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10. Pacto silencioso

Una desagradable remembranza lo golpeó cuando penetró en aquella oscura sala, varios pares de ojos dorados fulguraron desde distintos lugares apuntando hacia él, como serpientes que acababan de atisbar una presa. Casi pudo escucharlos sisear.

Aquel sombrío auditorio circular era donde los dragones que aún tenían forma humana llevaban a cabo sus reuniones desde hacía tiempo. Y Manem lo recordaba más grande, tal vez porque cuando asistió a su primera asamblea apenas era un niño.

A pesar de que sabía que en ese salón había partidarios de su padre, Manem percibió una animosidad consensual hacia él, como si todos estuvieran en su contra. No era un secreto que incluso de entre los que estaban a favor del pacto, la mayoría pensaba que su simple existencia era una aberración. Una mezcla prohibida. Pero muy a pesar de todos, Manem estaba vivo y no era alguien indefenso, así que no les quedaba más remedio que aceptar lo que era.

La sala se sumió en un arrullo de murmuraciones indescifrables mientras Manem arribaba al centro para estar en plena vista de todos. Aquella disposición le daba la inevitable impresión de que estaba por iniciar una suerte de juicio. Nof, que lo había acompañado hasta la entrada, tomó su lugar de entre los presentes, y el joven entonces, se sintió de repente algo desamparado.

Por un instante, deseó que Sefius estuviera allí. Aunque a decir verdad, él no haría mucha diferencia si es que ya existía un veredicto. Pronto desvaneció ese deseo de su mente. No podía depender de Sefius como si fuera un mocoso. Tenía que arreglárselas como fuera.

—Iniciamos, hermanos —anunció una voz calmosa pero helada. Manem lo observó como una silueta acerada e imponente que se enarbolaba como su juez desde los peldaños más altos. Tal vez era él quien lo miraba con más desprecio. El joven supo quién era desde antes de contemplar su rostro, el principal advenedizo de su padre.

La primera vez que Manem lo había visto, tenía otra apariencia, pero ahora usurpaba el cuerpo de un joven algo mayor que él. Ignifer no disimuló la mueca de asco al verlo, como tuviera ante sí a una criatura deforme y pestilente. Pero había además en su expresión algo que le desagradó y le dio una mala sensación a Manem. Un hálito de triunfo.

Ante una breve seña de Ignifer, la sala entera hizo silencio. Manem permaneció tieso y cuando los segundos sucedieron sin ninguna anunciación, estuvo a punto de demandar el motivo de aquella asamblea. Pero no tuvo que hacerlo.

—Has confabulado con otros hechiceros para traicionarnos —soltó Ignifer de improviso. Manem no había esperado una acusación directa, pero no le sorprendía que fuera tan contundente.

Tomó aire y procuró lucir seguro y estoico.

—Eso no es cierto. Yo...

—Y has revelado nuestro secreto a una humana que es ajena a todo esto —lo cortó el otro, impasible. Manem tuvo que hacer un esfuerzo para disimular su sorpresa ante el conocimiento de esa información.

—Con todo respeto, a quien le revele o no esto, siempre que sean personas de fiar, es algo que no les compete. No tengo ninguna prohibición al respecto...

—Eso es algo de sentido común, muchacho.

—... Y niego que haya recurrido a esos hechiceros —continuó Manem, fastidiado de que Ignifer ni siquiera lo dejara terminar—. De hecho, fueron ellos los que me buscaron y ya sabían bastante sobre mí, ustedes y el pacto. De dónde extrajeron esa información es algo bastante sospechoso.

El auditorio se inundó de rumores ante su insinuación, y Manem pudo distinguir algunos comentarios enardecidos que decían algo sobre la osadía y la vergüenza. Pero Ignifer volvió a tomar la palabra.

—Por lo que sabemos, nuestro secreto puede bien estar desperdigado por toda la ciudad en tantas personas que hayas considerado dignas de tu confianza.

—¡No he hecho tal cosa!

—O bien tú mismo pudiste haberles revelado todo eso a esos brujos.

—¡He dicho que no he sido yo quien los buscó!

—¿Acaso hay alguna prueba que lo incrimine? —inquirió de pronto una voz que Manem no reconoció. Y agradeció que sea quien fuera hubiera intervenido puesto que observó que Ignifer no respondió.

—El chico ya ha admitido que existe un grupo de hechiceros. La información es correcta —emitió otra voz desde el gentío.

—Pero sin una prueba real no hay razón para quebrar el pacto.

De pronto, un aluvión de imprecaciones estalló en el auditorio, como si todos hablaran al mismo tiempo. Manem podía distinguir algunos argumentos, unos pocos que lo defendían, muchos más que defendían el pacto y los demás que no eran tan alentadores.

Entonces entendió que realmente estaba en un gran problema, uno importante. Incluso si él se pusiera a vociferar, nadie lo escucharía. Él nunca había tenido voz ni voto en aquellas reuniones. Sólo era un observador inútil. Y en ese momento, era un observador aterrado. Ellos estaban por decidir algo significativo y él no podía hacer nada.

Ignifer volvió a hacer una señal con el brazo y luego de unos instantes, los dragones volvieron a calmarse. Manem hubiera querido entonces hablar, barbotar de una vez todo lo que pensaba, pero sabía que si lo hacía sin que se lo pidieran, sólo empeoraría las cosas. Aquella impotencia le empezó a causar un dolor físico y la desesperación inundó su pecho como un enjambre de avispas.

—Hermanos —comenzó Ignifer, nuevamente impertérrito—. Lo único que sabemos es que hay un grupo de hechiceros que nos vigila de cerca y que tiene un interés en el chico. Por el momento, el Pacto del Rojo no está tela de juicio. —A Manem le disgustaba cuando hablaban sobre él como si no estuviera presente, pero una marea de alivio lo empapó cuando escuchó lo último. Sin embargo, esta sensación se tornó en una desagradable cuando Ignifer posó su despectiva mirada sobre él. Un brillo mordaz atravesó por sus ojos, uno que pretendía disimular una vanagloria evidente. —Pero necesitamos asegurarnos que el chico no haga nada precipitado.

Entonces Manem supo qué era lo que pretendía hacer.

—¡Esto es ridículo! —exclamó él, ya sin poder contenerse—. ¡Yo no he hecho nada para atentar contra el pacto!

Pero esta vez, no hubo voces que se alzaran para defenderlo. Todos habían captado la insinuación de Ignifer y Manem sintió el peso de todas las evaluadoras miradas draconianas sobre él. Se volvió para contemplar a la sala que se había sumido en un silencio pensativo. No podía creer que lo estuvieran considerando, no podía entender cómo era más sencillo y justo para ellos castigarlo que buscar la verdad. Buscó a Nofaras de entre el público pero no pudo encontrarlo.

—Entonces ¿Quiénes están a favor? —prosiguió Ignifer, su voz fría y sugerente.

El auditorio pareció contener la respiración y luego, la primera llama se encendió. Una a una se encendieron lenguas de fuego en las palmas de los presentes, como si se trataran de estrellas que aparecían en la oscuridad en una combustión espontánea. Ni siquiera había necesidad de contar los votos. Si hubo quienes no estaban de acuerdo, por la cantidad de luces encendidas, no tuvieron mayor relevancia.

Un vacío absorbente se asentó en el joven. Por un instante quiso pensar que esto no estaba sucediendo y que aún estaba en su taller, teniendo una pesadilla.

—Pero yo no he hecho nada en contra del pacto —repitió Manem, más para llenar el silencio en su cabeza. Sabía ya que era inútil.

—Si no acatas esta exigencia, entonces lo estarás haciendo —replicó Ignifer y una sonrisa amplia se dibujó en sus labios. Una espeluznante y ofensiva.

Manem entendió que a ese sujeto realmente le estaba causando placer el hacerle eso, y no entendió el motivo de tanta discordia gratuita. Ignifer hizo una seña a alguien que el joven no pudo vislumbrar y luego de unos momentos, un par de siluetas flanquearon sus costados, como si esperaran que saliera corriendo o se pusiera violento. Pero Manem no lo iba a hacer, tenía una idea de lo que iba a suceder, había diversas formas para conseguir lo que Ignifer había sugerido. Sin embargo, aun así, no iba a oponerse. Sabía muy bien que podía repelerlos y sería sencillo.

Ítalos le había enseñado a defenderse. Y Manem sabía que si quería, podía derribar a esos esbirros y a Ignifer mismo. Pero no lo iba a hacer. ¿Qué diría su padre si es que por su culpa se mellaba el pacto? ¿Qué sucedería si se oponía?

Podía con algunos pero no podría contener a toda esa muchedumbre, y lo último que quería era que se desatara un infierno en la ciudad.

No obstante, no pudo ocultar su sorpresa cuando reparó en que lo que le estaban poniendo en frente era un mejunje extraño en un vaso. Manem frunció el ceño y lo observó como si fuera veneno; aquello no era algo normal, era magia. Magia humana.

—¿De dónde conseguiste eso?

—Muchacho, nosotros también tenemos nuestros recursos —le dijo Ignifer ofreciéndole el brebaje, y luego se acercó sólo para que él lo escuchara—. Considérate afortunado, bastardo. Y agradece porque estás saliendo ileso. Mientras tanto puedes regresar a tu pasatiempo de robar libros, se te daba bien eso.

Manem clavó sus ojos en él, como si tratara de descifrar qué verdades e intenciones se escondían detrás de esa provocación. Pero sólo pudo encontrar una sensación indefinida en esos ojos negros como si mirara dentro de un pozo profundo y tenebroso.

—Eso pudo salir peor, mucho, mucho peor. Créeme —opinó Nof mientras caminaban por entre las callejuelas sumidas en la penumbra de la noche de la ciudad.

—Lo sé.

—Además sólo estarás así por un tiempo, hasta que se aclare esto. No va a ser...

—Lo sé.

Realmente no lo estaba escuchando, había un hervidero de cosas que estaban borbotando en su cabeza, como un caldero de inmundicias. Aún tenía la estela del desagradable sabor de esa poción en la boca. No estaba de humor para replicar a los intentos de Nof por levantarle el ánimo ni para conversar sobre su nueva condición, sólo sabía que por un tiempo indefinido sus habilidades para la magia humana estarían selladas. Eso lo dejaría indefenso en muchos sentidos e inhabilitado para muchas cosas, claro estaba. Pero eso no era lo que le estaba preocupando en ese momento.

—Nos vemos luego —masculló y sin ningún aviso, se fue corriendo en dirección contraria. Fue tan repentino que Nof no pudo siquiera preguntarle hacia dónde iba.

Había sólo una cosa en su mente, una que se repetía sin cesar desde las últimas palabras de Ignifer. A medida que avanzaba por las calles adoquinadas, una irritación desmedida iba apoderándose de él, una que rápidamente evolucionó en cólera.

Tal vez fue por la intensidad de esa emoción que el trayecto lo percibió muy corto. Sus pensamientos cesaron de golpe cuando arribó a una puerta y sin ninguna contemplación por la tardía hora, empezó a golpearla como si estuviera arremetiendo contra el origen de todos sus males.

—¡Abre la puerta! ¡Maldita sea!

Varias luces se encendieron en las ventanas aledañas pero no en la estancia que él quería derribar.

—¡Abre o voy a quemar todo!

Manem se quedó con el puño en el aire cuando de repente el umbral cedió, y desde las sombras del interior pudo identificar a Pría. Ella compuso un semblante perplejo y alarmado al verlo. Su cabello azabache estaba suelto y ella estaba envuelta en un apresurado chal.

—¿Manem? ¿Qué...?

Pero él no le permitió terminar y la empujó hacia adentro, cerrando tras de sí la entrada con un sonoro portazo.

—¡¿Con quién has hablado?! —le gritó. Pría se colocó detrás de la mesa de manera inmediata.

—¿Qué?

—¡¿Con quién has hablado?! ¡¿A quién le has dicho mi secreto?!

—¿De qué estás hablando?

—¡¿Tienes idea de qué has hecho?! ¡Estuve a un pelo de una catástrofe! ¡Creí en ti! ¡Creí que podrías mantener la boca cerrada! ¡He estado trasnochándome haciendo tu estúpida cura! ¡Debería dejarte con esa maldición encima! ¡A ver si te las arreglas sola!

—¡Ya cállate, Manem! —explotó ella también, de repente cerrando los puños— ¡No he hablado con nadie sobre esto!

—¿En serio? ¡¿Por qué será que no te creo?!

—¡Seguro porque eres un imbécil al venir a esta hora a gritarme en mi casa!

Manem estuvo a punto de replicar pero Pría hizo una seña con sus manos para que parara. Entonces tomó un respiro como si quisiera controlarse a ella misma y cuando volvió a hablar, lo hizo de manera serena.

—Manem, estoy hablando en serio. No he hablado con nadie. ¿Por qué traicionaría tu confianza? Dime.

Él la observó de forma penetrante y ella le sostuvo la mirada, como si fuera una suerte de desafío. Hubo algo en los ojos de ella, la certeza aberrante de que no le estaba mintiendo. Sinceridad pura. Entonces, la ira que lo había estado circundando de pronto empezó a menguar como una densa niebla que desaparecía de improviso. De repente, él relajó su postura, no se había percatado que la tenía rígida. Y la mirada se le cayó.

—Ahh... ¿De verdad? —balbuceó y de pronto lo asedió la inexplorada e inusual incomodidad de sentirse tonto—. Lo lamento...

—¡Más te vale! —Ella pareció tener más cosas que decir en mente, pero de nuevo hizo un esfuerzo para serenarse y le indicó con un ademán que tomara asiento. —Supongo que acaba de suceder algo importante. Cuéntamelo todo.

El joven la observó de nuevo como si aquel ofrecimiento lo hubiera tomado desprevenido. Luego de que la energía de aquel arrebato se esfumara, se encontró súbitamente cansado. Tal vez fue por eso que accedió a lo que ella decía y aquello fue algo nuevo, pues un tiempo atrás lo último que hubiera hecho era compartir ese tipo de conversación con alguien que no fuera Sefius o Nof.

Pría lo escuchó atentamente y de pronto, Manem se encontró descargando todas sus angustias. En su mente empezaron a emerger las preocupaciones que el enojo había prevenido. Aunque el pacto seguía intacto, él no había salido indemne de esa asamblea.

—Así que pensaste que había sido yo quien había soltado la lengua por lo que ese... sujeto te dijo —concluyó Pría luego de que él terminó.

—Sí, lo siento. Fue lo primero que se me ocurrió.

—Descuida. Pero parece que tienes a alguien que te vigila de cerca desde hace tiempo... desde muy cerca.

Manem meditó en silencio. Los rayos del amanecer se estaban colando por las ventanas, sin darse cuenta, las horas habían fluido rápidamente. Pría había preparado té, pero las tazas de los dos estaban casi intactas y yacían heladas en la mesa.

—Ya no voy a poder curarte —emitió él.

Un método más radical para arrebatarle la magia a un hechicero era esa poción que le habían obligado a tragar. Manem no dejó de notar que incluso para reducir la peligrosidad que él representaba, esa alternativa había sido demasiado agresiva. Era como matar a una gallina con una ballesta militar. De hecho, a los brujos condenados a prisión perpetua les daban ese tipo de brebajes para incapacitarlos de por vida. Y estaría incapacitado por un buen tiempo.

Ambos ya habían deducido eso pero ninguno lo mencionaba. Pría se restregó las manos en silencio. Manem no dejó escapar ese gesto. Aunque ella parecía tomarse todo fríamente, tenía miedo. Sabía lo que significaba esa maldición y lo que iba a venir. Y sabía que sólo quedaba una alternativa.

—No quiero que recurras a esos locos de la logia —soltó ella.

—Pero...

—Eso sólo empeorara la situación, ellos nos son buenas personas. He escuchado muchas historias sobre el incendio de hace años y no quiero que se repita —le interrumpió, pero él notó que le temblaba ligeramente la voz—. Pero tú sí tienes buenas intenciones... Eres raro, pero tienes buenas intenciones.

Y ella pareció querer decir más pero el labio le tembló. Él la contempló callado, no pudo evitar ensombrecerse por su determinación ante un problema que en realidad, no era el suyo. No sabía cómo Pría había llegado a la conclusión de que él era ese tipo de persona, pero entendió que él no era el de las buenas intenciones, sino ella. De verdad, era una buena persona.

—Siendo sincero, yo tampoco quiero recurrir a ellos —le confesó y hundió su cara entre sus palmas mientras su mente le susurraba algo. No podía evitar pensar, aunque fuera en un momento angustioso, no podía evitar enarbolar hipótesis—. Tal vez si lo consideras...

—No, es definitivo. No quiero entrometerme con ellos, no quiero que te extorsionen.

Manem calló. Y ese silencio fue el último, pues sabía que lo que iba a decir ya no tendría vuelta atrás.

—Es posible... que haya una alternativa diferente.

Una debatible y controversial alternativa, en realidad. Manem nunca la había si quiera tomado en cuenta, pero estaban en un supuesto desesperado y eso requería medidas desesperadas. Pría se volvió para verlo y cuando sus ojos hicieron contacto, fue como si lo pactaran sin palabras.

—Tienes que confiar en mí.

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