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6. Reunión clandestina

Para el bastardo rojo

Sería un gran honor contar con su presencia en nuestra siguiente reunión.


Manem había podido percibir con claridad como una ruma de preguntas se agolparon en los sinceros ojos de Pría, pero ella ya sabía demasiado para su gusto y además era muy juiciosa. Así que no dudó en despedirla sin mucha cortesía hasta que ella lo dejó en paz. Sintió que fue muy desconsiderado, después de todo ella era una buena chica, pero al fin pudo estar a solas para leer su carta.

Aquel mensaje parecía demasiado ambiguo, sin embargo, la verdad era que contenía mucha información entre líneas. Una serie de premisas que al joven le sentaron demasiado perturbadoras. Sólo con las cuatro primeras palabras entendió que este asechador no tenía ninguna ligazón con los dragones.

Bastardo rojo.

Así era como los dragones enemigos de su padre lo llamaban, entre otras designaciones menos elegantes, por supuesto, pero esa parecía ser su favorita, para consternación de Manem. Una de las cosas que él no podía soportar era la imprecisión a la hora de usar los términos, y el que lo llamaran "bastardo" era algo que lo enervaba. Él no era ningún bastardo, sus padres estaban casados, así que técnicamente era algo incorrecto llamarlo así.

Una sola vez en su vida había comparecido ante una reunión draconiana, una suerte de asamblea donde ellos tomaban decisiones importantes que aplicaban para toda la comunidad. No había sido invitado allí, en sentido lato; sino que Sefius le había comunicado que estaba obligado a asistir. Y aquel fue el primer roce con esos espíritus de fuego que habían adoptado forma humana.

Si algo había quedado claro en esa experiencia, fue que a raíz de esa reunión quedaba oficialmente establecido que él siempre estaría bajo la constante vigilancia de la escrutadora mirada draconiana (lo cual no era algo tranquilizador de saber) y también, que ellos preferirían ser descuartizados vivos antes que convocarlo de manera directa a ese tipo de congresos, pues eso sería reconocerlo de forma pública como uno de ellos.

Manem no se ofendió por el asunto. De hecho, creía que tenían razón, él no era un dragón y tampoco un humano. Pero al final del día, era parte de la comunidad draconiana, era un problema que ellos no podían ignorar.

Quien había escrito esa misiva había querido darle a entender que conocía su verdadera naturaleza.

Los ideogramas escritos al final de la carta le permitieron deducir más. Para el joven era un lenguaje prístino y sencillo de descifrar, pero una persona menos versada no hubiera entendido nada. Eran runas que solo los hechiceros conocían, indicaban el lugar y la hora de dicha reunión. Manem se quedó perplejo ante esa invitación; se trataba de un hechicero, de hecho, una agrupación. Humanos que conocían su secreto.

—Si pertenecieran a los hechiceros del rey, ya te habrían apresado —manifestó Sefius con tranquilidad.

Un silencio meditativo se asentó en la estancia donde se encontraban Manem, Sefius y el pequeño Nof. A pesar de que no era mucho su estilo (ni su intención), Manem se sintió obligado a reportar aquel suceso a su tío. Aunque casi estuvo a punto de no hacerlo, pues le estaba dando la impresión de que era similar a tocar su puerta lloriqueando por ayuda. Sin embargo, éste era un hecho que podía ser potencialmente peligroso para la estabilidad del Pacto del Rojo, así que, muy a su pesar, no había tenido otra alternativa.

—Sería bueno que asistieras a ese encuentro, así nos enteramos de quiénes son y podríamos eliminarlos después —sugirió Nof y Manem levantó una ceja ante esas palabras. El aire risueño del niño, se había esfumado a otra parte para dar lugar a un semblante serio, inusual en alguien de su edad.

Era precisamente ese tipo de comentarios que le hacía recordar al joven que, contrario a su apariencia, Nof no era un niño, sino un dragón de más de cien años.

—No vamos a eliminar a nadie —emitió Manem.

—Depende de sus intenciones. Pero si es que saben ya demasiado, tendríamos que considerar esa idea.

—No vamos a eliminar a...

—Primero debemos conocer por completo la situación —interrumpió Sefius con resolución y los dos se callaron al instante—. Por lo pronto, deberías asistir a dicha reunión. Estaremos cerca por si nos necesitas.

—Puedo cuidarme solo —espetó Manem con fastidio. A decir verdad, él también coincidía con esa sugerencia, pero no podía dejar de sentir el último enunciado como uno sobreprotector; él no necesitaba una niñera y, de hecho, Manem era capaz de neutralizar a Sefius si es que se lo proponía, los dos estaban conscientes de eso. Sin embargo, Sefius no se afectó en lo más mínimo.

—Lo sabemos, pero no queremos que llegues mal parado a tu boda —dijo con una sonrisa ligeramente ladeada. Manem recordó entonces que en unos días iban a llevarse a cabo sus famosas nupcias y hubiera preferido que no se lo señalaran.

—Son sólo personas, no podrían siquiera despeinarme.

Él sabía muy bien que podría dominar una situación que involucrara fuego o magia. Pero, aunque su seguridad al respecto era genuina, si es que una turba de gente lo cogía a palos, otra sería la historia.

Para esas destrezas físicas, Manem tenía una habilidad más o menos promedio, como la de una ardilla fiera, y él era plenamente consciente de eso. Pero compensaba esa falta con su pericia en las artes mágicas, aunque sabía que ésta tenía sus límites. Sea como fuere, era necesario descubrir a esos asechadores. Simplemente no podía existir gente andando a sus anchas por el reino conociendo aquel secreto tan importante.

Él nunca había contemplado el caos que había sucedido pero conocía la historia de los acontecimientos antes de su nacimiento. Sabía que una ciudad entera había sido calcinada, sabía que la capital del reino estuvo a punto de sucumbir bajo la misma suerte. Mucha gente había perecido en esas catástrofes, muchos habían perdido sus hogares o quedado lisiados de por vida.

El Pacto del Rojo, aunque no le agradara del todo, preservaba la paz que se había establecido esos años. Manem lo entendía y lo respetaba, mucho se había sacrificado para lograr ese acuerdo. Y aunque su familia sufría por ello, él no tenía la más mínima intención de quebrantarlo.

Ese acuerdo le había costado mucho a su padre y, de alguna manera, él también sentía que era su responsabilidad el preservarlo.

Ese día aparentó ser como cualquier otro. Visitó a su bisabuelo para ultimar unos detalles de la ceremonia, realizó sus trabajos respectivos sin mucha premura y el almuerzo con su madre fue un poco más fluido que en los días anteriores. Aún no tenía la certeza de si ella iba a asistir o no a su boda, pero aquello no era especialmente relevante para él. Seguía sintiéndose algo culpable por esa situación, así que se estaba esmerando en ser comedido con Zuzum. Luego de la comida, se encargó de la limpieza de la vajilla y la cocina; cuando él quería, podía ser encantador, pero su madre no estaba muy impresionada.

No obstante, todas esas actividades las realizó casi mecánicamente. Conforme se acercaba la hora señalada, Manem no podía dejar de admitir que una leve tensión se acrecentaba en su pecho, y también una fuerte curiosidad. Eso último no podía evitarlo porque aquel problema aunque potencialmente peligroso, era misterioso.

Cuando el farolero empezó a encender las llamas de las lumbres de la avenida. Manem se sumergió por unas calles que se hundían en la oscuridad de la emergente noche. Atravesó por callejones mugrientos y adoquines sucios, y tuvo que apresurar el paso cuando detectó algunos potenciales rateros y cuando algunas mujeres de mal vivir quisieron acercársele; luego descendió a paso rápido por una hilandera de tabernas y otros negocios de dudosa reputación. El lugar de reunión no era precisamente maravilloso, pero eso era lo último que importaba.

Desde el inicio del trayecto, había aguzado sus sentidos, completamente alerta; y no sólo por la zona que estaba recorriendo, sino porque desde hacía un buen rato tenía la sensación de que estaba siendo observado.

—¿Qué quieres aquí, niño bonito? —le preguntó el portero grandulón y desgarbado que custodiaba la entrada de un sobrio portón de madera oscurecida que se encontraba casi hundido en el centro de un callejón sin salida.

Quiero que me ilumine el fuego blanco —recitó Manem.

El hombre le concedió una mirada ceñuda y de un codazo abrió la puerta y le dio pase. Aquel había sido el santo y seña que le habían indicado en el escrito, y para el joven era ya demasiada parafernalia que suponía que sólo buscaba amedrentarlo.

Manem destensó sus dedos antes de entrar, por si es que debía desparramar una llamarada de fuego de improviso. Aquella entrada lo condujo a un corto e iluminado pasillo de madera pulcra y lustrada que contrastaba con la delicadeza de un puñete con el entorno mohoso de la calle.

La puerta se cerró detrás de él con un sonoro portazo y, de repente, Manem sintió que ya no había más opción que avanzar, sin embargo, aquella había sido la idea desde el principio.

Ni bien dio un paso que hizo crujir la madera, una silueta oscura apareció al final de ese estrecho pasadizo, una figura puntiaguda y encapuchada. Manem se paralizó al instante, no pudo vislumbrar bien ningún rasgo en aquella persona, y casi se sobresaltó cuando una sonrisa se dibujó en el rostro de ese desconocido, una que pretendía ser hospitalaria pero que le dio un estremecimiento áspero al joven.

—Bienvenido —musitó ese hombre con una corta reverencia—. Lo esperábamos, pase por favor.

Manem no se movió ni un centímetro, trató de encontrar algún parecido con cualquier persona que hubiera visto, pero nada. Cuando por fin se decidió a avanzar, el encapuchado levantó de repente su índice.

—Pero antes tiene que usar esto.

De sus mangas extrajo un brazalete liso y plateado. Manem observó de manera fugaz que en su superficie estaban pirograbadas una serie de runas pero no podía distinguirlas bien, y no era necesario. Sabía qué era eso. Un inhibidor de magia, algo que se había inventado hacía algunos años, era utilizado sobre todo para hechiceros fuera de control y aquellos que eran confinados en prisión. El joven frunció el entrecejo.

—Son medidas de seguridad.

—Yo soy quien requiere medidas de seguridad. No voy a ponerme eso —emitió Manem.

—Esto no afectará su control sobre el fuego ¿me equivoco? —conjeturó el hombre. El muchacho no replicó, se quedó algo perplejo que le confirmara de forma tan directa ese conocimiento. Sabía que estaba en lo correcto, pero aún así no se movió de su lugar.

Aunque él pudiera dominar las llamas, no había fuego que pudiera salvarlo de una golpiza o del filo de una espada. Y como no tenía intención de matar a nadie por incineración, estaba en un pequeño impase. Tal vez tendría que planteárselo seriamente en ese momento.

Mientras Manem debatía en su cabeza, el encapuchado se adelantó a cualquier conclusión.

—No es nuestra intención forzarlo... —Entonces extendió su mano e hizo una seña a alguien que se encontraba detrás de él; Manem se puso alerta en súbito. —Pero verá que nosotros podemos ser persuasivos.

Se escucharon unos pasos secos y de pronto, otra figura emergió detrás del encapuchado. Se trataba de dos personas, una de ellas estaba ataviada de la misma manera que ese desagradable anfitrión, pero la otra era una muchacha que estaba amordazada y maniatada. Manem reconoció esos cabellos azabache recogidos en una coleta sencilla, pero la expresión de terror era nueva. El encapuchado la empujó sin mucha gracia y ella casi tropezó al encontrarse con los ojos de Manem.

—¿Pría? —masculló él para sí al verla.

Le pareció tan incoherente verla allí que no respondió por unos buenos segundos. Él ni siquiera se había anticipado a que ellos tuvieran algo o alguien con qué amenazarlo, ni siquiera había discutido esa posibilidad con Sefius y Nof. Pría le lanzó una fiera mirada de recriminación, y Manem supuso que de no ser porque estaba amordazada, le estaría gritando algunos insultos. El anfitrión de negro le ofreció nuevamente el objeto mágico.

—¿Qué hace ella aquí? ¡Suéltenla!

—Son medidas de seguridad.

Manem arrugó su rostro de una fea manera amenazante. Detestaba que le impusieran condiciones, sea su madre, Sefius o cualquiera, y por supuesto, que un desconocido le obligara a algo lo estaba sulfurando tremendamente. Entonces le arrebató el brazalete y se lo plegó en su muñeca casi con furia.

—Si se atreven a hacerme daño a mí o a ella, voy a quemar este lugar hasta los cimientos.

Lo había dicho en un arrebato, pero realmente lo estaba considerando; la desagradable sonrisa del encapuchado parpadeó con ligereza pero éste procuró que no se le notara esa vacilación. Aquello no pasó desapercibido por el joven. Ellos realmente estaban lidiando con él con sumo cuidado; pero si es que le temían ¿por qué lo habían citado?

El desconocido extendió la mano hacia el interior, invitándolo a entrar.

Aquella sala estaba iluminada por candelabros en las paredes, sin embargo, aquel ambiente estaba embadurnado por un aire sombrío y expectante. Había una larga mesa, rodeada por alrededor de veinte figuras de negro, cuyos rostros estaban cubiertos, pero Manem sabía que todos los ojos estaban dirigidos sobre él.

Cuando emergió del umbral, todos se levantaron casi de una manera ensayada, y le dedicaron un saludo reverencial pero visiblemente cauteloso. Había tensión en esa amplia estancia, una que pretendía ser disimulada pero que estaba presente de forma indudable.

Manem observó que los anfitriones guiaron a Pría a una esquina de esa sala, lejos de él, pero en un punto desde donde aún pudiera verla, dejando constatable de manera clara que aún era su rehén. Él no se sorprendió de que a pesar de que la situación era algo peliaguda, Pría parecía mantenerse lúcida, aunque por su talante, era evidente que estaba aterrada y desconcertada.

Todos los presentes volvieron a tomar asiento, excepto uno. De alguna manera, éste lucía más imponente que los demás, su postura era más señorial y petulante, como si se tratara de alguien de la nobleza. Manem sospechó que lo era realmente y también que era quien presidía aquella asamblea.

—Siento mucho la forma cómo te hemos convocado —inició ese personaje, su voz era lechosa y algo impostada.

—Recibiría mejor esas disculpas si soltaran a mi amiga —replicó Manem, pero el hombre esbozó una sonrisa que era de todo menos de disculpas, dejando a relucir sus blancos dientes.

—Te garantizamos que ella saldrá ilesa. Es sólo para asegurarnos que esta reunión se desarrolle con... civilización.

A Manem eso le sonó a un mal chiste. Ellos eran quienes estaban reteniendo a la fuerza a una persona, eso era todo menos civilizado. Parecía como si ellos temieran que actuara como una bestia y entrara como un caballo enloquecido incendiándolo todo. A decir verdad, le estaban entrando ganas de hacerlo. Los hechiceros que se encontraban más próximos a él parecieron revolverse de forma disimulada en sus asientos. A lo lejos, los ojos café de Pría tintineaban con el brillo de alguien que parecía estar a punto de romper en lágrimas.

—¿Quiénes son ustedes? ¿Qué es lo que quieren?

Aquellas preguntas eran la razón de su incursión en ese lugar que quedaba en el quinto infierno. El hombre le ofreció una sonrisa de satisfacción, como si fuera él quien estaba en control de lo que estaba aconteciendo.

—Somos como tú —respondió abandonando su asiento y aproximándose más al joven, en un paso seguro y relajado. Los demás asistentes permanecieron inmóviles, observando a Manem y a su líder como si no hubiera nadie más. —Aunque sería más correcto decir, que somos la mitad de lo que eres. La mitad humana. Somos estudiosos, buscamos el conocimiento para lograr un bien mayor. Y te necesitamos para eso.

—¿Para qué?

Manem estaba enumerando una serie de deducciones por las cosas que ese sujeto estaba soltando. Le quedaba claro que le temían, que lo miraban con recelo, pero lo que respondió luego ese hombre le dio una vívida impresión de sinceridad. La primera cosa real que le decían desde que había arribado a ese lugar.

—Para terminar esta guerra entre hombres y dragones.




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