Ya no estaba ataviada con aquel vestido pomposo, sino con un blanco y largo camisón. Estaba asustada, era evidente, así que Manem procuró controlar su molestia. Después de todo, él se había metido en esto a sabiendas, tenía que ser considerado en algún sentido con su... esposa. Así que se acercó a ella con cierta circunspección.
Era la primera vez que reparaba en ella detenidamente. Era algo pequeña y delgada, de largos cabellos castaños oscuros y lacios. Al verlo, sus ojos verde intenso, como un tupido bosque, brillaron como el de un pajarillo aturdido. Debía tener quince o dieciséis años. A vistas de él, una niña.
Manem arrugó ligeramente el entrecejo ante la mirada de incertidumbre y nerviosismo que le estaba lanzando esa chiquilla, como si él estuviera a punto de hacerle algo terrible.
En alguna parte de su mente, sintió algo de lástima por esa muchacha. Tan joven y ya estaba condenada de por vida a estar atada a las exigencias de otro. Él definitivamente no podría soportar esa vida, pero así eran las circunstancias para ella y no podía hacer nada para cambiarlo. Sin embargo, Manem era alguien razonable, o al menos eso creía él, y entendía que la idea de ese matrimonio era el beneficio mutuo. Eso era lo justo.
—¿Cuál es tu nombre? —Su voz rompió ese pesado silencio como una piedra sobre un lago tranquilo. Para su impaciencia, la muchacha respingó otra vez, como si fuera un mar de nervios.
—Iria.
—Iria. —Manem no pudo evitar fruncir más el entrecejo cuando ella volvió a sobresaltarse sólo porque había pronunciado su nombre. Entonces, comenzó a recorrer la habitación distraídamente. —Como ves, vamos a convivir juntos y debe haber reglas. —La muchacha se rebulló en su sitio y presionó sus manos en su pecho como si procurara mantener sus ropas en su lugar. —Ésta será tu habitación, sólo vas a ocuparla tú. Puedes hacer todo lo que quieras aquí. Préndele fuego si quieres, pero que sea sólo en estas inmediaciones, claro. He mandado a preparar una recámara en el sótano para mí, allí voy a dedicarme a mis cosas y no quiero que me fastidies. Puedes andar a tus anchas en las zonas comunes de la casa, pero el sótano es sólo mío. Así que así vamos a hacer las cosas, tú en tu lado y yo en el mío, los dos felices. ¿Alguna duda?
Iria pareció intentar decir algo pero por alguna razón se contenía, como si la timidez inherente de una muchacha de casa no le permitiera hablar. Manem le dio la espalda para poner sus ojos en blanco ante la exasperación que le causaba ese comportamiento de doncella indecisa.
—¿Vamos a...? ¿Usted va a...?
—No me trates de usted, llámame Manem —aclaró él, no sin cierta molestia.
—Señor Manem...
—Manem, sólo Manem.
—Manem... ¿Vas a ejercer hoy... tus derechos maritales?
—No —atajó él de inmediato—. Ni hoy ni nunca.
Aunque lo dijo sin ninguna amabilidad, aquello pareció aliviar en algo a Iria. Su postura que hasta ese momento había sido rígida y púdica, de pronto se relajó con cierto temblor y expulsó un suave suspiro. Manem también pudo calmarse, el que su esposa fuera una chiquilla temerosa era algo conveniente, así no habría ninguna fricción entre ellos. En varios sentidos.
Sabía muy bien que la consumación era una parte importante en el matrimonio, pero Manem quería que ese aspecto de su nueva vida marital permaneciera siendo secreto para él, por varias razones. La primera era que posibilidad de traer un engendro al mundo no era algo que lo deleitara. No tenía tiempo para eso y no quería agregar una preocupación más a su larga lista. La segunda era que le asqueaba sólo pensar en aprovecharse de una chica por esas circunstancias. Y la última, que nunca había sentido la urgencia de conocer a una mujer en ese sentido.
Asumía que esa falta de interés era, o bien un rasgo de su personalidad, o bien una característica que se desprendía de su especialidad. Él era un híbrido entre dos especies, después de todo, una cosa nunca antes vista. Y, haciendo un símil con algo menos noble e impactante, tal vez él era como el resultado de una mezcla entre un caballo y un burro: una mula. Las mulas son seres infértiles.
Tal vez él también era infértil, no pretendía averiguarlo, claro. Pero posiblemente, la naturaleza había omitido en su cabeza el ánimo de querer perpetuar su condición en otra persona. La naturaleza era sabia y él era una mula intelectual. Manem era totalmente consciente de la ridiculez de esa analogía. Claro estaba. Pero le gustaba juguetear con esa teoría.
No se demoró en conocer a su esposa, una vez sentada la regla principal de la casa, se despidió con un escueto ademán y se retiró.
Y luego, cuando entró en ese sombrío, amplio y húmedo sótano, realizó un recorrido panorámico de lo que sería su taller. Aquella sala no tenía adornos y apenas contaba con muebles, de hecho sólo tenía una mesa de madera vieja y un catre colocado recientemente; contaba también con una salida hacia el jardín, como si hubiera sido pensado para ser una habitación para la servidumbre. Unas ventanas rectangulares y estrechas lo dotaban de la escasa luz de la luna, la madera crujió mientras él se paseaba con lentitud, como un niño contemplando un regalo. Manem hubiera podido dar un brinco y ponerse a bailar. Ese lugar era perfecto, sólo le faltaba tener un moño pegado en la pared.
Éste era el inicio de la retribución por su decisión, la punta del tempano. Por fin, podría dedicarse tiempo completo a lo que siempre había querido. Era libre desde el alba hasta el atardecer, y nadie le iba a imponer ninguna barrera.
Esa enorme edificación lucía antigua y solemne desde afuera, pero adentro estaba sumergida en un silencio mortal, como si se tratara de una cripta. La luz penetraba copiosamente desde los vitrales y revelaba largos pasadizos con estanterías que llegaban hasta el techo, largas e inalcanzables. El olor a libro viejo inundaba esa bóveda opacando todos lo demás.
Era la primera vez que Manem pisaba el interior del Magisterio y tuvo que controlar su expectativa pues estaba seguro de que le iba a dar una taquicardia. Se había aparecido en la puerta a primera hora del día, peripuesto de una larga túnica oscura, como era reglamentaria y atiborrado de una serie de pergaminos y tinta.
Sabía que ningún libro debía salir de allí, pero sí tenía permiso para copiar y tomar apuntes. Y en realidad, de ser por él, se quedaría a vivir allí de ser posible. Había tanto que leer y tan poco tiempo. Pero Manem apartó rápidamente su embelesamiento y se dispuso a iniciar sus investigaciones. Tenía una serie de temas en su cabeza pero tuvo que dejarlos de lado para priorizar lo más importante en ese momento: la maldición de Pría.
Se demoró un par de horas en reunir los tomos que eran de esa competencia y las siguientes las consagró en devorarlos a una velocidad abismal, como si fuera una máquina. Manem era del tipo que cuando se abocaba a una actividad que lo absorbía, el mundo desaparecía a su alrededor, y sólo eran él y su libro. Así que no sintió las horas pasar, ni notó las contadas y escasas personas que pasaron a su costado. Éstas apenas eran como sombras mudas que entraban y salían de la sala y se internaban en las cámaras más profundas de la biblioteca.
—Interesante lectura.
Esa voz lo interrumpió de su concentración y le hizo tener un acceso de disgusto. La hubiera ignorado descortésmente de no ser porque le inyectó una oleada de repulsión que lo puso alerta. Conocía esa voz, Manem se volvió de improviso.
—¿Quién es usted?
Aquel hombre tenía un talante soberbio, y el cabello café bien peinado. Manem cayó en cuenta de que en verdad nunca lo había visto antes, pero su desconcierto se deshizo cuando él le ofreció una repentina y desagradable sonrisa de dientes radiantes.
—Es una lástima que en ninguno de los libros de aquí estén las respuestas que buscas.
Manem dejó caer su quijada, de repente la alarma le impidió reaccionar. No había esperado encontrar a ese hechicero en plena luz del día y hablándole de forma casual, como si fueran unos conocidos amigables.
—Tú...
—Puedes empaparte de todo el conocimiento de estos muros —interrumpió el brujo—, pero cuando lo hagas, ya será demasiado tarde. El tiempo, mi estimado Manem, siempre es esencial. Si realmente entiendes eso, será mejor que consideres otras opciones en lugar de exponer una vida inocente.
—¿Cómo te atreves a decir eso? ¡Ustedes fueron quienes la maldijeron!
Aquel intercambio, aunque efusivo, estaba limitado en susurros, no obstante, estaba llamando la atención de los demás presentes. Aunque el brujo pareció estar al tanto de eso, no manifestó ninguna incomodidad. Sin embargo, le ofreció una sonrisa relajada al joven antes de desaparecer en una indiferente retirada.
—Pero eres tú quien decide, Manem. —Fue lo último que dijo.
Un silencio cortado por el deslizar de páginas de libros y pasos amortiguados volvió a imperar en esa sala de la biblioteca del Magisterio. Manem tuvo que dejar pasar unos minutos para calmarse mientras se contenía de no ir tras el sujeto para prenderle fuego.
Ya sabía que era un noble, pero no había esperado encontrarlo allí. Tal vez había sido un error tonto, claro que era probable encontrar a miembros de esa logia en un lugar como ese. ¿Por qué se expuso ante él? Ahora Manem podía averiguar su nombre y podría... No podría hacer nada. Salvo la única alternativa que había sugerido Nof y que él se negaba a ejecutar. No iba a matar a nadie.
Se dio cuenta que sus manos estaban temblando de la frustración y la cólera, y se forzó a retomar su concentración con más ahínco, tratando de ignorar las palabras de ese hombre. Seguramente buscaba mellar su confianza; lo más probable era que quisiera disuadirlo de su tentativa para que jugara su juego. No era posible que no existiera una cura para lo de Pría, no era posible que él no pudiera encontrar o crear una. Pero ¿y si realmente era así? ¿Si lo que necesitaba no se encontraba en toda esa ruma de páginas viejas?
—¿Te sientes mejor? —le preguntó Manem a Pría luego de que ella se empujara de una sola tanda un brebaje verduzco que él le había preparado.
La muchacha dibujó un rictus de desagrado en toda su cara, luego esperó unos segundos y finalmente, negó con un ademán de la cabeza. Manem arrugó su entrecejo con desasosiego y después se dispuso a apuntar en su bitácora.
Había equipado rápidamente su nuevo taller con miles de chucherías y utensilios extraños que Pría apenas podía deducir para qué servía cada cosa. La mesa central estaba enterrada en libros, pergaminos, papeles sueltos, plumas, botellitas de tinta entre otras cosas como si hubieran sido reunidas a través de años, en lugar de días.
Manem se percató de soslayo de la disimulada expresión de dolor de Pría al sujetarse el brazo. Ella lucía más pálida de lo usual y los hechizos paliativos que le había aplicado ya no resultaban tan efectivos. El mejunje que le había ofrecido era el quinto en una lista de pruebas, y todas y cada una de ellas había sido desalentadora.
Aunque le encantaban los misterios, Manem comenzaba a desesperarse. Aquel no era un acertijo cualquiera, si no hallaba la solución pronto otra persona pagaría las consecuencias. Y sería por su culpa.
—Esto de verdad está revolviéndote los sesos ¿cierto? —comentó Pría, y él regresó de su mundo de preocupaciones.
—Encontraré la manera —replicó al instante—. Aún estoy...
—Sí, te creo —cortó ella alzando ambas palmas para indicarle que parara—. Se nota que te estás esforzando —dijo lanzando una furtiva mirada ladeada a la montaña de apuntes, los platos sucios y la sencilla cama arrinconada en una esquina. Era evidente que él había hecho de ese taller también su hábitat cotidiano. —Pero claro, espero resultados —agregó con resolución. Manem la observó por un momento, luego a sus escritos y lanzó un suspiro.
—Gracias por... ser paciente —musitó, exhausto.
—Esto no es lo único que hay en tu cabeza ¿verdad? —aventuró ella, con un diminuto brillo de sospecha en sus ojos—. ¿Tan mal te fue después de tu boda? ¿No le agradas a tu esposa?
—¿Mi qué? Ah, no, no es eso.
Manem dudó por un momento, pero al fin decidió confiarle a Pría su encuentro con el hechicero en la biblioteca hacía un par de días. Después de todo, ese asunto también le competía a ella, además, siendo sincero con él mismo, necesitaba descargar esa información en algún lugar; había tenido esa incomodidad atenazada en el centro de su cabeza como una aguja que no dejaba de escocer. Y después de que hubo terminado, tuvo que agregar a esa lista el que ella era buena escuchando.
Pría esbozó un semblante discreto antes de hablar.
—Bien, entonces con más razón debes hallar esa endemoniada cura por tu cuenta —opinó con los labios arrugados en una mueca. Manem, que por un momento temió que le exigiera recurrir a esa logia de dementes, permaneció un instante perplejo.
— Tú... ¿hablas en serio?
—Tú me dijiste que podías hacerlo. Puedes ¿no?
—Sí, creo que puedo.
—¡Pues hazlo!
Manem se sorprendió cuando se dio cuenta de que no tenía réplica a eso. Más aún cuando la tensión que había almacenado inconscientemente se distendió un poco. Tal vez el ajetreo de ese estúpido matrimonio y ese encuentro furtivo con ese desgraciado estaban afectando su juicio. Cuando estuvo por responderle a Pría, de repente una de las criadas tocó la puerta para comunicarle que un conocido lo buscaba.
Unos momentos después, un niño de cabellos dorados entró descendiendo por los escalones de dos en dos, y luego de saludar a Manem y a Pría, empezó a recorrer el taller con un ánimo curioso.
—Bonita cueva —comentó Nof, como si los ignorara sin intención, pero Manem se percató que le lanzó un par de miradas recelosas a la joven.
—Está bien. Sea lo que quieras decirme, suéltalo —le dijo Manem, pero Nof no pareció dispuesto a abandonar esa pantomima disuasiva y empezó a ojear uno de los libros de la mesa.
—Muy bien... es criterio tuyo —opinó con simpleza a modo de desacuerdo—. Se exige tu presencia en una asamblea draconiana.
—¿Qué? —Manem hubiera preferido no haber dicho lo anterior, pero ya estaba hecho. Sólo había asistido a ese tipo de reunión una sola vez en su vida y no había sido algo muy bueno. —Pero ¿por qué? ¿Ha pasado algo?
Ésta vez, Nof lo miró directamente, unos ojos serios que no encajaban en la faz de un niño de esa edad.
—Al parecer, ellos creen que has traicionado el pacto.
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