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13. Te temen

-¿Por qué es que los dragones me detestan tanto? -inquirió Manem.

Apenas rozaba la adolescencia pero era plenamente consciente de la realidad en la que vivía. Acababa de regresar de la primera asamblea draconiana y aquello impuso un hito en su percepción del conflicto en el que se encontraba. No había esperado encontrarse con una ovación por recibimiento, pero tampoco con manifestaciones tan desvergonzadas de discordia. Le había dado la impresión de que esos dragones le recriminaban algo, como si él hubiera cometido un crimen imperdonable.

Ítalos, que estaba frente a él, ladeó casi imperceptiblemente su escamosa cabeza.

-¿Es por esa larga historia de conflictos entre hombres y dragones? -especuló el jovencito-. Pero eso no es mi culpa.

-Podría decirte que esa es la razón, pero no es tan simple.

-¿Por qué no es tan simple? ¿Hay algo más acaso?

Ítalos hizo una pausa antes de responder.

-Ellos no te odian realmente. Te temen.

-¿Lo dices para que me sienta mejor?

-No, lo digo en serio -respondió su padre con un hálito de gracia-. Muchas veces el odio es en realidad miedo. Miedo a lo que no queremos aceptar, miedo al cambio. Para nosotros, los dragones que hemos asumido forma humana, hay algo que ha terminado para siempre; y a muchos les cuesta aceptarlo. Tú les recuerdas eso que ellos no quieren admitir y te temen.

Esas palabras resonaban aún en las memorias de Manem.

Ellos te temen.

Cuando Manem despertó, un dolor punzante en la base de su cerviz se hizo inmediatamente presente. No habían sido cordiales en definitiva, lo habían aporreado con el mango de una espada; unas cadenas se cerraban entorno a sus muñecas y le impedían moverse con libertad. Cesó al instante de restregarse la parte adolorida cuando notó que Pría no estaba a la vista. De hecho, no había nadie en ese oscuro claustro, únicamente iluminado por los rayos lunares que penetraban por una alta ventana asegurada con barrotes. Estaba solo.

Pero estaba vivo. ¿Por qué estaba vivo?

Ellos habían invadido su casa y Manem habría podido incendiar todo, era su última alternativa, su único escape. De él y de Pría. Pero había vacilado, eso habría significado matarlos, ese espacio era demasiado reducido para que todos pudiesen escapar. Él no podría atentar contra una vida, nunca podría. No obstante, Pría estaba junto a él y tenía que protegerla. Al final, dudó.

Y ahora estaba allí. Si él estaba vivo, tal vez también Pría lo estaba. Aquel pensamiento lo agitó, pues no sólo esperaba que estuviera viva, sino ilesa.

Con una desesperación agobiante que procuró controlar, empezó a emanar una potente pero medida llama de sus dedos para fundir sus cadenas. Pero los minutos pasaron y aquello no parecía surtir efecto. Lanzó un suspiro de angustia antes de proseguir con su intento, pero ya sabía lo que estaba ocurriendo. El metal que lo aprisionaba...

-Tiene un hechizo a prueba de fuego -completó una voz desde las penumbras. Manem se sacudió al notar unos brillantes ojos que parecían haber estado observándolo desde una rendija.

Una pesada puerta se abrió con un chirrido y Manem sólo pudo distinguirlo bien cuando la figura que emergió se posó en el único haz de luz de aquella prisión. Pero ya sabía quién era, una sensación confusa lo atravesó, la misma que había percibido la primera vez que lo había visto.

-Lefont -musitó Manem.

-Veo que estás bien informado. Pero no ha sido suficiente.

Desde su intercambio de palabras en la biblioteca del Magisterio, Manem había invertido algo de tiempo en averiguar quién era él. Pero todas esas indagaciones fueron fútiles al final del día, pues una persona de su categoría jamás podría ser puesta en evidencia.

-¿Dónde está Pría? Si le has hecho algo, te aseguro que...

-Muchacho, mira la situación en la que te encuentras. No es momento de amenazas sino de negociaciones.

A Manem lo inundaba en ese momento una espesa y terrible combinación de aprensión y zozobra, pero hizo un esfuerzo extremo para no parecer un perro asustado. No podía quedarse cautivo por unos hechiceros degenerados, tenía que rescatar a Pría e ir a ver a su padre. Lefont tenía su mirada inteligente y confiada posada sobre él, como si ya hubiera ganado toda la partida.

-Te quemaré vivo -advirtió Manem haciendo el amago de levantar la mano-. No tendrás tiempo de alcanzar la puerta. Te juro que voy a hacerlo, a menos que mandes a traer a mi amiga.

Manem procuró imprimir todo su ímpetu en la impostación de su voz para que aquella amenaza se escuchara real, así que presionó los dientes con tanta fuerza que crujieron en un crac desagradable cuando Lefont soltó una risa escueta ante sus palabras.

-He visto mejores intentos de intimidación en un niño. Pero te concedo algo por el esfuerzo, tu amiga está bien. -Lefont le extendió algo en ese instante; Manem se alarmó en un inicio pero luego reconoció su macuto de viaje. El hechicero le lanzó una mirada penetrante. -Si tanto te preocupa su bienestar, colabora conmigo, joven Manem. Dime, ¿cuál es la contraseña?

Manem calló ante el desconcierto por la pregunta mientras Lefont vaciaba el contenido de la bolsa de una forma despectiva. Un par de libros, un pequeño saco de dinero y una capa de viaje cayeron al suelo haciendo un eco en la celda. Pero Lefont había conservado un solo objeto, lo extendió ante Manem con una mano, como si le mostrara algo que le había suscitado curiosidad. Era una pequeña caja de madera.

-¿Cuál es la contraseña? -repitió Lefont con una fingida calma que dejaba entrever su irritación, agitó levemente la caja ante el joven-. Esto está sellado con magia ¿qué es lo que ocultas aquí?

-Eso que te impor...

-Con esto puedes encontrar al Rojo ¿no es así?

Manem enmudeció al instante, y su captor sonrió, tomando su silencio como un asentimiento. Entonces el joven comprendió por qué no lo habían matado aún. Se paralizó por la sorpresa al comprender que Lefont buscaba el ancla. Un objeto que podía ser cualquier cosa, lo que él usaba para poder encontrar a su padre. ¿Cómo lo había descubierto? ¿Cómo lo sabía?

Si él entregaba el ancla, ello significaba entregar la ubicación del dragón rojo. Manem no hizo ningún intento de réplica, y el silencio se acentuó.

-Si no quieres hablar, te haré querer -resolvió el hechicero con un ánimo impaciente.

A una indicación de Lefont, la puerta gruesa volvió a abrirse y una onda de alivio inundó a Manem al ver aparecer a Pría. Estaba franqueada por dos encapuchados armados con espadas, y ella estaba forcejeando sin cesar y dando patadas en el aire, amordazada y maniatada, pero a rasgos generales, parecía estar bien.

Sin embargo, Manem entendió por qué Lefont la había convocado. De manera subrepticia, volvió a echar una mirada por todos lados de esa pequeña prisión. Tenía que escapar de allí, si permanecía mucho tiempo las cosas sólo empeorarían, tenía que hacerlo pronto. No pudo evitar intercambiar una mirada con Pría, una de temor y tribulación. Ella también pareció intuir lo que iba a suceder.

Lefont les ofreció una expresión fría pero petulante.

-Te lo preguntaré una vez más. ¿Cuál es la contraseña, bastardo?

Manem no respondió, pero esta vez su silencio era por la impresión que le había causado la última palabra. Los engranes de su mente empezaron a girar. Bastardo. Más que la palabra fue la forma repulsiva con que la había pronunciado. El Rojo. Pocos eran los que llamaban así a su padre. La sangre del joven se agitó furiosa ante la conclusión a la que acababa de arribar, al tiempo que Lefont ordenaba a sus esbirros salir de la celda. Ellos se miraron, titubeantes, pero obedecieron.

-Tú eres... -musitó Manem-. Tú...

El hechicero observó al joven, incólume, y le dedicó la mirada jactanciosa de un vencedor a un caído. Un gesto presuntuoso y mezclado con una indisimulada repugnancia.

-Ignifer tiene razón, eres como tu padre -dijo en una suave voz-. Ítalos era talentoso, pero olvidó quién era. Una lamentable pérdida, pero un traidor es un traidor. Al menos a ti, bastardo rojo, no puedo recriminarte eso. Pero eres un híbrido que nunca debió existir, y es nuestro deber encargarnos de ti.

Manem tenía sus ojos acusadores clavados en los de su adversario, como si tratara de desentrañar sus secretos. ¿Cómo era posible? ¿Cómo era posible que este sujeto hubiera podido ocultar su esencia y pasar inadvertido? Pero todo estaba esclareciéndose. Él realmente era un hechicero, un dragón hechicero, como su padre.

-¡Todo esto fue una trampa! -espetó él-. ¡Ustedes! ¡Todo el tiempo!

Pero Lefont no lo escuchaba. Elevó su mano y una lengua de fuego apareció grácilmente sobre su palma. Entonces le lanzó una mirada sugestiva a Pría, que se había replegado en una esquina del claustro.

-Veamos qué tan parecido eres al Rojo, me pregunto cuán alta es tu estima por los tu otra mitad -emitió el hechicero y se dirigió hacia la joven.

Aquel fue un interesante giro en las circunstancias. Pría y Manem cruzaron una mirada elocuente, una breve conversación sin palabras que pasó desapercibida por Lefont. Esa era la oportunidad por la que Manem había rogado todos esos minutos.

Pría se deslizó por la pared, como rehuyendo la presencia del hechicero y se aproximó más a Manem. Tal vez fue la forma desafiante con la que la muchacha observó a su opresor que él pareció intuir que había un plan subrepticio ejecutándose. Pero cuando se volvió para encarar a Manem de soslayo, ya era demasiado tarde.

Una ráfaga fantasmal lo golpeó directamente en el pecho y lo catapultó hacia la pared contraria haciendo un sonido sordo y seco, como un costal de papas que caía con violencia. Lefont intentó incorporarse, aturdido, sólo para ver desvanecerse en el aire el vaho de un fuego blanquecino.

Manem se apresuró en quemar las ataduras de su amiga para liberarla, mientras en frente de ellos el hechicero se esforzaba por recuperarse de aquel perturbador ataque sorpresivo.

-¿Cómo...? -masculló Lefont en un hilo de voz-. Sellamos tu magia...

Unos gritos exteriores llamaron a la puerta, los demás captores ya se habían percatado que algo no estaba marchando de acuerdo a lo planeado. Pría no perdió tiempo; se aproximó con resolución y premura al hechicero y lo pateó varias veces en el estómago ante la expresión estática de Manem. Entonces ella extrajo algo tintineante del cinturón del encapuchado y se lo lanzó al joven. Él abrió sus grilletes con la llave como pudo, mientras Pría aprovechaba para aporrearlo una serie de golpes más al desvalido.

El barullo de unas pisadas y unas vociferaciones ininteligibles se aproximaban a la prisión. Era la avenida de una confrontación inevitable. Manem colocó ambas manos en los hombros de Pría para calmarla, los alaridos de Lefont sólo habían suscitado más aprensión.

Manem lo observó por un instante antes de extender su mano sobre él. Una llama blanca nació en su palma, daba la impresión de ser unos finos tules blanquecinos que revoloteaban sinuosamente en el aire.

-¿Cómo...? -repitió Lefont entre jadeos.

-Tú no sabes nada de mí. -Fue lo último que dijo Manem antes de dejarlo inconsciente con ese segundo ataque. -Vamos -le indicó seguidamente a Pría.

Aunque el peligro se cernía sobre ellos, Manem se tomó un par de segundos en recoger su macuto y algunas de sus pertenencias. Para su total desgracia decidió abandonar sus libros; en otra situación tal decisión hubiera equivalido a dejar sus brazos y piernas, pero ahora, por alguna razón, ya no importaban tanto.

Pría lo miró, titubeante, cuando las vociferaciones se escucharon demasiado próximas. Parecía que sus captores temían entrar y aguardaban a que la puerta misma se abriera. Pero Manem no iba simplemente a abrirla.

Posó ambas manos en el umbral de metal y se concentró por unos instantes. La piel de sus manos empezó a brillar como el hierro fundido y aquel color se expandió a su vez en la superficie del portón hasta cubrirla en un círculo perfecto. El metal empezó a desmoronarse, asumiendo un espeso estado líquido candente. Y apenas se produjo una abertura, Manem la utilizó para proyectar llamaradas largas de fuego.

Escucharon gritos de precaución y sorpresa, y supieron que los que estaban del otro lado se estaban alejando. Pero Manem no quería pelear con nadie, no de forma física al menos. Necesitaba limpiar esa zona. Aspiró profundamente, antes de invocar más fuego. Lo invocó con una orden especial. Él era en parte un espíritu de fuego, él mandaba y el fuego, obedecía.

Las llamas se replegaron entonces en las paredes y se expandieron primero lentamente, como una advertencia, y luego de forma voraz, como un animal hambriento. En la puerta había ya una abertura por la cual los dos jóvenes podían atravesar, y vieron a varios encapuchados correr en dirección contraria por aquel pasillo incandescente. Ello no duraría mucho, Manem lo sabía, el fuego no podía alimentarse de la fría roca con la que estaba hecho ese edificio.

Entonces le tendió la mano a Pría, ella se sobresaltó. Manem no había notado que ella había estado contemplando aquel espectáculo con una mezcla de maravilla, incredulidad y miedo. Y por un momento pareció que correría en dirección contraria.

-Manem...

-¡Estarás bien, confía en mí!

A pesar de que él percibió claramente sus reparos, la respuesta de Pría fue inmediata. Ella se forzó a asentir, como si se tragara sus temores; los dos se tomaron de la mano y emprendieron la carrera a través de ese imponente túnel de fuego. Podía ver muy delante de él a los guardias que corrían, rehuyendo el incendio. Las llamas los rozaban, y Manem pudo comprobar que éstas no le producían daño a su amiga.

Pero no podían continuar de esa manera por siempre. Detectó apenas una brisa suave que penetraba por uno de los pasillos y se enrumbaron por éste, el fuego abriéndoles paso en medio de una algarabía confusa y el tumulto. Vislumbraron la primera ventana de todo ese vertiginoso recorrido.

Sólo dieron un vistazo a través de aquella abertura, uno breve pero concienzudo. El panorama no era el que Manem hubiera esperado, no estaban en medio de la ciudad, en frente de ellos se expandía la oscuridad de un extenso bosque. ¿Cuánto tiempo había estado inconsciente?

Los dos intercambiaron una mirada de silencioso asentimiento y acto seguido, se encaramaron en el alfeizar para iniciar un titubeante descenso. La pared pedregosa e inclinada ayudó un poco para que pudieran aferrarse a ella, pero cuando la silueta de un guardia se asomó por encima de la abertura, ambos perdieron el equilibrio y se deslizaron cuesta abajo, despellejando en el acto sus manos y rodillas.

Unos arbustos frenaron su caída y ambos se estabilizaron con algunas hojas y ramas incrustadas en sus cabellos y raspones por doquier. Manem no se detuvo a comprobar si estaban del todo intactos, tomó a Pría de la mano para continuar con su escape. Pero no pudieron avanzar mucho.

Manem no supo si eran cinco o diez, pero una serie de guardias los estaban esperando. Y aunque invocó unas violentas lenguas de fuego para mantenerlos alejados, se dio cuenta de que estos no estaban retrocediendo. Estaban acorralados. Manem escuchaba los latidos de su corazón en sus oídos, y percibía la agitación de Pría a su lado. No podía volver a la celda, no podían volver. No volvería a tener otra oportunidad para escapar ahora que ya había revelado ese as bajo la manga que tenía. Y no podría asegurar la integridad de su amiga.

-¡Váyanse! -gritó acompañando su exclamación con una estela incandescente en forma de látigo que se desvaneció en el aire-. ¡Váyanse! ¡No quiero hacerles daño!

Pero los guardias parecían poco impresionados ante aquella demostración. Manem notó que el fuego rebotaba en sus armaduras. Eso no era bueno.

Uno de los hombres se envalentonó y avanzó de manera inminente, evadió la llamarada temerosa que le lanzó Manem y lo golpeó de lleno en el estómago. Aquel porrazo le arrancó todo el aire de los pulmones y lo hizo retroceder y encogerse hasta el suelo. Pría se hincó junto a él y procuró sostenerlo.

Manem nunca había sido especialmente hábil en las peleas directas, pero no podía perder ésta. Su labio temblaba y la desesperación estaba acelerando sus latidos, miró de soslayo a Pría por un instante mientras intentaba por todos los medios no perder la consciencia.

-¿No quieres hacernos daño, chico? -se burló el guardia entre las risas de los otros, quienes parecieron relajarse ante esa escena y abandonar su talante temeroso.

Entonces el hombre avanzó hacia ellos, inclemente y seguro, blandiendo su espada.

-¡Detente! -exclamó Manem, alterado; desgañitando su garganta-. ¡Detente, detente! ¡Por favor!

Pero el guardia no lo escuchó e hizo exactamente lo contrario. Manem percibió ese momento con una abominable lentitud. En un movimiento raudo el hombre levantó la espada, su lámina de metal lanzó un breve resplandor mientras se elevaba sobre ellos. Aunque sucedió con la rapidez de un párpado, lo cierto fue que Manem fue plenamente consciente cuando decidió hacerlo. A pesar de que por ello, arrastraría esa rémora el resto de su vida.

Una esfera de fuego se materializó propulsada desde sus manos y cubrió por completo al guardia, su silueta oscura se perdió entre las llamas aunadas con un grito que pareció destruir sus cuerdas bucales. Aquella sombra se derritió entre las flamas rojizas y no volvió a levantarse más.

Lo siguiente que supo fue que estaba corriendo otra vez, impulsado por Pría. Abandonaban un aulladero de gritos de terror y espanto, sombras que se alejaban y olor a carne y cabellos quemados. Ella sujetaba su mano y le repetía de manera constante y apremiante que debían continuar y así lo hizo. Lo hizo sin que su mente estuviera presente. Y corrió, corrió, corrió.

¿Qué pasaba por su cabeza en ese momento? Nada. Sólo vacío, uno insondable y opresivo. Acababa de suceder algo, pero él no quería pensar en eso. Sin embargo, tenía que hacerlo.

Él nunca había buscado eso, él siempre había procurado que sus acciones fueran para hacer el bien a las personas, no para destruirlas. ¿Por qué tuvo que suceder eso? ¿Por qué?

-¡Manem! -oyó de repente que Pría lo llamaba, lo había sacudido repetidamente cerca de un minuto, pero él apenas acababa de regresar a la realidad.

No tenía la menor idea de por qué se habían detenido. Estaban en un lugar silencioso, rocoso y frío. Una suerte de guarida en medio del bosque. Él se deshizo de su agarre y trastabilló hacia atrás, aturdido; observó sus manos brevemente antes de aovillarse sobre sí mismo y abrazar sus rodillas. No fue consciente en qué momento posó ambas manos sobre su cabeza, como si quisiera arrancarse con sus uñas aquel recuerdo de su mente. Se estaba meciendo con una expresión perdida y temblaba, temblaba.

-He matado a un hombre -se escuchó decir, apenas se daba cuenta que lo había estado repitiendo en murmullos una y otra vez, como si fuera una mantra-. He matado a un hombre... he matado a un hombre...

Estaba tan abstraído, casi en un mundo diferente que no percibió que Pría posaba sus manos en sus hombros en un gesto consolador. No sintió nada sino hasta que ella lo envolvió en un abrazo trémulo que lo hizo estremecerse. Su entrecortada respiración apenas pudo normalizarse, y con la docilidad de un cordero abandonado, enterró su rostro en el regazo de ella y empezó a llorar, unas amargas lágrimas silenciosas.

Mientras él susurraba interminablemente que no había sido su intención, que nunca había querido algo así, ella acariciaba sus cabellos. Y estuvieron así largo rato.

Manem no supo cuánto tiempo transcurrió, y tampoco en qué momento había rodeado la cintura de su amiga con sus brazos como si temiera que ella se marchara de repente y quedarse solo. Pero pudo sentirla acariciándolo incluso después de que se sumergió en la negrura de sus sueños.


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