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31. Igual y diferente

Aquella fortaleza era una prisión privada, sólo llegaban allí aquellos que o bien habían agredido o insultado personalmente al rey o eran reos muy valiosos como para que estuvieran mezclados con los criminales comunes. Era el lugar idóneo para mantener cautivos a dragones con forma humana.

Ítalos imaginaba que no los tenían allí para que fueran prisioneros perpetuos, era evidente que los querían vivos para experimentar, para aprender a dominar la magia de los dragones. Era algo deducible.

Lo que no entendía era por qué era que Zuzum había llegado allí.

Luego de un par de días indagando, Sefius le había confirmado que, en efecto, el carruaje de ella había desembocado allí.  Y eso, realmente, no tenía sentido y sólo aumentó la angustia de Ítalos. ¿Por qué ella? ¿Qué era lo que le estaban haciendo allí?

Por más incoherente que fuera la situación, él no podía dejar que ella pasara un día más en aquel lugar. Se contaban historias terribles de lo que sucedía allí y nunca se había escuchado de alguien que hubiera podido salir. La incertidumbre de que, de alguna manera, por su causa ella había llegado a esa prisión lo empezó a carcomer.

Pero él no podía hacerlo solo.

—Una vez que penetremos en la fortaleza, seguiré una ruta distinta —anunció Ítalos. Los ojos de sus hermanos fijos en él, aunque no quisieran, tenían que escucharlo. —Tengo que encontrar a alguien, y ustedes me ayudarán a atravesar la seguridad.

Hubo un silencio cargado de tensión.

—¿Por qué tendríamos que ayudarte? —fue la pregunta de uno de ellos que parecía que hablaba por todos.

—Porque si no lo hacen, no tendrán el fuego blanco que tanto necesitan.

Sus hermanos quedaron atónitos y sobrevino otro silencio sepulcral. Ítalos hablaba en serio, y muy a pesar de todos, la realidad era que él era imprescindible.

—¿Te atreves a extorsionarnos? Eso es una práctica típica de los hombres e impropia de un dragón —espetó uno de ellos, Ítalos lo reconoció como uno de los que coincidía con Ignifer.

—No —replicó él con firmeza—. Procurar venganza y una masacre innecesaria es impropio de un dragón. Es deshonorable, y ustedes, hermanos, independientemente de que coincidan con mi afecto por los humanos o no, se están convirtiendo en seres repudiables por eso. Pero me necesitan y yo los necesito a ustedes, por eso me ayudarán.

La sala enmudeció, Emiria estaba cabizbaja detrás de varias siluetas y Sefius observaba a Ítalos, contemplativo y serio. Aunque sus hermanos estuvieran contaminados por el rencor y el resentimiento, muy en el fondo muchos sabían que él decía la verdad. La parte de ellos que aún seguía siendo un imperturbable espíritu de fuego podía diferenciar la calumnia. Pero es humano detestar que alguien te restriegue tu realidad en tu propio rostro, Ítalos sabía que lo aborrecerían por señalarles sus faltas pero eso no lo había detenido.

Muy en contra de su voluntad y de su amor propio, todos asintieron a su pedido.

Al caer la noche, las penumbras estuvieron de su lado. Si iban a penetrar en aquella fortaleza férrea, sólo podían hacerlo una vez, y ésta tenía que ser suficiente. Utilizaron la entrada de la servidumbre que era la que ostentaba menos vigilancia, en unos segundos dejaron inconscientes a los vigías y se adentraron todos con la velocidad de una serpiente.

Ese lugar no era como la biblioteca de los hechiceros, era más tenebroso. Desde afuera podía verse una única torre que ascendía imponente, pero una vez adentro, se percataron que aquella fortaleza tenía más profundidad que altura.

Una escalera descendía hacia el interior de una suerte de catacumbas. Ítalos pudo percibir la sensación del designio de fuego de los dragones escalera abajo y supieron que los prisioneros estaban escondidos en las profundidades. Parecía que las paredes eran húmedas y se tenía la sensación de estar inmersos en una caverna. Había varios pasillos que se prolongaban, interminables, con celdas que en realidad parecían agujeros en la pared, con barrotes oxidados. Muchas estaban vacías, no obstante, en lo profundo de ese lugar laberíntico se podía escuchar gemidos lejanos.

Ítalos se detuvo en su andar de improviso. Sabía que más adelante debía haber guardias o hechiceros o ambos. Sabía que sus hermanos y tal vez Zuzum estaban allí, pero había algo que se sentía fuera de sitio.

—¿Qué sucede? —inquirió Sefius en un susurro a su costado.

Ítalos se volvió, en dirección opuesta, hacia el camino que ascendía. Había tenido la sensación de estar alejándose. Alejándose de algo ¿de qué? Su mente racional le decía que lo que buscaba estaba en lo profundo pero todos sus sentidos le murmuraban lo opuesto.

—A partir de aquí seguiré solo —musitó antes de que sus ideas se definieran. Sus hermanos lo miraron con gravedad. —Acérquense.

Con más apremio que vacilación, los pocos que estaban junto a él obedecieron, y luego de unos segundos de silencio que necesitó para concentrarse, Ítalos generó una sutil llama blanca y los infundió a cada uno con ella.

Aquello era suficiente, no podía dejarlos desprotegidos. Aunque la mayoría lo aborreciera, ellos eran después de todo, sus hermanos, su gente. Y lo menos que podía concederles era lo necesario para poder protegerse de la magia humana.

—Voy contigo —sentenció Sefius, sin ánimo de réplica, e Ítalos no procuró contradecirlo.

Se percató de que Emiria también quería decir lo mismo, pero Ítalos negó con la cabeza.

—Tu lugar y el mío son distintos, hermana —dijo con un tono resoluto. Habían sucedido ya varios días desde aquella noche fatídica, y un sinsabor permanecía en la amistad que habían tenido. Y permanecería siempre, pero Ítalos no pudo evitar un atisbo de lástima. —Algún día volveremos a comenzar de nuevo, pero no hoy.

Ella bajó la mirada, resignada y asintió. Y así, partieron caminos.

Ítalos no volvió su vista atrás, a medida que subía los escalones pudo comprobar aquella sensación inequívoca que se hacía más fuerte y palpitante; y pudo identificarla con un amago de lo que la magia del fuego le hacía sentir. El aire se hizo menos frío y luces de antorchas empezaron a iluminar más esporádicamente los pasillos. Un par de veces tuvieron que esconderse entre los cruces y puertas del guardia de turno que caminaba, distraído, por el área.

—Sefius —dijo en un susurro Ítalos sin descuidar el sigilo en su andar—. Cuando vuelva a encontrarme con Ignifer, tendré que cederle el fuego blanco, eso dicta nuestro código. —Sefius permanecía silente, pero Ítalos sintió la mirada de sus ojos negros sobre él. —¿Es eso lo correcto?

—¿Cuál crees tú que es el actuar correcto? —repuso Sefius a su vez—. Sea cual sea tu decisión, me fio de tu respuesta, hermano.

—¿Por qué?

—A Ignifer lo carcome el resentimiento, a ti te carcome el amor. Es fácil saber cuál es el mejor criterio.

Ítalos permaneció pensativo ante su resolución. Aún con la confianza de Sefius, la respuesta no parecía tan simple. Pero sí era clara, y él casi hubiera preferido que no fuera así. Aún con la certitud de qué era lo que debía hacer, no podía evitar el hoyo insondable en su consciencia. Era el temor antes de saltar hacia un precipicio, pues una vez hecho no habría retorno jamás.

Aquella área ya no tenía apariencia de prisión, el espacio era más amplio, iluminado y menos tétrico. Aún había más pasillos por recorrer pero Ítalos se detuvo en una de las puertas de hierro grueso.

— Aquí es —musitó, perplejo él mismo.

—¿Qué hay ahí?

—No lo sé. —Colocó su mano suavemente sobre la cerradura de la puerta. —Es... algo mágico. Como nosotros, pero no es como nosotros.

Sefius miró de soslayo a Ítalos, confuso. Entonces, su mano empezó a emanar calor. La cerradura y su piel brillaron en rojo vivo, pero él no se inmutó. El olor a hierro quemado y derretido inundó el pasillo, y la pesada puerta cedió y se abrió con un chirrido de sus goznes.

Aquella celda era una habitación iluminada con la luz de la luna por una única ventana, y una sola persona adentro.

—Zuzum.

Ítalos la vio en contraluz, ella lo reconoció al instante y sonrió. Ambos se apresuraron y casi al segundo siguiente, estaban abrazados, sus rostros hundidos en el hombro del otro. Él la miró brevemente con premura, estaba temblorosa pero ilesa. Ítalos sostuvo su rostro entre sus manos.

—Sabía que vendrías —dijo Zuzum con un leve temblor en la voz. Ítalos no dejaba de mirarla, la perplejidad inundaba su faz. Había algo diferente.

—¿Por qué te trajeron aquí? —preguntó por fin. Ella se frotó las manos como si tuviera un escalofrío repentino.

—Fredrick me encontró. Me encontró porque... —Vaciló unos momentos. —La mujer de la posada me delató cuando vio que no me quemé.

—¿Qué?

—No puedo quemarme. Se derramó algo de agua hirviente y no me quemé, sucede lo mismo con el fuego...

Ítalos entornó los ojos. Creía lo que decía pero no lo entendía, no tenía sentido.

—¿Cómo? 

Para su sorpresa, Zuzum parecía menos desconcertada que él.

—No estoy segura —murmuró ella e Ítalos quedó más confundido cuando vio que una sonrisa tenue se asomó en sus labios—, pero creo que es porque estoy esperando.

—¿Qué estás esperando?

Zuzum  hizo un gesto de impaciencia y lo miró como si él sufriera una tara. Entonces tomó una de sus manos y la colocó sobre el vientre de ella. Un estrecimiento desconocido azotó a Ítalos como si acabara de palpar un temor irreconocible.

—Esto —dijo ella.

—Oh —escuchó que emitió Sefius detrás de él.

La mano de Ítalos tembló con ligereza y comprobó que aquella era la fuente de magia que había captado su atención. Algo diminuto, diferente a él y a la vez de la misma naturaleza. Por un instante, su mente se apagó, como si asimilara aquella noticia con la velocidad que le tomaba al pasto crecer.

—¿Es.. es en serio? —atinó a preguntar y volvió a sumergirse en los ojos miel de Zuzum. Una emoción nueva empezó a fluir en él y sonrió con temblor, duda y conmoción. —¿En serio?

Una voz detrás de su cabeza le susurró que aquello no era normal, que aquello no debería ser. Era algo escandaloso, polémico. Y a la vez, era algo maravilloso.

Los dos compartieron un beso suave y se miraron, alborozados.

Un sonido estruendoso, como el de una algarabía de un mercado en medio del derrumbe de un edificio llegó hasta ellos desde las profundidades de la fortaleza, para recordarles lo álgido de la situación.

—Tienes que marcharte de aquí —señaló Ítalos de inmediato y se volvió a Sefius—. Por favor, llévala a un lugar seguro.

Pero antes de que Sefius pudiera responder, una sombra apareció en el umbral de la puerta, al tiempo que se escuchaban varios pasos que descendían de las escaleras superiores.

Habían sucedido varios años desde la única vez que se habían visto pero Ítalos lo pudo reconocer como si hubieran intercambiado miradas ayer. Estaba más encorvado y tenía más arrugas en el rostro, pero era él, el sabio Dalim.

Él los observó a los tres con impavidez y el ceño fruncido y cuando posó sus ojos en Ítalos hizo un rictus con los labios.

—Tú, eres ese niño —dijo el anciano—. El que incendió una ciudad.


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