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14. Transparente e insondable

Por un instante difuso, al abrir los ojos, Manem tuvo la ambigua sensación de cuando era pequeño y a veces dormía en las piernas de su madre. Pero el aroma era distinto, y el cobijo y el refugio que aquello suscitaba tenían también otro sentido. No podía definir en ese momento la diferencia, era algo nuevo y reconfortante.

Ese corto limbo de tierna obnubilación fue súbitamente atajado por una migraña perversa. Fue un llamado a la realidad.

—¿Cómo estás? —preguntó Pría en un suave susurro cuando él se incorporó, dubitativo.

Entonces se cruzó con sus ojos cafés atravesados por la inquietud y el desvelo. Manem no supo cómo responder, había un enjambre silencioso de pesadumbre que estaba reflotando en su pecho, así que sólo emitió un bufido ininteligible. Hubiera deseado seguir dormido por horas, por días, pero tenía que regresar al presente.

Reparó entonces que habían tomado refugio en una suerte de gruta seca, poco profunda, desde la cual se podía apreciar un cielo que estaba adquiriendo tintes de un próximo amanecer. Las primeras aves ya despertaban, todo alrededor de ellos era bosque.

—Tenemos que seguir —dijo él, su voz de pronto le sonó extraña para sí mismo.

Sabía que los hechiceros debían estar buscándolos y que Lefont pronto recobraría su habilidad para controlar el fuego. La llama blanca con la que lo había atacado era una de las invenciones que Manem había aprendido de su padre y sólo afectaba a la magia, una llama que no quemaba. Para él había sido algo sencillo de asimilar y su habilidad para manipularla era natural y más fluida que la de Ítalos mismo. Una cualidad que los dos atribuían a su amalgama de especies. Ni siquiera la limitación que llevaba ahora consigo había podido privarlo de usarla.

Sea como fuere, su efecto no duraría tanto tiempo. Pría y él debía estar en movimiento.

Manem rebuscó en su bolsillo y extrajo la escama roja que siempre andaba consigo. Y ante la curiosa y silente observación de Pría, colocó aquel pequeño objeto del tamaño de una moneda sobre su palma y una débil llama violácea la envolvió, mientras Manem cerraba sus ojos.

Cuando aquella operación terminó, Manem dictaminó que debían dirigirse hacia el sur y ambos se encaminaron hacia el exterior de la seguridad de su escondite.

—Pensé... —De repente la voz de Pría lo hizo percatarse que habían andado en silencio por un largo tiempo. —...pensé que esa pieza roja era una manía tuya.

—¿Manía?

—Siempre la manoseabas cuando meditabas o te preocupabas por algo.

—Oh... —emitió, acababa de recordar que ella era bastante observadora—. Es... de mi padre. Es lo que utilizamos para encontrarnos. Yo tengo algo suyo y él tiene algo mío. Así siempre podré llegar sin importar dónde él se encuentre.

—¿Era eso lo que ese sujeto buscaba?

—Sí.

Aún se sentía emocionalmente agotado, pero agradecía bastante que Pría no ahondara más en su abatimiento y que le diera la oportunidad de hablar de cualquier cosa. Pero la realidad era que algo se había roto para siempre en él y nunca volvería a ser igual.

La mención de su padre lo hizo encapsularse más en lo que había sucedido. ¿Qué le diría Ítalos cuando supiera lo que había hecho? Imaginarse la mirada de decepción del dragón sólo hizo que su migraña retumbara más dentro de su cabeza.

Pría pareció entender la consternación de su amigo y le concedió el espacio que necesitaba. Anduvieron silentes el resto del día hasta rayar la tarde, donde divisaron un poblado a lo lejos, descendiendo por un despeñadero que daba lugar a un valle. Manem reconoció esa ciudad por la torre más alta que era de la iglesia, era uno de los lugares de paso por el cual él había transitado anteriormente. Los dos prefirieron evadir el camino de los vehículos que era el más directo y seguir por el intrincado boscaje, así que decidieron pasar la noche al aire libre, pues la oscuridad ya estaba acentuándose y los atraparía antes de que llegaran.

El andar mecánico lo había instado a ocuparse en repensar lo sucedido. Además de la muerte del guardia, había algo que lo fastidiaba y ahora que estaba menos conmocionado, había querido reflotar en su mente. ¿Cómo era que Lefont sabía tanto? ¿Cómo supo que se marcharía de la ciudad? ¿Cómo supo lo del ancla?

Era evidente que Ignifer y él trabajan juntos y habían maquinado esa escena para deshacerse de él sin dañar el pacto del Rojo. Habían manipulado a ese grupo de hechiceros para que actuaran según su conveniencia, y no habían querido romper el pacto no por amor a la paz, sino porque eso significaría enfrentarse a su padre. Pero había algo más.

—Ellos están planeando matar a mi padre —dijo Manem ni bien la conclusión se formuló en su cabeza, había estado arrojando las ramas que Pría había traído para avivar el fuego que acababa de encender—. Ellos le temen a mi padre y a su fuego blanco, por eso accedieron al pacto. Pero algo debe haber cambiado para ellos, deben de tener algo que no tenían antes.

—¿Tienes alguna idea de qué podría ser eso? —inquirió ella mientras acercaba las manos a las llamas para calentarse.

—Ninguna. Pero si ellos tienen éxito, no habrá ya nada que pueda detenerlos ni siquiera los hechiceros del reino. Y habrá guerra.

Los dos observaron el baile tranquilo de las llamas y el silencio se interrumpió por el crepitar de las mismas junto con un ulular lejano. Manem se percató del tiritar de su amiga y le ofreció su capa para cubrirse, pero ella se negó a aceptarla, así que al final resolvió por sentarse a su lado y cobijarse uno al lado del otro. Aquello también le hizo sentirse más reconfortado. Tal vez por lo que acababa de vivir sentía la necesidad de algo de contacto.

—Si lo que ese demente estaba buscando era esa pieza roja, ¿qué hay en tu caja? —preguntó ella de repente. Aquel cambio de tema lo descompaginó un poco.

—¿Recuerdas cuando me encontraste inconsciente en mi taller? —inició él, Pría asintió sin disimular su mueca al rememorar aquella escena—. Pues es eso. Bazofia de dragones.

Drazofia —sugirió ella para acortar—. Sólo a un loco como tú se le ocurre inventar algo nocivo para sí mismo.

—Eso me dijiste ese día —acotó él—. Pero es una genialidad nociva. A nadie nunca se le ha ocurrido.

Los dos se sonrieron al recordar aquello. Para Manem fue un poco de calma en medio de la tensa situación. El ruido nocturno del bosque inundó su espacio hasta que Pría volvió a hablar.

—Si es que hay una guerra ¿qué harás?

—Tendré que tomar parte en ella —dijo él inmediatamente—. Ya soy parte de ella, siempre lo he sido.

Hace mucho tiempo él había considerado ese supuesto y se había respondido lo mismo, así que no había nada que meditar en su contestación. Pero esperaba mantener la paz, y había vivido tantos años en ella que pensó que no se acabaría. Lo que había sucedido el día anterior le demostraba que había estado equivocado. Más allá de suplicio, tenía también que tomar una decisión.

—Si hay una guerra, tendré que participar, aunque tenga que volver a...

"A matar". Ni siquiera podía decirlo, su voz se quebró y se le cayó la mirada. Manem se estremeció cuando percibió primero que la mano de Pría rozaba la suya y luego que la posaba suavemente en la de él, con un leve titubeo.

—Está bien, Manem. Soy tu amiga y estoy contigo.

En la superficie ella era áspera y de una honestidad atrevida, pero sus palabras sencillas eran más consoladoras que una larga exhortación. Nunca la había sentido más próxima de él.

—Pría... —dijo en un susurro mientras estrechaba su mano con delicadeza en respuesta a su gesto—. Gracias.

Él le sonrió sutilmente y sin querer, por un instante, se sumergió en sus ojos. Eran profundos y sinceros, cargados de luces que él no podía descifrar y que calmaban su abatimiento. Pero ese momento terminó y ella apartó la mirada.

Al día siguiente, arribaron temprano a la ciudad, cuando aún una bruma suave se elevaba sobre la plaza principal y tomaron la primera diligencia que encontraron. Habían decidido alejarse lo más pronto posible de la fortaleza de los hechiceros para que les perdieran el rastro de forma irremediable. Tardaron medio día en llegar al siguiente poblado y prosiguieron su viaje de la misma manera.

Manem le facilitó un equipaje ligero a su amiga, que había insistido en no necesitar nada, pero la realidad era que no tenía mudas ni pertenencias básicas por la premura de su partida, así que finalmente concluyó en no requerir nada ostentoso. Aún tenían un largo camino por recorrer.

Con el paso de los días, la tensión y ansiedad por ser perseguidos fue difuminándose, aunque no dejaban de mantenerse alertas. La turbación de Manem por lo sucedido aquel día fue amainando conforme avanzaban en su trayecto, pero había momentos en los que permanecía pensativo y callado. Y las pesadillas, que habían aparecido desde aquella noche, aún lo acechaban. Y llegó a entender que lo acecharían por mucho tiempo.

Agradecía tanto haberle pedido a Pría que lo acompañara. Sabía que tenerla de compañera de viaje sería algo distinto a lo usual, pero se dio cuenta que hubiera sido insoportable vivir esos días sin ella. Pría parecía entender los momentos en los que él quería permanecer recluido y en los que necesitaba compañía. Poco a poco, sus conversaciones se tornaron más optimistas y volvieron a lo que antes había sido su normalidad. Aunque las cosas se sentían distintas, pues lo eran.

Era como una herida abierta que recibía el alivio de ser tratada con amabilidad y dulzura. Manem tuvo entonces la certeza de que, aunque las pesadillas continuaran, él estaría bien. Tenía que concentrarse en encontrar a su padre y resolver ese meollo. Pero él estaría bien, y Pría lo estaba acompañando.

Así que fue una noticia agridulce cuando se percató que su maldición ya estaba por desvanecerse.

—Dejaré suficiente dinero para que puedas permanecer cómoda aquí —sugirió él, acompañando aquella noticia con una sonrisa que en realidad no sentía. Pero sabía que era lo correcto, mientras ella estuviera junto a él, sólo sería blanco de más peligros.

Pría, sin embargo, frunció el entrecejo en objeción.

—Pero... —En realidad no había forma de refutar aquello y ella lo sabía bien. Ella pareció debatirse consigo misma en silencio pero sabía él tenía razón. No había nada que ella pudiera aportar a ese embrollo más que más problemas. Entonces soltó un suspiro de resignación.

El sol rojizo de la tarde moría en el horizonte. Manem había decidido partir a primera hora del día siguiente, así que los dos aprovecharon lo que quedaba del día para despabilarse en una larga conversación, como si quisieran exprimir cada minuto del día que quedaba. Y hablaron todo el tiempo, rememorando desde cuando se conocieron hasta que empezaron a meterse en problemas y más problemas. Por una extraña razón, aquellas anécdotas estaban embadurnadas de gracia y risas. Era como una intrincada travesía que poco a poco los había hecho más unidos.

Él sabía que iba a extrañarla y le pesaba esa separación. Era extraño, pues nunca le había costado tanto despedirse de alguien, ni siquiera de su madre. Esos días se había percatado que le gustaba mirar en el interior de los sinceros ojos de ella, había un efecto sedante en sus ojos. Pero también había reparado en que cuando penetraba en su mirada, ella la apartaba de un momento a otro, y perder aquella conexión había llegado a ser incluso doloroso.

Estaba seguro de que una de las razones por las que pretendía saldar la amenaza que se cernía sobre el reino era volver a disfrutar de un momento como ese con Pría.

Cuando ya estaba pasada la media noche, fue evidente para ambos que el tiempo se había terminado. Manem se dispuso a regresar a su habitación en la posada, pero ambos permanecieron en un silencio penoso, pues sabían que en unas horas él ya no estaría allí.

—¿Puedo revisar tu brazo otra vez? —inquirió él. Y en realidad era una excusa para retrasar la despedida y ambos lo sabían.

Pría se arremangó sin prisa su blusa hasta el antebrazo. Hacía varias semanas había estado grabada sobre su piel unos símbolos oscuros, sin embargo, estos habían desaparecido por completo. Manem se aproximó como si realmente la estuviera examinando.

—Siento mucho haberte involucrado en todo esto —dijo él en un tono de confesión y fue un cambio repentino de talante pues hacía unos instantes se habían estado riendo sobre cómo había terminado uno de sus experimentos.

—Y debes sentirlo —opinó ella—. Antes pensaba que eras un poco inútil pero te has comportado a la altura, aunque eso de la sangre espero no volver a repetirlo jamás.

Manem sonrió ante aquella provocación.

—Cuando todo este problema termine, podríamos viajar otra vez —propuso en un envite—. Quisiera que conozcas a mi padre, le vas a caer bien.

—Y ¿me vas a presentar como tu compinche en fechorías o como tu espécimen de pruebas para tus experimentos? —ironizó ella.

—Como mi mejor amiga.

Pría no replicó, lo cual era algo muy raro y él se dio cuenta que ella quiso contener una sonrisa sin mucho éxito. Manem aún asía su antebrazo donde habían figurado unas inscripciones que daban la impresión de haber sido un tatuaje sobre su tez. Pero había algo diferente en ese tacto, Manem sólo fue consciente de eso cuando reparó en que él estaba deslizando sus dedos sobre su piel con delicadeza; era una caricia inadvertida. Una caricia suave cargada de un afecto distinto.

Sus miradas se conectaron, y él se sumergió en sus ojos. El brillo en los ojos café de Pría era trémulo, y parecía hablar por sí mismo.

—Manem...

Fue difícil esclarecer si aquel susurro fue una advertencia o una petición. Cuando Manem la besó, sólo estaba respondiendo a un llamado íntimo de esa conversación sin palabras. Estuvo a un milímetro de volver a asir el timón de la lógica de no ser porque ella también correspondió aquel escueto y delicado beso. Entonces sus impulsos se antepusieron a sus pensamientos.

Existen verdades que la inteligencia no llega a comprender, verdades transparentes pero insondables, como la que él estaba recién descubriendo. Una fina cortina se estaba corriendo en su mente y, de pronto, estaba viendo todo con claridad. Él no lo había visto porque no lo había querido ver, pero la verdad era simple. Él la quería como un hombre quiere a una mujer, y se regocijó al entender que ese cariño era correspondido. Se enterró en sus labios con más profusión y se arrebujó en ella. A pesar de que siempre la había visto como una muchacha fuerte, en ese momento le pareció frágil y temblorosa. Su piel, sin embargo, era tersa y palpitante, le dio la sensación de ser un vibrante fuego naciente en la palma de su mano.

—No, Manem. No —espetó en un murmullo. Ella lo empujó y se deslizó hacia atrás con un semblante asustado y la respiración acelerada, sus manos temblando ligeramente.

—Lo siento —se apresuró en decir. Pero cuando intentó acercarse, ella se sobresaltó, así que permaneció quieto—. Lo siento. Pría, no es... No tengo malas intenciones.

—¿Cómo que no tienes malas intenciones? ¡Estás casado!

Él no tuvo respuesta para eso, nunca le había gustado que le recordaran que tenía esposa, pero en ese momento, esa réplica lo golpeó como un yunque en el pecho. Él ya era un marido terrible y ahora le estaba agregando a esa lista de faltas la infidelidad. Manem abrió la boca para decir algo pero nada se le vino a la cabeza, los dos se miraron largamente.

—Pero Pría...

En ese momento, la expresión desolada de Manem se borró en súbito y él se incorporó tan de pronto que Pría pegó un pequeño salto. Pero él ya no la miraba a ella sino al exterior, y sin mediar palabra se asomó discretamente por la ventana.

—Pría, debemos irnos —murmuró con una inacentuada seriedad observando algo en las afueras.

—¿Los hechiceros? —inquirió ella, alarmada—. ¿Nos encontraron?

—No —respondió con calma, una que quiso forzarse a sentir—. Son dragones.



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