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•De profundis clamavi ad te•

Disclaimer: InuYasha pertenece a Rumiko Takahashi.

Notas: Referencias judeocristianas, imprecisiones mitológicas.

Solve et Coagula: Significa "disolver" y "coagular" o "separar" y "unir".

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Kikyo despierta abruptamente, su mejilla presionada contra el frío metal como si alguien hubiese lanzado su cabeza allí. El sitio está sumido en semioscuridad, los destellos débiles de luz apenas revelan la extraña superficie metálica que la rodea. Un silencio inquietante se cierne sobre ella, y un escalofrío recorre su espalda mientras intenta recordar cómo y por qué ha llegado a este desconocido y opresivo lugar.

No, no es que esté oscuro, es sólo que sus ojos necesitan un momento para despejarse del sueño. Y de repente, un destello en su memoria: Naraku

Otro escalofrío recorre su cuerpo al recordar el nombre que parece traer consigo una tormenta de emociones y recuerdos confusos.

Más adelante, lamentará no haber pensado primero en InuYasha, o Kaede, Koga, Kohaku o incluso Kagome, todos ellos vinculados a sus recuerdos personales, de alguna manera. Sentirá que cada uno de esos recuerdos es un fragmento de su alma, pero con desesperación y una punzada de remordimiento, admitirá que no es así; pues lo primero que invade su pensamiento al despertar no son los ojos dorados de cierto hanyō, sino la sombra insidiosa de Naraku, como un eco incesante que oscurece los rincones más profundos de su conciencia, desplazando a quien debería haber sido su prioridad.

Sólo Naraku y ella.

Han estado confinados juntos en esta prisión durante tanto tiempo que se ha vuelto familiar, como un persistente caso de hipo, infernal y tal vez ¿divino? Sin embargo, ahora se encuentra sola de nuevo, y mientras se alza con brazos temblorosos, a Kikyo le asalta la irresoluble pregunta: ¿significa esto que ha fallado? ¿Acaso Naraku se ha liberado de su alcance un instante antes de ese largo recorrido al infierno? El desasosiego se apodera de ella.

La respuesta llega relativamente rápido, aunque no de forma inmediata. No obstante, hay al menos una certeza: Kikyo se encuentra atrapada en una jaula, rodeada por una neblina de agobio que la cubre como una segunda piel.

No es que lo haya presenciado antes, pero no puede ser otra cosa más que una jaula, y hay un peso en ella, una especie de carga arquetípica que, de alguna manera, trasciende lo físico. Parece ser la primera estructura erigida para confinar a alguien: la primordial trampa, la inicial cárcel. Es el punto donde la noción misma del encierro contra la voluntad se ha filtrado en el tejido del mundo, un eco siniestro que resuena a lo largo de la historia.

Esto, reflexiona Kikyo, fue construido al comienzo, pero su propósito real siempre estuvo destinado a contener algo que aún no existía, algo que sólo se revelaría mucho, mucho tiempo después: Naraku.

Aunque también luce... bastante común, e insignificante. 

Al menos para encerrar a un demonio. O a un medio demonio, en este caso.

Parece estar hecho de metal, pero carece de sonido cuando Kikyo lo golpea con sus nudillos. Emite un frío intenso, lo suficientemente gélido como para provocar ardor, pero no de la manera en que normalmente lo haría el metal. Es como si sus recuerdos estuvieran desvaneciéndose, como si múltiples sensaciones físicas y la forma en que se aferraba al mundo, moldeada como una muñeca de huesos y arcilla, se deslizara de sus dedos. Este sentimiento la aterroriza, pero se obliga a respirar profundamente y concentrarse en la situación actual, luchando por contener el pánico que amenaza con envolverla.

El lugar se encuentra desolado, lo que sólo aumenta su temor de que de alguna manera ha arruinado las cosas en el último segundo. Se imagina que Naraku está libre para destrozar el mundo, mientras ella se halla aquí, incapaz de detenerlo. Sin embargo, no parece estar completamente sola. 

No sólo experimenta la inquietante sensación de compañía, sino que también percibe claramente la furia que emana de lo que sea que comparta este espacio con ella. Es una ira profunda, desgarradora, una presencia cargada de maldad que impregna el ambiente como un denso miasma.

Sabe a quién pertenece.

—Esto no me agrada —murmura para sí misma. En parte, porque es lo que InuYasha habría expresado, y en parte, porque realmente le produce desasosiego. Quizás el material de la prisión no sea realmente metal, pero el eco que reverbera cuando habla aún retumba como su voz. O al menos así lo recuerda, hasta donde alcanza su memoria.

Se pone de pie con lentitud, luchando por mantener el equilibrio en un suelo inclinado que dificulta su movimiento. Logra erguirse, sólo para darse cuenta de que está despojada, desnuda como el día en que vino al mundo. ¿No es acaso desalentador nacer en medio del infierno? Sin embargo, no tiene el espacio mental para reflexionar sobre eso, porque el frío glacial comienza a penetrar en su ser: la piel se eriza y los músculos arden con un entumecimiento punzante, mientras un escalofrío serpentea por su espina dorsal como la caricia de dedos gélidos. Es un malestar que va más allá de lo físico, como si el ambiente mismo estuviera cargado con una esencia que hiela hasta el alma.

Frente a ella, su aliento se eleva en el aire, pero algo en su forma parece estar ligeramente desfasado. Con inquietud, desvía la mirada, observando el paisaje que se extiende más allá de los barrotes.

La totalidad del mundo alrededor de la jaula está congelada. Literalmente, como si el tiempo se hubiese detenido y todo se hubiera solidificado en un instante de eternidad.

El paisaje es surreal, con olas tumultuosas congeladas en su violento romper, la espuma en sus crestas rígida, y sus lomos resplandecientes. Las cadenas están dispuestas de manera desigual a lo largo de la parte superior de la jaula, otorgándole su perturbadora inclinación y suspendiéndola sobre el hielo... donde evidentemente solía reposar, tal como indica la hendidura cuadrada justo debajo. Las cadenas se extienden hacia el brumoso infinito, apuntando hacia acantilados lejanos y agitados que Kikyo apenas puede distinguir. Todo el entorno está inmerso en sombras gélidas y oscuras, una frialdad imperturbable.

La única fuente de luz proviene de los relámpagos, destellos que parpadean entre las nubes arriba, proyectando tonos vagamente anatómicos de rojo, azul y un amarillo enfermizo, iluminando así el propio hielo.

Todo brilla, una bioluminiscencia que palpita menos como el latido de un corazón y más como el pulso de una herida abierta. Kikyo, de forma casi involuntaria, evoca algo que ha presenciado con frecuencia, tanto en su vida pasada como en los días posteriores a su resurrección: la carne infectada de los soldados, las heridas supurantes repletas de diminutos gusanos, devorando el tejido y provocando la necesidad de amputación si no se tratan a tiempo. Gangrena, cruda y terrible, que se refleja en la pulsante y ominosa luminiscencia a su alrededor.

El recuerdo desencadena un escalofrío que recorre la espalda de Kikyo, uno que no está ligado al frío, sino a algo dentro de ella.

Un atisbo de movimiento se dibuja sobre el hielo. Kikyo, intrigada, se acerca medio paso, apoyando una mano en los barrotes. Inclina su cuerpo hacia adelante, intentando discernir con mayor claridad, pero se queda petrificada al escuchar una voz detrás de ella. Es familiar, extraordinariamente familiar, pero de alguna manera... distorsionada.

—Yo no haría eso si fuera tú.

Se gira (y al hacerlo tiene la extraña sensación de chocar con algo así como media docena de espejos invisibles que flotan en el aire a su alrededor) y se ve a sí misma, saliendo desnuda de lo que parece nada en absoluto, una hendidura invisible en el tejido mismo del espacio. Nerviosa y disgustada de una manera que le llega hasta los huesos, Kikyo dá un paso atrás. No es que eso ponga una distancia significativa entre ella y la cosa que se aproxima.

Sin embargo, la otra Kikyo vuelve a hablar:

—No te muevas.

Sorprendentemente, se encuentra obedeciendo. Algo en esa presencia es perturbadoramente familiar, y no sólo porque se asemeje a ella.

Brevemente considera a los cambiapieles, los demonios y los hechizos de ilusión, pero nada parece encajar adecuadamente. Es como tratar de meter un diente en un espacio donde no se ha caído. Porque él es todo eso y a la vez ninguno, una amalgama de formas que desafían cualquier intento de categorización.

—Naraku —dice, con los instintos pegados a su lengua, y Naraku sonríe con su rostro.

—Así es —asiente, encogiéndose de hombros—. En persona, si es que eso tiene sentido, ya sabes, porque técnicamente no estoy muerto. Así que, supongo que puedo afirmar que estoy frente a ti, en carne y hueso. O bueno, algo similar a eso —hay ironía en sus palabras, aunque entremezclada con una especie de incredulidad sutil. Se ríe consigo mismo, como si reconociera lo absurdo de la situación.

Él se aproxima, pero su avance parece tomar una eternidad para alcanzarla, a pesar de que la jaula no es tan grande. Kikyo habría evaluado las dimensiones exactas en cuanto despertó, pero su cerebro no parece estar operando correctamente. O quizás no está del todo en control de sus facultades mentales. Es en parte por el extraño patrón de movimientos de Naraku, zigzagueando y esquivando, y en parte por algo que escapa a la comprensión de Kikyo.

«Kikyo», resuena la voz de InuYasha en su mente, recordándole las últimas promesas de amor que obviamente no pudo cumplir, porque Naraku está aquí, con ella.

No es culpa de InuYasha, lo sabe, pero a veces se encuentra gritando su nombre.

Es sólo cuando Naraku se encuentra a pocos pasos de distancia que Kikyo se percata de que no está frente a una mera réplica exacta de sí misma. La figura de Naraku es más alta, y su cabello no es perfectamente liso, sino que se ondula en las puntas, reminiscente a la forma en que solía llevarlo su segunda extensión, Kagura. Y, en realidad, se parece muchísimo a la domadora del viento. Sin embargo, su semblante es aún más agudo y afilado que el de ella, casi hambriento, y su postura es más soberbia que la de Kikyo, emulando la fría imponencia de una estatua de hielo.

Sus uñas son más curvas y afiladas, y sus labios ostentan un rojo natural, sin necesidad del tinte que le regaló InuYasha... y, Kikyo se da cuenta con algo de disgusto, incluso los senos tienen una mayor prominencia y caída, redondeados en perfecta forma, en el pecho de Naraku.

Tsubaki estaría hirviendo en celos.

—¿Te agrada lo que ves? —pregunta Naraku, abriendo mucho los ojos con una inocencia calculada. La voz no sólo es extraña debido a la ausencia de resonancia interna, sino que es más suave, más profunda. Aquí no hay rastros de las notas altas y quejumbrosas que, en ocasiones, Kikyo había escuchado en su propia voz. Naraku, por el contrario, parece tener un control mucho más hábil sobre el tono vocal que ella. Kikyo respira hondo y exhala lentamente. Le quema los pulmones como si acabara de aspirar una nube de veneno.

—En realidad no —dice con voz seca—. Si pretendes impresionarme con tu habilidad para imitar, deja mucho que desear. Un disfraz no puede ocultar la podredumbre que emana de ti. Lamento decepcionarte, pero no todos buscan la vanidad como un refugio.

Naraku se ríe entre dientes, un sonido rico.

Mentirosa —susurra con una cadencia afilada que corta el aire como un cuchillo..

Todavía está sonriendo, con la cabeza ligeramente ladeada y unos dientes... demasiado afilados, aunque Kikyo está más enfocada en los ojos. En el destello rojizo que se vislumbra en lo profundo de sus iris, que parecen fluctuar entre tonos sin llegar a decidirse por ninguno en particular. Imagina que ese fue el primer matiz que contempló el universo: las brumosas nubes de gas ardiente donde se gestaron las primeras estrellas. 

Kikyo se pregunta sobre eso, aunque en el fondo ya lo intuye. Es como una hemorragia, una transferencia de información durante las extensas horas compartidas en este espacio primordial. Indudablemente, Naraku también ha adquirido vasto conocimiento.

Probablemente ambos sepan demasiado ahora.

En un fugaz instante, al parpadear, todo se transforma. Entre las barras de metal y la versión embellecida de sí misma, atisba algo amenazador. Sin embargo, desaparece demasiado rápido para poder analizarlo con detenimiento. Naraku se inclina hacia adelante, como si estuviera memorizando cada palabra y gesto de Kikyo con una mezcla de diversión y desdén. Su sonrisa se vuelve más burlona, revelando esa retorcida satisfacción que parece extraer de la incomodidad de la sacerdotisa.

—¿Qué estás viendo, Kikyo? Aunque podrías no ser exactamente tú, tú misma. Algo parece interesarte, ¿verdad?

Kikyo recobra la compostura al percatarse de que había estado observándolo en silencio durante casi un minuto. Sacude la cabeza y hace una mueca.

—Si crees que tu presencia me intimida, estás equivocado. Has sido sellado, y aquí estás conmigo. No es más que una ironía.

Naraku se endereza, su expresión juguetona transformándose en una frialdad desalentadora, sus ojos chispeando con un brillo ¿frustrado?, ¿resentido?

—¿Quién selló a quién, Kikyo? —pregunta con tranquilidad—. Estamos atrapados juntos, y es ahí donde la verdadera ironía cobra sentido. ¿Pensaste que estabas libre de mí? La trampa se cerró para los dos. Pero, ¿acaso eres lo suficientemente lista para entender cómo salir de aquí?

Kikyo traga y siente que se tensa aún más.

—El juego de palabras y las argucias retorcidas no cambiarán nuestra situación, Naraku. Te he sellado aquí, y eso es lo que importa —dice—. No busco salir de este lugar. He logrado lo que quería. Tu presencia aquí es la confirmación de mi éxito.

Naraku se queda en silencio por un momento, examinando a Kikyo con una mirada penetrante que parece buscar algo más profundo que la superficie.

—Quizás... —responde con su tono suave pero conciliador—. Pero, ¿has considerado las implicaciones de permanecer aquí por la eternidad? ¿El aislamiento no comienza a carcomer incluso a los más poderosos?

Kikyo aprieta los puños, un gesto que, desafortunadamente, no pasa desapercibido para Naraku.

—¿Qué sucede? —el híbrido adopta un semblante de fingida preocupación, acercándose un poco más—. ¿No has conseguido todo lo que deseabas? ¿No deberías estar llena de alegría? Ah, déjame adivinar: estar aquí conmigo no es tan agradable, ¿verdad, Kikyo?

Kikyo no emite palabra, simplemente retiene el aliento en un intento por calmarse. El frío persiste sin disminuir, incrementando su severidad con una lentitud tortuosa. Naraku rueda los ojos con fastidio.

—Ya no es necesario hacer eso —le dice—. Aquí, en este lugar, ya no es relevante.

—De acuerdo. Por supuesto —Kikyo siente que una sonrisa sin humor se dibuja en su rostro—. Porque estoy muerta.

—Ah, mira, es un asunto complicado —Naraku levanta un dedo—. No estás precisamente muerta. Has llegado aquí con tu cuerpo de barro, arrastrándome contigo. Pero el infierno no recibe con agrado a ninguna carne, salvo la suya —dirige su mirada hacia el cielo—. Si tuviera que adivinar, diría que tu cuerpo yace en el Velo, en un limbo. Eres un alma pura y desollada, Kikyo, al igual que todos los demás aquí, aguardando ser despojados, excepto Onigumo y yo —una sonrisa sutil se curva en sus labios—. Claro, eres excepcional como pocas sacerdotisas en la tierra, pero... temo que en este aspecto, no lo eres en absoluto.

—¿Cómo es que sabes todo eso?

Naraku suelta una risa repentina, como si cada vibración llevara consigo un conocimiento que sólo él comprende.

—Desde el momento en que puse un pie en este lugar, supe. El infierno no abre sus puertas con alegría para recibir a nadie más que a él —responde, con una seguridad que hiela el aire a su alrededor.

Un silencio tenso se forma entre ellos.

—... Entonces, a ti sí te permitieron conservar tu cuerpo, ¿verdad? No me sorprende. Creo que entre tú y el infierno no hay diferencia. Al fin y al cabo, ambos comparten el mismo nombre. Infierno, abismo.

Naraku ha comenzado a desplazarse en un lento círculo alrededor de Kikyo, reproduciendo el mismo patrón inusual que exhibió al atravesar la jaula hacia ella. Kikyo se gira para mantenerlo en su campo de visión, considerando que no puede ser una mala idea. Desea distanciarse de él, pero, ¿hacia dónde podría escapar? Anhela, al menos, no otorgarle el placer de entablar diálogo con ella. Sin embargo, su innata curiosidad sólo puede ser contenida por un tiempo limitado.

—¿Por qué te mueves así? —pregunta finalmente.

Una sonrisa breve se dibuja en el rostro de Naraku, revelando un destello de demasiados dientes. Kikyo percibe un sentimiento de orgullo, casi infantil, emanando de él. Parece haber descubierto algo por su cuenta y está ansioso por mostrárselo. La piel de Kikyo (o lo que queda de ella en el recuerdo) se eriza, no sólo como reacción al frío, sino por algo más, algo que se instala en la médula de sus huesos.

A pesar de la intensa sensación de piel erizada, Kikyo se encuentra rápidamente al borde del temblor y el parloteo de la miseria. Aún así, éste es el infierno y ella carece de un cuerpo. No habría hipotermia, ni un repentino destello de confuso calor. Literalmente, podría quedar congelada eternamente en este lugar.

—Siempre tan obvia con tus cuestionamientos —menciona Naraku, arqueando una ceja—. Aunque, la respuesta a tu pregunta es bastante curiosa ¿sabes? Aquí, en este sitio, lo que vislumbras, particularmente tú, como humana que aún no se ha familiarizado con la ausencia de los filtros de tus ojos físicos, no refleja la verdadera naturaleza de las cosas —realiza un amplio gesto que abarca el entorno en azules helados—. La jaula tiene una naturaleza fractal. Si no observas tu camino, si no comprendes cómo dar cada paso, caerás. Quizás para siempre —se encoge de hombros—. Me llevó... oh, no estoy seguro, pero caer al abismo fue sumamente desagradable, ¿cuánto tiempo estuve fuera... ? Aparentemente, tuviste más suerte que yo al no encontrarte con esa parte de la prisión.

Kikyo desea callar a Naraku, no por la información en sí, sino por el tono que utiliza. Naraku la trata con una condescendencia exasperante, como si fuera una niña pequeña a la que hay que llevar de la mano para explicarle cada concepto. En otro momento, quizás lo habría confrontado, indudablemente estando en la Tierra, aún junto a InuYasha. Sin embargo, aquí, en las profundidades del infierno, sola en el corazón del mundo, parece incapaz de reunir la valentía suficiente para expresarse. Especialmente cuando reflexiona sobre el tipo de suerte que tuvo que haber experimentado para no perder el equilibrio, para no cometer un paso en falso, para abstenerse de moverse demasiado hasta que Naraku estuviera allí para advertirle.

La conmoción debe haberse reflejado en su rostro, porque Naraku esboza nuevamente una sonrisa. Kikyo podría jurar que algo se retuerce sobre su boca cada vez que sonríe, como si un nuevo horror emergiera con la bonita curvatura de sus labios naturalmente rojos.

—¿Algo te sorprende, Kikyo? —pregunta con una amabilidad que resuena más como burla—. Te encuentras en un estado bastante lamentable para alguien que logró sellarme aquí.

A pesar del tono amable y sutil de Naraku, Kikyo lucha por mantener la compostura. Por dentro, la frustración y la incertidumbre arden como ascuas.

—Mi estado actual no cambia el hecho de que te he confinado —declara, intentando reafirmarse—. Si estás atrapado conmigo, significa que yo gané.

—Ah, pero ¿es realmente así? —Naraku se detiene y sus ojos escudriñan el espacio que los rodea—. Aunque te jactes de haberme sellado aquí, no has comprendido del todo las ramificaciones de nuestra coexistencia en este lugar. Dime, Kikyo —su voz se desliza como el filo de una daga—, ¿consideras verdaderamente un triunfo quedar atrapada en este mismo espacio, aquí conmigo, para toda la eternidad? ¿Es eso lo que verdaderamente anhelabas?

—Tu habilidad para retorcer las palabras es sobresaliente, Naraku, pero no me harás dudar de mi elección —dice—. Tu presencia aquí confirma mi éxito en sellarte, sin importar cuánto intentes sembrar dudas en mi mente. Lo que yo anhele no tiene relevancia.

Naraku sonríe con descaro, como si se regodeara en el desafío planteado por Kikyo y en su lucha por mantener la calma.

—Oh, Kikyo, siempre tan segura de tus acciones, pero ¿cómo puedes estar tan segura de tus motivaciones? —interroga con un tono suave, pero peligrosamente persuasivo—. ¿No hay ni una pizca de arrepentimiento o incertidumbre ante lo que te ha llevado hasta aquí? —su voz es aterciopelada—. Has forjado un lazo entre nosotros, un lazo que nos ha traído al mismísimo infierno. Literalmente. ¿No te atormenta la idea de estar encerrada con tu enemigo por toda la eternidad?

—Mis decisiones y mi determinación no han sido influenciadas por dudas sobre mi deber —responde, intentando que su rostro no revele las inquietudes que la asaltan—. El infierno es el destino que has elegido para ti, no para mí. Mi misión ha sido cumplida.

Naraku, con una leve sonrisa de satisfacción, se mueve alrededor de Kikyo, mostrando una presencia imponente y una notable burla.

—¿Deber? ¿Qué es más importante: el deber o el anhelo? —interroga, sus ojos brillando con una chispa maliciosa—. ¿Puedes realmente afirmar que no deseas algo más allá de esta prisión?

—Como te dije, mis deseos personales no son relevantes. Mi deber como sacerdotisa está por encima de cualquier añoranza personal —declara Kikyo con firmeza, aunque una sombra de duda pasa por sus ojos—. Hace tiempo que dejé de lado todo lo demás.

Naraku se detiene frente a ella, con una sonrisa sutil que denota triunfo.

—Tu deber. Pero, ¿acaso no te agota ser siempre la protectora, la guardiana, la mártir? —Naraku plantea con una mezcla de astucia y curiosidad—. ¿No anhela tu corazón siquiera un atisbo de libertad, una existencia distinta a esta condena eterna? ¿No sientes la tentación de ser, no sé, una mujer común y corriente?

Kikyo se pregunta cómo sería llevar a Naraku bajo su piel. Y, aparentemente, debe sentirse similar a esto. Ironía pura, piensa, sentirse de esta manera. Él ha usado su deseo en su contra, robándole algo que anhelaba. Cuán descarado, manipular aquello que una vez fue importante, ahora arrebatado por él mismo.

—Un trabajo taumatúrgico magnífico, esta jaula —comenta Naraku—. Dudo que necesites más pruebas en este momento, pero si buscas evidencia en contra de los dioses benevolentes... —su mano se desliza en el aire, como si acariciara algo invisible para los ojos de Kikyo—. No hace falta buscar más. Es como un espejo, refleja y se retuerce al igual que el prisionero. Una crueldad verdaderamente suprema. A pesar de haber sido el más despreciable de los demonios, aquí estoy, aprisionado en un lugar que constantemente me recuerda todos mis fracasos. Y cada día que pasa, estos se suman aún más. Y aquí estás tú, Kikyo. Mi presencia tiene su lógica, pero la tuya... Ni siquiera se molestaron en mostrarte piedad.

—Es cierto que esta prisión es un reflejo tanto para ti como para mí. Pero, a diferencia tuya, no arrastro mis fracasos ni mi pasado como cadenas. Esta condena eterna, lejos de recordarme mis derrotas, es la culminación de un deber cumplido. No fue por mis fracasos que nos encontramos aquí, Naraku, fue por ti. El infierno no me atormenta con la culpa de mis errores, sino que es una confirmación de haber protegido lo que más amaba hasta el final.

Kikyo mira a Naraku, manteniendo un gesto imperturbable, aunque su interior está plagado de una lucha silenciosa contra las dudas y los miedos.

—Naraku, cada día puede que te recuerde tus fallos, pero yo he abrazado cada uno de los momentos que me llevaron hasta aquí. No son mis fracasos los que me han condenado, sino las elecciones tomadas en nombre del deber y el amor —declara, conservando la mirada firme y tratando de proyectar su convicción a pesar de las semillas de incertidumbre sembradas por su enemigo—. Esto, Naraku, es tu viva imagen. No la mía.

Naraku arquea las cejas:

—Pero tengo una hermosa y delicada envoltura de carne para ocultar lo corrompido y maltratado que estoy debajo —observa, con una mirada cariñosa que destila orgullo. Kikyo se cuestiona cómo esta criatura puede parecer tan extrañamente evocativa de la nostalgia y lo celestial, a la par de su maliciosa y diabólica naturaleza; el uso de su rostro sólo fortalece esa inquietud—. Detesto profundamente lo que has logrado, sacerdotisa —el tono de Naraku resulta sereno, incluso agradable—. Es... una furia indescriptible el estar aquí, el que tú estés aquí conmigo... tener que soportar tu presencia, porque me has atado. Te odio especialmente, Kikyo... Quiero que sufras —Naraku sonríe, mostrando algo a la vez beatífico y maníaco en su expresión—. Pero no te inquietes, no iré demasiado lejos. Al menos, no más de lo necesario.

Por segunda vez, Kikyo intenta encontrar una respuesta mordaz y no halla ninguna. ¿Importa acaso que no pueda burlarse en la cara de Naraku? ¿Importa algo más que todo lo que ya ha realizado?

—Bueno, Naraku, ¿quién dirías que me odia más en este momento? —pregunta en voz baja—. ¿Tú, o... —mueve una mano a su alrededor—, este lugar?

Naraku se ríe y se acerca tanto a Kikyo que puede sentir su zumbido. Ese crujido de poder, que anteriormente había percibido como un resplandor escapando de las grietas de la herida cuando la flecha de Kagome golpeó su pecho, ahora se manifiesta con más fuerza en este abismo. El flujo incesante y sin limitaciones, comparable al de un daiyōkai, envuelve el entorno. Kikyo intenta retroceder, pero se paraliza en su sitio.

Quizás Naraku esté mintiendo acerca de la jaula. Tal vez. Sin embargo, en este momento, Kikyo no siente una urgencia particular por comprobarlo por sí misma. Además, basándose en su experiencia, duda que Naraku mienta tanto como algunos de sus sobrenombres más comunes sugieren. Especialmente, no con ella.

—En este lugar, el odio es un acompañante constante —murmura, con la mirada clavada en él—. Pero, ¿debería sorprenderme? Después de todo, el odio y los pecados son el manjar predilecto del infierno.

Naraku asiente con la misma suavidad que lo caracteriza, como si estuviera complacido por haber encontrado eco en su adversaria.

—Exactamente, Kikyo. En esta jaula, el odio parece expandirse, tomar vida propia. No me sorprendería que se convirtiera en una fuerza dominante. Pero la pregunta es, ¿quién lo guiará? ¿Quién controlará su influencia? ¿Tú o yo?—-dice casi con ternura, y ladea el rostro, sonriendo mientras hace y mantiene contacto visual.

—Estás bastante familiarizado con el odio, ¿verdad? Siempre ha sido... el núcleo de lo que eres —le dice Kikyo—. Sin embargo, el odio, como el amor, es un sentimiento sin dueño. ¿Quién lo controla? No lo sabré con certeza, pero puedo asegurarte que no lo harás tú.

La sonrisa de Naraku se amplía ligeramente, sus ojos destellando con un atisbo de oscuro deleite.

—¿Quién controlará al final la influencia de este odio? ¿El recipiente o el odio mismo? —interroga, con su voz resonando en el espacio—. Me pregunto si en este abismo, un ser puede mantener su pureza ante la lenta degradación; o si, al final, sucumbirá como el resto.

Kikyo desvía la mirada, sintiendo cómo la atmósfera opresiva de la jaula se arremolina a su alrededor.

—En este lugar, la oscuridad y la corrupción se aferran a todo lo que encuentran. Sin embargo, la pureza no es fácilmente doblegada. No importa cuán densa sea la oscuridad, la luz siempre hallará un camino. He aprendido que la verdadera prueba no es evitar la oscuridad, sino aprender a navegar a través de ella —declara.

—Puede que estés en lo correcto, Kikyo, pero ¿será suficiente? ¿Podrás resistir la constante atracción de esta prisión, la seducción del dolor que la habita? —pregunta Naraku con un tono más sombrío, desafiando sus convicciones—. El deber puede ser una cuerda fuerte, pero la tentación de liberarse de ella y sucumbir a la desesperación es un llamado que muy pocos pueden resistir.

Eleva una mano hacia su cara y Kikyo se tensa, temblando, percibiendo cómo los tendones de su cuello crujen y vibran, mientras aprieta los dientes. A pesar de querer retroceder, se encuentra imposibilitada de hacerlo. La embarga el disgusto retorciéndose visceralmente en su rostro, pero Naraku parece no percatarse. Sus manos son suaves, sin callos, sin las imperfecciones que vienen con la dura vida de un medio demonio, similar a la imagen que Kikyo se forjaba de las manos de un príncipe o una princesa.

—Todos se quiebran, Kikyo —continúa él—. Eventualmente sucumben. No pueden resistir, ni al dolor ni a las tentaciones.

También experimenta un frío intenso, aún más gélido que el aire o el éter que los envuelve. Kikyo se pregunta si Naraku alguna vez fue cálido, ardiente con un fuego abrasador cuando era simplemente un bandido humano, sin quemaduras o mutilaciones; y si, de alguna manera, su propia alma se ha helado hasta la médula, o si este lugar lo ha hecho . O quizás es lo contrario, y el océano debajo de ellos se ha congelado por su sola presencia.

—Es en esa resistencia donde se demuestra la verdadera fuerza. Este abismo no tiene poder sobre mí, porque ya he dejado atrás todo lo demás. Mi deber es lo que me mantiene firme, y será mi guía a través de la oscuridad que acecha aquí —responde Kikyo, esforzándose por mantener la convicción en su voz—. Además, tú perdiste.

Naraku parpadea lentamente ante esas últimas palabras y sus ojos cambian. Se desdoblan, se mueven. Ahora son más amplios, numerosos, y Kikyo ya no puede divisar ninguna esclerótica; sólo iris rubí y pupilas de ópalo negro. Algunas de sus manifestaciones parecen no ser más que plumas retorcidas y garras que se despliegan desde su piel como tentáculos voraces. Ojos granates que acechan desde cada rincón, buscando presas invisibles. Y, entre las curvas de su cuerpo, se entreabren bocas dentadas, insaciables, ávidas de devorar cualquier atisbo de esperanza. Un horror indescriptible late debajo de su piel, una amalgama de formas aberrantes que se retuercen en un desesperado intento por escapar de su prisión carnal.

El efecto sobre su rostro resulta enfermizo, de una manera que parece desgarrar los nervios y provocarle una profunda sensación de náusea.

—¿Qué te hace pensar eso? —pregunta Naraku, todo cruda inocencia, incluso si ya sabe lo que responderá.

—Descarrilé tu plan por completo —si Kikyo supiera lo que es mejor para ella, no sonaría tanto como si estuviera presumiendo—. Te arrastré al infierno. En vez de traer a InuYasha, como egoístamente quería, te traje a ti. Al pozo. Dentro de una jaula milenaria. Todo lo que pasaste tanto tiempo forjando se ha ido, arruiné tus planes, la Perla desapareció, perdiste por mi culpa, y... y... —los ojos de Kikyo se desvían, mirando a todas partes menos a Naraku, observando las cadenas y los acantilados, sintiendo la tensión en sus tobillos y el frío en su núcleo. Ya no se jacta—. Este no es... un buen lugar.

Se detiene sin convicción, y Naraku sonríe, como si la sobreestimación de sus planes fallidos le resultara divertida.

—No es un buen lugar, ¿verdad? —está de acuerdo—. Es terrible —mira a su alrededor—. Y no me gusta estar aquí.

Y por sólo un segundo, la máscara que Naraku ha moldeado para imitar el rostro de Kikyo se desliza. O quizás sea algo dentro de ella que se alza y se asoma por debajo, una decisión inconsciente que lamenta al instante por lo que descubre. Un destello de... algo, que inyecta dolor como ácido a través de su alma, porque tal vez el cerebro, los huesos y la sangre actúan como amortiguadores, pero también como una armadura, y allí no hay cuerpo físico para protegerla. Y el alma de Naraku, esa monstruosidad nacida de la fusión entre un bandido postrado y cien mil demonios, es tan inefable que resulta imposible describirla con precisión.

El terror se cuela en ella, desnudando su esencia, sin carne que la resguarde.

Entonces, de repente desaparece, y todo lo que queda es sólo Naraku: Naraku remotamente humano, con muchos ojos y múltiples dientes, llevando aún los rasgos de Kikyo (o Kagura, no está muy claro).

La verdadera Kikyo se estremece con más intensidad.

—Me sorprendió —dice Naraku—. Estoy... frustrado. Pero al mismo tiempo, fascinado —le dedica una sonrisa—. No estamos aquí por placer. Esto es resultado de nuestras elecciones, tanto las tuyas como las mías. Nada de intervenciones divinas, Kikyo. Ningún destino, ninguna suerte.

—Sabes que no es así. Hay un propósito detrás de cada acción. El destino nos une, aunque tú prefieras negarlo —Kikyo se esfuerza por encogerse de hombros. Los músculos, congelados por el frío, gritan—. El significado se halla en cómo enfrentamos lo que la vida nos ofrece, es así —y ante eso, Naraku sonríe de manera tan insidiosa que parece como si su rostro fuera a dividirse en dos.

—Todo este lugar es sólo una colección de recordatorios, ¿no te parece? —comienza él, soltando su rostro y cruzando las manos detrás de su espalda, inclinándose hacia adelante como si estuviera a punto de besarla—. Recuerdos de fracasos, ambiciones insatisfechas y la desolación de nuestros caminos entrelazados. El tiempo pierde su significado aquí; lo que cuenta son nuestras experiencias y elecciones en un eterno presente. ¿No es esa una ironía? El destino es un lazo al que muchos se aferran, una justificación de errores y victorias, una narrativa reconfortante en un mundo que a menudo carece de significado; pero, al final, es sólo otra mera ilusión.

—¡Estás equivocado! —chilla Kikyo, sorprendiéndose a sí misma, pero sintiendo la necesidad de abordar estas palabras.

—¿Segura sobre eso? —Naraku ladea la cabeza y arquea las cejas—. No pretendo ser ofensivo, Kikyo, pero mi presencia aquí contigo desafía tu noción de las cosas. ¿Aún crees en un hilo que nos une a todos, guiándonos hacia un fin predeterminado? No es más que una ilusión, un caos incomprensible que sólo tú puedes moldear. Estamos aquí por nuestros propios designios y errores, no por el destino —suspira profundamente, como si estuviera cansado de explicar su punto.

Naraku se inclina de nuevo y un escalofrío serpentea por la espina dorsal de Kikyo, anticipando un beso. No obstante, Naraku simplemente apoya su frente contra la suya. Kikyo aprieta los ojos, su rostro tenso por la inquietud que le provoca el contacto, aunque no le disgusta tanto como desearía. Es extraño y confuso, una mezcla entre repulsión y algo que no logra identificar.

—Fue por amor que nos condenamos a nosotros mismos —susurra—, pero, sin duda, el tuyo estaba mil veces mejor que el mío. Después de todo... —se aleja un poco, y Kikyo abre mucho los ojos—. Estás segura de que él también te amaba, ¿no? No te caben dudas al respecto. Pero, al final, no serás tú quien se quede; será esa chiquilla.

«Está hablando de InuYasha y Kagome», Kikyo traga con dificultad, sintiendo el peso de aquellas palabras. La voz de Naraku despierta un eco lejano de deseos reprimidos y un dolor profundo en su pecho. Dolor que no tiene forma ni palabras para describir. Dolor hueco y terrible, emociones brotando como un torrente desbocado, mientras sus labios se mantienen sellados en una lucha interna por contener lo inefable.

—Aunque, Kikyo, vi que InuYasha parecía confundido por lo que eres ahora. Hay una oscuridad en ti que antes no estaba, un cambio que lo atemoriza. Él nunca lo ha entendido, ¿verdad?

Kikyo se tensa, una perturbación que no puede ocultar del todo. El cambio que ha sufrido no es un secreto para ella, pero verlo reflejado en los ojos del enemigo despierta una incomodidad inesperada.

—¿Y asumo que tú sí comprendes? El tiempo y las vivencias moldean a cada uno —responde, intentando justificar la transformación que ha atravesado—. Incluyéndome a mí. El dolor y la pérdida hacen su trabajo en todos nosotros, incluso en ti. Para bien o para mal.

La mirada de Naraku se desvía por un instante, como si recordara un pasado que lo sumerge en profundo disgusto.

—Sí, el dolor es un maestro severo —asiente—. Aunque siendo quien soy, la amargura y la pérdida no fueron ajenas para Onigumo —reconoce—. Pero, al final, ¿nos transforma o simplemente revela lo que siempre estuvo ahí?

Kikyo frunce el ceño, batallando contra las emociones encontradas que le genera reconocer la semejanza entre sus propias reflexiones internas y las palabras de su enemigo.

—A veces nos sumimos tan profundamente en las tinieblas que se vuelve difícil discernir la verdadera naturaleza de lo que nos rodea —declara, su voz teñida de melancolía—. Pero eso no define por completo quiénes somos. Lo que realmente importa es cómo enfrentamos y superamos la oscuridad que nos consume.

Naraku no puede contener la risa, un sonido sedoso e involuntario.

—El dolor es un interesante fenómeno, ¿no crees? Tal vez sea el lenguaje universal, uno que todos entendemos sin la necesidad de palabras. Lo hemos sentido en diferentes grados, en diferentes formas —se detiene por un momento, mirando a Kikyo con una expresión que, en su propio rostro, resulta inquietante, como si estuviera usando su apariencia para transmitir algo más allá de las palabras. Kikyo, en un destello de claridad, se encuentra recordando una sonrisa similar, cuando las sombras se alargaban y esbozaban figuras terribles en su pasado.

Naraku la contempla durante unos segundos más, absorto en los latidos frenéticos de su corazón que resuenan en su pecho. Luego, con firmeza inesperada, sus manos encuentran el camino hasta posarse sobre sus hombros, atrayéndola ligeramente hacia sí. Kikyo no sabe qué esperar, pero él la sorprende al inclinar su rostro hacia adelante, sus labios encontrándose en un beso que se siente como una inmersión en las profundidades de un mar hambriento. En ese beso se reflejan las contradicciones de sus almas, un eco del inevitable destino al que se dirigen, una maraña de confusos matices que parecen más acogedores que la fría realidad que les aguarda.

Kikyo, atrapada en esta tormenta interna, se rinde, pues le parece infinitamente mejor que la alternativa.

Había esperado que Naraku supiera a infierno, a veneno y a azufre. Pero no lo hace. En cambio, la embarga una dulzura mucho más inusual y a la vez tentadora, similar a una fruta que madura con el sol abrasador. Sus labios llevan el sabor de un momento dorado, como las cerezas calentadas por la luz del día, el aroma de las jugosas satonishiki, cuyo recuerdo se desliza como ramas hacia el río, desencadenando una mezcla de sabores sutiles y terrosos en la lengua de Kikyo. Ella y Tsubaki las habían comido a puñados una vez, cuando ambas no eran más que adeptas de sacerdotisas, libras de pequeñas esferas rojas que se volvían viscosamente dulces en el paladar. La nostalgia del recuerdo hace que algo en el interior de Kikyo duela, agudizando la sensación en lo más profundo de su pecho.

Más tarde, aquella misma noche, Kikyo se había doblado sobre los arbustos, dejando escapar un torrente rojizo de fruta a medio digerir, como un río de sangre. Había sentido la delicada mano de Tsubaki posada en su espalda, como si su tacto suave le brindara un apoyo inesperado en aquel angustioso momento.

Tal vez también hay un poco de eso en su boca ahora. No debería sorprenderle. Que Naraku tenga el sabor a la vanguardia de la corrupción y el exceso.

Ocurre de manera tardía, un acto nacido de la desesperación. Ella, con las manos apretadas, sujeta el pecho desnudo y femenino que tiene delante, que es como si fuera su propio pecho pero ligeramente distinto, y lo empuja con todas sus fuerzas hacia atrás.

—¡Esto no tiene sentido! ¡Nos encontramos en un lugar que ni el tiempo ni el espacio parecen poder definir, y en medio de todo esto, sigues intentando confundirme! ¡Pero, ¿por qué?! —se enfada.

Naraku se desplaza con precisión, trazando un baile cuidadoso sobre el suelo de la Jaula, un vals descalzo hacia ella, sorteando astutamente las grietas ocultas, y una risa burbujea desde lo más profundo de su ser. Extiende sus brazos, al tiempo en que sus ojos se abren ampliamente.

—No hay nadie más aquí —señala—. Será una eternidad larga, fría y solitaria si sigues alejándome. Cree en eso. Y si no me alejas... ¿quién lo sabrá?

—Yo —responde Kikyo automáticamente, con firmeza—. Yo lo sabré.

Naraku sonríe, un gesto lúgubre y sombrío.

—Y yo también.

De pie, sola y con los puños cerrados, Kikyo siente un nudo de desesperación en la garganta y opta por el silencio. Tras unos breves segundos, Naraku parece interpretar esa quietud como una invitación para aproximarse, arrastrándose hacia ella como un perro herido de vuelta a su dueño. Kikyo sabe que debería haber reaccionado con un golpe, correr aunque fuera hacia la nada o lanzar un grito de resistencia, pero se queda inmóvil, paralizada por una extraña sensación de impotencia.

Se siente en carne viva, y duda que eso sea sólo por algún mecanismo de su caída al infierno que despega su alma del cuerpo. Sus últimos recuerdos de la Tierra han estado pasando por su mente en un bucle silencioso desde que despertó. La desaparición de la Perla. Kaede. La visión de Naraku destrozando el pecho de InuYasha en un acto de pura ruina, un instante en el que Kikyo logró contenerlo al menos durante diez segundos. No estaba segura de que InuYasha pudiera sobrevivir a ese tipo de heridas, incluso con una sacerdotisa como Kagome para curarlo. No sabía si superaría la pérdida de Kikyo, a pesar de lo que le había dicho para suavizar el golpe en los días previos al enfrentamiento final.

Ella permanecería aquí para siempre. Nunca saldría.

Lo supo cuando se le ocurrió el plan. Pero en ese momento había sido un abstracto distante, obscenamente eclipsado por el enorme objetivo de derrotar a Naraku. Tenía la mala costumbre de hacer eso: centrarse en llegar a la montaña e ignorar por completo el paisaje infernal que dejaba a su paso. Quizás guardaba más en común con Naraku de lo que jamás admitiría.

Kikyo cierra los ojos, sintiendo como si tuviera escarcha en las pestañas. Naraku la toca, con una mano a cada lado de su rostro para acunarlo, y es agradablemente suave como pocas cosas en la Tierra. Sus palmas, delicadas como las de una doncella, se sienten más reconfortantes que el constante ciclo de martirio y autoflagelación en el que Kikyo se ha visto atrapada una y otra vez.

O puede que la forma más conveniente de autolesión disponible para ella sea Naraku.

—¿Por qué lo haces? —pregunta con un hilo de voz, una interrogante cargada de ansiedad y una pizca de desesperación—. No entiendo tus motivos, no puedo comprender...

—Me gusta ver cómo luchas, cómo te retuerces entre lo que crees y lo que sientes. Ver cómo cada parte de ti anhela algo distinto —murmura Naraku contra sus párpados, con voz aterciopelada—. Ah, la dualidad del ser humano: bondad y maldad, luz y oscuridad. ¿Acaso no son las mismas monedas lanzadas al aire, Kikyo? No es sólo la maldad la que nos consume, sino cómo elegimos lidiar con ella. Y en este baile sin fin, ¿no es tan fácil rendirse ante la promesa de algo cercano a la paz, aunque sea momentáneamente? —los labios rozan la punta de su nariz—. Déjame mostrarte lo que te has estado perdiendo.

Su aliento es dulce.

Kikyo se pregunta cómo Naraku puede decirle eso. Se pregunta a cuántos amantes ha engañado, cuántos crímenes perversos y abominables han permanecido ocultos detrás de sus ojos cautivadores, de sus largas pestañas y de esos labios perfectamente rosados.

—Lo que ofreces, Naraku, no es paz, sino una ilusión tentadora tejida con las fibras más oscuras de la desesperación. No hay salvación en tus palabras, sólo una promesa vacía disfrazada de consuelo —declara rotundamente—. ¿Acaso crees que tu versión de consuelo puede eclipsar la verdadera redención que busco? —pregunta con la voz ronca, a pesar de los deseos contrarios de ella, y Naraku resopla.

—No se trata sólo de ti, Kikyo —murmura, su mano ascendiendo hacia su cabello con una delicadeza inesperada—. Tú y yo somos piezas encajadas en el mismo rompecabezas, sombras el uno del otro, dos entidades retorcidas y deformadas. Ha pasado una eternidad desde que me permití mostrar algo así, mucho tiempo desde que tuve la oportunidad de hundir mis dientes en tu corazón. Y quizás, sólo quizás, tú puedas ayudarme a lograrlo. Puedo ser útil, si así lo deseas —Kikyo abre los ojos, justo a tiempo para ver a Naraku esbozar una leve sonrisa—. ¿No te cautiva tu propia imagen? Oh, no, tú no eres Tsubaki, no eres vanidosa ni caprichosa como ella. Tampoco eres Kagura, el ave de presa que esculpí con mis propias manos. No eres Kanna, ni Sango, ni Kagome, ni Abi, ni Hitomiko, ni ninguna de las mujeres que han cruzado mi camino. Eres Kikyo, y como tal, mi querida Kikyo, puedo moldearme en lo que más quieras.

—No eres un ser capaz de ofrecer algo sincero, Naraku —interrumpe, su voz flaqueando ligeramente—. Tu oferta es un espejismo en un desierto de ilusiones y traiciones. No eres la paz que busco; eres sólo un laberinto plagado de sombras.

—¿Y tú eres la luz que supuestamente despejará esas sombras en el laberinto? ¿La redención que ofreces a los que se pierden en la oscuridad? —Naraku desliza un dedo por su rostro, trazando suavemente una línea—. Hemos desperdiciado tanto tiempo inmersos en este baile interminable de vicios, engaños y dudas. Sin embargo, aquí, en este espacio atemporal, yace una oportunidad. Un giro inesperado que podría despedazar la monotonía y sacudir nuestras existencias —expresa, acercándose aún más a ella con una serenidad inusual.

—¿Por qué debería creer en algo tan conveniente para ti?

Naraku, inclinándose para quedar a la altura de sus ojos, responde con calma pero con un dejo de ironía:

—Porque sería igual de conveniente para ti. No hay ganancia en esta batalla de voluntades si no encuentras algo que te haga plantear tus propias convicciones y deseos, ¿no es así? —su tono cambia a uno más persuasivo—. No hay falsedad en mi propuesta, Kikyo. Considera esto como un cambio necesario, un paso más allá de las restricciones de lo que conoces.

Ocurre una pausa inquieta. El tiempo parece detenerse. Kikyo, sorprendida por la cercanía, siente su corazón latir con fuerza. La brisa se cuela entre sus cabellos y, sin poder evitarlo, sus rostros se acercan sutilmente.

En un fugaz y tembloroso momento, sus labios casi se rozan, flirteando con la idea de un segundo beso que nunca llega.

Un sentimiento abrumador de incertidumbre se apodera de Kikyo.

—E-esto está mal —dice ella temblorosamente.

—No es ni malo ni bueno. Simplemente... es.

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Naraku pasa las manos por su cuerpo, como si explorara las crestas y valles de una topografía singular, trazando los senderos de las clavículas y las caderas con un tacto suave. Kikyo se da cuenta de que, en retrospectiva, las interacciones con Naraku han sido un delicado equilibrio entre la amabilidad y la crueldad: una especie de danza retorcida. 

Entre los momentos en los que no está persiguiendo su aniquilación, se desenvuelve con una cortesía desalentadora, y en los otros, hiere de maneras que trascienden el dolor físico. Sin embargo, su violencia emerge sólo cuando alguien más desata la suya antes. Esto, de alguna manera, amplifica su atemorizante naturaleza: su maldad es sutil, metódica, precisa, como los colmillos de una serpiente que golpean justo en el momento exacto.

Tiene sentido, en cierta medida: él necesita su aprobación y, de algún modo, ahora la tiene, dado que Kikyo lo ha echado todo a perder. Ella, débil y egoísta, ha conseguido derribar a Naraku, pero aún así, él la acaricia como si fuera algo delicado y valioso, y su fría ternura se siente como diminutos y retorcidos dientes hundiéndose en su carne.

Kikyo nunca ha experimentado este tipo de contacto con otro hombre, ni siquiera con InuYasha. Es una sensación extraña pero asombrosamente natural, en la que se sumerge, sobre todo, por un sentimiento de placer malsano. Aun así, se siente como una traición. Y la certeza de esa traición se derrama como una sustancia viscosa y desagradable, arrastrándose sobre su piel como una sombra latente. Naraku es indiscutiblemente quien ejerce el control aquí, pero sorprendentemente, Kikyo no siente odio hacia él. En cambio, el odio es hacia sí misma, reprochándose por permitir lo que nunca habría imaginado tolerar; son sus manos enredadas en su cabello, sus dedos explorándola, sosteniéndola con cuidado. Él habla, su aliento rozando su cuello y su clavícula. Y a pesar del gélido ambiente, Kikyo reconoce una cálida respuesta que se agita en lo más profundo de sus entrañas.

Naraku arde. Es el tipo de frío que flirtea con el calor, un fenómeno que se siente como el reverso de tocar la llama de una vela, donde el impacto inicial te da la sensación repentina de congelación por un instante.

—Lo que hace que te vuelvas un demonio naturalmente nacido en el infierno —susurra él al oído de Kikyo, justo antes de tomar su lóbulo entre sus dientes y hacer que su aliento se detenga en seco en su garganta—, es olvidar la esencia de tu antigua forma. Se desvanece bajo el peso de los años y la tortura que deshace los límites del cuerpo en este reino, y te desmoronas en una metamorfosis atroz, pero... no permitiré que eso te consuma —sus manos trazan su espalda, sus costados, marcando con las yemas de los dedos los espacios entre sus vértebras y sus costillas—. Conservarás esta forma eternamente, y yo grabaré en la memoria cada curva, cada valle y cada pliegue de tu ser.

Kikyo se estremece, sintiendo una punzada repentina en su pecho, como si garras heladas hubieran encontrado su corazón.

Naraku la conduce, moviéndose con cautela sobre la helada superficie, presionándola contra la pared de la jaula, donde el frío metal deja su impronta en la piel, marcando una línea blanca entre sus omóplatos. Una sensación abrasadora se filtra por su espalda, robándole el aliento. Al terminar, le parecerá tener extrañas y alienígenas alas.

—Te mostraré cómo navegar por este abismo —le dice él en un murmullo, suaves dedos reposando en los hombros de Kikyo, como si explorara el mapa de una tierra desconocida—. Este lugar, donde el tiempo no es más que un eco vacío y el espacio se retuerce en laberintos sin fin, será nuestro hogar, nuestro... lecho matrimonial. Lo mínimo que puedo hacer es enseñarte a dominarlo y lo gobernaremos juntos. Nuestro... pequeño y retorcido reino —con una sonrisa que no alivia, sino que inyecta veneno, el aliento de Naraku deja una estela de calor en su piel—. Tal vez no sea un consuelo, pero aquí abajo haces lo que puedes.

Kikyo no tiene la oportunidad de responder, porque una vez más, Naraku reclama sus labios, como un océano arrastrando una orilla frágil. Y mientras se tambalea en la marea del toque de su boca, unos dedos astutos como sombras se deslizan por sus muslos, como hilos de araña tejiendo su sutil presencia en la piel suave. Arden como carbones encendidos.

—No te entrego mi voluntad, Naraku. Mis elecciones, aunque estén limitadas, me pertenecen —informa ella, luchando por mantener su determinación intacta en medio de la oscura persuasión de Naraku, y Naraku se ríe.

—Aquí, la certeza es un lujo efímero —dice, arqueando una ceja—. Tu existencia será tan incierta como la mía. La compañía, la melancolía y la sombra son la trifecta que guiará nuestra realidad.

Kikyo se sume en un dilema interno. Su esencia, un vestigio confundido y enredado entre los límites físicos que ya no la atan, parece ansiosa por seguir las pautas biológicas que alguna vez la rigieron. Cierra los ojos brevemente, y al abrirlos de nuevo, se encuentra con la transformación de Naraku, emergiendo como un hombre, con rasgos esculpidos con orgullo y delicadeza, casi femeninos, aunque sus ojos, de un inquietante tono carmesí, permanecen despiadados, el contraste de su cabello negro como la obsidiana sobre la blancura de su piel.

—Has aprendido rápido —le dice, y sus dedos, fríos como cristales helados, trazan caminos sobre Kikyo con una firmeza que, aunque pausada, es decidida, dejando una sensación áspera que evoca los deseos que alguna vez albergó para InuYasha. Lo cierto es que, en el fondo, no quiere ser vista como un objeto frágil, pero tampoco quiere ser lastimada. Y mientras se aferra al hombro de Naraku, su respiración agitada es un huracán de sensaciones, un equilibrio precario entre el escalofrío del miedo y el agridulce deleite.

Sin embargo, como suele ocurrir con ella, no puede resistir cuestionarse: si fuera tan simple deshacerse de esas partes retorcidas de sí misma con sólo un pensamiento, ¿cuántas otras piezas cambiaría, ya fuera sin darse cuenta o por elección? ¿En cuánto tiempo dejaría de ser quién es? ¿Y cuándo olvidaría la esencia de su alma para transformarse en lo que el confinamiento podría convertir a un ser humano?

—Puedo escuchar tu mente gritando —dice Naraku, con una voz melódica, palabras que acarician el costado del cuello de Kikyo—. ¿Por qué no me permites silenciarla por un instante?

Después, procede a entrar en ella, abriéndola en canal.

Kikyo emite un sonido que se desliza entre el aullido y el gemido, una especie de lamento sutil que se desvanece en el aire, como un susurro al final de una brisa helada que se disipa entre los árboles en una noche sombría y nebulosa. Luego se adhiere a Naraku como si su cuerpo fuera el único anclaje en medio de una tormenta marina, aferrándose a él con una intensidad que se asemeja al náufrago que abraza con todas sus fuerzas el único tronco que lo mantiene a flote en medio de un océano desenfrenado. Las manos de Naraku, sombras vivas, se deslizan como raíces venenosas sobre los muslos femeninos, mientras sus dientes, largos y afilados, exploran la finura de su cuello.

Está murmurando cuando inicia un movimiento rítmico y poderoso que sacude los cimientos de su ser. Y lo que en principio era una agradable fricción, una suerte de baile inesperado entre sus caderas, se ve interrumpido por los dientes de Naraku finalmente hundiéndose en su garganta.

No es un mordisco mortal, pero es lo suficientemente fuerte como para hacer brotar la sangre, que serpentea en finos arroyos. Kikyo grita y sujeta bruscamente el cabello del medio demonio, aunque él parece inmune a su reacción. Luego, con calma, lame la herida, limpiando meticulosamente hasta la última gota de sangre, semillas de granada que recoge con la lengua. Su saliva, que Kikyo probó que era demasiado dulce y agradable, tiene una propiedad extrañamente adormecedora cuando toca los agujeros que dejaron sus dientes.

—¿Qué estás planeando? —jadea y Naraku se ríe con voz ronca.

—Es mejor que no lo sepas.

—Enséñame.

—¿De verdad? —Naraku retrocede, sonriendo, y el cambio brusco de ángulo hace que suceda algo maravilloso en la pelvis de Kikyo. Ella tiene que levantar las manos para agarrarse a las barras encima y estabilizarse, con los codos apuntando hacia las cadenas que se entrelazan—. Los dioses están atrapados en su complacencia celestial, y han subestimado las grietas en su omnipotencia. Aquí, aunque parezca increíble, se ocultan secretos olvidados incluso por aquellos que se consideran divinos —sus dedos, aún entrelazados con Kikyo, se alzan como si pudieran tocar las mismas estrellas—. Planeo abrir esas grietas, perturbar el equilibrio cósmico, y banquetearé su esencia para forjar mi propio destino.

Kikyo no tiene tiempo de pensar en posibles respuestas. El ritmo de las caderas de Naraku se desvanece, como un vaivén que se retira momentáneamente, sólo para regresar de nuevo con la ferocidad de una marea oscura. Su rostro se hunde en el cuello de Kikyo, dientes afilados mordisqueando la piel como si quisiera arrancarla, pero sin atreverse a cruzar esa línea. En medio de todo ello, Kikyo percibe un contacto que escapa a su vista pero embriaga sus sentidos, como si cientos de alas plumosas e invisibles, cada una con miríadas de ojos rojos y bocas dentadas, se cerraran con fuerza en torno a su figura. Su grito, sin palabras pero cargado de éxtasis, resuena como un látigo de placer que recorre su cuerpo, sofocado por la firmeza de Naraku, que la mantiene sujeta contra los barrotes.

Y es todo muy bueno. Excelente. Kikyo se hunde de lleno en esa maraña de sensaciones, descubriendo que Naraku no es la criatura tosca e inexperta que su imaginación había pintado. Al menos, no en esta clase de situación. Su complacencia sorprendente se despliega como una danza Kagura, como si conociera cada rincón de su cuerpo incluso mejor que el propio InuYasha (no es que InuYasha hubiera hecho esto alguna vez con ella; Naraku no se los permitió).

En este éxtasis, mientras sacia su sed y rasca la picazón de deseos no reconocidos, Kikyo se deshuesa, casi derritiéndose entre los fríos barrotes y el cuerpo de Naraku. La repugnancia se entrelaza con la deliciosa traición, y se siente bien por primera vez en mucho, mucho tiempo.

Aquí, el calor se eleva, envolviéndola con una calidez que supera la temperatura de la carne humana. Es más que calor; es una kinesis sensual que se une al acoplamiento, una especie de alivio que la descompone en deleite. Kikyo se pregunta si esto es por ella o simplemente una invención de su mente, pero cualquier duda es expulsada por un empuje excepcionalmente cataclísmico que parece atravesarla desde el epicentro hasta su cerebro.

Jadea, su respiración desvaneciéndose, como si la misma sustancia que la constituye ahora hubiese descubierto repentinamente la falta de aire en este reino. Su espalda se arquea, atrapada por el agarre de Naraku, presionada irremediablemente contra la pelvis del demonio. Observa con párpados pesados y una visión casi nublada a través de la jaula, notando que se acerca lentamente a la cúspide.

Veloz, tal vez demasiado veloz, porque después no ocurre nada; simplemente se queda suspendida en el borde, el clímax que se avecinaba creciendo como un volcán a punto de erupcionar, pero deteniéndose en última instancia. Kikyo aprieta los barrotes, un gemido leve escapando de sus labios. Voltea la cabeza para enterrar su rostro en los rizos negros y enredados de Naraku, consciente de que lo hace a propósito, implorando silenciosamente que la libere.

No ocurre, pero pasa algo más.

El velo titila y, de repente, se desploma, dejándola ver todo tal y como es.

Justo frente a ella, emergiendo del horror cambiante y apenas vislumbrado en el que están inmersos, se revela el borde mismo de la corona de pesadilla de las monstruosas hibridaciones de Naraku. Son formas aladas y reptantes, miyares de ojos que parpadean, como si los demonios que lo constituyen hubieran experimentado una metamorfosis aterradora en este lugar maldito. La visión despierta en Kikyo una sensación de pavor ante la insondable cosa que se despliega ante ella. Y más allá de eso, el infierno, revelándose como el hijo abortado de un dios y una abominación, su propio universo, infinitamente plegado y excavado en túneles hacia un negro cegador y un blanco deslumbrante. Es como si el espacio mismo se retorciera en una amalgama de existencia deformada, donde los límites entre lo divino y lo infernal se desdibujan en una sinfonía caótica de colores y sombras.

Y luego, mucho más allá, Kikyo descubre que el mundo y ella no están sobre un mar helado entre acantilados, sino en el fondo de una herida desgarrada en el tejido mismo de la Creación. Se encuentran rodeados por sangre, linfa y pus que brotan de los maltratados confines de la realidad. La carne, sólidamente congelada pero aún llena de cosas reptantes, sirve como festín para criaturas que se alimentan de los subproductos tóxicos de la crueldad divina.

Es el infierno. Literalmente.

Naraku le libera un muslo, y su pie toca finalmente el suelo. Kikyo siente el eco del movimiento en su propio cuerpo mientras Naraku levanta la mano, una conexión física que resuena con la danza tumultuosa entre los dos.

Algún instinto primordial de autoconservación le cierra los ojos antes de enfrentarse a lo inevitable. Luego, los dedos de Naraku agarran su brazo para estabilizarla y cambiar de ángulo. Y entonces, Kikyo experimenta el inicio del fin, un fuego dorado en su estómago que amenaza con romperle los huesos y volarle la cabeza. Es el colapso inminente, el apocalipsis que se avecina, abrumador e ineludible.

Entre gemidos y la sensación de perderse para siempre en aquella vorágine, Kikyo piensa, con los dedos de sus pies curvándose y las pocas células cerebrales que le quedan en juego, que si éste es su destino, si ésto es lo que le aguarda, tal vez pueda aprender a amar a Naraku de la manera intensa y distorsionada en que él evidentemente la ama a ella. Un amor oscuro y monstruoso que se enreda con los hilos de su existencia y que desdibuja las fronteras entre la locura y la rendición, con ella encontrándose al borde de abrazar lo insondable.

La mano de Naraku cae, sus dedos arrastrándose por su carne y agarrando su muslo nuevamente.

Kikyo abre los ojos, ansiosa por enfrentar la realidad del demonio, incluso si eso termina por resquebrajar su cordura.

Sin embargo, la normalidad regresa de manera abrupta. Ya no puede vislumbrar la figura de Naraku, esa nueva encarnación que ha adoptado en este rincón abisal, como si el propio infierno, con su contacto frío y abrasador, hubiera sido la última pieza que necesitaba para elevarse más allá incluso de las formas bestiales de los yōkais y daiyōkais. Pero lo que sí divisa son manchas negras en su propio brazo, justo el lugar donde Naraku la había tocado. Las sombras parecen extenderse, como tatuajes de oscuridad insidiosa, marcando la intersección de su piel y la influencia del demonio.

Es extraño, aceitoso. Devorador de luz. Kikyo frunce el ceño y su placer tartamudea, como un colapso que acecha entre bastidores, pero que ahora se ve empujado a las profundidades por la confusión que se apodera de ella.

La cabeza de Naraku se yergue majestuosa y Kikyo se encuentra atrapada en su mirada. Sus ojos rojos, más infernales que el propio abismo en el que yacen, ahora derraman densas lágrimas negras, una sustancia viscosa que parece emerger de las grietas de su alma. Gotas también resbalan de su nariz y de una oreja, como si estuviera sudando, sus rizos oscuros apelmazados y enmarañados. Kikyo se sorprende, y por un instante el placer casi se desvanece ante la escena que contempla.

Bueno, no desvanecido, exactamente. Aún siente los movimientos de Naraku dentro de ella, el calor persistente en su vientre. Kikyo se tambalea en el límite, con la necesidad arañando bajo su piel, volviéndose más insoportable con cada segundo que pasa.

—¿E-estás llorando... ? —comienza mientras su mente busca explicaciones, inicialmente inclinándose hacia la idea de que la jaula es la culpable, pero luego se interrumpe con otro balbuceo al comprender fríamente que Naraku no es una víctima, sino el arquitecto malevolente de este retorcido escenario.

Naraku sonríe, la expresión despellejando sus labios sobre los dientes, partiéndolos con un estiramiento desalmado, fusionándose en una sustancia pegajosa, de color negro, que entrelaza los colmillos. Con un estremecimiento, Kikyo retrocede, pero luego se da cuenta de que no tiene a dónde ir, atrapada en este espectáculo macabro. Ahora, ella se encuentra comprimida contra los barrotes, aprisionada por las manos del demonio que la sostienen con fuerza. Sus dedos, largos y delgados, parecen navajas mientras todo el proceso se intensifica, llevándola hacia una oscura espiral de tormento. 

Kikyo contempla cómo los huesos del rostro de Naraku, su esencia, se desintegran bajo la piel negra y resbaladiza. La metamorfosis se propaga vorazmente, y su propia cara aparece, entrelazándose con las facciones de Kaede, Tsubaki, Suikotsu, Rasetsu y el Santo Hakushin. El horror alcanza su punto culminante cuando adopta los rasgos de InuYasha, pudriéndose justo frente a ella, como si le hubieran rociado veneno.

A continuación, deformes bocas surgen como agujeros a lo largo de la clavícula y el cuello de Naraku, desgarrando su piel con dientes afilados y vomitando rastros negros como úlceras retorcidas. La enfermedad se extiende, enroscándose con el placer en el vientre de Kikyo, convirtiendo la indulgencia carnal en una batalla entre el deleite y la corrupción.

Su mirada se congela, atrapada en la parálisis de su propia estupidez, mientras observa a Naraku con un horror abyecto que emana de lo más profundo de ella. En un instante, Naraku se inclina con una elegancia siniestra, sus movimientos tiernos sugiriendo un beso, pero la velocidad presagiando un impacto que podría romperle la mandíbula.

No obstante, en lugar de romperle la mandíbula al besarla, Naraku se desintegra en el momento del impacto. Se desmorona, se deshace, se disuelve en brazadas y brazadas de limo negro y ardiente que la envuelven como las peores olas que te arrastran al océano. Después, una punzada de éxtasis la golpea en las ingles, aunque de manera abortiva y atrofiada. Se siente menos como un clímax y más como una puñalada en el útero, con náuseas y dolor ascendiendo desde su estómago hasta su garganta. Grita, y la masa fluye instantáneamente hacia su boca, su lengua, atrapando un sabor dulce pero vomitivo.

Naraku habla, un murmullo soñador dentro de su cabeza.

«Pensándolo bien, nunca podríamos estar tan cerca arriba. Nunca podríamos estar tan próximos a la carne en el camino».

Él (porque esto todavía es él, esto es todo él, el verdadero él) tiene un sabor extrañamente primordial. Como líquido amniótico, como placenta, como el sedimento que bulló en el fondo de los primeros océanos cálidos de la creación. Pero también persiste un rastro de podredumbre en el núcleo, un indicio de juventud corrompida y temblorosa, algo que nunca debería haber existido y que, sin embargo, existe.

Kikyo se lanza con un estallido de desesperación, un frenesí de movimientos caóticos. Escupe y araña tratando de liberarse de Naraku, quien se extiende sobre ella en hilos, zarcillos y una sustancia líquida, negra y corrosiva. Sus uñas desgarran su lengua, y aunque cree haber extraído el fajo de materia aceitosa de su boca, persiste la incertidumbre sobre si aún queda una parte de él allí. Siente un cosquilleo ominoso detrás de las amígdalas y su grito resuena en la soledad, sin eco, sin testigos para que la oigan.

Busca firmeza sobre los barrotes, pero se tambalea hacia adelante con paso inseguro. Su pie se desliza hacia la nada, un espacio vacío como un agujero de gusano. Es el amanecer equivocado, no hay más que el roce de garras que cortan desde su hombro hasta el esternón, mientras el rojo de la sangre se derrama y se desliza sobre ella. Y entonces, cae-

Y el mundo es una pesadilla llena de dientes y cintas negras ondulantes.

El grito de Kikyo reverbera con fuerza en sus oídos, como si se estuviera desplomando sobre sí misma, en un abismo de pliegues sobre pliegues. En este lugar, el físico no reside, ni siquiera tiene un tiempo compartido; es un eco distorsionado que aumenta la horrorosa sensación de caída.

Se detiene, lo que parecen horas demasiado tarde, y en ese fugaz segundo de impacto, con una migraña nauseabunda, Kikyo experimenta una sensación de casi... desmoronamiento. Una dispersión, similar a lo que sucedería en el mundo real, con la cara atravesando la parte posterior del cráneo y los intestinos saliendo a chorros alrededor de la columna vertebral. Es una disolución instantánea, un parpadeo entre la incongruencia de lo que debería sucederle a su cuerpo al caer desde esa altura y la realidad que desafía todas las leyes, pero se recompone con determinación pura y simple y vuelve a retomar su forma inmediatamente después de caer. 

Ya está luchando contra Naraku; no necesita que su estúpida mente se precipite también.

Desde el interior, lo siente reírse, todo elogio.

«¿Lo ves, Kikyo? ¿Ahora me crees sobre que la jaula tiene una naturaleza fractal? Si no fuera por mí, aún estarías cayendo... aunque, ¿no es fascinante cómo el tormento puede ser tan liberador? Te revela a ti misma, desnuda tus capas más profundas».

—Tus sádicos juegos no alterarán lo inevitable, Naraku —gruñe Kikyo, poniéndose en manos y rodillas, aunque los sonidos que emergen de su lengua parecen ser devorados por algo invisible. Naraku, seguramente.

El mundo se retuerce a su alrededor, con mil bocas húmedas y largas de la jaula, evocando algo casi uterino en el grueso tejido rojo de las paredes (a excepción de los dientes), pero Kikyo no puede permitirse mirar demasiado. Su atención está completamente absorbida por Naraku.

La ira arde dentro de ella, intensa y voraz, dirigida tanto hacia sí misma como hacia él. Sin embargo, esta furia sólo yace como una fina capa sobre la creciente marea de pánico que la envuelve. Naraku es como un oscuro remolino a su alrededor, una marea negra de la que lucha desesperadamente por liberarse. Aún así, dos instintos antagónicos la están asfixiando en ese momento: el temor a ahogarse, una sensación que la ha acompañado desde que las primeras branquias se volvieron vestigiales, y el miedo a ser devorada, una constante que ha persistido en todos sus antepasados a lo largo de la línea evolutiva, grabado en sus genes como si fuera la huella digital de Dios mismo.

Kikyo se levanta tambaleándose, el suelo lamiendo sus talones. Los músculos, como si recordaran meses y meses de penurias, se inclinan, se agrupan y flexionan mientras se retuercen. Rasga puñados de piel negra, toma respiraciones que corren por su garganta como patas de araña, pero no importa cuánto se arranque, siempre hay más.

Naraku continúa devorándola desde el interior.

—No, no, no, no, no —gruñe, enseñando los dientes mientras entona su canción de protesta. Es lo único que puede decir, pues sabe que pedirle a Naraku que se detenga, que la suelte, no servirá de nada. Un "por favor" casi escapa, y Kikyo lo muerde con fuerza antes de que pueda salir, porque no suplicará. No a Naraku. No aquí. Ni siquiera por esto.

«¿Qué sucede, Kikyo?», se burla suavemente él.

Naraku no está hablando de la misma manera que Kikyo lo hace. Las palabras residen en su cerebro, en sus células: las ve, las siente, las saborea. Llegan a ella de manera tan compleja, las conoce tan profundamente que imagina que las encontraría impresas en su médula si se le partieran los huesos.

«¿Crees que la mera resistencia cambiará algo, Kikyo? Has caído en el juego, y aquí, somos uno. Tus esfuerzos son sólo vibraciones en mi sinfonía».

Sus palmas están pegajosas.

En ese momento, Kikyo observa los hilos oscuros cosidos en sus manos, aferrándose a ella obstinadamente incluso mientras intenta desprenderse de fragmentos de esa entidad. En un instante de nitidez abrupta, como si un rayo hubiera impactado en su cerebro, se da cuenta de que lo que presencia es el resultado desgarrador de la descomposición del alma viviente de un bandido. Allí, en el fondo de la herida, quedó expuesta su esencia, en medio de todas las cosas hirvientes que acudieron ávidas a nutrirse en un nuevo Infierno y devoraron lo que alguna vez fue un alma humana.

Aquellas criaturas se deleitaron en la decadencia, deshuesando la forma de lo que solía ser un hombre enredado ahora en la vorágine de la corrupción, con hilos como suturas retorcidas de su propia podredumbre espiritual.

Cadaverina negra, envolviéndola como una segunda piel, tejida con sombras y bañada por la muerte misma.

Debe haberse detenido por un segundo. Sólo un segundo adicional, congelada a medias por el asombro horrorizado. Suficiente como para que Naraku se filtrara por las grietas y obtuviera una ventaja, no tangible, pero tan real como el frío que se retuerce a su alrededor.

«Oh, parece que te diste cuenta».

Látigos de limo oscuro azotan a Kikyo, arrastrándola de nuevo sobre sus rodillas. Grita con una furia silenciosa y sin palabras, lucha por elevarse de nuevo, pero todo lo que logra es que un pie resbale, enviándola hacia adelante sobre sus manos. Una gruesa marea de sustancia pegajosa se abalanza sobre su espalda, arrastrándola inexorablemente hacia el abismo. Su vientre se arquea hacia el suelo, la columna se tensa cruelmente, y de su boca escapa otro grito silencioso de dolor. La cosa negra se desliza repugnantemente por sus muslos, cubriendo sus antebrazos hasta tapar por completo las manos, mientras ella jadea, aferrándose al calor que agoniza. Se enreda alrededor de sus senos, tan delicados que el roce resulta insufrible, ascendiendo por su cuello hasta coronar su cabeza como un aguijón de hielo incrustado en sus sienes, perforando su cráneo con garras de hielo.

Jadea, gimiendo, retorciéndose. Es demasiado, demasiado, infernal, nauseabundo, y cuanto más intenta liberarse, más parece avivar el flujo implacable que la consume, que se despliega sobre las áreas aún no contaminadas de su piel, avanzando como un cáncer voraz. Kikyo aparta la cabeza, con los ojos desmesuradamente abiertos y la boca temblorosa, luchando por respirar a través del limo negro.

«¿Qué es más aterrador, Kikyo? ¿La monstruosidad que ves ante ti, o la realidad de tu propia alma desnuda en este espacio sin máscaras?».

Su caja torácica arde en dolor. Los pulmones parecen al borde de estallar y sus caderas se agitan con una sensación enloquecedora que la desgarra de adentro hacia fuera. Se siente nerviosa, salvaje, incapaz de permanecer quieta, a la vez en que un sollozo a medias escapa de sus labios.

Todavía le duele la pelvis.

Kikyo entiende que no es que Naraku no pueda poseerla y la torture por eso. No, Naraku la tiene, la tuvo desde el inicio, no con amor, sino con algo mucho más terrible y profano, y no ha salido de ella; están entrelazados, acoplados como dos bestias en celo, y el frenesí los consume. Apenas tiene tiempo para procesarlo antes de verse forzada a vomitar.

Cada fibra de su ser se rebela ante la acción, una violencia involuntaria que la obliga a inclinar la cabeza hacia adelante. Percibe la presencia de algo denso y ominoso moviéndose dentro de ella, como si la carne misma estuviera al borde de la ruptura, y luego, los órganos se rompen; la primera arcada expulsa sangre, una visión que parece desafiar la propia naturaleza de cómo debería lucir, a pesar de haber dedicado quizás un año entero de su vida contemplándola en su propia piel, en su prematura muerte y en cada enfrentamiento contra Naraku.

En la segunda, una negrura aceitosa brota de ella.

Cuando toca el tejido rojo del suelo, adopta la forma de una mano con múltiples dedos, retorcida en una figura arácnida que hiela la sangre.

Kikyo queda momentáneamente paralizada, luego lanza un furioso puntapié y muerde con tal ferocidad que percibe el crujir de un diente fracturándose desde la coronilla hasta la raíz.

Había forzado su mandíbula hasta el punto del dolor antes de que apareciera esa cosa, pero la presencia es suave, demasiado suave para cortarla. Simplemente se agita entre sus dientes, trepando hasta las encías, descendiendo por su lengua y llenando sus glándulas salivales con una sensación punzante, como un dolor de paperas que se expande terriblemente. Desesperada, sacude la cabeza con movimientos frenéticos, tratando de liberarse, pero cuando intenta levantar las manos para expulsar la sustancia de su boca, éstas quedan selladas inmediatamente en la agitación, una masa hirviente que la retiene sin piedad. Naraku se está ciñendo sobre ella con una presión desmedida, aplastando su espalda mientras avanza hacia su cuello, insidioso, emanando calor y restricción.

No se puede mover, se encuentra atrapada en una espiral agobiante, una ruina abrumadora que la hace temer perder la cordura, sentir que está al borde de morir de nuevo.

La respiración de Kikyo se entrecorta. Es imposible, con este obstáculo bloqueando su camino.

Ella no debería necesitar respirar. Lo sabe. Pero en su situación, no está exactamente en el mejor lugar para explicarle eso a la memoria fantasmal de sus pulmones.

Kikyo yace en un frenesí; su pecho lucha desesperadamente por expandirse, intentando arrastrar la baba de su boca hacia los pulmones en un esfuerzo desalentador. Entre pensamientos caóticos, se plantea la posibilidad de desmayarse. Eso sería maravilloso, se dice. La idea la seduce con la promesa de un respiro bienvenido en medio de la angustia, cualquier cosa para poner fin a la constricción, la agonía histérica de sentirse tocada en todas partes al mismo tiempo, por dentro y por fuera. Está cubierta, aprisionada, sus zonas más sensibles acariciadas y desgarradas sin piedad, sin tener en cuenta sus deseos...

Pero, por supuesto, no se desmaya. Porque no necesita respirar. En cambio, la mano en el suelo se eleva violentamente y le conecta una bofetada en el rostro. Una reacción brutal que la sacude hasta la médula.

«Oh, qué demonios estás haciendo con ese bastardo, Kikyo. ¿Por qué? ¿Por qué me haces esto, Kikyo? ¿Por qué permites que suceda?», dice InuYasha en su cabeza, y Naraku traza el recuerdo de él con algo que no es un dedo, y murmura: «Increíble, cómo llevas a tu feo mestizo incluso ahora».

Kikyo ve cómo la mano de Naraku se despliega como una telaraña, filamentos negros, serpenteando por cada rincón de su rostro. Nariz, orejas; se enrosca en sus senos nasales y se contorsiona alrededor de sus tímpanos. Kikyo, con una sacudida violenta de la cabeza, intenta liberarse de la intrusión, pero es inútil. Su garganta ha sido invadida, al igual que todo lo demás, y de nuevo se extiende hasta su cráneo, envolviendo su cuero cabelludo en una espiral asfixiante. Nada cede; Naraku está anclado demasiado profundamente en ella, y se siente como tratar de despojarse de su propia piel, una lucha contra su misma esencia.

Nunca le ha gustado tener cosas en la cara. Se está ahogando, la están partiendo por la mitad desde la ingle hacia arriba. Sus dientes castañetean con fuerza en una boca llena hasta el límite y cada alarma en su cuerpo resuena estridentemente, un concierto caótico de instrumentos a todo volumen. Permanece entumecida e impotente, atrapada dentro de su propia cabeza mientras la cacofonía de señales internas aumenta en intensidad.

Cuando se desliza sobre sus ojos, fluyendo sobre la córnea y serpenteando alrededor de la línea de las cuencas, Kikyo se da cuenta de que no es realmente negro, sino un rojo oscuro y profundo cuando la luz lo atraviesa. Luego, la luz se desvanece y todo lo que puede entrever es oscuridad, salpicada de formas que en algún momento pudieron haber sido estrellas. Un lienzo estelar sumergido en la negrura.

La última costura se alisa y se cierra sobre su frente, y entonces comienza a suplicar, demasiado consciente de la cosa negra, brillante y sin rostro en la que se ha convertido.

No sirve de nada.

Duda incluso de sonar como ella misma en su propia mente, la voz de Naraku invadiendo con una claridad que dificulta distinguirla de la suya. ¿Cómo ha sonado, de todos modos? ¿Qué timbre poseía su voz cuando estaba viva e InuYasha había sellado sus labios sobre los de ella?

Existe un deleite perverso en ese límite sangrante que la invita a gemir, a entregarse a la excitación y arrancarse su propia piel. Aunque intenta apartarse, sus movimientos están constreñidos, limitados; Kikyo queda firmemente inmovilizada en su lugar, cuando Naraku se sumerge más y más en su ser. Hilos de fantasmas negros se retuercen con un deje soñador a través de sus venas, reemplazando con maestría la mielina que recubre sus nervios. Se hinchan las suaves bolsas de sus células mientras Kikyo atisba la presencia de esa rama oscura anidada en la hendidura entre los lóbulos de su cerebro.

Naraku está entablando una conversación con ella, un estallido genuino de alegría. Está encantado, al borde del colapso, condenado. Se siente tan, pero tan aliviado por haber devorado a Kikyo, tal como prometió que haría.

Kikyo puede identificarse con eso. En cierto modo, anhelaba lo mismo cuando quiso arrastrar a InuYasha consigo al infierno. De alguna manera, Naraku y ella comparten más similitudes de las que le gustaría reconocer.

Kikyo es vagamente consciente de que ella, o mejor dicho, ellos, han caído sobre manos y rodillas, yaciendo ahora boca abajo, sin rostro, sobre una alfombra de dientes. Se siente... anónima, más objeto que entidad, algo destinado a ser usado y habitado.

«Una muñeca».

A medida que los hilos de su humanidad, la esencia que la define como Kikyo, empiezan a deshilacharse y desvanecerse en el baño suave pero cáustico de la fusión con Naraku, comienza a vislumbrar la verdad. Esto es lo que significa, ser consumida viva por el amor. No es una persona, apenas una herramienta. Es algo más, una criatura sin nombre, una entidad en el sentido más amplio, difusa y sin límites definidos.

Cuando se trata de Naraku, el némesis previsto de Kikyo, lo contrario también puede ser válido.

«¿Es esto lo que querías?», cuestiona él de repente, no a ella, sino al humano, al bandido. O a sí mismo. O quizás Kikyo les pregunta a ambos, no importa.

Porque lo cierto es que no existe Naraku sin Kikyo, ni Kikyo sin Naraku. Ignora si esta identidad impregnada de petróleo es como siempre se pretendió que fuera al fusionarse enteramente, o si es el resultado de los deseos de Onigumo, o si simplemente es así como ha ocurrido. Dos caras de la misma moneda, creadas en solitario, luego entrelazadas a la fuerza y engullidas por completo en el pantano oscuro en el que ambos nadan, sin posibilidad de salvarse.

El demonio mitad humano y la sacerdotisa ahora se hallan sumidos en esta inoperante maquinaria, víctimas de un destino inútil tras el colapso de los planes de Naraku cuando Kikyo los precipitó al infierno. Naraku está decido a repararlo de todos modos, incluso si su ardiente deseo se convierte en la chispa capaz de encender su propia destrucción. En este remanso caótico, donde todo parece destinado a desmoronarse, sus mismas manos son las que lo hacen.

Es extraño. Kikyo no piensa en InuYasha; su mente se enfoca en Naraku, mientras que Naraku tiene a Kikyo en el centro de sus pensamientos. Se pregunta si, hace cientos de años, Midoriko pensó en Magatsuhi de la misma manera en que ella, en este instante, piensa en Naraku. O si Magatsuhi albergó pensamientos hacia Midoriko de la manera en que Naraku los alberga hacia ella. Enemigos acérrimos, y de alguna manera, lo único que realmente importa. Sólo entre ellos dos, sin espacio para nadie más.

El último destello de pensamiento que persiste en lo que queda de Kikyo, apenas clasificable como individual o coherente, es la certeza de que Naraku es cálido. O, al menos, emana calor. Es tan cálido, más cálido que los acogedores rincones de un cuerpo humano, tan cálido como una fuente termal rodeada y cubierta por los descendientes menos favorecidos de los antepasados de la humanidad. Seres que cayeron de entre los terribles dientes de los dioses y fueron pastoreados a través de los mares hirvientes de la Tierra recién nacida por diez mil ángeles que desconocían el dolor que les aguardaba.

El pozo es tan frío, y están tan exhaustos de este frío penetrante, pero ahora, juntos, crean un calor que no sólo podría devorar el mundo, sino que también podría hacer temblar a los dioses. Están unidos, finalmente, liberados de la asfixiante carga de la soledad que antes los atormentaba, pero este calor compartido es más una llamarada infernal que un consuelo.

La putrefacción nunca fue concebida como una actividad solitaria.

Primero deben transcurrir cincuenta años, una existencia frágil y malgastada en los días infernales, para que el Dios del Abismo finalmente nazca en el corazón del infierno, la semilla de la cual brotan sus innumerables raíces entrelazadas y ramificadas. Se arrastran fuera de la fisura con manos líquidas y numerosos hilos de filamento negro, postrándose con la cabeza inclinada y goteando durante mucho, mucho tiempo..

Lentamente, alas como cascadas gélidas se despliegan de su espalda, y quieren que sean perfectas y completas, pero no recuerdan cómo eran las alas perfectas, y ciertamente no están completas ("no puedes recordar lo que nunca ha existido"). Estas alas, más que perfectas, irradian una perfección de pesadilla; no son meramente unas alas, sino hileras interminables de plumas ennegrecidas y plateadas que se extienden vorazmente, consumiendo la luz misma; son cientos, quizás miles, como cadáveres de estrellas que alguna vez se desmoronaron en el caldero del cosmos.

Podrían ser la envidia del cielo y la sombra amiga que acaricia la tierra, pero no son nada de eso.

Se alzan, movimientos dubitativos y temblorosos, arrastrando los pies con lentitud serpenteante hasta la pared de la Jaula. Allí, enredan sus dedos entre los barrotes, deslizándose hacia abajo con la cadencia de una larva que sella su capullo, preludio de una metamorfosis que nunca será para ellos.

«Ah, ¿quién puede reclamarnos como suyos cuando somos la anomalía que desafía las expectativas?»

En los días en que Kikyo era una aprendiz de sacerdotisa, en una de las docenas de clases a las que fue arrojada apresuradamente a lo largo de su infancia, entabló una conversación con Tsubaki sobre los ciclos de vida de las mariposas, una charla que surgió simplemente porque estaban aburridas. Durante su charla, descubrieron una docena de capullos entre la vegetación y se detuvieron a observarlos. En ese momento, notaron que uno de ellos no había logrado cerrarse por completo, y para satisfacer la curiosidad de Kikyo, Tsubaki abrió con sumo cuidado la crisálida exterior nacarada utilizando un pequeño cuchillo.

Ellos, de pie, resbaladizos y negros en la pared más baja de la Jaula, mirando ciegamente a hasta que sus ojos rojos se abren a lo largo de las innumerables alas que los conforman, no son la elegante mariposa prevista; son los que emergen, en cambio, pestilentes y sombríos, de esa crisálida sin vida. Triunfan en la autodigestión, pero sucumben cuando llega la hora de la reconstrucción.

Aquellos ojos rojos que surcan sus alas se abren aún más, dispersándose como diminutas galaxias, su cuerpo sacudiéndose con un estremecimiento imperceptible y alineándose al ritmo de los latidos de un corazón desgarrado, abierto en el centro por los dientes mismos del demonio. Susurran palabras, palabras de sosiego que resuenan en los confines de la existencia, y es como si las estrellas temblaran y se retorcieran al sentir su presencia devoradora, como si los soles parpadearan y se extinguieran uno a uno, como si los planetas se agrietaran y se deshacieran en polvo estelar, su luz tragada por los filamentos negros que gotean de sus esencias unidas.

—Está bien —murmuran, palabras surgiendo de una boca que en ese instante no es visible—. Te tengo. Ya no hay razón para temer.

Y en ese abrazo eterno, en el umbral entre todo y nada, les aguarda su legítimo derecho de reclamar el trono. El infierno, con sus fauces abiertas, acoge con ansias a sus hijos naturales, les da la bienvenida, y cuando las olas violentas golpean las orillas de los lagos teñidos de fuego y sangre, grabando la terrible historia de amor entre Naraku y Kikyo en la arena de polvo de huesos, los sabuesos infernales aúllan, mientras cada alma flagelada bajo el cielo goteante maldice y reza a sus dioses. Lo sienten, todas y cada una de ellas, el roce punzante, las plumas de ácido a lo largo de sus alas inacabadas e imperfectas.

Él, destructor y ella, redentora, entrelazados en una única entidad; millones de años aguardando su unión, cada segundo justificado por la espera. Aunque ellos irían incluso si no los buscaran tan desesperadamente.

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