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12. Caminos distintos

—Será sólo por un tiempo, madre —le explicó él a Zuzum, ella lo observó con un gesto consternado y el entrecejo penosamente fruncido. Nof estaba sentado al costado de Manem, con una aptitud animada, casi entusiasta incluso.

A Manem le hubiera gustado no tener que molestar a Zuzum en ningún sentido. En su visión, los problemas de él y de los suyos correspondían a una esfera distinta a la de ella, aunque fuera su madre. Pero no había tenido alternativa. Pronto la maldición de Pría terminaría y antes de que los hechiceros se percataran de que ya no podrían obligarlo a nada, tenía que mantener alejadas a todas las personas que pudieran ser blanco de sus tentativas. Nof había recibido alegremente la idea de viajar con Zuzum, pero ella misma parecía algo escéptica.

—¿Qué está sucediendo, Manem?

Él guardó silencio por un momento. Desde que era niño se había acostumbrado a callarle muchas cosas, pero los ojos miel de ella envueltos en un velo de genuina preocupación lo hicieron titubear.

—Todo está bien. Iré a buscar a mi padre. —Aquella respuesta no pareció contentarla en lo absoluto sino que sólo hizo que su expresión se endureciera más.

—Está bien. No me digas nada, pero al menos que Nofaras vaya contigo.

—No iré solo, Pría va a acompañarme.

La velocidad con la que el talante de su madre cambió de la angustia a la perplejidad para finalmente dar paso a una suerte de escrúpulo le resultó bastante incómoda, y por su mente pasó caminando el pensamiento de que no había sido buena idea decirle lo último.

—¿Le has confiado tu identidad?

—Pasaron muchas cosas —repuso él en tono evasivo, de repente no le estaba gustando el tono que Zuzum estaba utilizando ni la forma como lo estaba mirando—. Cuando todo esto pase, iré por ustedes.

Manem supo que ella quiso replicar, lo vio claramente en sus ojos, pero desde hacía años que Zuzum había aceptado que los asuntos de los dragones era una parte presente e innegable en la vida de su hijo que ella jamás podría controlar. Así que ella calló; la espera ansiosa e intranquila no le era ajena, era una de las consecuencias de haber amado a un dragón.

—¿Cómo es que vas a buscar a Ítalos? —le preguntó Nof cuando Zuzum se hubo marchado—. Sellaron tus habilidades con eso que te dieron.

Parte de mis habilidades —corrigió Manem, no sin cierta jactancia—. Tengo algunos trucos reservados.

Nof sólo ladeó la cabeza y eso hizo que pareciera un tierno niño confundido.

—Te pido que por favor cuides de mi madre —solicitó Manem, súbitamente serio. Nof esbozó también un semblante circunspecto y ceñudo que destruyó al instante aquella imagen infantil.

—Jamás dejaría que le sucediera nada malo —asintió con una determinación que alivió al joven, pero antes de que pudiera agradecerle, Nof agregó: —Haces bien en marcharte. Debes saber que las cosas se pondrán feas aquí para ti.

—¿A qué te refieres?

—Lo van a proponer en la siguiente asamblea, quieren levantar la protección que tienes. Si es que encuentran que estás en algo sospechoso, cualquiera tendrá el permiso de eliminarte.

Eso, oficialmente, eran malas noticias. Manem ni siquiera había considerado ser perseguido por dragones, su mente había estado bastante ocupada considerando a los hechiceros. Aquel era un terrible panorama: ser el blanco de los dos bandos que correspondían a las mitades que lo componían.

A pesar de que una punzada de temor lo asaltó, decidió mantener la cabeza fría. Pronto vería a su padre. Tenía la sensación de que juntos podrían solucionar cualquier cosa, desbaratar cualquier hostilidad, mantener la paz. Su padre siempre había sabido qué hacer, siempre le había dado las respuestas que él buscaba y Manem hasta ese momento sólo había estado operando como él suponía que lo habría hecho su padre. Ítalos hubiera priorizado la vida de los inocentes como Manem había hecho con Pría; Ítalos hubiera hecho lo que fuera para que no estallara ningún conflicto, por eso Manem había accedido a las exigencias de la asamblea. Con seguridad, no lo había decepcionado, pero esta situación ya estaba saliéndose de sus carriles y él no podría contenerla más.

Pronto vería a su padre, y todo estaría bien.

—¿Qué vaya sola? —Su grácil esposa inclinó la cabeza, perpleja. —¿No vas a acompañarme? Me preguntarán por qué no estás conmigo... recién ha pasado la luna de miel.

—Tengo razones de peso para creer que sobrevivirás a esas preguntas —objetó Manem con un tono sardónico—. Inventa cualquier cosa. Que estoy enfermo, que soy tímido, que estás molesta conmigo y no quieres verme. Usa tu imaginación.

Iria posó la mirada en su plato aún caliente con una evidente serie de palabras que estaba indecisa de decir. Manem resopló para invocar paciencia.

Al ser su esposa, era indudable que ella también estaría en peligro y de esa corta lista de implicados, ella era la última persona a la que Manem estaba mandando a rehuir la ciudad. Lo estaba haciendo bajo la excusa de que dado que él viajaría pronto, lo mejor sería que ella aprovechara su ausencia para visitar a unos parientes y estirar las piernas fuera de esa casa.

Manem había esperado que Iria saltara de emoción ante aquella sugerencia, pues si él estuviera en su posición, estaría pidiendo a gritos que alguien le permitiera salir de esa mansión. Por eso se sorprendió al encontrar una reacción poco entusiasta.

—Y... ¿no puedo viajar contigo? —inquirió Iria al cabo de un rato. Sus ojos verdes tintinearon con una súplica esperanzadora. Manem estuvo a punto de espetarle una negativa tajante pero ante aquel último gesto se frenó para suavizar su respuesta.

—Tengo que ver unos asuntos importantes, no voy a relajarme. No voy a tener tiempo para atenderte.

Iria dibujó una mueca y a Manem le dio la impresión acertada de que no se iba a quedar tranquila. La verdad fuera dicha, aquellos días los dos se habían podido conocer mejor aunque no había sido algo muy inmediato. Al menos ahora Manem encontraba a Iria más natural y menos medida.

A pesar de tener el peso de los inminentes peligros en sus espaldas, Manem se había alegrado de decidirse por tratar de congeniar más con su esposa. Iria cantaba todos los días en las mañanas y, siendo sincero con él mismo, a él le gustaba eso. Le daba un aire más pintoresco a la casa y el ambiente se había vuelto más distendido. Y hablando con ella todos los días se había dado cuenta que ella era bien intencionada, aunque un poco... caprichosa.

Aquello último era algo que podía aceptar porque él tenía que admitir que no tenía autoridad moral para recriminarle a nadie eso. Sin embargo, el problema era que ella parecía haberle cogido una fijación irracional. Le había bordado unos pañuelos, mandaba a que las sirvientas le bajaran un desayuno hecho por ella (y hubiera preferido que no lo hiciera porque era un desayuno terrible) y tenía la sospecha de que estaba aprendiendo a cocinar. Manem sólo explicaba ese comportamiento como lo que le suceden a los pollitos cuando de repente se quedan sin mamá.

Tenía que admitir que todo eso en lugar de exasperarlo, le causaba gracia y, como era una actitud inocua, la dejó ser. Pero al final del día, por más graciosa que fuera, Iria tendría que hacer lo que él le ordenara. Y ella debía irse de la ciudad para que él pudiera seguir sus planes con tranquilidad.

Y le pareció curioso descubrir que la idea de ese viaje, aunque apremiante, riesgoso y necesario, lo estaba entusiasmando. Y no sólo porque vería a su padre.

Había sido algo complicado convencer a Pría. Después de todo lo que había sucedido, Manem no entendía los reparos que ella estaba manifestando. Sin embargo, luego de explicarle lo imperioso de la situación y el potencial peligro que se cernía sobre ella, no había tenido más alternativa que acceder. No era la primera vez que Manem realizaba ese tipo de trayectos, y varias veces lo había hecho solo, pero nunca con una amiga. Aunque inicialmente pensó que sería algo problemático, de pronto se encontró considerando que no sólo podría sobrellevarlo, sino que sería interesante. En un sentido positivo.

Y con los días que sucedieron, Manem se percató de manera incuestionable que realmente le entretenía pasar el tiempo con Pría. En sus visitas le explicaba las cosas que él hacía de la mejor manera que podía; nunca había tenido la oportunidad de compartir tan destempladamente su pasatiempo favorito.

Ahora que tenía todo el tiempo a su disposición, se había dedicado a hacer algunas experimentaciones bizarras a pesar de su limitación con la magia. Y un día, Pría lo había encontrado aturdido y seudo inconsciente en el piso del taller luego de hacer un descubrimiento interesante con unas mezclas descabelladas. No obstante, Pría le reprendió por su imprudencia como si fuera un niño.

Él aceptaba sus comentarios a veces sarcásticos pero siempre sinceros; en verdad tenía que reconocer que a veces él necesitaba una que otra opinión realista, y confiaba en sus palabras. Notó que ella también se estaba animando con la idea de viajar con él, aunque no se lo decía abiertamente. El saber que ese gusto era recíproco le causó un inexplicable regodeo que no podía comprender.

Aquel día, él se despidió de Zuzum con un abrazo y la promesa de que pronto se volverían a ver. Manem no tenía forma de saber que aquel gesto le produjo una triste reminiscencia a su madre, pero sí pudo notar el temblor en sus manos que se negaron a soltarlo hasta el último momento. Por su mente no se asomaba si quiera el susurro de que no pudiera cumplir esa promesa. Tenía que regresar luego de solucionar todo ese problema.

Nof esbozó un breve asentimiento y luego Manem observó su carromato perderse en las calles. Quería tener la certeza de que los volvería a ver, pero lo que ignoraba era que las circunstancias de ese suceso serían muy distintas.

Al arribar hasta su taller aún pensaba en el brillo angustioso en la mirada de su madre, pero sus pensamientos se disiparon abruptamente cuando escuchó un par de voces que charlaban en el interior del sótano. Él se hubiera detenido para tantear qué estaba sucediendo, pero sin habérselo propuesto ya había abierto la puerta y aquella escena, por alguna extraña razón, hizo que se sobresaltara. Iria y Pría se volvieron para verlo al mismo tiempo. Como si se tratara de una situación embarazosa, ninguno de ellos reaccionó de inmediato y un tenso silencio extraño se levantó en la estancia.

—¿Qué haces aquí? —inquirió por fin Manem a Iria, su voz grave y represiva. No lo había hecho a propósito, pero no pudo evitarlo. —Te dije que no entraras aquí.

—Yo... sólo quería... —balbuceó ella, y su titubeo sólo agrió más su temperamento—. Sólo quería despedirme antes de marcharme.

Manem se paralizó cuando notó que Iria parecía estar a una milésima de segundo de romper en llanto, y no le gustó en lo absoluto cuando ella les lanzó una mirada bastante elocuente a él y a Pría; ésta última se había arrinconado en una esquina como si quisiera pasar desapercibida y mimetizarse con los artículos de la habitación.

Antes de que se dijera alguna palabra más, Manem alcanzó a su esposa y se la llevó escaleras arriba. Para sus adentros se repitió una y otra vez que controlara sus emociones, pero no podía evitar estar molesto, aunque no tenía muy claro por qué. Finalmente, se decidió por ser cordial y desearle un buen viaje. El carruaje ya estaba esperándola afuera, pero Iria pareció de repente algo reticente a obedecer y fue la primera vez que se mostró desquiciada y resentida. Manem realmente no tenía tiempo para esto.

—Conversaremos de lo que tú quieras cuando estés de regreso —le espetó él. Estaba empezando a perder la paciencia y una vocecita en el fondo de su cabeza le recriminaba el haberla frecuentado tanto.

Iria le dedicó una mirada ceñuda y una expresión enrojecida, como si estuviera a punto de hacer una pataleta, pero Manem no esperó a que ella le respondiera y le indicó al cochero que emprendiera la marcha. Aquella fue la despedida más anti climática de toda su vida.

Detestaba que otros quisieran imponerle sus reglas, y lo último que había querido era ser víctima de los desplantes de una muchachita. Pero en el fondo, él mismo percibía una suerte de culpa. Como si hubiera estado haciendo algo malo.

Aquella sensación conflictiva lo persiguió de regreso al sótano donde Pría lo esperaba con los brazos cruzados y una misteriosa expresión de desconcierto, como si estuviera afectada por algo. Manem no supo si disculparse, no podía definir aún qué era lo que estaba mal en ese cuadro. Además, lo primero que le había venido a la mente era la curiosidad por saber sobré qué habían estado conversando ellas dos.

—Lo siento... te estaba esperando aquí y ella entró. Yo no sabía... —se excusó Pría, era la primera vez que él la veía desencajonada. Estuvo a punto de responder algo tranquilizador pero ella continuó. —Creo... no creo que deba viajar contigo.

—¿Qué? —Manem casi pegó un saltito del sobresalto. —Pero tienes que seguir con tu tratamiento, además ya está todo listo.

—Lo sé, pero esto...

—¿Cuál es el problema? ¿Acaso ella te dijo algo?

—No, no es eso.

—Claro que es eso —rebatió él, su incomprensión del asunto estaba colmando su paciencia—. Oh, por favor, tú siempre me dices las cosas como son.

Pría lo observó, esta vez circunspecta, pero Manem tuvo la impresión de que evadía directamente su mirada. Y no llegó a saber qué era lo que estuvo por decir, pues de repente a los dos los estremeció el estruendo de un golpe violento contra la puerta de servicio, como si la hubieran azotado contra algo duro y pesado.

El golpe se repitió una y otra vez, los dos se quedaron estáticos por un instante e intercambiaron una mirada de alarma. Manem reaccionó por acto reflejo y alcanzó a Pría, que estaba paralizada. Y en el momento en que se colgó como sea el macuto que estaba listo sobre la mesa, la puerta cedió con un gran escándalo haciendo vibrar todo el taller.

Él no se volvió a mirar, percibió el traqueteo de varios pasos que invadían el sótano y antes de que pudiera alcanzar la otra salida para ascender a la planta principal, unas siluetas tranquearon el umbral. Estaban atrapados.

Reconoció rápidamente a los encapuchados, y distinguió de entre ellos el resplandor de varias hojas de espadas. Manem se replegó inconscientemente, protegiendo a su amiga y sintió que los dedos de ella se cerraban firmemente en su mano con cierto temblor.

—Vaya, joven Manem —escuchó a una desagradable voz familiar de entre aquellas figuras negras—. ¿Acaso intentabas ir a alguna parte?



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