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20. Confesiones

Necesitaba encontrar otro recipiente. La vida se le escapaba.

Pero ¿qué pasaría con ese muchacho de cabellos rojos? Había sido ese muchacho por casi diecisiete años, estaba tan acostumbrado a esa apariencia. Algunas veces creía que no había tenido otra. Pero la verdad era que ese no era su verdadero ser. Él ni siquiera era un ser humano.

Él no podía morir, no todavía. Tenía que terminar lo que había empezado, sus hermanos contaban con él. Aún no.

¿Qué pasaría con Zuzum? Ella sólo conocía a ese joven, no sabía más allá de eso.

¿Podría reconocerlo en otra carcasa?

Sentía calor, un calor agradable en medio de una oscuridad inescrutable. Sin embargo, como si alguien encendiera una chispa, de pronto todos sus alrededores se iluminaron con una marea de llamas y escombros. Gulear nunca se había marchado, siempre viviría en él.

En medio de ese escenario, apareció Zuzum y las llamas la cubrieron con la fiereza de una bestia hambrienta.

Ítalos abrió los ojos, sobresaltado. Los gritos de aquel sueño aún se desvanecían en su mente. No reconocía ese lugar, el techo era uno extraño, respiró entrecortadamente e intentó incorporarse.

—Ítalos —escuchó que lo llamaba una voz y atisbó a Zuzum entre las penumbras.

No podía distinguirla bien, sólo sus ojos de color miel que tenían una textura vidriosa. Ella posó su mano en su pecho para recostarlo nuevamente.

—Ya, ya pasó todo. Debes haber tenido una pesadilla.

Pesadilla. Ítalos nunca había tenido pesadillas. Se aferró a las manos de Zuzum, como si quisiera comprobar que eran reales. Aún jadeaba, alterado y sólo cuando ella lo acarició suavemente en el rostro, pudo serenarse.

—No te preocupes —susurró ella—. Pronto te atenderá un médico y...

—¿Médico?

Ítalos sacudió la cabeza con vehemencia.

—No, no, no necesito un médico.

—Pero estás herido...

—No, por favor, Zuzum —aseveró impaciente.

Ella pareció confusa pero Ítalos no estaba dispuesto a ceder. Uno de los procedimientos ante ese tipo de heridas de aquellos estudiosos era la cauterización. Él no podía ser cauterizado. Literalmente hablando. Él fuego sólo lo acariciaría sin quemarlo. No podía dejar que eso sucediese sin que se revelara su secreto.

—Lo que necesito es fuego —dijo con el más exhausto de los semblantes.

Minutos después, Ítalos estaba sentado en el piso en frente del fogón de la sala, observando las llamas, meditabundo. Estaba tan blanco como un papel, todo el color se había esfumado de su faz. Su torso estaba desnudo, apenas cubierto con vendajes teñidos de rojo. A pesar de estar próximo al fuego, estaba tiritando de frío.

Zuzum entró cautelosamente, portando algunos frascos y un cuenco.

—¿Es esto lo que necesitas? —inquirió ofreciéndole los objetos, dubitativa. Ítalos asintió, podía notar claramente que ella no estaba segura de haber hecho lo correcto al consentir su petición y despachar al matasanos. Él no se demoró, y haciendo un rictus al moverse, mezcló aquellas especias y de forma cansina empezó a molerlas a presión, pero al imprimir la escasa fuerza que le quedaba el resultado estaba siendo lento e ineficiente.

Zuzum no entendía qué era lo que él pretendía o si es que había perdido la cordura, pero le intranquilizaba verlo realizar una tarea tan simple como si le costara su aliento vital.

—Así vas a demorar un mes —dijo de repente arrebatándole los instrumentos para imitar su labor. Ítalos le sonrió débilmente y la observó en silencio. —¿Qué fue lo que te pasó?

—Siempre disimulas tu preocupación con tu carácter —emitió él, ignorando su pregunta—. Esa es una de las cosas que me gustan de ti, Zuzum. Aunque suene tonto.

Ella lo miró con un asomo de preocupación pero se obligó a seguir con su tarea.

—No digas tonterías ahora.

Ítalos volvió sus ojos hacia las enigmáticas llamas, abstraído. Había un aire nostálgico en él.

—Quiero que veas esto —siseó él de pronto y Zuzum lo observó, curiosa.

Él se inclinó peligrosamente hacia el fuego del asador y ella ahogó un grito y dio un salto impulsivo cuando Ítalos introdujo todo su brazo en las brasas. Pero ella se paralizó cuando él se volvió a mirarla con una expresión de calma. Se dio cuenta de que su piel no se quemaba y el fuego pasaba por sobre ella y la dejaba intacta.

Zuzum se quedó tiesa, mirando aquel espectáculo, contemplativa, como si fuera una escena hechizante.

—¿Cómo es posible? —inquirió por fin—. ¿Cómo?

Ítalos retiró su brazo, el cual no tenía ningún rastro de daño y procedió a quitarse las vendas. Zuzum lo observaba, perpleja y expectante. Los movimientos de él eran temblorosos y lentos. Aquello no era solamente por la falta de energía.

Entonces tomó un puñado del polvo plomizo que ella había estado moliendo y lo arrojó al fuego sin ninguna ceremonia. Las llamas crepitaron y se revolvieron, inquietas. Ítalos susurró algunas palabras incomprensibles y el fuego cambió a un color violeta. Zuzum ahogó un suspiro de asombro y se agitó de angustia cuando él extendió su mano nuevamente hacia el fogón y tomó en su palma unas llamas violetas. Éstas bailaron entre sus dedos con gracia, sin escapar.

Sólo con tocar aquella plasma coloreada, una resonancia de alivio inundó todo su ser. Ya había hecho eso incontables veces, pero nunca se lo había aplicado a él mismo.

Él palpó su herida abierta e hizo un leve rictus ante su propio tacto. Zuzum observó, anonadada y estremecida cómo bajo las llamas el corte, lentamente, comenzaba a cerrarse y la sangre dejaba de emanar. Ítalos cerró sus ojos mientras la magia del fuego obraba sobre él. Magia que sólo podían ejecutar los espíritus de fuego que supieran dominar sus propios misterios.

—Para nosotros, esto es un bálsamo curador —explicó en un susurro sosegado.

El fuego proyectaba un reflejo rojizo sobre ellos, eran las únicas siluetas visibles en aquella oscura sala. La mirada de Zuzum tembló, como si procurara encontrar algún sentido ante algo incomprensible.

—¿Nosotros?

—Hace mucho tiempo, nosotros surcábamos los cielos. Teníamos nuestros propios territorios, éramos libres —prosiguió, aún sin abrir los ojos—. El fuego nunca podrá dañarnos porque nosotros somos fuego. Y el hombre siempre ha buscado hacerse dueño de él, por eso cuando la magia humana logró controlarnos, tuvimos que huir. Disfrazarnos de algo que no somos.

Ítalos volvió sus ojos celestes a Zuzum y calló. Un miedo profundo lo invadió de repente y dudó en continuar. No supo interpretar qué quería decir el brillo rojizo que proyectaban los ojos de ella.

—¿Dragones? —musitó Zuzum en un hilo de voz. Ambos guardaron silencio y sólo se escuchó el crepitar de aquel fuego violeta. Con lentitud y gravedad, Ítalos asintió, como si estuviera admitiendo un crimen.

La criatura antigua que él era en realidad se sentía orgullosa de ser lo que era. Para un dragón era una insoslayable realidad el no pretender más de lo que se tiene ni aparentar menos de lo que se es. El juego de apariencias y pretensiones era una risible invención humana. Por eso, Ítalos sintió una gran contradicción cuando por un brevísimo instante, deseó simplemente ser el joven que fingía ser.

Las llamas en la mano de Ítalos se apagaron y se llevaron con ellas el rastro de la herida. Los dos se sumergieron nuevamente en un silencio expectante. Ítalos no sabía qué decirle, tenía tanto por contar, tanto que explicar y justificar. Los dragones siempre hablaban con la verdad, pues ésta era la ley ineludible de la vida. Pero esta verdad para él le estaba resultando desgarradora e hiriente.

Zuzum parecía mirarlo como si él fuera un desconocido y aquello no le agradó en lo absoluto. Sin meditarlo, él tomó sus manos y las encontró trémulas y frías.

—Te puedo decir todo. Todo, desde el principio —prorrumpió, con una inevitable nota suplicante. Una voz draconiana en su cabeza le reprendió, como si se desconociera a él mismo. —Pero debes saber que yo te quiero, te quiero.

Zuzum permanecía estática, como si las emociones se hubieran desvanecido en ella. De pronto deslizó sus manos para liberarse de las de Ítalos y lo miró con reserva.

—Sólo quiero saber si fuiste tú quien ha incendiado el Magisterio —emitió, su voz fría y estoica.

—N... no lo inicié.

—Pero ¿tuviste que ver en él?

Ítalos bajó la mirada y asintió lentamente. Zuzum aspiró hondo y tardó unos segundos en hacer la siguiente pregunta.

—¿Fuiste tú quien incendió Gulear?

Él pareció congelarse en el tiempo, los segundos eran eternos y el silencio, aplastante.

—Sí —respondió finalmente.



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