4. Medidas necesarias
—Llegas algo tarde para el almuerzo —dijo un risueño niño de cabellos rubios oscuros con una amplia y sincera sonrisa cuando le abrió la puerta.
—Hola, Nof —saludó Manem sin mucha ceremonia antes de entrar a su hogar y le ofreció unas palmaditas condescendientes en la cabeza al niño, pero él sabía muy bien que éste no lo era.
Los dragones no podían adquirir apariencia humana, eso era imposible. Sin embargo, habían logrado disfrazarse de ellos invadiendo los cuerpos de personas que acababan de fenecer. Aquel había sido el secreto que los había mantenido a salvo de los hombres pero a la vez, había sido su prisión. Y era un arma de doble filo, pues si es que usurpaban el cuerpo de un infante, se arriesgaban a perder sus memorias y seguir en el mundo pensando que eran seres humanos comunes y corrientes.
Aquel había sido el caso de Nofaras. Manem lo había encontrado de casualidad en uno de sus viajes y había logrado identificarlo como un dragón desmemoriado.
Había aprendido tanto de su padre que no tuvo problema alguno en devolverle sus recuerdos. No obstante, el verdadero inconveniente para Manem fue resolver qué rayos hacer con él. A pesar de que Nofaras contaba ya con recuerdos de dos siglos de vida, era un niño al fin.
Felizmente, no tuvo que complicarse la existencia. Para sorpresa de Manem, su madre, Zuzum, accedió de buen talante a acoger al niño mientras él necesitara ayuda. Y Nof, como Manem lo llamaba, se quedó con ellos casi como un nuevo integrante de la familia.
El corazón generoso de su madre no fue lo que había llamado la atención de Manem, había sido su presteza para dicha respuesta. Adivinó que tal vez ella se sentía identificada con aquella historia, pues Ítalos había atravesado una vez por circunstancias similares. Sea como fuere, decidió no cuestionarlo y a la larga se alegró de aquella eventualidad, pues Nof demostró ser bastante útil como ayudante en el taller de confección, y le prestaba compañía a su madre mientras él estaba de viaje. Lo cual era muy seguido.
—Si hubieras llegado un poco antes, habrías encontrado a Sefius —informó Nof, mientras le servía un plato de un estofado aún caliente sin que él se lo hubiera pedido.
En su interior, Manem agradeció que se tuviera que extender un poco en su trabajo, pues en ese momento, con la última persona con la que quería encontrarse era con su tío. Su irritación por la última conversación que habían entablado aún estaba demasiado fresca, y también, detestaba tener que estar rindiéndole cuentas a alguien. Aunque ese alguien tuviera más de cuatrocientos años.
Manem sabía que, por su antigüedad, Sefius era una suerte de eminencia entre la comunidad de los dragones, pero esa notoriedad le impresionaba al joven tanto como una pelea entre dos babosas. Sabía que, a petición de su padre, Sefius vigilaba sus pasos constantemente, pero aquella supervisión esos últimos años le estaba resultando intolerable y un verdadero dolor de cabeza. Su tío parecía no comprender -o no importarle- el gran anhelo que había alimentado el muchacho desde que era un niño. El afán de comprender el mundo, la magia de los humanos, los misterios de los espíritus de fuego que eran los dragones. Y cambiar el mundo con esa sabiduría. Cambiarlo todo.
No era un mero capricho, era un deseo que tenía atravesado en el pecho desde que podía recordar. Era algo que de no poder realizarlo, su vida no tendría sentido. No podía simplemente olvidar ese asunto como le había indicado su tío. Eso sería como ir en contra de su naturaleza, y una parte de Manem era fuego puro ¿Es que nadie en este condenado mundo podía comprender eso?
Sólo le faltaban los medios. ¡Qué no daría él por tener los medios!
Distraído en esos rezongos interiores, Manem atacaba el estofado como si éste fuera el culpable de sus frustraciones. Pero pronto pareció notar que había algo faltante en ese ambiente.
—¿Mi madre ha salido? —le preguntó a Nof. Generalmente, Zuzum siempre lo recibía por más ocupada que estuviera.
—No, está en su habitación —respondió el niño, y luego se inclinó hacia Manem como para confiarle algo de suma confidencialidad—. Es que ha venido ese anciano otra vez. Ahora está enojada por eso.
—Oh, ya veo.
Hacía tiempo que ese anciano no los visitaba. Y el que lo hubiera hecho otra vez, sólo significaba que su madre y él habían discutido.
Al parecer de Manem, Zuzum era aún una mujer joven y hermosa. El muchacho había podido notar que no eran pocos los hombres que intentaban ciertos avances con ella. No obstante, para su alivio, su madre rechazaba todas esas insinuaciones; Manem adivinaba que la razón era una obstinada fidelidad a su padre. Y, en silencio, el joven la apoyaba, pues le parecía descabellado si quiera imaginar que algún ridículo mequetrefe osara ocupar el lugar de su padre.
Ese anciano de aspecto pulcro y despectivo sabía también que Zuzum era aún material para un matrimonio, y hacía años había aparecido un buen día con un talante exigente y recriminador. Ese anciano era el abuelo de Zuzum.
—¿Así que somos nobles? —preguntó Manem cuando tenía siete años y la visita de aquel anciano de aspecto severo le reveló los orígenes de su madre.
—No, no somos nobles —le espetó tajantemente Zuzum—. Tu bisabuelo lo es, y nosotros ya no tenemos nada que ver con él. Estamos por nuestra cuenta y nos va muy bien.
Manem no volvió a preguntar sobre el asunto al ver la tirria dibujada en la faz de su madre. Adivinó que algún evento no muy agraciado debía envolver el entorno de ese personaje tan rígido que era ese viejo. Además, ese señor se le antojó repulsivo en sí mismo, sólo había recurrido a su madre para pedirle –o, mejor dicho, exigirle- que, en nombre de la familia, contrajera nupcias para favorecer la economía de su casa que pendía de un hilo.
Obviamente, su madre se había enfurecido y lo había echado, no sólo por el atrevimiento de la petición sino también porque eso le recordó que, a pesar de estar casada, parecía como si no lo estuviera. Y eso Manem pudo deducirlo cuando ella se enclaustró en su habitación por unas buenas horas y por el entrecejo de la puerta pudo espiarla contemplando dos aros sencillos de metal. Los anillos de bodas de sus padres.
Manem sabía que la desazón pronto se le pasaría a su madre, siempre había sido así. De alguna manera, él también podía comprenderlo porque él sentía la misma falta que ella, y, como ella, no le quedaba más alternativa que seguir adelante.
Ambos, él y su madre, eran personas independientes, por esa razón, Manem prefería mantenerla al margen de sus tentativas y planes. Después de todo, su madre era un ser humano, y él no lo era por completo. Pero tenía que lidiar con las limitaciones humanas.
Fue en ese momento en que una idea atravesó volando por la mente del joven, como una estrella fugaz en una noche negra. Él sacudió la cabeza, como negándose a sí mismo tan descabellada sugerencia e, inconscientemente, extrajo un objeto pequeño de su bolsillo y empezó a darle vueltas en sus dedos como si fuera una moneda. Era lisa y reluciente como el acero, una escama roja de dragón que él llevaba a todas partes.
Lo mismo había sucedido cuando se le había ocurrido la brillante solución de empezar a asaltar las mansiones de los nobles. Bueno, estaba desesperado. Pero ahora lo estaba más ¿no era así? Aún así, esto iba más allá que robar. No porque fuera más peligroso, sino porque sería terriblemente engorroso. Pero de nuevo, ¿qué tenía que perder?
Ese día y los que siguieron, Manem continuó con su rutina. Trabajaba como preceptor particular en distintos hogares por las mañanas y como escribano por las tardes. Las noches las consagraba a sus propios estudios, anotaciones y experimentos, aunque era bastante restrictivo el tener que hacerlos en su habitación y sin llamar la atención de nadie. Sin embargo, aquella idea estuvo rondando en su cabeza como una mosca melindrosa que le zumbaba sin cesar. Y lo que hizo aquel debate mental más apremiante y serio fue que ya estaba terminando los libros que acababa de conseguir.
¿Qué tenía que perder, en verdad? Oh, pero iba a ser un escándalo.
Y así, las semanas pasaron.
—Manem, debes andarte con cuidado.
—¿Eh?
Una joven de expresión seria lo interceptó un día mientras él iba de camino a casa. Él demoró unos segundos en reconocerla.
—Ah, Pría. —Con disimulo, él lanzó una vistazo en ambas direcciones para que nadie los viera conversando.
Pría era una ceramista y diestra artesana, tenía más o menos la edad del joven. Sin embargo, él no la conocía por esa profesión; ella era también hábil forzando puertas y ventanas sin hacer ruido o dejar mucha evidencia. De los bandidos que Manem había contratado para sus traqueteos, ella era con quien mejor se llevaba. En parte porque sabía que ella no era realmente una forajida, sino que su familia había incurrido en una deuda injusta y no había tenido otra alternativa que realizar esos actos delictivos que no le suscitaban ningún placer. Y en parte también, porque a pesar de ser una chica, ella le hablaba con franqueza y sin azorarse, lo cual él agradecía bastante.
—¿Qué sucede? —inquirió él mientras la llevaba a un angostillo alejado de la calle para que pudieran conversar sin susurrarse.
—Alguien anda preguntando por ti —repuso ella. Pría era una persona casi siempre estoica, pero sus emociones se traslucían en sus ojos cafés, y en ese momento, Manem percibió una genuina preocupación.
—¿Alguien? ¿Quién? ¿La guardia real?
—No. No era un guardia. Un hombre encapuchado, estuvo conversando con los otros y preguntándoles sobre ti. Qué haces, adónde viajas, cuándo lo haces... varias cosas. Pero estoy segura que no era un guardia.
Manem frunció el entrecejo, pensativo. En lo único en lo que podía pensar era en los dragones. Pero, en realidad, era vox populi para ellos las cosas que él hacía –al menos, las legales- y debido al Pacto del Rojo, ninguno lo podría tocar.
—Debo irme —musitó Pría de pronto y Manem recordó que aún estaba allí.
—Ah. Gracias —dijo él con cierta torpeza, pero antes de que ella virara la esquina agregó: —Pría, si es que alguien te pregunta, por favor no le digas lo que...
—No diré nada —aseguró ella, no sin antes ofrecerle una mirada sincera.
Aunque no dejó de estar intranquilo, ese gesto le dio cierta confianza a Manem. Él sabía que ella era una muchacha honesta, pero aún así prefería no fiarse de ella. En el último robo donde, por alguna razón desconocida, el edificio había sido desabastecido por las llamas, Pría observó de casualidad que el fuego no le afectaba a él. Aquello había sido un error de Manem. Pero esperaba silencio de parte de ella, si no era por complicidad, al menos porque le convenía, puesto que delatarlo significaba delatarse a sí misma.
Esa corta conversación le dejó a Manem la sensación de que las brasas de algo que él desconocía empezaban a encenderse. Y no estaba muy lejos de la realidad.
Arribó a su hogar aún con esa inquietud como un alfiler clavado en su mente, pero antes de atravesar el umbral, trató de recomponer su rostro. Aquella sospecha era algo que no podía reparar, y tal vez, no era algo importante. Pero en ese momento tenía noticias nuevas y tenía que al menos fingir algo de civilidad.
No le sorprendió encontrar a Sefius, Nof y Zuzum sentados en la mesa, almorzando como si fueran una familia feliz. A pesar de que a ninguno de ellos los ataba lazos de sangre, se respiraba un alegre ambiente amical al que Manem era siempre recibido. Y por eso, se sintió algo culpable de llegar sólo para desmoronarlo.
—Manem, siéntate —lo invitó su madre con una sonrisa, sus largos cabellos negros recogidos en una redecilla. Él, no obstante, permaneció de pie.
—Oh. Qué bueno que están todos —dijo seguidamente—. Les tengo un aviso... es algo... más o menos importante.
De repente los ojos de todos estaban sobre él y el movimiento de cubiertos había cesado.
Hubiera sido incorrecto decir que Manem se encontraba sereno, él hubiera deseado estarlo pero sabía muy bien que las noticias que traía iban a ser tan bien recibidas con la felicidad con la que uno recibe un ataque cardiaco. Aún así, esbozó una falsa sonrisa esperando tontamente que eso aligerara el impacto ante las miradas expectantes de su tío y su madre.
Las buenas nuevas se decían rápido, y las malas, aún más rápido si era posible, así que soltó:
—Está bien... En resumen, voy a contraer nupcias.
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