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5. El bastardo rojo

El ánimo distendido de la sala se había esfumado con la rapidez de un coscorrón. Sefius simplemente había compuesto un semblante neutro, y Nof alternaba su vista de Manem a Zuzum y viceversa. Ella, prácticamente, había saltado de su asiento cuando Manem explicó que iba a asumir el apellido de su bisabuelo. Y se quedó boquiabierta, con el entrecejo temblando, cuando él agregó -procurando que sonara como un detalle insignificante- que ni siquiera conocía aún a su futura esposa.

Aquello estaba saliendo tan bien como Manem había previsto.

—Estás hablando de matrimonio, Manem. ¡Matrimonio! ¿Sabes qué es eso? —le espetó ella. Manem no se sorprendía de su tono hostigador, pero no por ello le resultó más manejable.

—¿Puedes explicármelo, madre? —repuso él con un fingido desconcierto—. Porque creo que se me cayó el cerebro de camino a casa.

—¡Estoy hablando en serio!

—Yo también.

—Entonces ¿cómo puedes tomar esto tan a la ligera? ¡Y encima hacer ese acuerdo con ese hombre! ¡A esa familia sólo le interesa el dinero y su estúpido título!

La réplica de Manem ante eso no fue inmediata. Y no porque no tuviera una respuesta en la cabeza, él siempre tenía respuestas. Era el despecho y desdén con lo que su madre había mencionado eso último lo que lo había frenado.

—Entonces supongo que tengo algo en común con ese lado de nuestra familia —dijo y en el fondo sintió algo de vergüenza en admitirlo. La mirada de reproche de Zuzum lo forzó a bajar la suya.

—¿Te casas por dinero?

—Madre, ese dinero sería una oportunidad para mí. —Como financiar sus investigaciones, por ejemplo. —También tendría un título nobiliario. —Que le permitiría la entrada al Magisterio de los hechiceros, Manem no dejaba de barbotar precipitadamente. —Sé que nosotros vivimos con comodidad pero esto me abriría las puertas para muchas cosas. Además también...

—Manem, eres un imbécil.

Una de las cosas que fastidiaba sobremanera a Manem era que la gente opinara erróneamente sobre la estupidez de algo o de alguien. Obviamente, nadie nunca se había atrevido a decir que él era estúpido porque él era la antítesis de ese término. Pero que su madre le dijera eso acabó por cabrearlo por completo. ¿Es que acaso ella era incapaz de ver lo beneficioso de esto?

Así que cuando habló lo hizo con una voz siseante y crispada, apuntando a Zuzum con su índice.

—El que tú y mi padre se hayan casado por amor no significa que yo deba hacerlo. Y en realidad el amor no es la usual razón de un matrimonio, sino el hacer una alianza conveniente. ¡Además, si te hubieras casado por conveniencia en tu juventud, al menos yo sí hubiera tenido un padre!

La bofetada que le plantó Zuzum casi hizo que se le volteara en un ángulo extraño su linda cara. Y apenas ella se volvió para abandonar la estancia, él ya se había arrepentido de lo que había dicho.

Su madre era de carácter fuerte y algo irreflexivo, pero ésta era la segunda vez que le pegaba en toda su vida. La primera sucedió cuando tenía nueve años y casi incendió el tejado de la casa y, de paso, casi se desnucó al caer de ahí en un tonto juego donde él estaba probando sus propio dominio del fuego. Había sido algo estúpido y en realidad, sí sintió que se lo había merecido por mamerto.

Luego de que Zuzum cerrara la puerta tras de sí, la sala se inundó en el más incómodo de los silencios. Nof se quedó mirando la puerta por donde Zuzum había desaparecido y después se dispuso a terminar su almuerzo calladamente, con un desánimo obvio en la cara; pero Sefius observaba a Manem, sosteniendo la barbilla con su mano y con el rostro ligeramente inclinado, como si fuera un niño contemplando algo curioso.

—Ya, suéltalo de una vez —le dijo Manem. Sabía que si iba a soportar críticas, era mejor que fuera en ese momento para luego pasar esa página de una vez por todas.

—Suena a que crees que tengo una disertación para ti —replicó su tío encogiendo sus hombros, de nuevo enarbolando esas miradas profundas que Manem tanto detestaba.

—¿Y no es así?

—No tanto. Manem, siempre que no implique nada que pueda afectar a nuestra especie, tus decisiones son tus decisiones. Puedo adivinar tus razones, pero yo soy un mero espectador. Pero sobra decir que, siendo tu decisión, debes estar dispuesto a afrontar lo que implique.

Aunque no agregó más, el joven intuyó que eso no era todo lo que Sefius tenía que decirle al respecto, pero no lo iba a presionar. Él ya tenía suficiente con lo que acababa de suceder.

—Por supuesto que sí —emitió él dándose la vuelta para encaminarse a la salida, ya había perdido el apetito. En realidad, no había considerado probar bocado desde que había puesto un pie en la casa.

No había sido su intención recriminarle eso a su madre, pero no había podido evitarlo. En el fondo -aunque no tan en el fondo-, él siempre había estado enojado con lo injusto de sus circunstancias, de ser un hijo sin padre. Y la culpaba a ella, culpaba a su padre, a Sefius, a los dragones, a los humanos. Culpaba a todo el mundo.

Luego de haberlo conocido y de escuchar su historia, en la mente infantil de Manem se había quedado grabada esa imagen de su padre, el gran dragón rojo. Para él lucía sabio e imponente, como si ostentara todas las respuestas del mundo. Pero ahora que era mayor, simplemente sentía un vacío triste y desolado, casi hiriente. Hubiera deseado tanto que él estuviera a su lado en esos momentos en que la incertidumbre lo asediaba. El lugar de su padre era a su lado, no en una insulsa cueva a miles de kilómetros, por los mil demonios.

Había salido para ventilar su temperamento pero no para recapitular sus ideas. Ya había tomado una decisión. Él estaba destinado para cambiar el mundo, de eso estaba  seguro. Y tenía que tomar las cosas con frialdad si es que quería alcanzar su objetivo: el conocimiento.

Si quería averiguar más sobre la magia humana, necesitaría dinero y una posición, y se lo estaban sirviendo en bandeja de plata. No había nada que pensar. No era necesario que todos comprendieran sus motivos, lo que iba a resultar de eso era para el bien de la humanidad. Sin exagerar, así era.

Y cuando su padre viera eso, estaría orgulloso de él.

En los días sucesivos, la interacción entre Manem y Zuzum se circunscribió a pláticas vagas y formales, incluso después de que él se disculpara por lo que había manifestado. Era claro que su madre no aceptaba su proceder, pero Manem podía ser tan obstinado como ella, y prosiguió con los preparativos que meritaban los esponsales.

A pesar de que Manem había crecido siempre rodeado de humanos, a menudo observaba sus costumbres desde la perspectiva crítica de un dragón. Pues ese asunto le estaba resultando incordiante y complicado, como la mayoría de las costumbres inanes de los hombres.

Su bisabuelo, aquel anciano adusto, resultó ser casi tan encantador como parecía. Manem apenas podía soportar una conversación con ese viejo, pero tuvo que esbozar una actitud permisiva y asentimientos cordiales. Tal y como Manem había previsto, su bisabuelo y lo que quedaba de esa escasa familia eran unos pelagatos. Estaban por perder la derruida y última casona que aún conservaban, pues ya lo habían vendido todo. Pero eran unos pelagatos nobles, al fin y al cabo. Y lo único que podían ofrecer era su título al mejor postor. Y también, tal y como el muchacho había deducido, los interesados fueron personas que contaban con dinero, pero adolecían de la falta de un título nobiliario para que su felicidad, en ese frívolo mundo de los hombres, fuera completa. Para Manem, ese era un negocio abominablemente estúpido, pero iba a favorecer sus objetivos. Era la ironía de las cosas.

Su novia era la hija de un mercader rico. Ya estaba todo concertado. No obstante, aún cuando su bisabuelo le propuso conocer por anticipado a su futura esposa, el joven se rehusó por un par de razones. La primera, y más importante, era que no le importaba. Así de sencillo. No le importaba si se casaba con un monstruo verde y peludo, si tenía una dote inconmensurable, bienvenida sea. La segunda, era que ya tendría toda una vida para conocerla, así que no había prisa, además tenía cosas más apremiantes en las que emplear su tiempo, como leer sus libros.

Atravesar por esos trajines le estaba dejando a Manem la diáfana noción de que él era bastante más terco y pragmático de lo que pensaba que era. Ya se había decidido y en ningún momento se le ocurrió retroceder, por más que su madre se lo recriminara silenciosamente, que Nof disimulara sus miradas de reprobación o que su tío, simplemente, guardara un silencio agobiante al respecto.

Manem sabía bien en qué se estaba metiendo, o al menos así lo creía él.

Cuando la fecha de su boda estuvo oleada y sacramentada, él no pudo gesticular nada más que un corto asentimiento. Ya casi estaba todo listo.

—¿Mi madre está? —preguntó él cuando le entregó a Rosan un paquete con hilos de colores que le había encargado Zuzum.

La joven dio un leve asentimiento, pero él decidió no entrar a saludarla. Sabía que, aunque le disgustase, tendría que informarle el porvenir de sus nupcias; ella era su madre después de todo, aunque estuviera furiosa con él. Pero prefería no hacerlo en medio de mucho público.

Lo que lo sorprendió gratamente fue que Rosan, en lugar de quedarse a coquetear con él, regresara atolondrada al taller de un modo nervioso. A pesar de todo el insufrible caos que estaba representando su boda, lo único que podía compensar al menos ese suplicio era que, con esa noticia, las muestras de flirteo ridículo y pedante entorno a él se habían reducido significativamente.

Se quedó unos segundos allí, terminando su debate sobre si debía hablar con su madre al respecto en ese momento, cuando emergió de la puerta alguien que él no esperaba. Manem respingó al ver a Pría, y ella, por inercia, también hizo lo mismo, pero al instante después, ella enarboló una expresión de reprimenda por haberla asustado.

—¿Qué haces aquí? —inquirió él en tono de reclamo, pero luego él mismo recordó que Pría realizaba encargos esporádicos al taller. Cosas que su madre le encargaba con fines decorativos. De hecho, así fue como la conoció.

Ella le lanzó una mirada de obviedad.

—Ah, claro —atinó a decir. Ella hizo un amago de un saludo y se dispuso a seguir con su camino, pero luego pareció cambiar de idea.

—Manem, deberías conversar con tu madre —le soltó a secas, su semblante igual de sereno como siempre.

—¿Qué?

—Zuzum es una buena persona y no me gusta verla en esos ánimos. No sé qué te traes pero ya has hecho muchas tonterías, y ella no se lo merece.

—¿Qué?

Esas repentinas palabras le supieron tan apropiadas a Manem como un dulce de manzana embadurnado con sal.

—No sabes qué estás diciendo —repuso él, hastiado; su ceño de pronto fruncido, pero ella no pareció impresionarse—. Además, no tienes mucha autoridad como para decírmelo ¿no crees? No soy el único que ha hecho tonterías.

—No voy a justificarme, sólo te digo que pienses en tu madre. Si mis padres fueran la mitad de lo que es ella, no habría hecho ninguna de esas tonterías, créeme.

Manem frunció los labios pero no replicó nada. A decir verdad, la franqueza de Pría le agradaba, pero hasta cierto punto. Por otro lado, sabía a lo que se refería. La medida para coaccionar a los deudores era la prisión, y la deuda de la familia de Pría la había causado una mezcla perfecta entre un padre ludópata y una madre pusilánime. Sin embargo, ella era una joven trabajadora, pero con todo y su trabajo no hubiera sido capaz de cubrir ese monto.

Sin embargo, él realmente no disfrutaba en ningún sentido ser reprendido por alguien con autoridad o sin ella, y tampoco era su idea iniciar una discusión en la entrada del taller de su madre. Así que se giró sobre sus pies para marcharse.

—Manem...

—¡¿Qué?!

Pero fue bastante oportuno que se tornara para verla, pues se percató que una súbita alarma y temor habían aparecido en sus ojos, como si acabara de ver algo que desencajaba por completo en ese lugar.

Ella levantó con disimulo su índice y señaló sin ser muy evidente a algo que estaba detrás de él.

—El hombre que te busca está ahí.

Manem se paralizó, como si le hubiesen bañado de pronto en hielo, y procuró no hacer ningún movimiento brusco. Pría pareció pensar lo mismo y desvió su mirada hacia otra dirección.

—Creo que ha notado que lo he visto. Se ha ido —indicó ella luego de unos segundos, no sin disimular su alivio, pero él se volvió de inmediato sólo para encontrarse con varias siluetas de gente que pululaba de manera desordenada en esa calle que era una de las principales.

Eso no podía ser bueno, sea quien fuere esa persona, estaba acercándose demasiado. Ese sujeto era un misterio, y no de los buenos. Pero los misterios estaban para resolverse.

—¿Puedes guiarme hacia donde lo viste? —inquirió el joven. Pría soltó un casi imperceptible sobresalto y pareció estar a punto de negarse. Pero luego, adoptó una expresión más seria y asintió.

Los dos se internaron por la calle, él siguiéndola a ella. La verdad sea dicha, aunque acababan de discutir, él agradecía que la muchacha fuera alguien bastante ecuánime como para acceder a su pedido.

Pría arribó a una esquina y Manem tuvo la impresión de que iba a decirle que ese era el lugar donde lo había visto sumergirse, pero de pronto, ella soltó una sacudida involuntaria como si acabara de encontrarse con algo inusitado.

Por un acto reflejo, él levantó la mano, como si esperara que alguien saltara de la nada sobre ellos, aunque no estaba seguro de que él sería capaz de emanar llamas para quemar a una persona. Nunca le había hecho daño a nadie de esa forma. Pero no tuvo que preocuparse por eso. La mirada de Pría estaba plantada en el suelo, y cuando Manem notó eso, encontró allí un sobre sellado en cera que parecía recientemente olvidado.

—Para el bastardo rojo —leyó ella levantándolo, era la única inscripción visible—. Debe ser una casualidad... ¿quién es el bastardo rojo?

Pero para estremecimiento de la joven, Manem le respondió con un semblante obtuso que luego se transformó en uno de circunspección. Él contempló brevemente la carta y luego a Pría, y muy a pesar de él respondió lo que ya era evidente.

—Soy yo.

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