33. Un corazón humano
—¿Qué es lo que vas a hacer?
La pregunta de Dalim surgió como la manifestación de la voz de su propia mente. Ítalos lo observó por unos segundos, su silueta iluminada por el resplandor de la ciudad incendiándose, su semblante grave e inaccesible. Podía percibir que él leía su vacilación e Ítalos también entendía que el hechicero esperaba su respuesta para decidir él mismo su propio actuar.
—No puedo dejar que ustedes aniquilen a mi gente —respondió—. Pero tampoco puedo permitir que mi gente los destruya a ustedes.
—Entonces no eres mi enemigo —declaró el anciano y se encaminó hacia la puerta para abandonar la estancia—. Ustedes parecen haber batido la magia humana, lo único que puedo hacer es tratar de rescatar mi ciudad de su fuego.
Ítalos permaneció estático sin saber qué decir. Dalim no lo pronunció, pero era algo evidente que no iba a tener éxito, por más que su magia pudiera repeler el fuego, jamás podría salvar a la ciudad él solo.
Los gritos de las personas empezaron a llegar a sus oídos, emulando los quejidos y lamentaciones que recordaba desde Gulear. Ítalos frunció su rostro y resopló, frustrado e impotente, no sabía qué hacer, su mente trataba de encontrar una salida, sus conocimientos trataban de ordenarse en el caótico espacio que le daba la desesperación.
A su lado, Zuzum se cubrió los labios con ambas manos, observando aquella devastación y soltó unos sollozos. Sefius lo observaba con un semblante neutro.
—Espera... —musitó Ítalos casi en un siseo, levantó levemente las manos y les dio un vistazo como si reparara en algo que no había visto antes—. ¡Espera!
Corrió fuera de la habitación, hacia la dirección donde se había ido el hechicero y lo alcanzó escaleras abajo.
—¡Dalim! ¡Existe una manera! —El anciano se detuvo y se volvió, sus ojos cristalinos en reserva.—Existe una manera —repitió con gravedad, y lanzó un suspiro de resignación pues estaba ya seguro de lo que iba a suceder—. Ayúdame.
Mientras ascendían por las escaleras hacia la cúspide de la torre, Ítalos tomó la mano de Zuzum y la observó de soslayo, ella le devolvió la mirada.
—El fuego blanco que he creado puede repeler la magia humana —les explicó a todos sin dejar de andar—. Ningún hechicero podría replicarlo porque es necesario usar el fuego de un dragón. Sin embargo, ustedes han creado una magia que puede repeler nuestras llamas y también, magia que puede aprisionarnos. —Dalim lo contemplaba con atención, un amago de sorpresa y comprensión lo iluminó. —Es una idea simple. La más simple de todas, creo que funcionará pero debemos actuar de inmediato.
—Una magia que selle a las demás —emitió Dalim con una nota de maravilla en su voz. Al llegar a la cima de la torre, observaron que el horizonte oscuro de la ciudad se contorneaba por unas gigantescas llamas rojas y naranjas. La ciudad no tardaría en arder por completo.
—Así es. —Ítalos se volvió a ver a Zuzum con una expresión herida, ella le respondió con una mirada extrañada. —Tendré que ir y luego ya no podré volver contigo.
Zuzum pareció por un momento suspendida, como si no hubiera entendido lo que acababa de escuchar. Entonces se alejó un paso de él y arrugó su frente.
—¿De qué hablas? —Ítalos la tomó por los hombros, con delicadeza. Sintió su temblor y su agitación.
—Sólo hay una manera. —Los ojos de ella parecían brillar como pedazos de vidrios rotos, los dedos de Ítalos rozaron con dulzura su mejilla. —Debo regresar a mi verdadera forma, cuando lo haga, no podré volver a ser quien era antes.
—Pero... estamos por tener una familia. Nosotros...
Y ella bajó el rostro, él vio unas lágrimas que se deslizaban por su mentón. Los sollozos de Zuzum se clavaron en su pecho y por un instante estuvo a punto de retractarse de lo que había dicho. Realmente quiso hacerlo, quiso decir que se quedaría junto a ella. Que vivirían juntos varios años, que cuidaría de ella hasta el fin de sus días, que criarían a sus hijos, los que hubiera por venir. Y vivir su sueño de un futuro, juntos.
¿Pero cómo podría hacerlo? ¿Cómo podría vivir sabiendo que le dio la espalda a incontables vidas?
Aquella perspectiva era atroz, sin embargo, el estremecimiento incesante de Zuzum lo estaba desgarrando en varios sentidos. Tampoco quería dejarla. Sola y con su primogénito, quien sería una criatura especial y diferente, y a quien quería conocer. La duda lo ensombreció y supo que si ella le suplicaba que no lo hiciera, entonces, no lo haría.
—Zuzum... —Ítalos bajó la mirada, sólo necesitaba una palabra—. Si no lo deseas...
—Lo entiendo —lo interrumpió y presionó sus labios para dejar de gemir—. Lo entiendo. Lo entiendo.
Y lo abrazó. Ítalos se hundió en sus cabellos negros y sintió aquellas palabras como una liberación y a la vez como una sentencia.
—Ésta es una de las razones por las que te amo —le susurró ella en su oído, su voz quebrada en mil pedazos. Ítalos recordó el momento en el que la había vuelto a encontrar luego de perderla por tres años. Ahora la perdería por más tiempo.
—Te amaré siempre —dijo y ambos se besaron por última vez.
Aunque quisieron prolongar su despedida, el tiempo apremiaba. Ítalos se volvió hacia Dalim y asintió con un ademán firme. El anciano tenía una expresión contemplativa luego de haber visto aquella escena, pero luego de un breve suspiro, empezó a recitar una letanía de palabras incomprensibles seguido con un movimiento de sus manos que dibujaban símbolos en el aire.
Ítalos permaneció inmóvil mientras Dalim operaba su encantamiento sobre él. Aquello era la conjunción de dos seres extraordinarios en una cooperación sin precedentes: el hechicero más sabio de los hombres y el más diestro en magia de los dragones. El uno sin el otro no hubiera podido lograr lo que estaban pretendiendo. Y así fue como sin mediar fuerza ni poder, sólo una voluntad en común, un hechicero trabajó con el fuego de un dragón para crear la magia más poderosa de todas.
—Siempre recordaré tu sacrificio, noble dragón —dijo Dalim con una reverencia de respeto—. Gracias por salvar a mi gente.
—Y gracias por salvar a la mía —respondió Ítalos. Luego se volvió hacia Sefius, quien asintió ceremonialmente.
—Así que esta es tu decisión, Ítalos —dijo con un semblante de compresión y a la vez de lamento.
—Cuida a Zuzum, por favor.
—Te lo prometo, hermano —le aseguró y luego dio un profundo resoplido, como si no le gustara lo que estaba a punto de hacer—. Entonces ¿iniciamos?
Ítalos asintió.
Todos los dragones que habían logrado transmigrar sabían que para viajar de un cuerpo humano a otro, sólo tenían que trasladar el fuego de su esencia. Sin embargo, para volver a ser los seres majestuosos que habían sido, necesitaban un proceso más mágico. Necesitaban un sacrificio.
El cuerpo que les servía de hospedaje debía ser incinerado para que de las cenizas pudiera levantarse nuevamente su verdadera naturaleza.
Ítalos le dedicó una última mirada a Zuzum y ella, sospechando lo que iba a suceder, presionó con fuerza los labios. Él cerró los ojos para concentrarse y al cabo de unos momentos, una llama del tamaño de una vela empezó a brotar encima de él. Aquella esencia pura del espíritu del fuego.
Sefius bajó la mirada, resignado y luego levantó sus palmas para envolver con una marea de fuego al cuerpo del joven pelirrojo que ya no ostentaba la protección del alma de un dragón.
Ítalos no sintió aquel cuerpo quemarse. Ya no podía sentir nada de él, pero percibió sus cenizas elevarse y empezar a formar una estructura familiar. Como si regresara a un hogar empolvado pero que reconocía como suyo. Unas escamas rojas se moldearon con una ráfaga, un par de alas, unos ojos dorados, unas garras relucientes. Volvía a ser él mismo y a la vez, jamás lo sería.
Había vivido como un verdadero ser humano. Había sido como ellos por diecisiete años. Sabía lo que era sentir como ellos. Jamás volvería a ser quien era antes, jamás olvidaría lo que se sentía tener un corazón humano.
Observó a Zuzum por primera vez en aquella apariencia. Ella tenía los labios separados en asombro, y cuando él se inclinó para acercarse, ella estiró su mano para acariciar sus fauces y Zuzum pudo identificar el mismo brillo de sus anteriores ojos celestes en aquellos ojos de dragón.
Cuando ese instante terminó, Ítalos se volvió para volver a contemplar el escenario destructivo de aquella ciudad. Batió sus alas con fuerza y se lanzó de la torre de la fortaleza creando un céfiro violento que azotó la torre.
Zuzum, Sefius y Dalim observaron su figura sobrevolar en círculos sobre la ciudad capital, arrojando desde las alturas un estruendoso fuego blanco que apagaba las llamas y secaba la magia de los dragones con forma humana y de los hechiceros.
La batalla cesó. Desde lo alto contemplaron varias siluetas que se veían como puntos irreconocibles echando a la fuga. Los gritos de terror se apagaron, la ciudad incendiada se salvó.
Y por primera vez en más de cien años, un dragón surcó los cielos.
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