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Después de aquella noche en la que Daniel decidió que no podía quedarse de brazos cruzados mientras su barrio caía nuevamente en la violencia, buscó a sus viejos amigos, los pocos que aún permanecían en Coia desde los viejos tiempos. Sabía que si querían recuperar las calles, necesitaba unirse a ellos, organizarse y resistir. Sin embargo, cuando se reunió con ellos en el bar donde solían encontrarse, la realidad lo golpeó con fuerza.

Sentados en una mesa, rodeados por el aroma de café y tabaco, Daniel les expuso su plan. Habló de cómo el narcotráfico se estaba extendiendo y cómo las bandas se estaban apoderando de cada esquina del barrio. Les pidió que se unieran para enfrentarse a la amenaza de alguna manera, para al menos proteger sus hogares y mantener sus calles seguras. Pero la respuesta no fue la que esperaba. Sus amigos, con miradas cansadas y llenas de resignación, sacudieron la cabeza.

—Mira, Dani —dijo uno de ellos, un hombre canoso que había trabajado con él en la fábrica durante años—. No podemos meternos en líos con esa gente. No son como los de antes. Estos no tienen miedo de matar por nada. Si nos involucramos, podrían ir tras nuestras familias.

Los otros asintieron, y aunque Daniel comprendía el temor en sus palabras, no podía ignorar la creciente frustración que sentía en su interior. La verdad era que nadie estaba dispuesto a luchar. La gente tenía miedo, y el miedo los paralizaba.

Al salir del bar esa noche, Daniel caminó hacia su casa en silencio. Sentía un nudo en el estómago, una mezcla de rabia, impotencia y dolor. Su barrio, sus recuerdos, su hogar, se estaban desmoronando ante sus ojos, y nadie parecía dispuesto a hacer nada. En ese momento, tomó una decisión que cambiaría su vida: si nadie más iba a luchar, él lo haría. Pero no podía hacerlo como estaba. Sabía que enfrentarse a las bandas sin preparación sería un suicidio. Necesitaba fuerza, disciplina y habilidades que nunca antes había tenido.

Comienzo del entrenamiento

Al día siguiente, Daniel se apuntó a clases de boxeo en un pequeño gimnasio en las afueras de Vigo. El lugar no era lujoso, pero tenía lo que necesitaba: sacos de boxeo, entrenadores con experiencia y un ambiente donde el sudor y la dedicación eran lo más importante. Los primeros días fueron duros. A sus 40 años, su cuerpo no respondía como en su juventud, y se agotaba rápido. Sin embargo, se negó a rendirse. Sabía que este era el único camino.

Durante meses, Daniel entrenó en silencio. Cada mañana, antes de ir a la fábrica, se levantaba temprano y corría por las calles vacías. Las piernas le dolían, el frío del amanecer le cortaba la piel, pero él seguía. Después del trabajo, se dirigía al gimnasio, donde pasaba horas golpeando el saco, perfeccionando su técnica, aprendiendo a moverse con agilidad. No solo se limitó al boxeo; también comenzó a tomar clases de MMA (artes marciales mixtas). Aprendió llaves, técnicas de suelo, formas de inmovilizar a sus oponentes. Se volvió más fuerte, más rápido y más seguro de sí mismo.

Aunque su cuerpo estaba cambiando, algo más profundo también evolucionaba. Cada golpe, cada caída en el tatami, le enseñaba disciplina y control. Aprendió a mantener la calma bajo presión, a respirar hondo cuando la adrenalina corría por sus venas. Su mente se volvió tan afilada como su cuerpo. Y poco a poco, el miedo que había sentido en las calles de Coia comenzó a desvanecerse. Sabía que no podía enfrentarse solo a las bandas, pero si alguna vez llegaba el momento, estaría preparado.

El encuentro inesperado

Una noche, tras uno de sus largos turnos en la fábrica, Daniel volvía a casa caminando por las mismas calles oscuras que siempre lo habían acompañado. El barrio estaba silencioso, solo se escuchaba el crujido lejano de un televisor encendido y el sonido de sus propios pasos sobre el pavimento. Sin embargo, había algo diferente en el aire, una sensación de inquietud que lo hizo apretar los puños instintivamente.

Al doblar una esquina cerca de su edificio, tres figuras encapuchadas emergieron de las sombras. Al principio, no dijo nada. Los tres jóvenes se acercaron con lentitud, con la clara intención de rodearlo. Daniel mantuvo la calma, recordando lo que había aprendido en sus entrenamientos: nunca mostrar miedo. Pero entonces, uno de los encapuchados le habló con tono amenazante:

—Danos la cartera y el móvil, viejo, y no te haremos daño.

Daniel alzó las manos lentamente. No quería problemas, y en un principio, pensó que podría salir de la situación sin enfrentamiento. Sin embargo, cuando uno de ellos intentó arrebatárselo todo de un tirón, algo dentro de él cambió. Sintió una descarga de adrenalina recorrerle el cuerpo, y sin pensarlo, reaccionó.

El primero de los chicos intentó golpearlo, pero Daniel, gracias a sus reflejos mejorados, esquivó el golpe. Con un rápido movimiento, lanzó un puñetazo directo al estómago del agresor, haciendo que se doblara en el acto. Otro de los encapuchados se abalanzó sobre él, pero Daniel utilizó una llave que había aprendido en MMA, bloqueando el brazo del atacante y tirándolo al suelo con fuerza. El tercero, sorprendido por la resistencia de Daniel, intentó atacarlo por la espalda, pero Daniel se giró a tiempo y le propinó un golpe certero en la mandíbula, haciéndolo retroceder y caer.

Cuando los tres jóvenes yacían inconscientes o inmovilizados en el suelo, jadeando y adoloridos, Daniel se quedó inmóvil, mirando lo que había hecho. No sentía placer ni satisfacción, solo una extraña calma que lo llenaba por completo. Sabía que no era un héroe, pero también sabía que había tomado el control de su destino.

Sin perder más tiempo, miró alrededor, asegurándose de que no había más amenazas. Luego, salió corriendo hacia su casa, sus pensamientos enredados, pero con una convicción más fuerte que nunca: la lucha por Coia no iba a ser fácil, pero ya no era el mismo hombre que había sido meses atrás. Ahora, estaba preparado para enfrentarse a lo que viniera.

Al llegar a casa, se encerró en su cuarto, tratando de calmar su respiración. Sabía que aquello no era el final, sino solo el comienzo de algo más grande. Y, aunque las bandas seguían siendo un peligro constante, Daniel ahora tenía una ventaja: no solo había recuperado el control sobre su vida, sino que también había descubierto de qué estaba hecho. Y estaba dispuesto a pelear por su hogar, sin importar cuántas veces tuviera que levantarse.

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