8. La doncella de blanco
No era que Manem se mostrara pesimista, pero ya se había documentado anteriormente sobre este tipo de encantamientos y sabía que eran... complicados. Por decirlo menos.
Un maleficio era bastante similar a una enfermedad, los había sencillos y las había complejos. Y también, los había de los que no tenían solución, de esos que sólo puedes esperar la muerte y procurar que suceda con el menor sufrimiento posible. El embrujo que pendía sobre Pría era de esa naturaleza.
A decir verdad, había pensado hacer una investigación más a fondo sobre este rubro en un futuro, la cuestión era que no se había planteado nunca que la tuviera que realizar tan pronto y en una suerte de carrera contra el tiempo. Oh, claro. Sin mencionar que ahora tenía a una sarta de desquiciados de los que cuidarse, que parecían tener un sórdido interés en él.
—Asumo que estos desgraciados quieren extorsionarte con esto ¿me equivoco? —conjeturó Pría un día, a Manem no le sorprendía su agudeza. Pero observó de reojo su reacción.
—¿Quieres que recurra a ellos?
—¡No! Tú eres ya suficientemente problemático como para que me involucre con otros lunáticos —sentenció de inmediato ella, y Manem agradeció que pensara así, aunque no le gustó que lo llamara "lunático"—. Además... una extorsión es una extorsión. Nunca se debe ceder ante un abusador.
Esas palabras representaron un verdadero alivio para Manem. Aunque era algo menor que él, Pría era una de las personas más sensatas que conocía... fuera del hecho que ella también asaltó mansiones junto a él por falta de dinero. Al menos, ambos coincidían en no consentir esa amenaza tan perversa.
Manem no podía dejar de apreciar esa sensatez que estaba arrebozada con cierta terquedad y valentía, pero no le dijo nada. Se sentía en falta, así que sólo cerró más lo dedos entorno a la cálida taza de té que ella le había ofrecido por cortesía.
El estrecho hogar de Pría era la estancia más pequeña donde Manem había estado jamás. Su habitación y la sala eran, prácticamente, un mismo espacio. Y había que agregar que ni siquiera le pertenecía a la muchacha, pues era un ambiente arrendado. Sin embargo, ella había conocido peores días. El joven sabía que ella estaba remontando de poco a poco y por su cuenta. Ella misma era una historia de superación en proceso. Salvo por el desliz de los robos en el que ella fue bastante crítica consigo misma, Pría era una chica honesta, y pensaba continuar con esa vida honrada, ahora que ya no tenía que cargar con su malicioso padre.
—¿Por qué no te hicieron esto a ti? El asunto es contigo, ¿por qué a mí? —inquirió ella con una acentuada nota de reprimenda.
Esos últimos días parecía que había sido la única inflexión con la que hablaba cuando se dirigía a Manem, y él ya se estaba acostumbrando. En realidad, él le daba la razón por tratarlo así. Hasta el momento, todo lo que había podido lograr era infundirle hechizos paliativos para que no sintiera dolor. Pero el maleficio seguía existiendo y continuaba avanzando.
—Porque yo soy inmune a esas cosas —le respondió.
—¿Es porque eres... un mestizo?
—Sí.
—Eso explica muchas de tus rarezas.
Manem sintió una extraña incomodidad al escuchar a alguien opinar sobre su secreto. Muy a pesar suyo, Pría sabía demasiado respecto de él. No obstante, luego de la impresión inicial al enterarse de que él no era completamente humano, pareció tomárselo de una forma muy serena. Pero el joven aún estaba acoplándose al hecho de que existía una persona normal que sabía qué era él. Al menos agradeció que fuera Pría.
—Estás seguro que puedes reparar esto ¿cierto? —cuestionó consecutivamente ella. Manem tenía la sensación de que como aún ella no percibía el verdadero malestar de su nueva condición, no se mostraba tan asustada. Aún así, cuando respondió, pretendió lucir confiado.
—Te dije que lo haré. Sólo dame tiempo.
—¿No puedes hacerlo más rápido? Mis vecinas ya han notado que vienes a menudo y me están haciendo preguntas molestas —emitió a manera de queja—. No sé porqué eres tan popular con las mujeres.
—Yo sí sé, es porque mi rostro es simétrico, y la simetría da una sensación de salud y bienestar —acotó él, como un dato fáctico.
—¿Es decir que todas te persiguen porque creen que eres saludable?
A Manem no le gustó que desestimara su teoría con cierta mofa, pero de nuevo, la remanente sensación de culpa lo previno de replicar.
—En todo caso, para que tus vecinas no te fastidien, puedes venir a mi casa. Te recibiré en cualquier momento.
Ella lo observó con cierta reserva, con las cejas ligeramente arrugadas, por un momento Manem pensó que había hecho algo ofensivo en algún sentido.
—¿No sería inapropiado? —cuestionó ella.
—¿Por qué?
—Bueno... porque estarías en tu luna de miel... Es decir, te casas mañana ¿no es así?
—Oh, eso...
Eso... Manem hubiera preferido no pensar en eso, cada vez que su mente tocaba ese inevitable tema, él mismo prefería cavilar sobre cualquier otra cosa. Y no era que le faltaran problemas en los que pensar, estaba lo de ese dragón traidor o esos hechiceros de la logia, por ejemplo.
Lo único beneficioso de esa ridícula ceremonia era el dinero y el título, eso significaba también que tendría más posibilidades para encontrar la cura que necesitaba Pría. Eso era algo bueno. Pero conforme el tiempo se había ido reduciendo, y él vivía sus últimas horas de soltería, estaba siendo irremediablemente más consciente de que aquella grandiosa idea iba a ser una grandiosa carga.
De repente, para su sorpresa y a pesar de que él mismo había establecido que no le importaría, se encontró deseando y rezando por que su futura esposa fuera alguien que no diera problemas. Puesto que la tendría que ver todos los días ¿no era así?
No pedía que fuera alguien rebosante de virtudes, no pedía que fuera tolerante o prudente. Sólo que no diera problemas, que no fuera entrometida, que no lo fastidiara y que lo dejara ser. ¿Era tanto pedir? Casi de manera automática, Manem se encontró repudiando a esa mujer que aún no conocía.
Esa noche, terminó de acordonar unos detalles con su abuelo y casi dio un respingo de alegría de ya no tener que sostener ninguna relación con ese viejo. Luego gastó unas buenas horas con unos amigos que le invitaron unas copas para celebrar sus inminentes nupcias. No es que tuviera una felicidad genuina por celebrar, pero no iba a rechazar ese gesto.
Esa pequeña reunión terminó cuando todos ellos cayeron ebrios, pero Manem prefirió ser medido al respecto. Si algo era peor que casarse, eso era casarse con las secuelas de una borrachera. Además, no tenía la más mínima idea de qué cosas podría hacer o decir sin estar sobrio pues nunca había llegado a ese extremo. Y ese iba a ser el peor día para hacerlo.
—Vas a seguir con toda esta locura hasta el final ¿no? —le dijo Zuzum en la mañana.
A Manem le extrañó que no hubiera recriminación en su voz, sino un ánimo ya resignado. También le sorprendió encontrarla ataviada con un vestido de gala, ella lucía hermosa, con un halo de armonía y elegancia en torno a ella y también, de cierto pesar. Sin mediar palabras, entendió lo que eso significaba.
—Manem, creo que cometes un error —señaló con cierta cautela—. Pero eres mi hijo... aunque seas endemoniadamente terco.
Él le dedicó una sonrisa consoladora. Su madre y él, ambos eran pertinaces hasta la médula, así que el que ella finalmente cediera un poco le conmovió. Sin embargo, sabía que ella no estaba dando su brazo a torcer y que no aceptaba su decisión. Podía respetar eso y, de hecho, no esperaba menos de ella.
—Lo siento, madre —le respondió, envolviéndola en un delicado abrazo—. Todo irá bien... veré la forma de que sea así, te lo prometo.
Zuzum era la mujer más fuerte que Manem conocía y la admiraba mucho, por eso esas semanas donde sus interacciones habían sido punzantes, le habían causado una constante congoja. Sin embargo, con los nervios imperiosos de un joven a punto de ingresar en la alfombra nupcial, aquella conversación fue una oleada fresca y un alivio que necesitaba.
Aún meditaba en ello mientras se atolondraba por colocarse como sea una serie de aditamentos y accesorios inútiles a sus ropajes (y en un momento estuvo a punto de tirarlo todo a la basura) cuando la puerta se abrió nuevamente. Manem alzó una ceja de extrañeza al encontrarse a Sefius peripuesto con ropas de viaje, una capa y un macuto. Sefius le hizo un gesto de saludo con la cabeza con su usual soltura.
—Supongo que no vienes a decirme que me amas pero que soy un imbécil —emitió el joven.
—No, asumo que eso ya te lo dijo Zuzum. Lo que sí tengo que decirte es que no podré asistir a tu boda, lo lamento.
—Descuida. —Si yo pudiera tampoco asistiría a mi boda. Pensó él. —¿Adonde viajas?
—Voy a ver a tu padre. Ha sido ya un buen tiempo, pero estaré de vuelta en un mes o dos.
Manem dejó de hacer toda su faena al instante y observó a su tío con una nueva expresión de reserva y escrutinio. Sefius, sin embargo, pareció igual de distendido. Aquello era extraño, su tío no hacía ese tipo de viajes de forma tan inusitada, Manem sabía que había una razón detrás de eso.
En su cabeza salió a flote la preocupación estúpida de que Sefius le comunicaría a su padre sobre su boda. Sabía que su tío lo haría y lo narraría todo desde su punto de vista. Manem hubiera preferido decírselo en persona, para que no se llevara la idea de que era un convenido inescrupuloso. Tuvo que desplazar ese pensamiento y agregar perspectiva a su mente, había algo más importante que eso. Más apremiante.
—He estado pensando... —empezó, con un aire fingidamente casual—, lo que ese sujeto dijo es verdad. El Pacto del Rojo algún día va a terminar, no está pensado para que sea permanente... ¿Acaso es ese el motivo de tu viaje?
—No deberías preocuparte por eso —emitió su tío encogiéndose de hombros, entonces Manem supo que había dado en el clavo.
—¿Acaso hay algo que debería saber?
—No.
Manem reparó en que estaba formulando mal la pregunta. Ese era un usual método disuasivo de Sefius.
—¿Qué es lo que no me estás diciendo?
—El pacto y todo lo relacionado a él, es un problema que no debería desvelarte. No hay nada que puedas hacer al respecto.
—Es un poco tarde para eso desde que unos dementes están detrás de mí. Sefius ¿Qué rayos no me estás diciendo? ¡Éste también es mi problema!
—No está en mí el decírtelo.
—¿Ah, no? ¿Entonces en quién?
—En Ítalos.
Manem enmudeció al instante como solía ocurrir cuando cualquiera le traía a colación ese nombre. Sefius, sin embargo, lo observó como si su reacción le causara curiosidad.
—¿Mi padre? ¿Qué... qué es lo que...?
—Manem, si hay algo que sí puedo decirte es que no soy de la idea de mantenerte alejado de todo esto, pero Ítalos no piensa como yo, y él es tu padre, así que no puedo contravenirlo al respecto. Esto es algo que tendrías que hablarlo con él.
Y así fue como su recientemente encontrada y quebradiza tranquilidad antes de su boda, se le vino abajo. Casi estuvo a punto de aventarle algo a Sefius como muestra de agradecimiento antes de que él se marchara. Y al cerrar la puerta, su tío lo dejó en medio de un mar de dudas y cuestionamientos. ¿Su padre estaba planeando algo a sus espaldas? ¿Por qué no se lo había dicho? ¿Acaso no confiaba en él? ¿Qué era tan importante o peligroso que no quería que él siquiera metiera las narices? ¿Qué tenía pensado hacer luego de que terminara el pacto?
Manem maldijo el que Sefius le hubiera revelado eso en ese preciso momento, su tío a veces podía ser un maldito intrigante. Y también le enfureció que no quisiera decirle más. A menudo el saber que se ignora, corroe más que el conocimiento mismo. Y en lo que sobrevino ese día, Manem estuvo más atento a sus cavilaciones internas, que se carcomían por esas preguntas, que a lo que sucedía en su entorno. De alguna manera, todo lo que estaba relacionado a su padre siempre lo afectaba de una forma exponencial.
Y eso se aplicó también ese día, que era el día de su matrimonio.
El pacto era para detener una guerra. ¿Qué era lo que estaba planeando su padre cuando esa guerra volviera a rebrotar? ¿Qué más iba a sacrificar?
De repente, él estaba andando sobre una alfombra de diseños intrincados. Su mano en el bolsillo, con los dedos cerrados de forma férrea alrededor de una lisa escama roja de dragón. Ese día hubiera sido importante para cualquier persona promedio, pero él no era alguien ordinario. Él era especial.
Manem se reafirmó en silencio. Si había algo que se estaba elucubrando a sus espaldas, él tenía que estar preparado para ello, debía ser alguien más diestro de lo que era y también, debía de averiguar qué planes le ocultaban. Para ello, esta ceremonia era algo necesario.
Él estaba manteniendo una postura erecta y escuchaba lejanamente las palabras del sacerdote como si éste estuviera hundido debajo de un estanque. Y mientras se exponía todos esos argumentos en su cabeza, de pronto sus voces internas se acallaron. Pues fue cuando la vislumbró por primera vez, ascendiendo por las cortas escaleras hacia el altar.
No podía verle el rostro, éste estaba velado debajo de un manto blanco casi transparente de brocados dorados. Era una joven regodeada de un vestido blanquecino y que, con los rayos del sol que penetraban por las ventanas de la iglesia, parecía resplandecer con una luz propia. Ella parecía flotar y deslizarse con una elegancia y gracilidad que parecían casi irreales.
Como una persona de libros, Manem no era presto a tener vaticinios. De hecho, los desestimaba por el peso de la lógica. Sin embargo, en ese momento lo que estaba experimentando calzaba perfectamente con la definición de "vaticinio". Y era uno no muy bueno. Él mismo se sorprendió de que lo asaltara sin ningún sustento aquella sensación mientras su novia se reunía con él en el altar. Y cuando ella posó su mano en la de él, tuvo la convicción palpable de que un camino se abría para los dos, directo hacia la desgracia.
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