3. El joven viajero
Cuando Manem arribó a la ciudad capital era casi medio día y él estaba muerto de cansancio pero aun así se tomó el tiempo para invitarle una jarra de agua fresca al conductor de la carreta donde traía las costosas telas con diseños elaborados que le había solicitado su madre. Lo del agua lo hizo porque era un detalle amable y también porque quería que el señor en cuestión se sintiera obligado a ayudarlo a descargar la mercancía. Cosa que al final hizo.
Llevaba casi seis años haciendo ese tipo de trajines y estaba acostumbrado a ellos. En realidad, hacer una encomienda entre dos ciudades era algo que no le suscitaba novedad puesto que ya había realizado viajes más largos. Mucho más largos.
—Oh. Hola, Manem —lo saludó con una amplia sonrisa una muchacha de rizos dorados—. ¿Qué tal el viaje? La señora aún no vuelve.
Él compuso una sonrisa simpática ante Rosan, una de las ayudantes del negocio de confección de su madre. Pero, la verdad sea dicha, en su interior se revolvió de fastidio ante su mala suerte. De entre las mujeres que trabajaban para su madre, la única que le caía en gracia era la anciana Meral, porque todas las demás eran muchachas jóvenes que cada vez que él aparecía se empecinaban en batir sus pestañas ante él y reírse como tontas.
Rosan, como siempre, empezó a juguetear con uno de sus rulos mientras parloteaba. Manem, que desmontaba la mercancía casi por su cuenta, hubiera agradecido en algo su ayuda, pero adivinaba que a ella no se le ocurriría jamás ofrecérsela pues estaba ocupada cotorreando.
—Qué bueno que no hayas tenido ningún contratiempo. ¿Sabes? Cada vez hay más asaltos, justo hace días hubo uno en la mansión de uno de los nobles. Y además de saquearla, le prendieron fuego. Estos ladrones ya no conocen la vergüenza. Es posible que los caminos también se vuelvan peligrosos...
Ante esto, Manem no pudo evitar alzar el oído, pero para su magnífica suerte, salió otra de las jóvenes tendederas y las novedades interesantes terminaron, puesto que las dos se dispusieron a reñirse en lo que parecía un concurso para ser más escandalosa. Él tuvo que darles su espalda para poner los ojos en blanco.
Estaba por cumplir diecinueve años, había heredado los cabellos negros ondeados y los rasgos finos de su madre pero sus ojos eran celestes como el cielo. Era muy apuesto y él lo sabía. Había sido consciente de ese desdichado hecho desde que era pequeño pues las ancianas y las madres de sus amigos se lo señalaban. Con el tiempo, esas señoras fueron reemplazadas por muchachas. Éstas no se lo decían directamente, pero a menudo podía captar miradas sugerentes, ligeros pestañeos coquetos, o que lo recorrían de arriba abajo como si fuera un pollo pelado expuesto en el mercado. A Manem todo eso se le antojaba engorroso y le causaba indiferencia y a veces, incluso hasta repulsión.
Los amigos de su edad esporádicamente le señalaban su suerte. En realidad, se la recriminaban y eso era otra cosa que no entendía porque era obvio que él no tenía la culpa de haber nacido con una cara bonita. Y Manem, en verdad, no estaba interesado en conocer a ninguna chica estúpida que fingiera interés en su conversación. Él no perdería tiempo en cosas tan superfluas; estaba interesado en cuestiones más elevadas.
Ni bien terminó su faena, evadió de una forma cordial a las trabajadoras del taller de confección Larim y se dirigió a su hogar, que estaba situado estratégicamente al costado. Y al llegar a su habitación, hubiera querido dejarse caer junto con su macuto de viaje en su cama, pero, antes de verlo, detectó la presencia de alguien familiar allí y eso fue lo que lo hizo respingar.
—Oh, tío. Eres tú —musitó, recomponiéndose y volviendo a esbozar una sonrisa. Algo en la mente de Manem lo previno, por lo que se esmeró en que su pantomima luciera relajada y ligera.
Un hombre de unos cabellos ondulados y castaños, y unos ojos oscuros pero amables le devolvió el gesto con una expresión tranquila. A pesar de que Manem lo trataba con bastante soltura, él sabía que Sefius no era realmente su tío, y tampoco era el hombre joven que aparentaba. Ignoraba con exactitud cuántas centurias debió haber visto suceder, pero estaba seguro de una cosa: Sefius era un dragón recluido dentro del cuerpo de un ser humano.
Y tenía la leve corazonada en ese momento, de que era un dragón que sospechaba algo.
—Te estaba esperando, como es obvio —comenzó Sefius, tomando asiento en la silla del escritorio de Manem sin pedirle permiso. Su tío era así, se tomaba libertades que nadie le había otorgado y eso a Manem ya no le sorprendía, pero en ese momento, le estaba incomodando. —He notado algunas cosas interesantes que me han llamado la atención... no sé si sabes a lo que me refiero.
Su tío le dirigió una mirada penetrante, de esas que a Manem le desagradaban porque desconocía que había detrás de ellas. Y una de las cosas que lo fastidiaban era estar desconcertado. Así que se quedó parado en su sitio sin decir nada.
—Manem, te lo preguntaré directamente. —Los ojos oscuros de Sefius no eran juiciosos sino analíticos. —¿Eres tú quién está detrás de esta ola de robos?
Manem esbozó automáticamente un semblante de inocencia y perplejidad, y al instante se dio cuenta de que aquello había sido un error. Tal vez engañaría a todo el mundo con esa carita, pero no a Sefius.
—En realidad...
Pero la explicación que ideó fue cortada por un suspiro de resignación de su tío, como si ya hubiera sabido de antemano la respuesta. Sefius agitó la mano en el aire de forma cansina, como indicándole que se ahorrara el teatro. Manem arrugó los labios de manera evidente.
—Muéstrame lo que tienes ahí —emitió su tío señalando el macuto que colgaba en su espalda. Manem se paralizó desde la punta de sus cabellos hasta sus pies, y por otro lado, consideró esa petición muy invasiva. No obstante, por la mirada de su tío, supo que no era sólo una amable petición. Era una orden.
El joven abandonó la apariencia apacible que había querido dar y soltó un resoplido de molestia, como si ya no hubiera sentido en mantener esa máscara. Y de manera irritada, extrajo de su macuto uno de los objetos que contenía y lo lanzó a la mesa del escritorio. Un libro grueso de páginas amarillas cayó planamente sobre la superficie. Sefius arrugó sardónicamente su entrecejo.
—Libros de magia. ¿Por qué no me sorprende? —Sefius se llevó la mano a la barbilla como si meditara el significado de esto y luego observó al muchacho que tenía en frente con una expresión indefinida. —Supongo que sabes que te diré el famoso "robar está mal". Pero en tu caso, no sólo está mal. Es algo mayúsculo.
—¡Fui cuidadoso! —espetó Manem de repente, ya que ya no había sentido en mentir, lo que quedaba era decir la verdad aunque fuera con frescura. Él quería mucho a su tío, pero detestaba cuando éste le soltaba alguna verdad desagradable en su cara, y le ofuscaba más que cuando lo hacía, se mantenía calmado y controlado.
—Hubo un incendio.
—¡Eso no fue mi culpa! Alguien más lo inició.
Sefius apoyó su mentón en una mano y le ofreció una expresión firme.
—Eso es irrelevante, Manem. Tú no deberías estar robando, sabes que no sólo te expones a que te atrapen y te juzguen por eso. Nos expones a todos. Expones al Pacto del Rojo, piensa en lo que te diría tu padre. Dudo mucho que sean unas felicitaciones.
El muchacho quiso replicar pero ante la mención de lo último, sólo pudo morderse la lengua.
Hacía tiempo, casi diecinueve años atrás, hubo una gran división entre los dragones, una que fue irreparable. Los que querían acabar con los hombres y los que querían protegerlos. Ante el gran impase que representó eso, se llegó a lo que entre dragones denominaron el Pacto del Rojo. Pues fue a raíz de las acciones de Ítalos, el dragón rojo, que éste se produjo. Y era bastante simple, era una tregua. Los dragones no atacarían a los hombres, siempre y cuando, el dragón rojo no volviera a practicar su magia contra su propia especie. Esto implicaba también que no volviera a adoptar forma humana y se mantuviera alejado de los hombres.
El Pacto del Rojo era la razón por la que Manem nunca tendría una familia completa y él estaba amargamente consciente de eso. Sabía que hasta ese momento ambas partes habían mantenido su palabra. Pero eso no significaba que se hubiera llegado a un definitivo statu quo.
De hecho, los viajes que Manem había realizado desde niño para visitar a su padre y conocer más sobre la magia sucedieron precisamente porque esa paz era algo frágil. Era una calma cargada de una animosidad electrizante y se sentía falsa. Con el pasar del tiempo, Manem se había percatado de que había varios ojos puestos sobre él, y no de una manera positiva. Los dragones le temían a su padre y lo miraban a él con recelo, incluso, muchos ni siquiera aprobaban su existencia.
Eso último le importaba un pepino podrido a él, pero lo que no podía ignorar era que si de repente, él cometía un error, otros podrían aprovechar esa oportunidad para desautorizar el pacto. Así de quebradiza era esa tregua.
—¿Y qué sugieres? —preguntó el joven revolviéndose en el sitio donde estaba parado, arrugando su rostro en una fea mueca—. No es que lo haga porque estoy aburrido. Ésta es la única manera que se me ocurre de seguir con mis investigaciones, y es por una buena causa.
—Puedes simplemente olvidarte del asunto —resolvió en un tono sencillo su tío—. Tienes una vida interesante aquí, no te falta nada.
—¡Oh, por favor! —barbotó Manem, exasperado—. Puedo controlar el fuego y hacer miles de cosas increíbles ¿y tú me sugieres que me dedique a hacer vestidos?
—No a hacer vestidos, serías terrible en eso —terció Sefius con cierta gracia pero a la vez con seriedad—. Por otro lado, lo que cuentan es que esas mansiones han sido saqueadas por completo ¿cómo es eso?
Manem se balanceó sobre sus pies y guardó silencio un momento; sus ojos se proyectaron distraídamente al piso.
—Es que... verás. —Se aclaró la garganta e hizo una floritura resuelta con su mano, como si lo que estuviera por decir fuera un detalle de ínfima importancia. —No podía hacer eso solo, así que contraté a... personas para que me ayudaran. Y...
—Contrataste delincuentes —expuso Sefius de manera rígida—. ¿Qué va a decir tu madre sobre esto?
La expresión de Manem se enfrió en el acto, pero seguidamente, volvió a aclararse la garganta, como si acabara de recordar algo tranquilizador.
—No vas a decir nada —manifestó el joven empezando a dar unos pasos alrededor de la habitación, ante la mirada evaluadora de Sefius—. Para bien o para mal, soy también parte de la comunidad draconiana y estos asuntos no son de la incumbencia de mi madre.
Al menos no por ahora. Pensó. Sefius alzó ambas cejas ante la lógica de Manem. El muchacho sabía que estaba en lo correcto y eso le daba cierta confianza, pero estaba también consciente de que la situación ya no estaba bajo su control.
—Muy bien —asintió su tío con un movimiento de la cabeza—. Será así. Zuzum no sabrá de las insensateces que has estado haciendo, pero ya no volverás a cometerlas y me entregarás esos libros...
—¿Qué? —Manem alejó inconscientemente su morral de su tío, como si quisiera proteger a un recién nacido.
—No ibas a pensar que te los podías quedar.
—Pero aún no los he leído.
Y además, había arriesgado mucho para obtenerlos. Para Manem esto ya era excesivo, él ya no era un niño y no tenían por qué estar imponiéndole ese tipo de limitaciones.
—No. Seamos coherentes; lo robado, robado está —empezó a sostener de una manera un tanto atropellada—. Lo del incendio fue una eventualidad desafortunada, pero está bien. Ya no volveré a hacerlo, buscaré otras maneras. Unas más legales...
Pero Manem sabía que dichas maneras no existían. Al menos no para alguien como él. Los manuscritos de magia valían una fortuna, por eso sólo los nobles los poseían. Y la biblioteca del magisterio de los hechiceros era, prácticamente, un lugar inaccesible para él, pues sólo estaba destinado para las personas de rango. El mundo de los hombres era un lugar ridículamente injusto.
Sefius volvió a tenderle una de sus miradas oscuras al joven y luego de unos segundos, que a Manem le parecieron de pura crueldad, finalmente asintió. Aquel permiso le supo al él como una derrota velada pues eso significaba que esos libros serían los únicos que iluminarían sus días en mucho tiempo, y en verdad, él leía bastante rápido.
Aún después de que Sefius se hubo marchado, Manem permaneció refunfuñando su nueva suerte por mucho rato. Entendía que su tío se preocupara por él y también que procurara resguardar la situación de la tregua, pero era una medida exagerada. Él no había llamado la atención de manera especial con esos asaltos... además de lo que debería, es decir. La idea era que el pacto no había sido mellado en lo más mínimo.
Pero en eso Manem se equivocaba, y de hecho, nunca había estado más equivocado.
Él no llegó a notar aquella silueta que se hundió ligeramente entre los vértices de las avenidas cuando él lanzó un vistazo general a las calles por su ventana. Un extraño se ocultaba en un sigiloso resquicio de las aristas de los edificios, y había estado atento a sus movimientos desde que había puesto un pie en la ciudad.
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