Capitulo 5 (parte 1)
El agua helada de la laguna le acariciaba los pies con su suave vaivén. Para evitar mojarse las enaguas, Alana las había recogido hasta la rodilla, junto con la falda, mientras se limpiaba la suciedad. El cabello largo hasta las caderas le colgaba empapado a un costado de su pecho, mojando la blusa de su vestido nuevo.
Esa mañana el cielo estaba despejado, más que de costumbre, por lo que la joven se permitía ese pequeño momento de descanso antes de continuar con su trabajo, pues los días de mercado eran muy agitados para ella.
Clementina había pagado muy bien por la cosecha del eclipse e incluso le había regalado algunos retazos de tela que le sobraron del último encargo hecho a los Sarmiento. Con eso había sido capaz de confeccionarse el vestido que usaba en ese momento y también le había sobrado un poco para empezar a coser otro más en el que trabajaba un rato por las noches, a la luz de las velas.
Mientras terminaba de asearse, pudo ver cómo una pluma negra descendió desde el cielo para caer junto a sus alpargatas. Pronto, una de las olas de la laguna la atrapó y la arrastró con ella hasta el agua. Su color oscuro como el abismo le recordó, por un momento, a la muerte. No pudo explicar por qué, pero la joven bruja estiró la mano tratando de atraparla antes de que se alejara más, deseaba verla mejor. En su esfuerzo, alcanzó a mojar el borde de su falda que se deslizó por su pierna hasta el agua.
Con una mano libre, hizo lo posible por evitar que el resto de la prenda se mojara al mismo tiempo que lograba alcanzar la pluma. Una vez la pudo asir, la levantó hacia el cielo en un gesto triunfal.
Su alegría duró poco pues, con el rabillo del ojo, le pareció percibir cómo una sombra negra que se movía cerca se escondió a unos pasos de ella entre los frailejones.
Aunque llevaban abandonadas por varios años, las lagunas sagradas del páramo de Siecha, donde estaba en ese momento, seguían siendo propiedad de los Sarmiento, así que, si algo llegaba a sucederle allí, no podría pedir ayuda sin meterse en problemas.
Alana se puso de pie, tomó las alpargatas y su canasto de fique, lleno con las hierbas aromáticas que había recolectado esa mañana, guardó ahí la pluma para no perderla y luego caminó unos pasos sin saber bien hacia dónde ir. Buscó con la mirada un lugar para esconderse, pero ya era tarde. Al voltear de nuevo hacia el frailejón se encontró con una niña de bucles castaños y perfectos, sujetos con un moño alto del color del cielo que hacía juego con sus ojos. Su ropa, de una elegancia exquisita, demostraba que solo había una familia a la que ella podía pertenecer: los Sarmiento.
Sin saber qué hacer, Alana se quedó paralizada en su lugar. Había sido descubierta y ahora tendría que darle alguna explicación.
Abrió la boca para hacerlo, pero antes de que pudiera hablar, la niña se le adelantó:
—Es un ave nocturna —dijo señalando a su derecha, en dirección al frailejón donde la hechizada había percibido a la sombra negra.
La bruja entornó los ojos tratando de descubrir lo que niña había querido decirle. De pronto, lo recordó. Tomó su canasto de fique y sacó la pluma del color del abismo.
Solo conocía a alguien a quien podría pertenecerle algo así.
—Ya puedes salir, Noche —dijo al darse cuenta de la verdadera identidad del visitante—. No tienes por qué esconderte —continuó Alana—, somos amigos.
Las dos mortales observaron cómo la Sombra de la Muerte emergió desde atrás del frailejón como un vapor tímido que fue creciendo hasta transformarse en una presencia oscura que irradiaba la esencia del inframundo.
Al verlo, la niña se llevó las manos a la boca para ahogar un grito.
Alana pudo ver con claridad un par de girasoles dorados que decoraban ambos iris de la menor. Si lo que su madre le había dicho era cierto, entonces no podía equivocarse: era la niña Ojos de Bruja de la que tanto había oído hablar.
—Nos conocemos —dijo la Sombra de la Muerte dirigiéndose a la pequeña.
Ella dio algunos pasos hacia atrás hasta chocarse contra la bruja y no pudo contener el temor que la llevaba a temblar. Desde su lugar, Noche la observaba con una mueca de decepción.
—Soy un mal augurio —dijo más para sí que para ellas.
Alana tocó el hombro de la niña y luego caminó hasta Noche. Lo tomó de la mano y le sonrió.
—Está bien —respondió alegre—. Yo tampoco soy bienvenida en ningún lugar. —Luego señaló a la niña—. Y estoy segura de que a ella le sucede lo mismo. ¿Verdad...? —preguntó, dándose la vuelta para incluirla en la conversación.
La niña dejó caer la mirada, apenada. Sus mejillas se tornaron momentáneamente de color carmesí. Al menos ya no tenía miedo.
—Carlota —respondió.
—Soy Alana —se presentó la bruja— y él es Noche, una Sombra de la Muerte.
Al escuchar sobre la verdadera naturaleza del ser, la niña abrió los ojos llena de ilusión, haciendo que el iris de su interior estallara con el reflejo de la luz del sol que caía sobre ella. La bruja no tuvo que escuchar la pregunta para saber lo que pasaba por su cabeza.
—No —respondió—. No soy como tú.
Ahora Carlota la observaba decepcionada.
—Pero también puedo verlo —trató de consolarla—. No lo juzgues por su apariencia o por su trabajo. Es lo que es, esa es su naturaleza.
La menor de los Sarmiento levantó una mirada distante y llena de tristeza hacia el Segador.
—¿Mi papá...? —preguntó, pero luego guardó silencio y dejó caer el rostro hacia el suelo con el fin de ocultar las lágrimas que amenazaban con salir.
—Vivirá —respondió la Sombra de la Muerte, devolviéndole la luz a sus mágicos ojos girasolados.
Después de eso, los tres pasaron el resto de la mañana juntos recogiendo algunas de las hierbas que la bruja vendería en el mercado esa tarde. La hechizada no pudo evitar alegrarse de tener compañía, no se había sentido así de cómoda desde la muerte de su madre. Era agradable poder compartir con otros sin que se espantaran por los efectos de su hechizo.
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