Capítulo XIII: El pasado que me atormenta II
⇝Marian⇜
Al salir de casa por la puerta trasera del jardín, siento el crujido de las hojas bajo mis pies y, casi de inmediato, percibo el sonido de pasos apresurados acercándose. Frank me sigue, jadeando y sudoroso, como si la urgencia de alcanzarme lo está desbordando.
Sin embargo, no me detengo; el impulso de huir me empuja a internarme en el bosque detrás de mi hogar, un lugar que funciona como refugio entre los árboles. Al llegar al borde del lago, mis fuerzas me abandonan. Me desplomo de rodillas sobre la hierba fresca, y, sin poder contenerlo más, comienzo a llorar con un desconsuelo que se apodera de cada fibra de mi ser.
Las pequeñas mariposas revolotean a mi alrededor, como queriendo consolarme en mi dolor. Alzo la vista y dejo que los rayos del sol acaricien mi rostro, tratando de sanar, aunque sea un poco, mi corazón roto. En medio de este caos, su voz atraviesa el aire, agitada y llena de frustración.
—Marian, ¿qué demonios fue eso? —me grita furioso, deteniéndose a unos pasos de mí.
Mi cuerpo tiembla con la necesidad de suplicarle que me elija a mí, que prefiera mi amor antes que, a ella, pero una parte de mí sabe que esta batalla ya está perdida incluso antes de empezarla.
—¿A qué te refieres? —respondo, con voz amarga—. ¿Te molestó la cachetada? Porque, créeme, te faltaron un par más.
—¿Por qué lo hiciste? Me humillaste enfrente de todos.
La indignación en su tono me saca una carcajada, breve y dolorosa, porque si lloro, temo que jamás podré detenerme.
—¿Eso es lo que te preocupa? —Me levanto de golpe, con el fuego de la rabia ardiendo en mis pupilas. Avanzo hacia él, sintiendo cómo mi furia crece con cada palabra que sale de sus labios—. Así que tú y Claire han estado revolcándose todo este tiempo, mientras yo, ingenua, te entregaba todo lo que soy.
El rostro de Frank pasa de la furia a la sorpresa, reflejando un desconcierto absoluto. Nunca pensó que lo descubriría, que alguna vez yo llegaría a saber la verdad. Aun así, en medio de esta traición, no puedo evitar ver cuánto me sigue pareciendo hermoso, con los rayos del sol resaltando sus rizos dorados, como un cruel recordatorio de lo que me hizo perder la cabeza.
«Patética», me susurra una voz interna con desprecio. Y tiene razón. Soy patética por amar a alguien como él. Pero también soy orgullosa, y no voy a permitir que ambos se salgan con la suya.
—No tienes ningún derecho a decirme con quién puedo estar. Lo que pasó entre nosotros fue un error, un desliz de una sola noche. —Pronuncia cada palabra con dureza, como si buscara aplastar lo que quedaba de mi corazón—. Te pido que nos dejes en paz.
—¿Qué los deje en paz? ¡Eres un imbécil! —grito con toda la fuerza que encuentro dentro de mí, sin importarme quién pueda escuchar—. ¡Estoy embarazada de tu bebé y no pienso criarlo sola!
La noticia parece golpearlo como una bofetada. Su rostro palidece, y lo veo tambalearse por un segundo. Su mirada se pierde en el lago, buscando respuestas que no existen. Finalmente, cuando creo que va a derrumbarse, susurra con voz helada lo que mi corazón jamás imaginó oír.
—No puedes tener a ese bebé, arruinaras mi vida. —La amargura en su tono me paraliza—. Claire y yo tenemos planes de casarnos y criar juntos al hijo que estamos esperando.
—¿Tienen planes? —enfatizo con veneno, sintiendo que todo mi odio se condensa en esa pregunta—. Pues, deberías haberlo pensado antes de meterte entre mis piernas. Mi padre se enterará de todo, y créeme, querrá cortarte las bolas por lo que le hiciste a su "pequeña niña".
—¡La que me sedujo fuiste tú! —exclama, desesperado. Se lleva las manos al cabello, desordenando sus rizos en un gesto de frustración. Sabe que no tiene escapatoria
—Si realmente te importa Claire y su bebé, harás lo que es correcto —le espeto, acercándome hasta que nuestros rostros casi se tocan. La amenaza en mi voz es clara.
No espero a que responda. Doy media vuelta y corro de regreso a la casa, ignorando el grito que muere en su garganta. Cuando llego a la mansión, me doy cuenta de que todos están reunidos en la sala, incluso Claire. Me emociona que estén aquí, porque tengo algo muy importante que anunciarles.
—¿Qué sucede? —pregunta mi madre con el ceño fruncido, avanzando hacia mí con preocupación.
Le dedico una sonrisa que no llega a mis ojos, queriendo transmitir una calma que no siento.
—Tengo algo que contarles.
Mi madre, siempre tan perceptiva, me abraza con suavidad, como si quisiera protegerme de lo que sea que esté a punto de decir. Camille, mi hermana menor, se levanta del sofá y se acerca también, sus ojos azules llenos de inquietud. A pesar de nuestra diferencia de edad, siempre ha sido mi sombra, mi cómplice.
—¿Qué te sucede, mi niña? Claire me contó que te sientes mal. —La preocupación en su voz es palpable.
—Justamente de eso quería hablarles.
La puerta principal se abre de golpe, y Frank entra. Puedo ver el miedo en sus ojos; su mente debe estar revuelta con mil pensamientos. «¿Sabe tu padre?», «¿Me matará?».
Avanza vacilante, manteniéndose al margen. Claire se aproxima, su expresión es una mezcla de confusión y ansiedad. Cuando nuestras miradas se cruzan, la observo como si fuera mi peor enemiga, en lugar de la amiga que alguna vez fue.
—Familia, quiero darles una noticia. —Extiendo la mano hacia Frank, y, tras un instante de vacilación, la toma con renuencia—. Saben que Frank siempre ha sido parte de esta familia.
—Habla de una vez, hija. Me estás impacientando —dice mi padre, caminando de un lado a otro.
—Estoy esperando un hijo suyo. Y vamos a casarnos antes de que mi vientre crezca. —Mis palabras caen como una bomba, y el rostro de mi madre se descompone.
—¿Estás embarazada? —cuestiona mi madre.
—¿De qué estás hablando, Marian? ¿Frank? —Claire intenta acercarse a él, buscando una explicación en su mirada—. Cariño, ¿qué está sucediendo?
—Eso es lo que yo quiero saber, Marian. —Mi padre interviene, atónito; todo rastro de color abandona su rostro con la noticia—. ¿Cómo que un bebé? ¿Están bromeando?
—No, papá, es cierto... vamos a tener un hijo.
El silencio se apodera de la sala por un instante eterno. Para añadir más tensión a la escena, llevo mis manos al abdomen, protegiendo el lugar donde mi bebé crece. Frank permanece a mi lado, inmóvil, incapaz de articular una sola palabra.
—Frederick... —logra balbucear Frank, saliendo de su aturdimiento.
—Para ti, es señor Sallow —le corrige mi padre con frialdad—. Acompáñame a mi despacho. Tenemos que hablar de esto en privado.
Mis padres se retiran con Frank, dejándome sola con Claire en la sala. Su rostro refleja una mezcla de confusión, traición y un dolor profundo, que, por un momento, me hace sentir la carga de lo que está pasando.
Todo esto ha sucedido porque fue ella quien me ocultó su relación con él, a pesar de que conocía mis sentimientos. Hace dos años, confiando en ella, le había confesado, con vergüenza, que estaba enamorada del chofer de mi padre. Jamás pensé que esto sería el resultado.
—¿Es cierto lo de tu embarazo? —pregunta Claire, con la voz apenas audible y sin atreverse a mirarme.
—Me hice la prueba esta mañana... salió positiva —respondo, intentando que mis palabras no suenen tan huecas como me siento.
—Las pruebas caseras a veces fallan. —Intenta aferrarse a la esperanza.
—Iré al laboratorio para confirmar los resultados. Y una vez que los tenga en la mano, me casaré con Frank.
—¡No puedo creer que me estés haciendo esto!
Claire, se derrumba de rodillas en el suelo, las lágrimas brotando de sus ojos. Coloca una mano temblorosa en su vientre y la otra en su boca, tratando de ahogar su llanto. Camille se arrodilla a su lado, incapaz de hacer mucho más que ofrecerle un consuelo vacilante.
—No era mi intención quedarme embarazada del hombre que he amado en secreto durante tanto tiempo... y tú lo sabías perfectamente.
—Pensé que ya no lo amabas. —Reconoce Claire entre sollozos, desesperada—. Me dijiste que incluso empezabas a odiarlo.
—Te lo dije porque estaba herida. Por más que intentaba acercarme a él, siempre me rechazaba... y ahora sé por qué.
—¿Qué está pasando, hermana? —pregunta Camille, con el ceño fruncido, mientras sigue sosteniendo a Claire en un abrazo de consuelo.
—No es tu asunto, vete a tu habitación. ¡Ahora! —grito cuando no se mueve.
Obediente, mi hermana se pone de pie. Antes de irse, me lanza una mirada que parece reprochar mi frialdad, pero desaparece por el pasillo sin decir una palabra más.
—No era mi intención enamorarme... —murmura Claire, rota—. Cuando él llegó a esta ciudad y lo conocí entre todas las fiestas que organizaba tu padre, fue la primera vez que me sentí querida.
Hace una pausa para contener el llanto, y sus palabras caen como cuchillos.
» Se acercó a mí conociendo mi pasado, sabiendo que, a pesar de ser "impura" y con un hijo pequeño, eso nunca le importó. Siempre he vivido bajo la sombra de Greg y mi padre... solo buscaba el amor en otro lugar.
No respondo. Las palabras de Claire se clavan en mi pecho como espinas, pero la culpa no puede nublar mi juicio ahora. Claire se levanta del suelo, con los ojos hinchados y el rostro desencajado, y sale corriendo hacia la puerta principal, empujando mi hombro al pasar.
Así es como pierdo cinco años de amistad con la persona que más he amado, la mujer con la que compartí alegrías, secretos y sueños... Mi corazón se cierra. Lo que una vez fue amor por Claire se convierte en resentimiento y determinación.
Porque en esta vida, a veces hay que elegir entre el amor y el deber.
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Las semanas se desvanecen rápidamente y, cuando cumplo dos meses de embarazo, mis padres ya tienen todo listo para la boda. Estoy en mi habitación, con una estilista que peina y maquilla mi rostro mientras la casa bulle de actividad.
Hoy el día es perfecto; el sol brilla en lo alto, el jardín está decorado con globos de tonos suaves, las mesas están impecablemente adornadas, y los invitados comienzan a llegar, llenando el ambiente de murmullos y expectativas.
Desde nuestra última conversación frente al lago, Frank y yo no hemos vuelto a hablar más que lo estrictamente necesario. Mi padre lo ha acogido en su empresa como aprendiz, y eso lo mantiene ocupado, demasiado para prestarme atención.
Su distancia me duele, pero me repito a mí misma que, cuando nuestro bebé llegue al mundo, todo cambiará. Con el tiempo, aprenderá a amarnos a ambos. Nos cuidará, y seremos esa familia que siempre soñé tener.
Finalmente, cuando estoy lista con el vestido de novia, me observo en el espejo. Frente a mí, veo a una mujer fuerte y decidida, una que no retrocede. Con ternura, acaricio mi vientre.
Estoy convencida de mi decisión de casarme con el hombre que alguna vez quise con desesperación. Mi hijo tendrá un padre; no habrá medias tintas ni arrepentimientos. Justo en ese momento, escucho un suave toque en la puerta.
—Estás hermosa, mi niña. —dice mi padre con una sonrisa cálida, acercándose para besarme la frente—. A pesar que no estoy contento en cómo se dieron las cosas, quiero que sepas que siempre tendrás mi apoyo.
—Gracias, padre.
Una sombra de duda se desliza dentro de mí a diario. ¿Tomé la decisión correcta? Los primeros días después de la boda fueron como un espejismo, llenos de esperanzas que se desvanecían con cada amanecer.
A pesar de vivir en una hermosa casa de estilo español moderno que mi padre nos regaló tras la ceremonia, nuestro hogar nunca se sintió realmente nuestro.
Seleccioné cada detalle de la decoración con esmero, eligiendo muebles de calidad, añadiendo cuadros vibrantes, adornos finos y floreros llenos de vida para intentar insuflarle algo de alegría.
Sin embargo, no importa cuántas flores o lámparas coloque; todo se siente vacío. El aire está impregnado de un frío invisible que ni siquiera las velas encendidas logran disipar.
Nada ha sido sencillo. Tres años han pasado desde que un embarazo inesperado cambió el rumbo de nuestras vidas, desde la traición de una amiga y mi decisión de casarme con el hombre que creía era el amor de mi vida. Ahora, con veintisiete años y un poco más de experiencia, comprendo que el amor no se puede comprar ni forzar.
A pesar de nuestras interacciones superficiales —las cenas ocasionales, las noches compartidas en la misma cama y las visitas a casa de mis padres los domingos—, mi relación con Frank es muy distinta a lo que imaginé. Creí con fervor que todo se resolvería con el nacimiento de nuestra hija, que su llegada sellaría el vínculo que siempre quise tener. Pero nada cambió.
Al contrario, su frialdad solo ha aumentado. Apenas mira a nuestra pequeña Lilibeth, y cuando lo hace, es en presencia de otros, como si solo estuviera cumpliendo con un papel para mantener las apariencias de una "familia perfecta".
Lilibeth vino al mundo en el hospital más prestigioso de la ciudad. Estaba aterrorizada y sola. Frank no estuvo presente en el parto; se excusó diciendo que tenía un viaje de negocios. Recuerdo cómo sostuve su pequeña mano por primera vez, sintiendo un amor tan abrumador que mi hija me hizo olvidar por un momento la decepción de la ausencia de su padre.
Después del nacimiento de Lili, mi padre me animó a seguir mis estudios, prometiéndome que él se haría cargo de los gastos universitarios. Así, me inscribí en la facultad de enfermería, esperando que, al menos en esa área de mi vida, pudiera encontrar algún tipo de satisfacción.
Hoy me levanté con una idea fija: tratar de revivir la chispa que alguna vez creí que existía entre nosotros. Cuando el reloj marca las siete de la noche, estoy preparada, con un vestido rojo que me llega a la mitad del muslo. Me puse unos tacones altos y me maquillé de forma sutil, lo justo para resaltar mis rasgos.
Estoy en el comedor pendiente de cada detalle: los platos bien servidos, la mesa arreglada con velas... deseo que esta noche sea especial. Al escuchar el sonido de la puerta principal abriéndose, me quito el delantal.
—Hola, cariño —lo saludo con una sonrisa amplia, acercándome para besarlo en los labios.
Frank me mira de arriba abajo. Por un segundo, un destello aparece en sus ojos, una chispa que nunca había visto antes... pero desaparece tan rápido como llegó. Pasa a mi lado sin siquiera devolverme el saludo.
—¿Dónde está Lili? —pregunta mientras se desabotona el saco y se afloja la corbata.
—Está en la casa de mis padres —respondo, tratando de mantener la voz firme—. Les pedí que la cuidaran esta noche. Pensé que podríamos cenar solos... y luego, quizás... —Hago una pausa, sintiendo cómo la garganta se me cierra—. Tal vez podríamos ir a la cama y... hacer lo que se supone que hacen los esposos.
Él se gira de golpe, clavando en mí una mirada llena de furia.
—¿Hablas en serio? —cuestiona con los ojos llenos de desdén—. Marian, no somos esposos de verdad. Solo me casé contigo porque tu padre me lo ordenó, pero te juro que, en cuanto tenga la oportunidad de divorciarme de ti, lo haré sin dudar.
—¡Nunca te daré el divorcio! —grito desesperada, al borde del llanto—. ¿Cómo puedes decir eso? ¡Hemos construido una vida juntos! No puedes simplemente desechar todo como si no significara nada.
Él suelta una risa amarga, llena de desprecio.
—Ya veremos —es lo único que murmura antes de girarse y subir las escaleras, dejando la cena intacta, como tantas otras noches. Cierra la puerta de nuestra habitación con un portazo, aislándome una vez más de su mundo.
Me quedo inmóvil en el comedor, mirando todo lo que había preparado con tanto esfuerzo. La mesa perfectamente decorada, las velas encendidas, la comida que aún humea. Es como si estuviera viendo una escena ajena, una ilusión de lo que debería haber sido nuestra vida. Lentamente, mis piernas flaquean, y me derrumbo de rodillas en el suelo.
Las lágrimas brotan incontenibles, corriendo por mi rostro. Es la primera vez que lloro desde nuestra boda. Pensé que, con el tiempo, podría ganarme su amor; que, con paciencia y dedicación, todo cambiaría. Pero, ¿cómo se lucha sola en un matrimonio que debería ser de dos?
El dolor se arremolina en mi pecho, apretando hasta casi dejarme sin aire. Mi esfuerzo, mis sacrificios, mis esperanzas... todo se desmorona frente a mis ojos como un castillo de naipes.
Había creído, ingenuamente, que bastaba con desearlo para que sucediera, que el amor llegaría con el tiempo. Pero ahora, mientras me abrazo las rodillas y sollozo en la oscuridad de la noche, entiendo la amarga verdad: no se puede forzar a alguien a amar.
Y, por primera vez, dudo de si alguna vez tendré la fuerza para seguir intentando.
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