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OO1

"Vi otro ángel poderoso bajando del cielo, envuelto en una nube, con el arcoíris sobre la cabeza; su rostro como el sol, sus piernas como columnas de
fuego."
Apocalipsis de Juan 10: 1-9.

Hace unas noches me acosté, disponiéndome a dormir plácidamente. Es una costumbre tomar un trago antes de cerrar los ojos con el sopor de la noche, y así lo hice, mientras por mi cabeza se paseaban fragmentos de los escritos de Juan del Apocalipsis, los cuales me acosaron mientras dormía.

Sin duda alguna, siempre habrá algo intrigante en cómo disponen algunas veces los desbocados caprichos de la imaginación.

Era yo en medio de una calle lúgubre y prácticamente desierta, a mi lado un niño de cabellos negros, tan negros y espesos como el azabache, con una mirada felina amenazante y fría.

Mire a mi alrededor en busca de algo que me diera una pista de que ocurría o mi paradero.

Pero solo pude ver detrás de nosotros a tres niños disfrazados, sus máscaras lucían macabras y manchadas de rojo, susurrando profanidades a la distancia, uno de ellos tenía la piel tostada y el cabello de color miel, tenía un semblante solemne dibujado en su rostro.

Seguí caminando con la presencia del niño azabache y los susurros a mis espaldas.

Y a la distancia, luego de haber caminado lo que pareció una eternidad, pude vislumbrar la figura de dos niñas, sus expresiones eran terroríficas, donde sus ojos deberían de estar solo dos cuencas vacias se podían observar.

Un sudor frío recorrió mi espalda y al parecer mis seguidores se sintieron igual.
Una capilla fue lo primero que vimos y no dudamos en entrar.

El lugar estaba en silencio total y el interior se miraba abandonado, tétrico, los cuadros con ángeles y la figura de Cristo parecían observarme, como si conocieran mis pecados y me juzgaran en silencio. Las puertas se cerraron a nuestras espaldas con una violencia inusual, como si hubiesen sido aventadas, el silbido del viento se colaba por mis oídos erizando mi piel.

En los oscuros rincones del lugar podía ver a las sombras retorcerse en silencio, los vellos de mi cuerpo se erizaron, quería salir, necesitaba salir de allí, mire a mis espaldas, la puerta estaba cerrada, y los niños permanecían junto a mi, senti culpa, no les quería dejar, pero la presión que ejercía el lugar me hacía querer vomitar.

Me acerqué a la gran puerta por la que habíamos cruzado, intenté empujarla, pero parecía pesar más de una tonelada, intente e intente, empuje con todas mis fuerzas, hasta que por fin esta se logró mover, y salí corriendo de la capilla.

Mi respiración estaba agitada, pero la culpa de haber dejado solos a los niños me impedía alejarme más que unos metros del lugar. Mi corazón bombeaba sangre con frenetismo y solo pude acertar en caminar vacilante a la casa del
Señor una vez más.

Al entrar la luz que antes se encontraba apagada ahora iluminaba la habitación, mis ojos vagaron por el lugar examinándolo bien Gracias a la luz artificial.

Los niños permanecían allí inmóviles y al percatarme, aquel niño de piel tostada y expresión melancólica yacía sobre la base de madera donde el Cristo debería de estar, su piel antes seca y llena de suciedad ahora lucia un brillante tono canela, su mirada triste se dirigía a los grandes ventanales de vidrios coloridos.
¡Se estaba volviendo de cera!, sus ropajes andrajosos y rasgados se convirtieron en una toga y unas hermosas alas blancas y grandes.

Me encontraba anonadado, no sabía que ocurría, todo era tan extraño y confuso.
No pensé bien, y tomé una silla de madera cerca de mi y la estrelle contra el aquel niño vestido de ángel. Se tambaleó unos segundos hasta que empezó a caer por aquel gran altar y antes de estrellarse contra el suelo su piel, y ropa, todo había regresado a su estado anterior.

El niño de mirada triste levantó su rostro, el cual se retorció en una expresión de miedo puro.

Uno de los chiquillos que estaba con el, yacía suspendido en el aire, con una soca sosteniéndolo del cuello, vestido de rosado, con un manto de color azul sobre su cabeza, trataba de asemejar la vestimenta de la Santísima Virgen Maria.

Todo era tan tétrico e implícito, el niño que había estado a mi lado antes, ahora se encontraba parado junto a una pared, a la distancia no pude distinguir bien de que se trataba aquello, pero al tomar cercanía, cientos de rostros adornaban la pared con recelo, cubiertos de carmesí, lloraban en silencio desesperados.

Me acerqué a ellos y mi mano se extendió sintiendo la necesidad de palpar aquello, mi muñeca se vio envuelta por las delgadas manos del niño de mirada felina, e inmediatamente una puerta se abrió.

Lo que veíamos al otro lado era tan hermoso y pacífico que me faltarían palabras para describir tal paisaje. Aquel
Jardín de Edén glorioso brillaba, los árboles y flores portadores de colores vivos y brillantes me transmitían una sensación de paz.

Repentinamente de esta se asomó un niño de cabellos largo y rizados, su piel era lechosa y portaba una tijera en su mano derecha la cual adiestró para empezar a cortar sus sedosos cabellos.

Una mirada triste se asomó por mi campo de visión, el niño que antes parecía estar convirtiéndose en una estatua acortó distancia con el peculiar joven de las tijeras el cual cortó un mechón del niño castaño también.

Ambos parecían disfrutar ver como sus cabellos caían al suelo y se mezclaban.

Los chiquillos acortaron cualquier distancia que pudiera haber y se besaron mientras uno de ellos aún permanecía con las tijeras cortando los mechones.

No sabía donde dirigir mi vista, todo era tan confuso, tan desagradable, mi estómago se revolvía, la bilis quemado en mi esófago, cerré mis ojos anhelando despertar pronto.

Y al abrirlos mi vista se topó con techo de madera de mi habitación, giré mi rostro percatándome de la botella de coñac y la biblia sobre la mesa y suspirando, sonreí.

Era una sueño nada más. Y mientras escuchaba los ruidillos y golpes contra la puerta me dormí una vez más, como si una canción de cuna me arrullara, arañazos y sollozos, grititos y golpeteos.

Que buen sueño.

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