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Capítulo 19 (parte 3)

Perdían altura. Noche no podía volar, tan solo planear, y cuando ya no tuvieron más opción, tocaron nuevamente el suelo con una sacudida.

Al adoptar nuevamente su forma humanoide, el Segador se apretó el brazo que había sido herido. La capa se había empezado a corroer. Alana lo tomó del brazo para tratar de revisar la herida, pero él la asió de la mano y lo alejó de sí para luego señalar a un punto enfrente de ellos.

Ella quiso protestar, pero antes de hacerlo siguió el dedo con la mirada y descubrió que se encontraban ante una cámara sagrada compuesta por una serie de urnas de cristal, alumbradas por los capullos, que protegían diferentes viales y tesoros.

La bruja volvió la mirada a su acompañante y él asintió con la cabeza, dándole a entender que estaría bien. Después rasgó la parte dañada de su capa y le mostró cómo su mismo cuerpo lo estaba curando.

Por más de que no se sentía cómoda dejándolo así, se adentró en el lugar con la esperanza de encontrar lo que habían ido a buscar.

En menos de un par de minutos encontró la Lacrima Mortem. Buscó la forma de abrir la urna de cristal que la protegía, pero no encontró ninguna compuerta que le permitiera hacerlo, estaba completamente cerrada.

—No sé cómo sacarla de ahí —confesó a su amigo cuando él la alcanzó. A través de la capa pudo ver que su piel estaba lisa como si nunca hubiera sido atacado por la Gorgona.

—Entonces rómpela —dijo sin retirar la mirada de un grupo de sarcófagos que descansaban muy cerca de las urnas. Temía que de un momento a otro sus moradores pudieran despertarse y salir de su lugar de reposo.

—Pero... ¿eso no alertará a...? —empezó a decir. Le parecía una mala idea romper el escudo protector que representaba la urna sagrada.

Noche dejó de mirar los sarcófagos y posó sus ojos de muerte sobre su nuca. Alana sintió el sobrecogimiento de su cuerpo cuando lo hizo, era la reacción que le recordaba siempre la naturaleza inmortal del ser que tenía a su lado. Desde atrás, él rodeó su cuerpo con sus brazos, helándole la piel, hasta llegar a sus manos, que sostuvo con devoción.

—Entonces rompámosla juntos —susurró en su oído haciendo que la piel de su cuello se erizara de forma agradable—. Vinimos hasta aquí por ella y no pienso rendirme por culpa de un cristal. —Luego volvió su mirada a los sarcófagos al mismo tiempo que separaba las manos de la bruja de la urna.

El sonido del vidrio rompiéndose contra el suelo fue mucho más fuerte de lo que ella esperó que sería. Retumbó por toda la cueva potenciado por el eco en las paredes y ambos supieron que habían revelado su posición y que sería tan solo cuestión de tiempo hasta que alguien los encontrara, por eso Alana se agachó para tomar el vial y buscar la salida.

Noche se enderezó, tieso, como si hubiera recibido un golpe en la espalda. La hechizada tomó la Lacrima Mortem y volteó a mirar al atacante de su amigo, pero no pudo ver nada, el lugar estaba tan vacío como cuando entraron. Sin embargo, un nuevo rasguño en la capa le hizo saber que no estaban solos, había alguien o algo ahí que ella no podía ver. Recordó la forma insistente en que la Sombra de la Muerte observaba los sarcófagos y supo entonces que se trataba de fantasmas.

Él los había estado mirado todo el tiempo, sabía que estaban ahí y que lo iban a atacar en el momento en que rompieran la urna... y aun así...

—Deténganse —pidió Alana mirando a la nada—. Él no les está haciendo nada, déjenlo en paz.

Noche cayó al suelo sobre sus rodillas, sus brazos cubrían su cuerpo protegiéndose de la brutalidad del ataque. ¿Cómo podía enfrentarse a algo invisible? ¿Cómo podía ayudarlo para que no le hicieran más daño? Recordó la primera vez que lo había visto, el día del eclipse. Eran las mismas heridas que había tenido en esa ocasión, ese día también había sido atacado por fantasmas que lo habían dejado malherido.

No quería perder a Noche, mucho menos ahora cuando la ilusión le había enseñado lo importante que era para ella. Se pasó las manos por el escozor de sus mejillas. Había evitado que ella misma se sacara los ojos por culpa de la pesadilla, y ahora era su turno para defenderlo.

Se miró las manos y se sintió inútil. El Ermitaño tenía razón: como bruja no sabía nada y sus habilidades dejaban mucho que desear, no podía contar con una magia que no dominaba y no sabía cómo invocar.

Entonces se le ocurrió una idea: levantó la Lacrima Mortem en el aire para que cualquiera que estuviera en la habitación la pudiera ver.

—Si quieren atacar a alguien, que sea a mí. Yo soy quien los ha robado —dijo.

Los rasguños en el cuerpo de Noche cesaron.

—¡No! —gritó él—. Yo soy una Sombra de la Muerte, un ser condenado por acabar con su propia vida, denme el escarmiento que merezco y olvídense de ella. Los seres como yo somos quienes los arrebatamos de sus cuerpos mortales, quitándoles lo que tenían. Si yo no existiera, ustedes no estarían en ese limbo, esperando una eternidad para reencarnar de nuevo —balbuceó con desespero.

La máscara se había movido de su lugar sin caerse del todo, sostenida por una magia mucho más fuerte que la de cualquiera en esa habitación. A través de la piel rasguñada del Segador se podía observar un rostro suplicante y temeroso.

No podían quedarse más allí; de lo contrario, todo terminaría mal para los dos.

La mirada de Noche cambió, parecía sorprendido.

—¿Qué pasa? —preguntó Alana sin bajar la mano, esperando que en cualquier momento la golpeara algo invisible.

—Se van.

Ella corrió hasta su lado para ayudarle a sostenerse. Al igual que con el rasguño de la Gorgona, estas heridas empezaban a sanarse.

—Vámonos de aquí —suplicó la bruja.

La Sombra de la Muerte asintió, pero inmediatamente volvió a ponerse rígido. Alana también escuchó el siseo espantoso de la bestia que los había encontrado, ella había sido la razón por la que los fantasmas habían huido.

Antes de que pudieran hacer algo, la Gorgona se abalanzó sobre ellos y tomó a Noche del cuello.

—¿Pero qué tenemos aquí? —preguntó con su voz siseante de serpiente—. Hace más de cien años no veía a alguien como tú.

Parpadeó moviendo la cabeza de lado y Alana pudo ver el girasol inconfundible de los Ojos de Bruja en su único ojo. Su hermandad había cazado a las Sombras de la Muerte en el pasado... Antes de ser hechizada y transformada en lo que era ahora, la Doncella del Veneno había podido verlas ya que era una Ojos de Bruja.

La bestia acercó sus fosas nasales a su presa, lo olisqueó y luego lanzó una larga risa.

—¡Estás hechizado! —exclamó—. Los de tu clase son tan fáciles de hechizar y luego cazar... pero primero tienes que verlos. con su único ojo y luego señaló a su alrededor, a las otras urnas que reposaban en la cámara sagrada—. ¿Cómo crees que logramos conseguir este pequeño tesoro? —Volvió a olisquearlo y después hizo lo mismo con el aire—. Hueles a ella —dijo posando su mirada en Alana como si se diera cuenta por primera vez de su presencia.

Sin soltar a Noche, que luchaba por zafarse, reptó hasta la bruja.

—Una Hija del Bosque —espetó con desprecio, escupiendo al suelo frente a ella. Se acercó para verla mejor—. ¿Eres tú quien controla a la Sombra de la Muerte?

La Gorgona se enderezó.

—No... tú no eres nada más allá de lo que corre por tu sangre. Ni siquiera eres consciente del poder que tienes sobre él ni de lo que podrías hacer con ese poder.

Entrecerró el ojo.

—Reconozco ese cabello. ¿Qué dirán tus ancestros al ver en lo que se ha convertido tu linaje? Tantos sacrificios en la hoguera para que solo quede alguien como tú. ¡Qué decepción, Hija del Bosque!

Sonrió, mirando a Noche.

—Te propongo un intercambio... —ofreció pasando su mirada de suficiencia sobre ella—. Estoy segura de que al menos conoces esa ley, ¿verdad?

La bruja no respondió, por lo que la Doncella de Veneno prosiguió:

—Te doy un secreto relacionado con una vida robada y cómo volver a obtenerla a cambio de tu... acompañante.

A pesar del miedo profundo que tenía por la criatura y la situación en la que estaban, Alana no pudo evitar echarse a reír. ¿Cómo podía pensar que renunciaría a aquel que era tan importante para ella a cambio de un secreto que no le interesaba?

La bestia ladeó la cabeza mostrando genuina curiosidad.

—Suéltalo —ordenó Alana tratando de evitar que sus rodillas temblorosas se plegaran sobre sí y la hicieran caer. Su corazón empezó a latir a un ritmo desenfrenado, seguido por los tambores de su interior que evocaban el agua más allá de sus pies.

—Si no lo hago, ¿qué? ¿Lo obligarás a que me ataque? ¿Acaso sabes hacer eso?

Ambas se miraron en un silencio tenso, roto solamente por el sonido interno de los tambores que parecía aumentar cada vez más.

—Que desperdicio —susurró la Gorgona antes de clavar una de sus largas garras en el cuello de Noche, haciéndolo sangrar. La Sombra de la Muerte aulló—. A mí no me gusta desperdiciar las bendiciones que me dan. —Pasó el dedo índice de su mano libre por la sangre del Segador—. ¿Sabes qué puedes hacer con esto?

Los tambores desatados resonaban con más fuerza, ensordeciéndola. Alana se vio en la obligación de llevarse las manos a los oídos tratando de alejar el sonido para no enloquecerse, necesitaba pensar con claridad, necesitaba salir de ahí... necesitaba agua.

Un pequeño lagarto azul cayó sobre su hombro, sobresaltándola, mientras la Sombra de la Muerte luchaba por soltarse de la bestia tratando de aumentar su tamaño, logrando, únicamente, hacerla reír. El lagarto abrió la boca y de ella empezó a salir un chorro de agua que poco a poco fue inundando el suelo del lugar.

—Suéltalo —ordenó Alana con autoridad. Ahora que ya tenían una salida, se sentía más segura, tenían una esperanza para escapar.

La bestia se detuvo al ver lo que estaba pasando.

—Así que invocaste al espíritu de la isla... y te obedeció. No eres tan inútil después de todo.

—Suéltalo —repitió Alana, tratando de hacer contacto visual con el Segador. Caminó hasta él con el fin de tocarlo para que ambos pudieran irse de ahí.

Noche abrió los ojos y una energía helada traspasó el cuerpo de Alana, quien se dio cuenta de que a pesar de que sus heridas habían sanado, no estaba bien, un veneno recorría su cuerpo, podía sentirlo. Era como si algo dentro de él la atrajera hacia sí, como si todas las barreras de la materia que los separaba se difuminaran y le permitieran ver lo que había más allá, su verdadera esencia, su alma. Sintió el eco de su verdadero nombre ondeando en su piel, como si esperara a ser tomado, como si deseara ser pronunciado para desatar la furia que él mismo no podía desatar por culpa del veneno.

Alana lo tomó y lo pronunció, sabía que eso era lo que él quería que hiciera, sabía que él le estaba regalando ese secreto porque confiaba en ella y en que no lo dañaría.

La Gorgona lanzó un ruido de espanto cuando la Sombra de la Muerte se liberó de sus garras como un demonio de plumas negras embravecido. Ella lo había insultado, a él que era un ser de muerte, y le cobraría caro ese atrevimiento. Ahora que había alcanzado varias veces su tamaño, las manos se le transformaron en alas emplumadas y majestuosas.

La primera vez que la bruja lo había visto en esa forma, la tarde del mercado, no se había percatado del hermoso brillo que desprendían sus plumas al moverse. Antes le había tenido miedo, pero en ese momento lo que sentía se parecía mucho más a la admiración. El Segador abrió la boca y de ella salió un rugido.

—Ordénale que se detenga, Hija del Bosque —chilló la Gorgona—. Ordénale que se detenga y te dejaré marchar con eso que robaste de mi tesoro... la Regla del Intercambio: mi vida por el vial.

Alana se dio cuenta de qué era lo que Noche quería hacer, así que antes de que se abalanzara sobre la bestia, le rodeó el cuerpo con sus brazos como lo había hecho en el pasado hasta que volvió a adquirir la forma de un hombre. Estaba herido y ella agradeció estar a su lado para sostenerlo. Deseó llorar al ver el estado en el que se encontraba el cuerpo de su amigo.

—Tu vida por el vial —respondió tratando de evitar que el dolor que sentía se reflejara en su voz.

La Gorgona agachó la cabeza, haciendo una venia, se dio media vuelta y se marchó de ahí.

La bruja no pudo aguantar más tiempo el peso de la Sombra de la Muerte sobre su cuerpo y ambos cayeron al agua que no dejaba de aumentar y ahora llegaba un poco más abajo de sus rodillas.

—Estuviste increíble, Hija del Bosque —dijo Noche cerrando los ojos por culpa del agotamiento que le producía el veneno—. Mi diosa mortal, mi dueña.

Ella retiró su máscara y le acarició el rostro pálido.

—Vámonos de aquí —pidió pasándole los dedos por el ángulo agudo de su mandíbula—. Vámonos al lugar más hermoso que hayas visto y ahí dime cómo puedo ayudarte a sanar.

Noche sonrió con dificultad y los cubrió a ambos con su capa.

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