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17. La promesa interrumpida

Ítalos hizo un ademán con la cabeza a Ignifer y Emiria para señalar un edificio de piedra que daba una absoluta apariencia de monasterio que testimoniaba al menos medio siglo de estar en pie.

—La biblioteca de los hechiceros.

Los portones de madera vieja de aquella edificación se abrían esporádicamente para dejar salir y entrar ancianos barbudos con túnicas largas y pomposas. Aquella institución no era sólo inaccesible para ellos, sino también para la mayoría de las personas. Únicamente los que ostentaban una estirpe de alcurnia traducido en un título nobiliario podían convertirse en hechiceros, y sólo los hechiceros podían acceder al Magisterio y a su mítica biblioteca.

Ítalos sólo podía imaginar cuantos cientos de pergaminos, incunables, manuscritos y copias se encontraban resguardados allí. Probablemente harían parecer a la selectiva biblioteca de Ureber como un lamentable cubículo de papeles.

En los años que había viajado errante por Meriot, Ítalos se las había arreglado para acceder a algunos libros de magia. No obstante, el número de ejemplares con los que se había hecho no llegaban a rebasar los dedos de las manos. Había tenido que avanzar en su aprendizaje de la magia de forma básicamente autodidacta y dando tumbos, pero siempre agradecía el encontrarse con algún manuscrito de magia. Pero aún así, si tuviera todos los libros del mundo, había un abismo que se erigía entre ese conocimiento y él.

El simple hecho de que él era un dragón, y la magia de los dragones era distinta a la de los hombres.

Ignifer resopló pero su faz permanecía circunspecta.

—¿Aquí está lo que crees que necesitamos?

—Probablemente —aclaró Ítalos.

Ignifer arrugó su frente, pareció querer decir algo pero no lo hizo. Ítalos lo miraba de soslayo. No era necesario que su hermano hablara, él ya sabía lo que pensamiento atravesaba por su mente.

—Lo que hagamos después debemos discutirlo primero con los demás hermanos —agregó Ítalos para responder a la inquietud silenciosa de su compañero.

—Así será.

Ninguno de los dos cruzó miradas. Emiria los observaba intercaladamente, consciente del intercambio de palabras no dichas en aquella conversación.

Ignifer siempre había sido rígido y algo impositivo, aquello no parecía haber cambiado siendo ahora un hombre, sin embargo, Ítalos le encontraba un talante más inclemente. No podía dejar de notar que él también había cambiado. Vivir como un hombre parecía descomponer la disposición de ellos, introducía criterios en sus mentes que ellos, como dragones, nunca habían considerado. Ítalos ya lo había notado y no estaba seguro de que fuera bueno o malo. Posiblemente, cuando regresaran a su anterior condición perderían todos aquellos cuestionamientos innaturales.

No podía hablar con total certeza, pero al menos Ítalos adivinaba que aquellos dolores psicológicos por los que él estaba circundando no eran los mismos que los de Ignifer. Podía intuir que la discusión con él no se había terminado aún. Ignifer también sabía cuando callar.

Sin embargo, no importaba el rango que tuviera Ignifer en la comunidad o la desazón que les tuviera a los hombres, Ítalos simplemente no podía permitir que impusiera su intenciones. Lo que Ignifer pedía no era justicia sino venganza. Eso era excesivo e intolerable para Ítalos. No obstante, sea como fuere, de todas formas iba a correr sangre humana.

Ítalos había sido testigo de la perversidad de los hombres, sabía lo que era tener miedo, estar indefenso, ser utilizado y pisoteado. Había algo que estaba podrido en la esencia humana, algo que asqueaba y era aún mucho más intolerable que la severidad de Ignifer.

Y era algo que Ítalos estaba dispuesto a incinerar desde los cimientos.

A veces él hacía un recuento de sus pasos para vislumbrar cuánto había cambiado. Él siempre había sido un pacifista, nunca había matado a nadie. Aborrecía las luchas pero había entendido que no existía otra manera para solucionar ese conflicto. Y lo había entendido de la peor manera.

Aunque Ureber se hubiera convertido en polvo ceniciento, Ítalos nunca iba a perdonar lo que ese desquiciado brujo lo había obligado a hacer. Nunca iba a perdonar cómo la magia humana lo había sometido, no podía condonar ese desmesurado deseo de poder de los hechiceros.

Incluso en su reconcomio, Ítalos no buscaba la venganza, sólo anhelaba justicia. Sólo justicia sin arbitrariedad o resentimientos. Si alguien debía perecer, debían ser quienes habían iniciado el problema. Aquella intención de lograr su libertad sin sangre se le antojaba ahora ridícula e ingenua.

Y para reafirmarse en esa resolución existía además un nuevo factor que él no podía dejar de considerar: Zuzum.

Él no quería perderla otra vez. Se había mortificado tanto aquellos tres años ante la posibilidad de que ella hubiera dejado de existir por las acciones de ese hechicero enloquecido. La idea de que era también su culpa era sencillamente flageladora; pero él era consciente de que no era responsable de esa tragedia. Estaba bajo el control de ese demente; la lógica le indicaba que no era su culpa pero él no podía evitar ese sentimiento. Así que lo relegó en lo más recóndito de su domo mental.

El reencontrar a Zuzum había curado muchas heridas que lo habían desgarrado desde la Noche de las cenizas. Aquellos últimos días no se dejaba de preguntar qué hubiera sido de él si no hubiera vuelto a dar con ella. Pero Ítalos no era tonto, sabía que la relación que él buscaba tener con ella era un asunto un tanto polémico en el sentido humano y en el draconiano.

Sin embargo, no dejaba de sentirse asaltado por un extraño optimismo. Si Zuzum y él se habían reencontrado más allá de todas las probabilidades, tal vez eso quería decir que todo iba a salir bien. Que ella lo iba a aceptar, que aquella lucha secreta iba a terminar, que podrían superar el abismal mundo de diferencias que los apartaba y que ellos podrían caminar de la mano hasta el fin de los tiempos.

A veces le parecía que eso sonaba estúpidamente ingenuo pero las demás veces era lo más coherente del mundo.

—¿En qué piensas? —inquirió de repente Emiria una vez que Ignifer se hubo ido.

—En nada.

Ella entornó su mirada, dudosa, como si lo analizara.

—No es cierto. Últimamente no dejas de sonreír de la nada —acotó con una leve nota de recriminación.

Ítalos guardó silencio.

—¿Adónde vas todas las noches?

—Es algo que necesito hacer —respondió sereno, cuidando sus palabras—. Por favor, no quisiera que los hermanos lo sepan.

Emiria arrugó los labios e hizo un amago de réplica pero Ítalos se adelantó en su andar.

Con la situación actual, lo menos sensato sería soltar un escándalo como aquél. Ninguno de sus hermanos podía saberlo, no lo entenderían. E Ítalos no tenía ni idea de lo que podría suceder, sólo sabía que quería mantener esa situación en secreto todo lo que fuera posible.

Los días se habían convertido en semanas. Ítalos había aprendido a sobrellevar sus deberes con su comunidad y los encuentros diarios con Zuzum. Al ser quien dominaba mejor las artes mágicas como espíritu de fuego, era él el encargado de curar a los suyos si es que por alguna razón resultaban heridos, y también de recuperar los recuerdos de los desmemoriados. Mientras aún gestaban la alternativa de conseguir los libros de hechicería que esclarecieran cómo deberían defenderse, aquella calma de la rutina le había traído un alivio temporal.

Aquella noche, luego de terminar su trabajo de limpieza, salió disparado por las calles para arribar a la mansión, como había hecho todo ese tiempo. Luego de sortear el muro, se dirigió directamente a la puerta trasera de la residencia. Zuzum la dejaba abierta para él, a veces lo esperaba en el umbral, otras, en la biblioteca. Sus encuentros eran tácitos, sólo él avisaba cuando no podría llegar y ella simplemente asentía; estaba por sentado que siempre volvería al día siguiente.

Realmente no hacían nada importante. Se ponían a conversar por horas sobre tonterías, sobre lo que habían hecho en el día o rememoraban algún recuerdo infantil. Eran charlas interminables donde se descubrían de nuevo; sus temores y sus sueños. Ítalos, sin embargo, trataba a menudo de acallar la sensación áspera de no serle completamente honesto a ella; prefería cederle el espacio a Zuzum y escucharla y observarla.

Era como si los viejos tiempos hubieran regresado, pero había algo latente que palpitaba entre ambos, algo que era totalmente distinto. Ítalos no perdía la oportunidad de rozar su mano, a veces estrecharla, Zuzum siempre fingía no darse cuenta. En una que otra ocasión, le robaba un beso fugaz y aunque ella no se resistía, inmediatamente una suerte de aflicción la embargaba y él podía notarlo.

—Debemos dejar de vernos —le dijo esa noche.

La sala estaba escasamente iluminada como siempre, Ítalos no respondió por unos segundos. Había una visible nota de determinación en su voz y eso, de manera súbita, le suscitó una sensación de vacío y un miedo atroz.

—Esto no está bien —prosiguió Zuzum, seria, evitando la mirada de él—. No puedo hacerte esto.

—¿Hacerme qué?

—Voy a casarme.

Ítalos frunció el entrecejo y la miró con disuasión.

—Pero no lo quieres.

—¡Tampoco quiero ser una adúltera! —Zuzum se irguió con un aire contundente. —Y no necesito a un amante.

—Pues no lo tengas. —Ítalos se aproximó a ella con paso firme y tomó sus manos. —No te cases con él, hazlo conmigo.

Zuzum se estremeció y por un instante pareció que iba a perder el equilibrio como si no hubiese visto venir un golpe.

—Yo puedo cuidarte, puedo velar por ti y te quiero. —Con cada palabra, Ítalos veía un brillo tintineante aparecer en los ojos de ella. —Tú no lo quieres a él. Yo no voy a poder olvidarte nunca, así como tú no vas a poder olvidarme a mí.

—¿Quién te crees? —soltó ella con dubitación.

—Di que sí, por favor.

Los labios de Zuzum temblaban, como si ella luchara por evitar que formaran una sonrisa. Ítalos sentía su pulso acelerado en sus manos.

—Por favor. Por favor.

Él estrechó las manos de ella contra su pecho como si quisiera que ella palpara su perturbación y sintiera sus latidos. La mirada de Zuzum era vidriosa y ya no mostraba aquel orgullo inaccesible.

Entonces ella asintió y una sonrisa tímida se dibujó en sus labios. Ítalos sintió que el piso regresaba a sus pies y sin pensarlo dos veces, la besó en los labios y sonrió ante la ironía de esa escena. Ante el hecho de que un dragón se había inclinado sin pensar ante una mujer. Por un instante le pareció asombroso y perturbador que considerara que su plenitud dependiera del sí de aquella criatura tan joven y frágil. Escuchó la risa suave de Zuzum que se entrecortaba entre los besos, él también reía con ella pero su alborozo y aquel momento mágico terminaron súbitamente.

Fue casi involuntario, esa reacción que uno tiene cuando siente que está siendo observado. Ítalos viró inadvertidamente su mirada a un lado y pudo ver para su terror a un par de ojos fulgurando en la oscuridad. Antes de reconocer a la silueta, pudo identificar las emociones que atravesaban por esos luceros espías; una mezcla hirviente de sorpresa, decepción e ira.

—Emiria —siseó él y Zuzum se volvió, sobresaltada.

Sumida en la oscuridad, Emiria les lanzó una mirada temible a los dos y desapareció como si se hubiese diluido en las sombras.

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