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10. Remembranzas

Estaba maniatado en el centro de un círculo marcado por una extraña arena negra, podía distinguir escasamente el resplandor de unas velas a su alrededor en medio de una mortal oscuridad.

Aún no salía de aquel estado grogui, pero podía escuchar la voz de Ureber recitando unas palabras ininteligibles, cual silbido de serpiente. Aún en medio del sopor de alguien que no ha terminado de despertar, Ítalos supo lo que estaba sucediendo. Sabía que ya era tarde.

Cuando el círculo de arena se encendió en violentas lenguas de fuego, todo a su alrededor cobró una luminiscencia segadora. Todo se volvió blanco y se reveló un espacio donde sólo estaba él en un vacío luminoso.

De repente unas figuras empezaron a materializarse en medio de la nada. Unos susurros llegaron a él como si estuviera escuchando detrás de una puerta. El sonido se hacía cada vez más fuerte y claro, y un escenario empezó a dibujarse a su alrededor como si una gota de pintura hubiera manchado el lienzo blanco en donde se encontraba y se expandiera irremediablemente.

Entonces tuvo la certeza de que esas eran las respuestas que él había estado esperando. Reminiscencias que le pertenecían. Recuerdos de un pasado que había sido sellado en fuego.

—Ésta es nuestra única alternativa —sentenció una voz profunda, áspera, enigmática. Era una voz que delataba una altiva serenidad y un cierto orgullo atrevido. Ítalos lo supo antes de que la imagen se esclareciera en su mente. Era su voz.

Era él.

Unas escamas con un brillo escarlata revestían su cuerpo, un par de ojos resplandecientes de víbora que parecían contener dos soles, alas gigantescas y poderosas que hacían recordar a las de un murciélago pero hacer esa comparación era ofender a la digna verdad. Era un dragón.

Ítalos observó a la criatura con la sensación de estar mirando a un espejo y no haberse reconocido en un principio. Sin embargo, las piezas en su mente estaban encajando como engranes que se colocaban en la posición correcta y empezaban a girar. Claro que sí, era él.

¿Cómo pudo haberlo olvidado?

Su yo draconiano estaba posicionado solemnemente sobre una roca y alrededor de la inmensa caverna, millones de ojos dorados tenían la vista posada sobre él desde las diferentes galerías huecas. Se escucharon murmullos y cuchicheos viperinos. Entre las sombras, Ítalos pudo ver a otros dragones de mayor tamaño y majestuosidad.

Claro, ahora lo recordaba. Él era bastante joven cuando participó en el magnánimo consejo draconiano y eso no hizo más que suscitar la desconfianza de sus congéneres. Pero él tenía derecho a tener voz en aquel debate. Y fue él quien sugirió aquella idea.

—Lo que propones puede diezmar a nuestra especie —replicó una voz ronca desde las sombras, un dragón inmenso de escamas negras de un aspecto temible—. ¿Qué sucedería si es que perdemos nuestras memorias para siempre?

—A esta ratio, los humanos nos esclavizarán a todos. Ya estamos siendo diezmados.

Más murmuraciones emergieron en la caverna y el recuerdo se tiñó de negro como si hubiese sido diluido en tinta.

—Es justo que yo sea el primero para probar mi teoría —dijo enfáticamente su yo dragón.

Estaba en lo que parecía ser el interior de un cráter, la luz de la luna se colaba perfectamente por entre los orificios del techo hueco de piedra. Cubiertos por la luz azulada de la noche, pudo distinguir otros dragones alrededor de él, contemplándolo. Los semblantes de aquellos seres serían ante cualquiera los de monstruos aterradores. Pero aquello era un recuerdo, así que de alguna manera, Ítalos pudo entender que todos esos rostros duros de reptil reflejaban inquietud y apremio.

Había algo en el suelo de piedra negra, algo en el que todos habían posado sus áureos ojos de serpiente. Un hombre joven yacía tranquilo, como si durmiera, pero Ítalos sabía que no lo hacía. Era el cadáver de desconocido. Su yo dragón posó sus garras escarlatas sobre el pecho del hombre con cuidado de no desgarrar ese frágil cuerpo y sus alas se extendieron como si tratara de invocar todo el control del que era capaz. Tenía que hacerlo para que aquel procedimiento pudiera funcionar.

La magia de los dragones era distinta a la de los hechiceros. Era más desatada, salvaje e instintiva, abierta a posibilidades inimaginables. Y lo que estaba por hacer iba a marcar un hito en las capacidades de su especie. Ellos eran fuego, y el fuego puede tomar varias formas.

Ítalos sabía lo que iba a suceder y ese instante se desvaneció como si fuera humo en la oscuridad.

Unas luces se encendieron e iluminaron una habitación tenuemente. Se respiraba tensión en el ambiente. Cinco personas estaban sentadas alrededor de una mesa con expresiones de gravedad. Aquel silencio estaba cargado con zozobra y agitación. Un hombre de cabellos rubios, separado del resto, miraba distraídamente a través de la ventana.

El Ítalos pelirrojo no demoró en reconocerse a sí mismo. Observó a su otro yo, un hombre mayor de apariencia totalmente distinta a la suya.

—Hemos perdido pista de Ignifer, tal vez para siempre —emitió con voz sesgada un hombre de tez amarillenta, y seguido, lanzó una trepidante mirada hacia Ítalos con turbación—. ¡Ésta fue tu grandiosa idea, Ítalos! —bramó, golpeando la mesa—. ¡Más de cien años y aún no hemos conseguido nada!

Ítalos apenas reaccionó.

—¿Y se te ocurre algo mejor? —intervino una mujer mayor de cabellos cenicientos—. Si no estuviéramos en esta forma, seriamos ahora marionetas de los hechiceros. Eso es un hecho. Al menos hemos realizado avances...

—¿Avances? —cuestionó el hombre—. Ya hay hechiceros que sospechan de nosotros y hemos perdido a muchos de nuestros hermanos ante algo peor que la muerte. Ahora muchos de ellos vagan por las calles pensando que siempre han sido humanos ¡¿A esto llamas avances?!

Todos los presentes alternaban sus miradas del hombre a Ítalos, quien seguía sin responder. Algunos manifestaron un severo asentimiento, otros, reprensión. Todos, nerviosismo.

Pero el Ítalos de la escena permanecía impávido. Había emociones que se dibujaban en sus ojos verdes. Preocupación, congoja, culpa.

Aquel era el cuarto cuerpo humano que usurpaba, casi como todos en aquella sala. Hacía pocos momentos había llegado la noticia a todos ellos de que uno de sus hermanos se había visto forzado a realizar la transmigración en el cuerpo de un niño. Para ellos, ese era el peor supuesto.

Las mentes de los niños humanos, aún en formación, no les permitían conservar sus recuerdos con claridad. El conocimiento de su verdadera identidad estaba dado por perdido y se convertían en un dragón desmemoriado andando por el mundo pensando que era una persona.

—Nuestra causa aún no está perdida —dijo de repente Ítalos—. Recuperaremos a Ignifer y a nuestros otros hermanos que estén perdidos.

Ítalos se volvió, una luz de convicción brillaba en sus ojos, una que estaba obligado a sentir.

—Aún podemos recuperar nuestra libertad.

El escenario cambió de la misma forma intempestiva con la que se apaga una vela.

Caían una serie de puntos blancos y un aliento congelado se materializó en volutas gélidas.

Era invierno y él era el único punto oscuro en la blancura del camino. Era el mismo hombre de ojos verdes y cabellos rubios, no parecía haber transcurrido mucho tiempo desde el anterior recuerdo.

Pero algo andaba mal. Ítalos cojeaba y se apoyaba con temblor en los troncos de los árboles al caminar. Un rastro de sangre enmarcaba su andar. Había sido herido por la espada de un soldado. Estaba solo, desesperado y suplicante por un milagro. No quería morir así: como un hombre. Él no era un hombre. No podía morir sin antes ver su causa concretizada.

Cómo odiaba el frío, lo odiaba más que nada en el mundo. Él era lo opuesto al frío.

Era calor, era fuego. No quería morir así.

El último recuerdo de alguna manera se sentía más fresco, como si hubiese sido algo que acababa de suceder. Un recuerdo que casi podía sentirse en carne propia.

Fue la primera vez que lo vio. En el portón de ese desquebrajado orfanato había varios bultos sorteados en el umbral. Esperando por alguien que abriera la puerta pero cuando eso sucediera, ya sería muy tarde para algunos de aquellos recién nacidos, algunos no pasarían la ventisca de ese día.

A pesar de su agonía convaleciente, Ítalos sintió lástima por aquellos pequeños que no podían esperar más que un destino miserable.

Él notó que dos de los pequeños cuerpecitos ya no se movían. Aunque era un designio triste, para Ítalos representó una oportunidad. Necesitaba un cuerpo sin vida donde transmigrar y allí tenía para elegir. Qué triste que el fin de ellos significara un nuevo comienzo para él, pero los humanos lo habían forzado a que fuera así. Y eran también los humanos quienes abandonaban a sus niños en la ferocidad de ese inclemente frío.

Uno de los niños inertes tenía sedosos cabellos negros y yacía frío como una piedra. El de su costado estaba en las mismas condiciones, Ítalos no dejó de notar sus finos cabellos rojos.

Rojos.

La vida de Ítalos pugnaba por escapársele de un exhalo. Rojos como el fuego.

Sus últimos pensamientos fueron una maraña de confusiones, propia de una persona agonizante. Mas en medio de esa angustia caótica tuvo una clara certeza: cuando abriera los ojos no sabría quien era en verdad. Sería aún él, pero volvería a comenzar desde cero.

Viviría, sentiría y pensaría como un humano. Ésta vez como uno de verdad.

Sería un lienzo en blanco. Creería lo que le dirían y haría lo que los demás harían. Sin embargo, imploró por algo, por una esperanza. Que, a pesar de todo, pudiera emerger aunque sea un susurro lejano de su verdadera identidad. Tal vez su nombre, tal vez algunos atisbos en sueños. Sería un dragón amnésico interpretando el papel de un humano. Un enmascarado en una tierra hostil y enemiga.

Tembloroso, colocó con suavidad su mano sobre la frente del niño pelirrojo y una diminuta llama se encendió sobre la cabeza del infante.

Ítalos no odiaba a los humanos, tampoco les tenía una estima especial. Había una nobleza genuina en él que años de estar bajo merced del enemigo no había logrado mellar. Pero ahora que estaba a punto de ser como uno de ellos, se preguntó cómo lo recibirían.

Se preguntó inocentemente si acaso llegaría a querer a alguien y si alguien lo llegaría a querer a él.


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