21. Desde los ojos de Zuzum
A Zuzum nunca le había agradado el aspecto de aquel asqueroso orfanato o los sucios niños que acogía. A pesar de que ella no era muy diferente de ellos. La única razón por la que continuaba regresando para jugar con ellos era porque allí había un niño pelirrojo que le caía en gracia.
Ítalos escuchaba todo lo que decía, se reía de sus bromas aunque fueran hechas a costa suya, era infinitamente paciente con sus caprichos y nunca decía "no" cada vez que a ella se le ocurrían las diversiones más estrafalarias. Muchos tomaban esa actitud como candidez, para Zuzum él adolecía de la condición de bobo.
Aquel niño bobo, tranquilo y sumiso, tenía luces de inteligencia que no muchos notaban, pero Zuzum pudo darse cuenta de ello inmediatamente. Y eso le pareció interesante. Ella advirtió que Ítalos asimilaba todo más rápido que nadie y deducía cosas que otros ni siquiera habían visto venir. Sólo que nadie le preguntaba nada a él, y posiblemente, él tampoco se había dado cuenta de lo listo que era. Para ser muy inteligente, era muy tonto. Pero era un tonto divertido.
Zuzum era un espíritu libre, o mejor dicho, un espíritu incontrolable, le gustaba retar a otros niños, a veces incluso se cogía de golpes con ellos y les ganaba. Le gustaba ser competitiva y demostrar que podía tanto o más que un niño en cualquier cosa. Aquella impetuosidad se volvía inocua cuando estaba con Ítalos. Él era tan sosegado que lo había tomado bajo su protección y a la vez, era su compañero favorito de juegos. Muchas veces, Zuzum lo había encontrado observando las nubes, perdido en sus imaginaciones y se preguntaba qué ideas estarían pasando por esa cabeza.
Realmente, su niñez no hubiera sido la misma sin Ítalos y ella sólo se percató de lo mucho que lo apreciaba cuando no pudo visitarlo más, súbitamente.
Su condición de vida mejoró de la noche a la mañana. Su madre había enfermado y no hubo mejor eventualidad para una persona enferma que tener todas las comodidades del mundo. Zuzum sólo tenía a su madre y aunque apareció aquel elegante e imponente anciano anunciándose como su abuelo paterno de un linaje noble, ella siempre consideró como familia sólo a su madre y al recuerdo de un padre ausente.
Su vida de privaciones había terminado pero echaba tanto de menos el poder correr descalza y jugar en el lodo. Aunque sonara impropio. Extrañaba la libertad de los años anteriores, pero ya no era ella quien tenía las riendas de su vida sino su abuelo. Pero todas las reglas y prohibiciones que él le imponía se compensaban por las comodidades que recibía su enferma madre.
Sin embargo, la peor disposición de aquel señor fue separarla de su querida mamá. Iba a ser temporal, así lo había afirmado, pero para Zuzum que siempre había vivido con ella, fue la peor de las maldades. No obstante, ella tenía que acatar por el bien de ambas, sólo se tenían ellas dos así que tenía que obligarse a seguir. Pero la vida se había convertido en un suplicio de exigencias, así que una remarcada nostalgia empezó a caminar con ella todos los días.
Cuando volvió a encontrarse con Ítalos, sus días volvieron a tener color nuevamente. Él nunca supo (porque jamás se hubiera permitido ser descubierta en esos desplantes) que el día en que se volvieron a encontrar, ella se encerró en su cuarto para dar saltitos de alegría. Había reencontrado a su mejor amigo, la única persona en la tierra que podía comprenderla.
Zuzum ensayaba en el espejo sus poses y sus miradas despectivas. Le parecía un entretenimiento supremo el practicarlas con Ítalos, pero él, como siempre, parecía no darse cuenta de nada. Ella disfrutaba mucho de su compañía, le satisfacía su obediencia ciega, el que él nunca pusiera "peros" a nada y le conmovía su sencillez e ingenuidad. Adicionalmente, lo encontraba muy simpático, pero de nuevo, dudaba que él se percatara de ese detalle de él mismo.
Sin embargo, había una sombra que aparecía como una mancha amenazante en esos días tranquilos. La presencia de Ureber, aquel brujo tenebroso que todo Gulear repudiaba.
Zuzum a menudo temía que algo pudiera sucederle a Ítalos, y siendo él tan apacible, ella se sentía impotente, como ver a un conejo caminar al costado de una serpiente. No entendía por qué Ítalos no abandonaba la casa de ese lunático, a veces le daba la impresión que había algo que lo ataba allí. Sospechaba que él callaba cosas y una inquietud apremiante comenzó a albergarla. Tenía que ayudarlo de alguna manera.
Había solicitado que le pagaran por aquel trabajo de paje pero el dinero no parecía importarle mucho a él. Planeaba algún día darle cabida en su hogar, cuando ella realmente tuviera alguna suerte de poder en aquella casa de nobles. Pero era todo un castillo en el aire por el momento. En Los espacios de descanso de sus clases no podía evitar pensar y repensar en distintas maneras de retener a Ítalos a su lado de forma definitiva. Tenían que mantenerse unidos, él andaba solo por el mundo y ella era la única que podía ayudarlo.
Zuzum se sorprendió arreglándose y vistiéndose especialmente para las visitas de él, y no lo admitía para ella misma pero siempre esperaba algún comentario de él, un cumplido, algún elogio. Cualquier cosa que le indicara que él la estaba notando, pero él no notaba nada. Su constante frustración en ese tema le hizo darse cuenta de que él le gustaba mucho y se pasó una tarde entera golpeando cojines y jalándose el pelo —de manera textual— por haberse fijado en alguien tan desesperante como él.
No tuvo que meditar mucho para llegar a la evidente conclusión de que Ítalos jamás daría ningún primer paso ni aunque lo amenazaran de muerte. Y dudaba que él siquiera la tuviera en consideración de esa manera. A menudo pensaba que él no había dejado de verla como esa niña de apariencia de niño con las rodillas llenas de tierra.
Sin embargo, ella seguía peinándose y escogiendo sus vestidos más llamativos por si acaso, pero a menudo lo encontraba a él absorto en su propio mundo.
Cuando le anunciaron que estaba comprometida y que todo su futuro estaba ya arreglado, entendió de inmediato que aquella había sido la razón por la que le habían abierto las puertas tan alegremente en aquella casa. La familia no tenía herederos y necesitaban a alguien para negociar un matrimonio.
Zuzum entendió que aquel acuerdo venía de la mano con la serie de beneficios que habían recibido ella y su madre. No había lugar para negarse, así que sólo asintió con resignación.
No obstante, siendo así, siendo que todo estaba ya escrito, entonces no había caso en ser indirecta con Ítalos. Ya no podía perder nada.
El día en que ella lo tomó de la mano, no pudo dormir toda la noche. Claro, prácticamente lo había obligado pero lo que le sorprendió fue la forma como él había reaccionado. Estaba segura de que él también había sentido algo, estaba segura de que al menos se sintió algo perturbado. En un sentido positivo, por supuesto.
Para Zuzum, aquellos días fueron la dicha. Caminaba por los jardines con Ítalos, tomados de la mano, era algo tan romántico. Lo único que lo arruinaba era que tal vez Ítalos era incapaz de apreciar lo romántico que era.
Había algo que ella esperaba con ensoñación y era que Ítalos le diera su primer beso. No deseaba que nadie más se lo diera, tenía que ser él y sabía que ella también sería el primero de él. Así, aunque ella se casara en el futuro, él nunca podría olvidarla pues ese momento siempre sería de ellos. Pero supo de inmediato que antes de que a Ítalos se le ocurriera siquiera hacerlo, vendría el fin del mundo. Zuzum se estaba desesperando de tener que hacerlo todo ella sola, pero era Ítalos después de todo.
Había ocasiones en las que Ítalos decía cosas que sólo manifestaban las inocentes buenas intenciones de las que estaba hecho y fue en una de esas veces que Zuzum se armó de valor para besarlo. Cuando sucedió, ella tuvo que esperar a que él se marchara para hundirse en su almohadón y ahogar un grito de emoción. Se ruborizó constantemente al recordar la experiencia y tuvo que frotarse continuamente sus manos para simular su temblor.
Aquella noche tampoco durmió, al igual que todo Gulear.
Las sirvientas la alertaron del incendio y toda la casa fue evacuada de inmediato. Zuzum pensó en Ítalos. Pensó en ir por él; imaginó que él debía estar perdido en aquel laberinto de fuego. Pero no pudo hacer nada. Ella no dejó de llorar toda la noche y aquel día se quedó grabado en su memoria en los siguientes años por venir.
Los días grises regresaron con más intensidad. Había perdido a Ítalos y sólo entonces se percató de que realmente había estado enamorada de él. La enfermedad de su madre empeoró y de pronto, tenía que congeniar con este prometido desconocido, Fredrick.
Para su sorpresa, resultó ser una persona agradable. Orgulloso y rígido pero tolerable. Zuzum esperó que pudieran ser amigos, pero ella no podía verlo como nada más. Sus heridas estaban muy frescas y su pesar era diario. Fredrick fue muy civilizado y amable, parecía tener un genuino interés en conocerla. Contrató a los médicos más capacitados para que trataran a su madre pero eso sólo sirvió para darle una mejor calidad de vida en sus últimos días.
De repente, Zuzum no tenía a nadie y empezó a percibir su presencia en aquella casa como un sinsentido. Sólo había aceptado aquella posición por su madre pero ella ya no estaba. Sin embargo, Fredrick la había ayudado cuando más necesitó de alguien. No tenía ninguna otra motivación en su futuro y la tristeza por sus continuas pérdidas nublaron su antaño ímpetu. Decidió que debía terminar lo que se había empezado, por un sentido de correspondencia a lo que había recibido. Además, ya no tenía a nadie en el mundo.
Y entonces, Ítalos reapareció.
Habían transcurrido tres años, pero Zuzum se dio con la sorpresa de que no lo había superado en lo absoluto. Pudo reconocerlo al instante y se encontró desmoronándose en llanto ante su presencia. Aquellas emociones infantiles que había creído empolvadas rebrotaron escandalosamente como el fuego al que se le arroja alcohol para avivarlo.
Había crecido mucho, su voz se había vuelto más grave y ella no había dejado de notar que era bastante apuesto. Pero de inmediato reparó en que había algo diferente en él. No era una cuestión de apariencia, era su actitud, la forma como se desenvolvía, el brillo profundo de sus ojos que parecían tener un entendimiento inefable.
Lo encontró más decidido, más contundente. Sus ideas eran tajantes y no aceptaba réplicas, como alguien que estuviera acostumbrado a mandar. No obstante, conservaba esa postura abierta, comprensiva y tolerante. Aunque Zuzum se quiso engañar, la verdad era que lo encontraba más atractivo y le resultaba extremadamente difícil negarse a sus avances.
De alguna manera, la tónica se había invertido. Ahora Ítalos no dejaba de hacer gala de una punzante iniciativa y eso le hacía muy difíciles las cosas a Zuzum. Ella tenía la intención de cumplir su promesa con Fredrick.
Pero no dejaba de ruborizarse con su cercanía, quería que él tomara su mano, quería encontrarse con sus besos. Le gustaba cómo él la miraba, sus resplandecientes ojos celestes parecían decir que comprendían lo que realmente ella, lo compleja y simple, agradable y terrible, alegre y melancólica que ella podía ser y que aún así, la amaba. Cada vez le era más difícil negarse a sus demostraciones de afecto y se percató de que pronto ya no podría evadirlo. La verdad era que no tenía ya ningún control sobre esa situación y tuvo miedo, así que lo primero que se le ocurrió fue cortar por lo sano.
Cuando él le propuso matrimonio, fue un ofrecimiento que ella nunca hubiera podido rehusar ni con toda la fuerza del mundo. La idea de que él sería de ella y ella de él la hizo extasiarse en un júbilo supremo. Era un sueño hecho realidad.
No cumpliría su promesa, ya no tendría que cumplirla porque él sería su nueva familia. No necesitaba ser una noble, sólo deseaba una sencilla felicidad que era algo que nunca podría encontrar en esas pulidas y engalanadas paredes. Y él le ofrecía un cariño genuino, él era real.
Pero entonces, apareció esa muchacha, luego el incendio del Magisterio y finalmente, aquella revelación.
Zuzum no podía hacer congeniar la imagen que tenía de Ítalos con lo que estaba entendiendo en ese momento.
El Ítalos apacible, dócil y distraído, el Ítalos resuelto, insistente y lanzado, y aquel individuo que tenía en frente que había cegado la vida de mucha gente. Un asesino.
¿Cómo era posible que fueran la misma persona?
No, no era una persona. Zuzum estaba forzándose para asimilar una realidad sobrenatural y mágica. Un dragón, una criatura de historias antiguas ¿Cómo era eso posible?
¿En qué momento había perdido a Ítalos, el que ella amaba tanto? ¿Acaso el joven que ella había conocido alguna vez existió? ¿Acaso todo lo que ella pensaba real había sido un engaño? ¿Una enfebrecida ilusión?
—Vete —emitió en un suave murmullo aséptico, con una mirada falta de emoción. Los ojos de Ítalos se dilataron. —Por tu bien, vete.
—Zuzum, puedo explicarte, si me dejas...
Él intentó tomar sus manos nuevamente pero ella lo repelió.
—Dije "vete".
—¡No estaba siendo consciente, no era yo mismo! ¡Fue ese brujo, Ureber! —espetó él, perdiendo la calma de pronto.
—Ureber murió en el incendio, todos lo saben.
Ítalos calló y su semblante se volvió grave. A Zuzum la envolvió un temor súbito.
—Por Dios... —susurró, atónita—. ¿Tú lo...? ¿Acaso tú...?
—Él lo merecía —replicó, bajando la mirada, el ceño fruncido—. Era demasiado peligroso.
Ella se cubrió la boca con ambas manos para ahogar su turbación, el corazón le latía en los oídos y una sensación de quemazón la asedió detrás de los ojos, pero ella no quería llorar en frente de él. No quería llorar en frente de nadie nunca.
—Largo de mi casa —dijo, irguiéndose con toda la contundencia de la que era capaz. Sus labios temblaban pero ni siquiera el semblante devastado de Ítalos la hizo ceder. —Si no te vas en este momento, yo misma llamaré a los guardias.
—Por favor, escúchame.
—¡Largo!
Y Zuzum no tuvo que repetirlo. Ítalos supo que hablaba en serio.
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