8. Indescifrable añoranza
Ítalos sabía que Ureber estaba planificando algo. El viejo Moris iba y venía de diversos y misteriosos mandados que le encomendaba el brujo y se tomaba el tiempo para alimentar a Ítalos con exquisiteces. Él no se quejaba ante eso último pero no podía negar que le intrigaba. Sobre todo después de aquella última conversación.
Se preguntaba qué era lo que Ureber quería intentar para impresionar al rey. No sólo eso, quería conseguir el puesto del hechicero real. Y le pareció tan descabellado que un brujo huraño y despectivo, como era él, aspirara a tan alto. En un momento fatal se asomó por su mente la idea de que todo esto se relacionaba a él.
Pero era en definitivo imposible. Sin embargo, no podía dejar de sentirse intranquilo.
Su gran solución había sido empeñarse más en su estudio personal, pero se encontró con un nuevo problema: no podía concentrarse en su lectura tan bien como antes. Las páginas pasaban más lentas; tuvo que forzarse a mantener la mente concentrada pero nunca había sido más sencillo distraerse. Sin que lo notara, de pronto estaba pensando en Zuzum y seguido se sumergía en sus sueños aéreos de nubes, estrellas y soles. Algo había cambiado en esos sueños.
Siempre habían sido vívidos, casi reales. Siempre había podido sentir en viva piel el viento golpearle la cara y los rayos de la luna sobre él. Pero desde que había salido de aquel horno, Ítalos había empezado a despertar con un sentimiento peculiar. Una sensación de querer algo pero pensarlo extraviado, una falta. Una añoranza.
Cada vez era más clara, más propia, aunque no la entendía empezó a preguntarse si es que acaso él había perdido algo pero sus recuerdos no le decían nada. Siempre había vivido en el orfanato, si es que había perdido algo, no había forma de saberlo.
Aquella intranquilidad se esfumaba casi por completo cuando visitaba a Zuzum.
Los días que habían sucedido parecían haber estado envueltos en una suerte de soponcio. Al menos para Ítalos había sido así. Se había encontrado de repente sintiéndose ansioso por visitar a Zuzum y cuando abandonaba su compañía, quería que pasara el tiempo rápido para regresar.
Aquellos días el sol brillaba plenamente y el clima era fresco, así que salían cada tarde a pasear por los jardines y cuando se alejaban lo suficiente, se tomaban de las manos otra vez. Al principio, Zuzum y él no dijeron nada, sólo se tomaban las manos en silencio, pero pronto se acostumbraron a ello y se hizo algo bien natural. Volvieron a entablar conversación y reírse como si nada estuviera sucediendo. Aunque Ítalos no estaba seguro de qué era lo que estaba sucediendo.
Sabía que aquella confianza que él se estaba tomando era impropia para una dama. Si alguien los viera, los reprendería. Más a él que a ella, por supuesto. No obstante, en cierto punto no le importaba tanto. Había algo que había cambiado, o que estaba cambiando y él lo estaba notando pero no podía definirlo.
—Cuando te cases... —empezó de pronto y se sorprendió de que fuera él quien iniciaba aquel tema—... ¿vas a seguir viviendo en Gulear?
Zuzum frunció los labios.
—No lo sé, en verdad no me dicen todo pero ya deben tener planeado donde voy a vivir y todo eso —respondió un tanto como si no le diera importancia. Ítalos estrechó con suavidad su mano y los dos empezaron a juguetear con sus pulgares.
—Quiero ir contigo —musitó Ítalos sin pensar ni levantar la mirada.
—Por supuesto, ya te dije que serás uno de mis criados. —Zuzum soltó una risotada que luego pareció ensombrecerse por algún pensamiento repentino. Ítalos la contempló, inquieto. — Esto de la boda... —prosiguió con un semblante más serio—...es lo mejor para mi madre. Así ella podrá vivir tranquila y yo podré cuidar de ella. Está algo enferma y...
Y guardó silencio, parecía estar lidiando con contener unas lágrimas y él de pronto se vio asaltado por la incertidumbre de no saber qué hacer y una honda presión en el pecho.
—Ella se pondrá mejor —dijo, inseguro de qué otra cosa decir—. Yo puedo ayudarte a cuidarla también.
Zuzum lo miró con una expresión que Ítalos no supo definir y luego emitió una suave risita. La luz del sol contorneaba su faz y parecía como si resplandeciera al sonreír. Ítalos no supo cómo no se había dado cuenta de ello si es que la veía muy a menudo. ¿Cómo se le habían escapado tantos detalles?
Se percató entonces que se había quedado contemplándola como embobado otra vez. Esos últimos días pasaba frecuentemente y no podía evitarlo.
—No puedo pedirte eso. Ese es mi deber... pero pensaré en tu oferta —emitió ella recuperando su acostumbrada altivez. Después lo miró a los ojos y luego al suelo. Como si evaluara alguna decisión. —Quiero... quiero que me sigas la corriente.
—Ya lo estoy haciendo —señaló Ítalos levantando sus manos entrelazadas pero Zuzum seguía mirando a su regazo como si su determinación y soltura se hubieran esfumado de repente.
—Sígueme la corriente y luego, no mencionemos esto... bórralo de tu memoria ¿me entiendes?
—La verdad, no.
Zuzum pareció impacientarse como lo hacía cuando alguien no acataba inmediatamente sus órdenes y él no lo entendió.
Ítalos empezó a preguntarse si es que ella se sentía algo enferma, y tampoco entendió lo que estaba sucediendo cuando ella, un poco vacilante, se inclinó hacia él y sus labios se rozaron. Entonces un chasquido tronó en su cabeza y dio una sacudida hacia atrás de pura inercia.
—¡No te muevas! —reclamó Zuzum, sus mejillas estaban enrojeciéndose como él nunca antes había visto y él sentía que también su cara estaba ardiendo. No tuvo tiempo de replicar que no sabía cómo seguirle la corriente en eso. La segunda vez fue más sencilla que la primera. Menos sorpresiva al menos. Su corazón empezó a conmocionarse como si hubiera corrido millas y sintió un cosquilleo familiar en su estómago. Era algo extraño y también, imposible de borrar de la memoria.
Mientras volvían a acercarse el uno hacia el otro, Ítalos sólo pensaba que quería que aquel momento se quedara congelado. Que el tiempo dejara de fluir y que pudieran quedarse ahí, en ese jardín, para siempre. Y, como si ya nada importara en el mundo, olvidó el orfanato, olvidó a Ureber, a Dalim, todo lo que sabía sobre la magia y su indescifrable añoranza.
Afortunadamente, sus pies conocían el camino de regreso a casa de Ureber porque no fue consciente de haber regresado. Era como si su mente hubiese estado atrapada en una burbuja que sólo se reventó a medias cuando se percató de que ya había llegado.
Estaba tan abstraído en sus pensamientos que casi no notó que toda la casa estaba más silenciosa que una tumba. Casi.
El taller de Ureber estaba extrañamente silencioso, Ítalos supuso que era uno de sus viajes cortos e intempestivos y estuvo a punto de seguir su camino hacia la biblioteca cuando una idea fugaz pasó por su mente como un susurro súbito. Y la burbuja se reventó definitivamente.
Miró a la puerta del estudio como si observara una muralla impenetrable pero luego de un suspiro, se dirigió allí y giró la perilla.
El taller estaba sumido casi en las penumbras, Ítalos lo contempló por un momento, decidiéndose en qué hacer primero, qué buscar primero. Pero no se tardó mucho tiempo, sobre el escritorio de Ureber estaba aquel libro inmenso sobre el cual garabateaba todo.
Para su sorpresa, la letra de Ureber era pulcra y limpia, muy difícil de creer cuando lo veía siempre rayar sobre la hoja a gran velocidad. Habían fechas, números, ecuaciones: era una bitácora de avances en sus experimentos. Ítalos buscó con rapidez en las fechas anteriores y no tardó en hallar un escrito de meses atrás:
Espécimen sospechoso: niño vagabundo con aparentes despliegues de magia. Estudiar.
Ítalos presionó los dientes, no se dio cuenta de que estaba aguantando la respiración mientras pasaba las páginas.
Prueba con fuego azul: niño con resistencia al fuego. Procedencia sin precisar.
Otra fecha:
Prueba con fuego violeta: resistencia. No es magia normal.
Ítalos ya conocía todas las pruebas que Ureber le había hecho, así avanzó hasta las últimas páginas escritas levantando un poco de polvo alrededor. Un par de hojas que no pertenecían a aquel libro cayeron haciendo una curva en el aire, lentamente. Eran hojas arrancadas de otra fuente.
La última referencia sobre él versaba así:
Prueba con horno: él no es humano. Teoría de Adrio, la teoría descartada.
—Teoría descartada —repitió en un susurro. No sabía qué significaba eso, el corazón le latía sin control.
Teoría descartada. Tomó las hojas sueltas y comenzó a leer.
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