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11. Elixir

Había dormido apenas un par de horas en esos dos días. En su taller se había hecho presente un olor a chamuscado y a carne cocida, toda la estancia estaba sepultada en un montón de chucherías en un orden que sólo él podía reconocer. Sin embargo, colocados de manera limpia y pulcra estaban una serie de brebajes de colores y consistencias distintas, como si fueran el resultado de una larga labor.

Manem respingó cuando la puerta de servicio traqueteó. Estaba algo sensible a los sonidos repentinos, pero se recompuso cuando notó que era Pría. Ante sus constantes venidas, él le había indicado a la servidumbre que le dieran el pase sin hacer preguntas, pero por alguna razón Pría se había negado a entrar todos los días por la puerta principal. Así que, finalmente, él había resuelto en darle una copia de la llave de la salida de servicio de su taller. Ante esta solución, Manem había descubierto también que a él ya no le importaba qué más pudiera averiguar ella.

El joven tuvo la intuición de que algo andaba mal cuando Pría se sostuvo del umbral antes de entrar. No pudo siquiera saludarla, de pronto por inercia en dos saltos la alcanzó antes de que ella se diera de bruces contra el piso.

Estaba pálida, más de lo usual y el que sus cabellos fueran negros como la noche sólo enfatizaban ese contraste. Cuando balbució algo indefinido, Manem se percató de que ardía en fiebre y que apenas podía mantenerse en pie.

—¡Oh, rayos! ¿Sabes que podías enviar a alguien para avisarme que estabas así? ¡Hubiera podido ir por ti! —le recriminó él mientras le ayudaba a tomar asiento y se sorprendió al notar lo ligera que podía ser una chica. Pría le lanzó una mirada cansada de censura.

—Pude llegar, eso es lo que importa.

Manem hubiera querido reprenderla más, pero sabía que la condición en que ella estaba era su culpa, así que no insistió. El verla en ese estado también le dio una punzada de zozobra e impotencia. ¿Qué sucedía si es que no salía bien esto?

Debía ser en parte la falta de sueño que hacía que sus pensamientos fueran algo trágicos. Desde el principio él no había querido cargar con ninguna muerte en su consciencia, pero no era sólo eso ahora. De verdad, no quería que nada malo le sucediera a Pría, en especial a ella. ¿A cuántas personas conocía que podían hablarle tan descaradamente como ella lo hacía?

Manem sacudió su cabeza. No era momento para delirar. Entonces liberó un suspiro cansado antes de hablar.

—Está listo —soltó con simpleza. Pría le ofreció una expresión contemplativa pero resuelta y asintió levemente.

—Esto es algo... —masculló él—. Es decir, sí se ha hecho antes pero las consecuencias no han sido... Pero esta vez sí puede ser... Si funciona, sería un descubrimiento muy interesante que sería digno de ser fuente de estudio. Seguramente en el Magisterio muchos querrían saber más de esto... Aunque sigue siendo un tabú... Además de que no podría explicarlo sin revelar...

—Manem, estás divagando.

—Sí, lo sé. Lo siento, no he dormido muy bien.

Y dudó por unos instantes, pero luego tomó uno de los bebedizos de la mesa, el que tenía el contenido más reducido y cuyo color era oscuro, rojizo y espeso, y lo colocó entre los blanquecinos dedos de su amiga. Ella lo observó con curiosidad y algo de desconcierto, como si no pudiera creer que algo tan simple pudiera suscitar tanto escándalo.

—Esto es...

—Mejor no me lo expliques, no creo que lo pueda entender de todos modos —lo cortó ella.

Manem arrugó el entrecejo ante la simpleza con la que lo estaba sobrellevando, pero notó que ella estaba nerviosa y tal vez también bastante débil como para aceptar explicaciones.

Luego de unos segundos de silencio. Pría decidió romper la tensión con un nuevo asentimiento y se empujó toda la bebida de un solo golpe. Manem permaneció estático, observando cómo el rictus de desagrado se dibujaba en la faz de ella, y esperó y esperó. Y esperó.

—¿Cómo te sientes? —preguntó como si no pudiera soportar la tensión—. ¿Mejor? ¿Peor?

La expresión indecisa de la joven le pareció eterna; ella se palpó por inercia el brazo donde tenía dibujados aquellos símbolos extraños.

—Ya no hay dolor —musitó ella finalmente luego de unos minutos con un leve dejo de alivio y le dedicó una repentina sonrisa.

Era muy pronto para decirlo, pero también parecía que el color estaba regresando a su rostro. Sin meditarlo, él volvió a palpar su frente para comprobar que su fiebre estaba amainando. Entonces y sólo entonces, Manem liberó una exhalación contenida y también sonrió, como si un peso enorme se derrumbara de sus hombros.

—¡Lo sabía!

De repente, él se lanzó a buscar una pluma por entre la ruma de cosas que tenía desparramadas encima de la mesa y tiró al suelo una sarta de libros y cachivaches cuando encontró una. Pareció algo enajenado cuando empezó a rayar sobre el pergamino aquel hallazgo, casi como si estuviera en una batalla contra el tiempo. Pría no pudo evitar esbozar una sonrisa al verlo actuar así, su gallardía varonil se había desvanecido y sólo veía ante ella a un loco desaliñado con los pelos parados.

Mientras él escribía, ella observó de nuevo el vaso vacío. El desagradable líquido oscuro medio pastoso y luego, le dio un vistazo al joven y sus ojeras, como si no hubiera pegado un ojo en toda la noche.

—¿Qué es lo que tiene esto? —aventuró ella.

—Es una mezcla de varias cosas, pero básicamente, tiene mi sangre.

—¡¿Qué?! —Pría deformó su cara en un claro gesto de asco. —¿Por qué no me lo...?

Pero antes de que terminara de completar su pregunta, se llevó la mano a la boca para contener unas arcadas.

—No, no, no, no —se apresuró en barbotar Manem haciendo un ademán para que se tranquilizara abandonando sus anotaciones a un lado—. Está todo bien. —Cuando recuperó su atención decidió esclarecerle la situación. —Verás, esto no es del todo simple pero está dando resultado. La sangre de dragón es un veneno para el hombre, para los hechiceros es algo prohibido ingerirla y para los dragones... digamos que no es algo que consideren digno de hacerse. Pero sucede que yo no soy del todo un dragón.

—¿Esto pudo envenenarme?

Si es que su intención había sido calmarla, estaba teniendo el efecto contrario. Pero él prosiguió.

—Estaba preparado para eso, lo que me demoró fue elaborar antídotos por si acaso... pero mi teoría era que no te iba a suceder nada malo... Cuando mi madre estuvo embarazada de mí, en esos meses mi inmunidad al fuego se traspaló a ella también. Mi teoría era que debía obedecer al principio de Belio de la traslación que...

—Habla nuestro idioma, por favor.

—A lo que me refiero es que las propiedades de la sangre del dragón debieron humanizarse en mí. Yo soy la prueba viviente, como es obvio. Es decir, mi sangre no es veneno sino una suerte de panacea.

Pría lo miró con reserva, pero lo importante era que ya no parecía dispuesta a vomitar lo que había bebido, aunque conservó el gesto de repugnancia y conmoción. Si Manem le daba un par de minutos de pensamiento, aquella tentativa era algo inmoral y también asquerosa. No la había considerado una solución desde el principio porque no era correcto experimentar con personas, y mucho menos si es que ésta en cuestión era amiga suya. Tenía que considerar que estaba lidiando con un veneno mortal, la sangre de dragón era algo vedado para hechiceros y dragones. Si algún brujo se enteraba de lo que estaba haciendo, lo hubiera llamado insensato en el mejor de los casos. Y si un dragón se enteraba de ello... pues, no sería tan condescendiente. Aquello era una ofensa, un tabú. Y también, cuando dejaba de lado sus ánimos científicos, darle de beber sangre a otra persona era algo... enfermizo.

—Y... ¿significa que ya estoy bien? —inquirió Pría, había enrojecido levemente por la impresión y eso le había dado una apariencias más saludable.

—No. Debes seguir tomándola por un tiempo.

—¿Qué?

—Debe ser un proceso largo pero la maldición cesará.

—¿No hay otra forma?

—En teoría, si concibiéramos un hijo estarías libre de esa maldición en menos de lo que dura un embarazo —mencionó como un lógico dato anecdótico, pero entonces se percató de lo que acababa de decir y de que el rostro de Pría se estaba ruborizando un poco más—. No es una sugerencia, sólo hablé por hablar.

—Claro, eres un hombre casado.

A Manem le hubiera gustado que no le recordara eso, aunque era la realidad. Pero finalmente, luego de una carrera de semanas, encontró un día en que pudiera dormir tranquilo con la seguridad de que Pría estaría bien y que la situación estaba bajo control. Había extrañado esa sensación de tener los hilos de su mundo en sus manos para que pudiera manipularlos a su antojo. Sin embargo, aunque él no lo supiera, estaba muy equivocado en pensar de esa manera.

Manem fue extraído de sus sueños repletos de teorías y pociones con un sonido inusual: una voz melodiosa. Él no era una persona que apreciara particularmente el arte lírico, todo lo que no fuera conocimiento escrito le era indiferente. A menos que fuera algo sobresaliente, como era esa voz. Era fina y suave, como el golpeteo de las gotas de lluvia al caer, y también había una estela de melancolía inmersa en ella. Era, simplemente, bella.

Luego de unos minutos escuchando, la curiosidad pudo más que su somnolencia. Aunque, a decir verdad, pocas cosas podían con su curiosidad. Así que salió en busca de la fuente de esa canción canora.

No dejó de notar la ironía cuando se perdió en su propia casa. Luego de la boda se había enclaustrado en su sótano y no había puesto de ahí un pie afuera salvo para ir a la biblioteca del Magisterio o para asistir a la asamblea de dragones y siempre utilizaba la puerta de servicio. Fue entonces que se sorprendió cuando descubrió que además del jardín que rodeaba la casa, también había uno interno. Un tragaluz cuadrado iluminaba unas enredaderas junto a unas flores naranjas y blancas. Era una decoración bastante simpática, pero él se enfocó más en la persona que estaba regando esas plantas.

Iria calló al instante y dio un saltito al notar a Manem, él también se desestabilizó un poco al darse cuenta que estaba todo desgarbado y con la ropa con la que había dormido.

—Cantas muy bien —atinó a decir, y fue un cumplido sincero.

—Gracias.

En ese corto silencio se le ocurrió disculparse por haber sido algo rudo en su primera (y única) conversación luego de la boda que, en ese momento, le pareció que había sucedido hacía meses cuando en realidad sólo había sido unos días. Había cosas más importantes en su cabeza, así que desestimó la idea de excusarse con ella casi al instante. La relación con su esposa era una interacción extraña y no estaba seguro de querer cambiar eso.

—No te detengas, disculpa por sorprenderte —dijo a manera de despedida y se dispuso a regresar a su cubil.

—Eh... Manem.

Cuando él se volvió, ella pareció no tener idea de qué decir y Manem empezó a exasperarse cuando después de unos titubeos, el rostro de su esposa empezó a enrojecer. Esa era otra de las actitudes que no soportaba de las mujeres y que ya había visto millones de veces. Al parecer, además de ser muy joven, Iria era algo tímida, y él estuvo a punto de volver a excusarse para emprender la retirada cuando por fin ella habló.

—Me gustaría que pudiéramos almorzar juntos... mandaré a preparar algo especial.

Manem estuvo a una milésima de segundo de negarse, pero al final lo consideró y tal vez fue porque acababa de arribar a aquel descubrimiento interesante para el campo erudito y estaba de buen humor. Además, no podía esconderse de esa chica para siempre; pronto terminaría su susodicha luna de miel, debía pretender ante los demás que sabía de su esposa algo más que sólo su nombre y que tenía una hermosa voz. Para desgracia de él.

Ese almuerzo fue una situación algo extraña. Manem pudo darse cuenta que Iria no estaba simplemente sobrellevando las apariencias, sino que realmente estaba esforzándose por caerle en gracia. Lo cual no era algo que lo impresionara de manera particular, pues una de las cosas que siempre lo había dejado indiferente eran las personas complacientes.

No conversaron mucho y el silencio estuvo grácilmente atestado por el traqueteo de los cubiertos. Él podía observar mejor que su esposa era una mujer de costumbres finas, era recatada y de movimientos elegantes; era evidente que la habían educado desde pequeña para que desplegara esa distinción. De manera involuntaria, él pensó que ella era casi un polo opuesto de Pría, quien era más sencilla, espontánea y algo ruda. Aunque no era muy amigo de la idea, aquellas veladas rutinarias se repitieron después, en espera que al menos pudiera desarrollar cierta cordialidad con su esposa.

Manem empezó a darse cuenta esos días que su interacción con Pría había dado un paso interesante. Uno que se sorprendió reconocer que le agradaba y siendo la persona analítica que era, atribuía ese resultado a que podía contar con que ella siempre le daría su sincero parecer de las cosas y que nunca se pondría a pestañear como estúpida. Aunque ella no compartiera su afición con las artes mágicas, él respetaba su criterio. Y además, se había dado cuenta que realmente confiaba en ella y que podía ser él mismo sin tapujos ni cálculos cuando estaban los dos. Un paso interesante, sí. No se le ocurría llamarlo de otra manera.

Sin embargo, dejando eso de lado. Había una idea que había permanecido reducida desde el día de su boda y que, ahora que el problema de Pría estaba controlado, volvió a ocupar la mente de Manem. Y estuvo macerando los días que sucedieron.

—¿Cómo va tu negocio? —inquirió él un día, tentativamente. Pría estaba observando con desagrado el vaso con la espesa sangre amalgamada con otras especias.

—He perdido algunos pedidos por estos contratiempos —respondió levantando una ceja a modo de queja.

—Entonces, ¿si te hago un pedido importante podría subsanar un tiempo en que estés inactiva?

Pría arrugó el entrecejo y lo miró con sospecha.

—Ya, suéltalo. ¿Qué quieres?

Cada vez que Manem le solicitaba un favor a cualquiera, adornaba su petición con una sonrisa encantadora. Generalmente, funcionaba; pero cuando lo hizo por costumbre en ese momento, Pría sólo frunció más su ceño, así que borró ese gesto tonto de su cara y se aclaró la garganta. Con ella lo correcto era ser directo, así que eso fue lo que hizo.

—Quiero que viajes conmigo —le soltó y no pudo evitar mirarla en son de súplica—. Necesito ver a mi padre.

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