Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

23. La marca del forajido

La biblioteca de los hechiceros era por excelencia el archivo donde se resguardaba la historia del conocimiento mágico desarrollado por los hombres a través del tiempo. Sólo los miembros del Magisterio y la nobleza tenían acceso a ella, y no era de extrañar que desplegara una vigilancia constante. Pero ante el devenir de los hechos, dicha fortaleza era su última alternativa.

Aprovecharon las sombras de la noche para escabullirse por una de las altas ventanas del área norte con una coordinación que parecía ensayada. Los hermanos se ayudaron entre sí para trepar los lisos muros y adentrarse en la silenciosa fortaleza. Avanzaron sigilosos, con la velocidad de una serpiente, como una tropa india de asaltantes.

Al llegar a cada puesto de vigilancia, neutralizaban al guardia y uno permanecía como centinela mientras los demás avanzaban en aquel edificio que parecía estar comprendido por capas circulares de pasillos y estanterías. Mientras se adentraba en la fortaleza, Ítalos atravesó velozmente por entre rumas de pergaminos y manuscritos apilados ordenadamente en extensos anaqueles que llegaban hasta el techo de aquella silenciosa bóveda. Sus pasos apenas producían eco, pues se deslizaba con una precaución felina. Sabía que los escritos que estaba dejando atrás no eran los más impresionantes, lo que era verdaderamente especial se guardaba en el centro mismo de esa edificación.

Ítalos pudo al fin penetrar en el pabellón de los incunables. El olor a papel viejo y pergamino se apreciaba distinto, más quebradizo. Los altos estantes ya no eran de madera sino de una piedra sobria y cálida. El silencio de aquella gran sala era tal que parecía aplastar los oídos. Tuvo que encender una llama en la palma de su mano para ver por dónde estaba andando. Con sus genuinos ojos draconianos hubiera podido ver en las penumbras, pero aquella era una capacidad que no contaba en su cuerpo humano.

Había una característica que había de admirar en los seres humanos, y era su obcecado deseo por el conocimiento. A pesar de ser criaturas mágicas, los dragones nunca habían tenido necesidad de desarrollar el control sobre su propio arte como los seres humanos habían hecho con la magia. Nunca hubo necesidad. Sin embargo, allí estaba él. En medio de un baluarte que representaba el ímpetu del hombre por el saber ante algo que apenas llegaba a comprender. Y aún así, parecían entender más sobre magia que los dragones mismos.

Luego de unos minutos, Ignifer, desde la segunda galería le hizo una seña silente de fuego para enfatizarle que se apresurara; pero aquella no era una labor rápida. Ítalos buscaba un título en especial, una fuente de información que sólo los hombres podían desarrollar: estudios sobre sus intentos por controlar a los espíritus de fuego: los dragones. Y también, sus métodos para defenderse de ellos.

Había una probabilidad de que ese tipo de documento no se encontrara allí sino en el castillo de algún noble o en la biblioteca personal de algún hechicero. Pero Ítalos albergaba una esperanza. Varios títulos pasaron por sus ojos, algunos le llamaron la atención pero no eran lo que buscaba, hasta que al fin sus dedos rozaron una cubierta de cuero delgada, era un tomo grueso pero pequeño. Era una copia, pero era suficiente. Ítalos vaciló en un breve parpadeo; ya que estaba allí y nunca volvería a pisar aquel suelo otra vez, decidió tomar los ejemplares que más le llamaron la atención sin ningún remilgo.

Y con la cautela de un roce imperceptible con el que realizaron esa intromisión, se reagruparon y se marcharon, dejando sólo una larga fila de hombres de armas dormidos. Seguros de que, en unas horas su despertar conllevaría a la ira de los hechiceros y sería un mensaje directo de que ellos también estaban en movimiento.

Ítalos estaba aliviado de tener aquella nueva pieza de información en sus manos. Sabía que le tomaría un tiempo pero lograría idear alguna suerte de protección. La magia humana era algo que él podía entender ampliamente y a gran velocidad. Y aunque su inteligencia le ayudaba bastante, estaba seguro de que no era sólo eso, sus hermanos no tenían la misma facilidad para ello. Ya muchos lo habían intentado sin éxito.

A pesar de que todos eran capaces de trasplantar su esencia en otro ser; realizar un despliegue de magia draconiana era simplemente otro tema. Él suponía que así como no todos los hombres podían utilizar la magia, lo mismo se aplicaba para con los dragones.

Entre la magia humana y la de los dragones había ciertos parecidos y muchas diferencias. A través de aquellos años, Ítalos había podido comprender más sobre esa capacidad inherente en los espíritus de fuego que en toda su existencia previa. La magia de los humanos era una continua búsqueda por algo más poderoso, teorías que superaban a otras teorías, un refinamiento incansable en pos del dominio. El fuego para ellos era algo incontrolable, y los hechizos que contenían llamas eran susceptibles de terminar en desastre como había sucedido con el experimento de Ureber.

Sin embargo, la magia draconiana era más libre, desatada, pura, manifestada siempre en forma de fuego. ¿Cuántas cosas podrían lograr ellos si es que quisieran explotar esa fuente inacabable de poder? Ítalos había comprendido que un dragón hechicero como él era alguien peligroso incluso para los de su misma especie. Pero él era, antes que nada, un dragón. Un simple espíritu de fuego.

Su peculiar familiaridad con la magia le había conferido un respeto inevitable entre sus hermanos, y también cierta autoridad. Él era consciente de que sus palabras revestían de más peso que en el pasado y eso era algo de lo que estaba profundamente agradecido, puesto que de no haber sido por ello no hubieran podido llegar a ese acuerdo que pesaba para todos los dragones.

En tiempos de antaño, los conflictos que circunscribían a gran parte de la comunidad draconiana se libraban en sus asambleas. Estas reuniones siempre se habían desarrollado con un ánimo de debate y nunca eran violentas. Había ecuanimidad entre los dragones, y discutían el mejor proceder ante algún problema de turno que los aquejara a todos en comunidad. Era la batalla de los argumentos y el juicio sensato.

Fieles a esa costumbre enquistada en sus mentes. Se había convocado a todos los hermanos, y a aquella reunión acudieron incluso los que habitaban en las afueras de la ciudad capital, pues todos eran conscientes de la importancia y gravedad de la decisión que estaba por tomarse.

Aquel congreso, se percibió distinto.

Ignifer se había enfurecido y había arrojado un vaso contra la pared, el cual se reventó en miles de añicos. Aquel desplante había sido innecesario y una extraña novedad en una asamblea draconiana. Habían existido desavenencias fuertes, era cierto, pero aquel aire de tensión se percibió distinto. Habían elegido un viejo almacén abandonado como sede de su digna asamblea, y a pesar de que era amplio, aquel espacio estaba atiborrado de las miradas graves y expectantes de la comunidad draconiana presente. Sefius tuvo que hacer un llamado a la calma.

—Eso no fue lo que dijiste la vez anterior —le reclamó Ignifer a Ítalos, impávido.

—Cambié de opinión.

Ítalos disimuló el leve impacto que le había producido el darse cuenta de que en esa estancia la mayoría en estaba ávido por sangre. Los años de vivir a escondidas como un animal temeroso, la vida de fugitivo, los continuos vejámenes e injurias habían generado un deseo de confrontación contra los hombres. Uno entendible para una persona, pero ellos eran dragones. Ese rencor insaciable era un sentimiento nuevo para sus corazones vírgenes.

Pero la posibilidad de hacerlo era algo real y debía ser considerada. Después de todo, tendrían el poder para aplastarlos, para destruirlos definitivamente ¿por qué no hacerlo? Ignifer era la manifestación más clara de ese pensamiento, una mayoría importante se había puesto de su lado pero muchos vacilaron cuando Ítalos realizó una segunda proposición y ésta fue secundada por el mismo Sefius.

—¡Esto no es justicia! —repuso Ignifer, embravecido—. ¡¿Cómo podemos simplemente marcharnos sin que ellos paguen por lo que nos han hecho?!

—Ya han pagado suficiente —dijo Ítalos, impertérrito ante su desplante—. Perdieron un pueblo y muchos inocentes. Ambos nos hemos excedido. Alguien tiene que ceder.

Ignifer buscó con la mirada más apoyo, pero luego de que Sefius también coincidiera con el parecer de Ítalos, aquella descabellada proposición de guerra murió antes de nacer. Ítalos estaba seguro de que Ignifer jamás iría en contra de un acuerdo general, por más que se carcomiera en el interior. El desacato era una traición para su propia especie, y aunque ahora portaran un disfraz humano, renegar de un acuerdo significaría renegar de ser un dragón. Lo último que hizo fue lanzarle una mirada frustrada y recriminadora a Ítalos antes de marcharse de aquella junta.

Un humor enrarecido había inundado la posada en los días siguientes, pero el acuerdo estaba pactado. Ítalos sintió cierto alivio cuando algunos le manifestaron su apoyo incondicional ante aquel devenir. Él no era el único que buscaba una resolución pacífica a pesar de las vicisitudes que habían enfrentado individualmente.

Sin embargo, aquel breve paliativo terminó cuando días después se hizo público en las calles de la ciudad lo que se conoció como El edicto de las marcas. Una ordenanza que llevó la situación de la comunidad al punto más asfixiante.

Luego de su intromisión en la Biblioteca de los hechiceros, se publicó en la puerta de ésta y en la de todos los establecimientos importantes una orden que confería potestad a los soldados de revisar a cualquier transeúnte que ameritara sospecha. No era una revisión común. Los soldados portaban un sello circular que calentaban con unas brasas portátiles, y con éste marcaban a las personas en el dorso de la mano. Hubo quejas y tumulto por parte de los ciudadanos pero aquella marca se desvanecía con el paso de los días, no representaba una herida seria sino engorrosa. Pero Ítalos supo lo que estaban buscando realmente: a alguien que no se quemase. Era irónico que quien no fuera marcado fuera el blanco, generalmente, los marcados eran los proscritos y no viceversa.

Dichas revisiones eran aleatorias y podían asaltar a cualquier transeúnte desprevenido. Y ante tal situación, la comunidad atinó a reducir sus incursiones por las calles de la capital. Ítalos optó también por lo mismo. Dejó de asistir a sus trabajos y se confinó en la posada a la espera de mejores noticias. Además, no tenía ninguna intención de salir de allí hasta que terminara su estudio personal de sus libros.

Emiria era una de las pocas que tenía plena libertad para pasear en las calles pues las sospechas no recaían en las mujeres. Ítalos había podido notar la mirada de reserva que ella le dirigía esporádicamente, pero la dejó ser. No habían hablado propiamente desde la vez en que ambos habían compartido un beso e Ítalos esperaba realmente no hacerlo. Había notado también que durante la asamblea, ella más había parecido alguien imparcial en lugar de desplegar el apoyo partidario que le había ofrecido siempre. Sin embargo, casi podía comprenderla. Asumía que ella debía estar algo atribulada con la situación, y aquello era otra de las diferencias con su actitud draconiana, pues ellos antes nunca habían permitido que sus emociones nublaran su juicio.

Con el paso de los días, la cordialidad habitual que se tenían regresó nuevamente, y él se sintió aliviado de al menos no haber perdido a una amiga.

—¿Sabes? No dejas de tener ese aire apesumbrado —dijo Emiria un día, cuando le dejó otra vez la bandeja con el almuerzo.

—Debe ser porque esto no es tan fácil como parece —opinó Ítalos señalando el libro que tenía en sus manos y la ruma de papeles y pergaminos con gráficos y escritos que él mismo había hecho.

—No me refiero a eso, y lo sabes.

Ítalos calló, le pareció algo extraño que fuera Emiria quien hiciera alusión a Zuzum. Él mismo no había querido adentrarse en su recuerdo, el haber tenido la mente ocupada le había ayudado bastante.

La memoria de lo sucedido aún yacía fresca pero él se forzaba a no rememorarlo, a replegarlo en un rincón lejano de su cabeza. De alguna manera, se había empezado a formar la idea de que con el tiempo podría superar aquella herida. No estaba seguro de que fuera posible pero quería tener la certeza inventada de que podría lidiar con aquella nueva realidad, aceptarla y seguir. No era que tuviera otra opción.

Y por supuesto, sea como fuera, estaba seguro de que jamás podría olvidar.

—¿Sabes? —prosiguió Emiria, parecía indecisa en hablar o no—. Es noticia allá en las calles, están preparando la iglesia con decoraciones y todo...

—¿Qué es noticia?

—Que pronto va a haber una boda de nobles —terminó ella, mirando a un lado, indiferente—. En un par de semanas.

Fue como si le tiraran una piedra al estómago, Ítalos bajó la mirada y volvió a revolver sus papeles, de forma desordenada.

—Ah... ya veo.

Sintió la mirada juiciosa de Emiria pero no agregó nada más.

—Es mejor que lo sepas —concluyó ella—. Parece que ella ya cerró este asunto, tú deberías hacer lo mismo.

Luego de que lo dejó sólo, Ítalos no estuvo seguro si es que podría volverse a concentrar en su trabajo en las próximas horas. Desde la ventana se veía la noche caer, una noche que parecía triste y vacía. Pero no tenía por qué ser así.

Emiria tenía razón en algo. Había un cierre que se necesitaba hacer.


Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro