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ENB Capítulo 2. Tango del Caos


El amor es un sueño que te eleva, que fluye a través de tu cuerpo y te hace sentir una explosión de emociones que aseguras jamás haber experimentado. Y despiertas con la esperanza de por lo menos ver a esa persona de lejos, y sientes que tu mundo gira más lento de lo normal, e incluso fantaseas con imposibles, porque él o ella hacen de tu día, algo más llevadero, algo más alegre, más emocionante. Y se detiene el tiempo cada vez que esa persona sonríe, y tu corazón se acelera y piensas una y otra vez "si hoy me mira, seré el hombre más feliz de todo el puto planeta". Caminas por la avenida, y cada canción habla de esa persona. Si, de tu ideal, del platónico que como un sol naciente ahora embona en cada palabra, en cada contexto, en cada horóscopo semanal, por más barata que pudiera ser la predicción astral.


Claro, eso sería maravilloso para cualquier persona normal, pero no para mí.


Cuatro años atrás, frente a la tumba de quien fue mi primer amor (y primer amante) me juré que jamás me dejaría envolver por esos espinos decorados con rosas que todos anhelaban y a los que todos llaman "amor". Lloré un año completo, domingo tras domingo, hasta que sentí que era suficiente y no volví a visitar esa tumba nunca más. Tomé la decisión de forjarme como un trabajador excelente, una persona sensata y firme, y con un corazón impenetrable. Incluso tuve algunas aventuras en el trayecto, pero solo para saciar mis bajos instintos, rompiendo un par de corazones en el proceso. Era yo, y nada más que yo, disfrutándome, aislado, nadando en las melodías que día tras día me alejaban de la realidad mientras me transportaba en los autobuses locales, mirando por la ventaba de ida y vuelta sin cruzar palabra con nadie. Mi móvil jamás tenía más de 5 mensajes diarios, y las redes sociales no eran para mí. Huía de cualquier intento de mi gente por tomarme una fotografía, porque no quería conservar un solo recuerdo. No, lo mío era vivir el momento y dejarlo partir, no esperar nada del mundo y ser egoísta, al grado de solo pensar en mi bienestar. Las únicas excepciones las realizaba con mi familia, y los amigos eran tan escasos, que me sobraban dedos en pies y manos para contarlos. Pero era feliz.


Todo eso funcionaba a la perfección, sonreía de forma auténtica, podía gritar, bailar, recorrer el mundo con mi bicicleta hasta donde mis piernas me llevaran y dormir agotado, sin que nadie me interrumpiera. Pero en medio de todo ese silencio, después de meditarlo por días, Rusell comenzó a hacer un ruido espantoso dentro de mi cabeza.


Ahora llegaba a mi área de trabajo, y sin darme cuenta, ya estaba buscando con la mirada la figura fornida de mi compañero. Su constante ir y venir me distraía, y los errores comenzaban a volverse una rutina en las cuentas del diario, por lo que mi desempeño se vio comprometido de inmediato. Que decir de lo incómodo que era salir al baño y toparme con él poco antes de entrar, obteniendo una sonrisa, un gesto o un guiño. Terminaba encerrándome con el corazón latiendo a mil por hora y un nudo en la garganta. Leo empezó a regañarme, a indicarme una y otra vez que era necesario que pusiera más atención, y eso se transformó en un estrés que no necesitaba. Para donde mirara, Rusell Williams estaba presente, y mientras más lo observaba, más convencido quedaba que el hombre me gustaba, y me gustaba demasiado.



Un día, poco antes de la apertura del negocio, mi dolor de cabeza se detuvo frente al cajero donde me encontraba, y eso ya se estaba volviendo una rutina. Sin embargo, me di cuenta de algo que me hizo reír de inmediato, llamando la atención de mi colega, puesto que jamás le había sonreído.


—¿Algo en especial por lo que sonríes, compañero de hielo?— cuestionó con curiosidad, mientras me retiraba una pequeña lágrima del ojo derecho y enseguida hice un ademán cerca de mi rostro para señalarle la boca.



—Tienes yogurt y granola pegados en el borde del labio, retíralo por favor, ¡jajajaja! —casi me doblaba de risa, pero entonces, guardé silencio abruptamente. La lengua de Williams desfiló descaradamente por el borde de sus carnosos y rosados labios, desde el borde izquierdo, paseando por la parte superior y luego la inferior, relamiéndose completo e incluso mordiéndose el labio inferior, sutilmente. Mi cuerpo estremeció y el tan sólo enarcó una ceja, para luego sonreír tan coquetamente que me vi en la necesidad de apartar la mirada.


—¿Ya me lo he quitado todo?— preguntó en un susurro comprometedor, y yo sólo me limité a asentir, para que luego se despidiera con un ligero golpecito en la ventanilla —No te distraigas, cajero número uno, puedes hacerlo mejor— comentó a modo de despedida, mientras mis entrañas se removían completamente. ¿Qué fue ese gesto descarado y repentino? Ahora en mi cabeza rondaba la mueca sensual y varonil, que más me pareció el asecho de una serpiente segura de que se comería al ratón en un bocado. Fue necesario que Spindler tomara mi lugar por lo menos una hora, puesto que no podía razonar adecuadamente. Le expliqué lo mejor posible, y lucía tan alarmado, que Leo no fue capaz de confiarme la caja hasta que me calmara.


—¡Por Ithis! ¡Sólo fue una relamida, Gerald! No puedes desestabilizarte de esta manera sólo por una relamida, mírate, estas tan rojo que pareciera que tienes fiebre— comentó mi jefe, prestándome su móvil para que me mirara en el reflejo de la pantalla apagada, y efectivamente, mis mejillas estaban encendidas a pesar de que ya había pasado algo de tiempo.


A pesar de que traté de explicarle, no fui capaz de dejar nada claro. Y es que ni yo mismo sabía porque me provocaba tanto. En mi horario de comida volví a mi departamento, pero no tenía ganas de comer. Corrí al baño a lavarme el rostro, me retiré la camisa y decidí también mojarme el cabello, a fin de refrescar un poco mi cabeza, y entonces me vi en el espejo.


Decepción. El trago amargo de verme y apagar mis mejillas ruborizadas, con pensamientos negativos. ¿Qué era lo que veía en realidad? Un hombre lánguido, de piel pálida y cabello opaco, sin una pizca de barba. Una mirada remarcada por dos grandes ojeras, producto de las jornadas extenuantes de trabajo, la piel reseca e incluso algunas manchas de sol en el cuello. Y no pude evitar compararme. El dolor de sentirme tan poca cosa viajó rápidamente en cada fibra que me formaba, haciéndome sentir una rabia inmensa, incapaz de quitarme la mirada de encima. Las imágenes de aquel que amé con todo mí ser y al que no pude visitar en su lecho de muerte, volvieron a mi cabeza, para atormentarme, para hacerme recordar mis frías promesas y confundirme más de lo que ya estaba.


" ¿Por qué tienes que sufrir cuando intentas ser feliz?"

     "No te distraigas, cajero número uno. Puedes hacerlo mejor"

          "Gerald... mereces lo mejor del mundo, incluso si no estoy..."

Mi mano tomó un bote de shampoo y sin más, lo lancé contra el espejo, haciéndolo explotar en mil pedazos. Lágrimas, tibias y amargas lágrimas cubrieron mis mejillas rápidamente, y me doblé hasta tocar con la frente el borde del lavado mientras las dejaba salir, y a mi frustración con ella. No era posible que alguien como Russell Williams le dedicara una mirada de afecto a una persona tan patética y sin gracia como yo. Si, ese era el pensamiento adecuado para esta situación. Pensaría en él como un ser inalcanzable, como una estrella a la cual no pude pagar el boleto más costoso para obtener su autógrafo. Ni siquiera sería un platónico, sólo un huracán pasajero que se iría de inmediato, dos más dos son cuatro, y mi plan era tan sencillo como eso. Sería sólo una sombra más del banco, el fantasma observador que todo lo sabe pero que nada libera una vez que lo almacena en su cabeza. No habría espacio para el dolor, ni para la debilidad. Mi fuerza radicaba en comerme todo el dolor a grandes bocados y sonreír mientras repetía cliente tras cliente las mismas líneas: "Buen día, bienvenido a su banco, le atiende Gerald, ¿Qué movimiento va a realizar hoy? "


Estaba tan inmerso en mi plan perfecto, que cuando volví a la realidad de mi baño de piezas blancas, noté que el lavabo donde me sostenía, ahora tenía un inusual y contrastante color rojizo. Era mi sangre, misma que escurría de mi palma derecha y todo porque bajé la mano justo donde estaban unos trozos del espejo. Gran barullo hice en la soledad de mi hogar de soltero, corriendo de un lado a otro del departamento hasta que logré detener la hemorragia. Cuando volví a mi empleo (sin comer ni descansar) era demasiado llamativo el vendaje que puse sobre la gasa que cubría la herida, así como medio tuvo de crema antiséptica.


El gerente, Des Aeva, casi se desmaya al verme herido, pero le dije que no tenía problema, que sólo era un rasguño molesto. Pude notar que mi tormento platónico observaba muy serio desde su ventanilla, pero no voltee a mirarlo. Cada vez que mis ojos se cruzaban con esos pozos dorados, sentía que parte de mi alma era consumida, y no tenía humor para que Russel le diera otra mordida a mi denigrante ser. El trabajo continuó regularmente, pero mi estatus no mejoraba para nada. Día con día era lo mismo, miradas, visitas innecesarias a la ventanilla, y el constante ir y venir de Williams que me estaba volviendo cada día más loco. Amanda insistía en que debía dejarme llevar, mientras que Spindler repetía una y otra vez que mis nervios amorosos eran irracionales y totalmente controlables.


Fue entonces que la cereza del pastel llegó para literalmente, darle un rumbo distinto a mis días. Una noche (puesto que nuestro horario de 9 a 9 nos exigía permanecer en la sucursal muy tarde), mientras Amanda cobraba, decidí salir al baño. Todo pasó demasiado rápido en cuanto bajé el pie. En un segundo pasé de una sonrisa a un grito desgarrador que provocó que mi compañera lanzara la grapadora por los aires, mientras yo caía en cámara lenta hasta el suelo. Al intentar agarrarme, logré golpear el interruptor de luz, por lo que el bunker se quedó en una oscuridad parcial (los monitores de las pcs aun iluminaban a Amanda) y ella gritó aterrada al verme arrastrarme por el suelo, mientras mi pie derecho sangraba de forma considerable. No tenía idea del cómo, solo sabía que mi pie se atoró en un cajón que infortunadamente se abrió sin que yo lo notara, y al caer, el mismo cajón me arrancó el calzado y de paso, una larga línea de piel que se quedó atorada en el borde filoso causante de ese desastre.


Marshall Ferguson (un asesor financiero que trabajaba con Aeva en el exterior del bunker) golpeó el vidrio templado de la caja de Amanda y de ese modo la hizo reaccionar, pues la mujer en lugar de ayudarme, temblaba y lloriqueaba asustada por la sangre. No podía estar más jodido, fue lo primero que pensé. Amanda era completamente inútil en ese momento, y aún tenía que esperar 5 minutos, lo que tardaban las dos puertas del bunker para abrirse. Como pude, me puse en pie y me aferré a la primera la primera puerta, indicándole a Borbón que siguiera cobrando, a pesar de lo asustada que estaba. El ardor era inmenso, y tuve que arrancar el trozo de piel perdida del cajón para no dejarlo ahí expuesto, temía que mi torpe nueva amiga se desmayara si lo seguía viendo. Una vez que estuve entre la primera y segunda puerta, noté que mi pie se hinchaba rápidamente, signo inequívoco de un esguince, pero aún peor, una de mis rodillas ardía bastante. En el exterior, escuché como Ferguson avisaba que iría de inmediato por su camioneta, y yo ya comenzaba a marearme. Malcomido, cansado, golpeado y sangrante... ¿Iba a colapsar antes de que se abriera la maldita puerta? ¿Qué era ese dolor extraño en mi rodilla? ¿Me había roto un hueso acaso? No sabía que pensar.


Cuando un sonido agudo me avisó que la segunda puerta por fin estaba abierta, extendí mi mano para empujarla, pero esta cedió desde el exterior y me balancee , terminando por aferrarme a lo primero que se me apareció al frente: el pecho de Russel. No sabía en qué momento salió tan rápido de su área de trabajo, pero me sostuvo con fuerza y como pudo, se las ingenió para tomarme en brazos y llevarme al área de cocina, donde solían descansar todos en sus respectivas horas de comida. Era difícil decidir entre la vergüenza que sentía al ser observado por todos los clientes de la fila, la cantidad de sangre que me goteaba de un pie desprovisto de calzado, y el hecho de que justamente fuera él quien me estuviera cargando. Terminé sentado sobre una silla, y el pie sobre otra, y Russel rápidamente sacó del refrigerador uno de sus vasos con hielo (todos los días bebía agua helada). Rompió el vaso plástico, para vaciar su contenido en una bolsa y ocuparse de frotarla contra mi pie con mucho cuidado.


—Tienes que llorar, si no lo haces, te vas a desmayar, te estas poniendo pálido— dijo de pronto, mirándome fijamente. El dolor se volvió más intenso pues me crispé al sentir el hielo, pero no quería llorar, no frente a él. Lo peor que me podía pasar (aún más que eso) era que el hombre que me gustaba me viera llorando como el marica que era. Pero mi resistencia se quebró cuando trajo agua para lavarme la herida y un poco de jabón. No podía culparlo, la sucursal no contaba con un botiquín adecuado, pero estaba preocupado por lavarme la herida he incluso habló sobre una inyección contra el tétanos. No fui capaz de pensar demasiado, en cuanto me untó algo de alcohol tan sólo con papel higiénico, nuevamente estaba gritando, y de paso, llorando a raudales. Era como si fuego líquido escurriera dentro de mi carne y mordiera una y otra vez, obligándome a doblarme hasta apretarme el pantalón. Russel también rompió una de las camisas que tenía de repuesto en el baño, y con la parte más larga envolvió mi pie para darme más soporte (y de paso mantener el papel sobre la herida mientras me llevaban al hospital, pues no dejaba de sangrar).


Al intentar ponerme en pie, naturalmente no pude y casi me caigo, por lo que optó por cargarme de nuevo. Lloroso, lastimado y avergonzado, ahora el más importante valuador de la institución bancaria, salió cargando en brazos al cajero novato de la otra sección, quien se mordía los labios para no seguir llorando de dolor, mientras se disponían a trasladarlo de manera urgente a un hospital. Ese estúpido novato enamorado que no sabía que hacer consigo mismo, y que ahora temía que lo despidieran por su estupidez. Ese chico tonto era yo, viajando acurrucado sobre las piernas de Russel, en silencio, con un sólo pensamiento en mi abochornada cabeza: ¿¿POR QUE A MI??.



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N.A. ¡Hello! Les traigo la segunda parte de esta loca historia cargada de drama. ENB Significa "El Niño Brillante" (por si se lo estaban preguntando). Saludos a todos y muchas gracias por darle seguimiento a mis historias!! :D besos para todos!


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