-1-
─ ¿Qué te pasa Alejandro? ─ la pregunta insidiosa de Catalina me sacó del ensimismo en el que estaba sumergido.
─Nada ─respondí dándole un cálido beso en la frente y aferrándome a su mano, gélida por no tener guantes.
─Parece que estuvieras buscando a alguien─no muy contenta con mi simple "nada" volteó sus oscuros ojos, perdiéndolos en el extenso manto de césped.
Aunque lo negase en mil idiomas y lo jurara por todos los dioses del Olimpo, mi novia parecía leer cada movimiento de mi cuerpo pero no porque fuese adivina ni mucho menos, sino simplemente porque era cierto: mi mirada vagaba en busca de "un" alguien en particular.
Ese alguien que no tenía ánimos de ver simplemente para evitar saber cuánto me continuaba importando. Contradictorias, aquellas sensaciones se anidaban en mi estómago provocando una riña de gatos callejeros dentro de él.
Regresé entonces mi vista hacia el sacerdote que oraba citando unos versículos bíblicos dedicados a mi abuela Rosalinda Gutiérrez de Viña, quien acababa de dejar este mundo a los 90 años. Inoxidable, ella había logrado llegar a esa edad con una lucidez digna de un filósofo griego.
Su sabiduría era incalculable, pero no sólo por su cultura literaria e histórica sino por su sapiencia frente a la vida.
Viuda desde los 40, solitariamente comandaría un modesto emprendimiento iniciado por mi abuelo Adolfo: una línea de productos cosmetológicos que tenía como destino el mercado de la belleza femenina. Con una pequeña suma de dinero en concepto de pago de un seguro de su esposo, la abuela tomaría el mando de "L'élixir de beauté" para nunca abandonarlo.
Con dedicación, esmero y obstinación, no solo invertiría el resto de su vida al negocio familiar que competía a nivel internacional con marcas mundialmente reconocidas y bien posicionadas en el mercado, sino que criaría a una hija llamada Bárbara, mi madre.
Una hija bastante caprichosa que aun con 70 años continuaba haciendo berrinche cual niño; sin ir más lejos, esta fastuosa despedida al cuerpo de mi abuela era una muestra de aquello.
De seguro, su madre no hubiese invitado a gente desagradable, como los Castro Pinedo, un matrimonio estirado que presumía de sus riquezas a expensas de la nuestra. Nunca me habrían agradado. Mucho menos cuando comenzó a rodar el rumor de que mi madre, a tan solo unos meses del abandono de papá, estaba enredada con el estúpido de Alberto Castro, un frustrado jugador de golf que en sus buenas épocas habría estudiado abogacía en la Universidad de Belgrano y que hasta su retiro, diez años atrás, era asesor legal de la firma que mi abuela presidía. Invitarlo amablemente a su jubilación, cuando asumí el cargo de Gerente General en la compañía con sede en México teniendo recién 23 años, sería mi primera medida como máximo responsable de la compañía.
El futuro se planteaba incierto. La fortuna cosechada en más de los 50 años de la empresa era incalculable y desconocida. Celosa de las finanzas, nadie de la familia (excepto por su abogado e íntimo amigo Teófilo Yaski) conocía los activos totales de la firma y de Rosalinda. Horas atrás, el mismo Teófilo, habría comunicado a la familia sus intenciones de concertar una reunión mañana al mediodía.
La existencia de un ardid legal que estableciera los alcances de la herencia, era algo de público conocimiento para todos, a pesar de que en nuestro país, la República Argentina, los herederos son forzosos (excepto contados casos en los que se verifique estafas o algún otro tipo de inconveniente) lo que exponía a mi madre como heredera universal de toda la riqueza ante la ley.
Un incómodo malestar me abrumó por pensar en dinero en este doloroso momento. Mi abuela me debía estar regañando desde donde esté.
Mamá se aferraba al brazo de Leo, mi hermano menor. A la distancia, noté el gran parecido que mantenía conmigo,al menos exteriormente; con su traje negro por encima, ya que debajo de esas mangas perfectamente planchadas y almidonadas, se extendían numerosos tribales y dibujos de colores tatuados en su piel.
Sin dudas siempre sería el rebelde de la familia; tal vez por ser cinco años menor o por ser yo quien renegó con el peso de llevar adelante la empresa cuando la abuela decidió dar un paso al costado, es que mi hermanito parecía nunca tener responsabilidades.
Lo cierto es que Leonardo era un hombre inteligente. Llevaba los números en la cabeza permanentemente y eso era de gran utilidad en el mundo de los negocios. De corazón errante, hasta entonces Leo parecía no hallar a la persona correcta que lograse dominar ese espíritu solitario y agitado.
Otra vez me encontré vagando en mis propios pensamientos sin prestar atención a la ceremonia desconociendo si era porque responso resultó ser más extenso de lo que yo hubiese planeado o porque cada vez que regresaba a Buenos Aires las reflexiones brotaban de mi cabeza sin darme tregua.
Catalina me dio un beso en la mejilla, quizás apelando a ese gesto como un modo de encomendarme nuevamente a la realidad o simplemente, porque no deseaba que me olvidase que es ella quien está aquí, a mi lado, acompañándome en este difícil momento familiar.
Mi abuela era distante con Catalina; a diferencia de mi madre que siempre vio en ella la mujer ideal para mí (léase profesional, atractiva y de familia importante), Rosalinda solía decir, sin tapujos y adelante de todo el mundo, que ella era una persona sumamente snob, egoísta y trepadora. Mamá la regañaba obligándola incómodamente a retractarse, pero la abuela no estaba dispuesta a dejarse amedrentar por su hija.
La sinceridad y la transparencia en sus modos serían características que yo admiraría de la dueña de este imperio: nunca escatimaba en intimidar con sus palabras, jamás pretendía fingir ser quien no era y mucho menos, mentir.
Todo aquello que yo no lograría nunca y mi abuela sí.
Yo era medido con mis palabras; sobrio, escueto, mi discurso era sencillo y efectivo. No era adepto a las largas conversaciones ni debates. Buscaba constantemente el equilibrio en todas mis actividades; sumamente estructurado, nunca me permitía salir de los carriles de la previsión.
Con 33 años cumplidos el día 1 de febrero, mi vida parecía por fin tomar un giro distinto pero no menos esperado: tras cinco años de noviazgo y 6 meses de compromiso formal, compartiría votos matrimoniales con Catalina Cisneros el próximo verano del hemisferio sur.
Socia de una importante cadena de Locales de Gastronomía Naturista, Catalina era, al igual que yo, una mujer de sangre fría, precisa para los negocios, sumamente puntillosa y estricta consigo misma. Perfeccionista, estudiaba cada paso que daba.
Organizar la boda sería algo que la arrastraría al borde del colapso nervioso; sin embargo, aquel nerviosismo jamás se reflejaría en sus músculos faciales para el común de la gente de la que se rodeaba.
Buscaríamos minuciosamente la fecha, estudiado con precisión militar la ubicaciones de los invitados, la elección de las flores, la música....todo, exactamente todo, pasaría por la revisión de ambos.
Sin embargo, nuestra relación se vería resentida estos últimos meses ya que a las exigencias laborales diarias se le sumarían el color de la mantelería, si utilizábamos vajilla de porcelana o si invitábamos a 311 o á 323 personas.
Muchas veces me encontraría pensando si la costumbre y el hábito no habrían hecho de nosotros dos perfectos amigos de cama y punto. Inmediatamente, la miraba a los ojos y reconocía en ella a la mujer con la que querría para pasar el resto de mi vida.
Pero, ¿realmente pensaba eso? ¿O era la necesidad de no salirme de los rieles de lo estipulado y políticamente correcto lo que me conducía de manera recta por la ruta de mi propia vida? ¿Patear el tablero era mi temor más grande?
Dirigí la mirada nuevamente hacia mi acompañante. Su nariz respingada, su seriedad y sus pestañas largas y oscuras resaltaban bajo el manto de su cabello caoba perfectamente alisado sobre su espalda.
¿Sería ella feliz conmigo?
Nunca hablábamos de felicidad, para ser honestos. No era una palabra cotidiana, por el contrario, no exponíamos sentimientos a viva voz.
Teníamos turnos para cepillarnos los dientes, para ducharnos e incluso en la heladera, bajo un imán, se sostenía un extenso cronograma en el que indicábamos el día de la semana en el que cocinaba cada uno y el menú que debíamos preparar. Cenábamos a las 8 de la noche puntualmente, para acostarnos una hora y media después. Yo leía algún libro y ella, hojeaba alguna revista cosmopolita o bien, pasaba crema insistentemente por su piel, humectando todo su cuerpo.
Odié que los jueves, el día en el que solía reunirme con mis amigos Luciano y Marcelo antes de convivir con Catalina, estuviese destinado a preparar rodajas de zapallo con rebanadas de queso gratinado y semillas de amapola.
"¿Semillas de amapola? ¿Acaso tenía intenciones de gestar un jardín en mi estómago?".
Jamas confesaría aquel menú ante mis amigos por la incomodidad de ser tildado de cualquier cosa, menos, de macho latino.
De pequeño siempre asociaría al zapallo con comida de enfermo: Iris, la niñera que cuidaba de mi hermano y de mí junto a Mónica, recurrían a ese menú cuando nos sentíamos mal del estómago o pescábamos algún resfrío con dolor de garganta incluido, lo que nos dificultaba tragar.
Aún disgustándome con esos detalles, simplemente asentía a las peticiones de mi futura esposa y asumía su deliberado autoritarismo. Era preferible someterme a una zonza planilla de menúes sin gracia a tener que enfrentarme a un berrinche de su parte o pergeñar otro plato que cumpliese con los estándares calóricos y nutricionales de la experta en alimentación.
Inspiré profundo y comencé una nueva recorrida visual; a cinco metros, junto a Juan, el chofer de mi madre, se encontraba Mónica, mi ex niñera y la cocinera de la familia desde hacía más de 25 años. Admití no haberla reconocido a simple vista; más delgada de lo que la recordaba, lucía diferente de la última vez en que nos encontraríamos en Buenos Aires, casi 6 años atrás.
Mónica Purichenko era descendiente de croatas y sus rasgos sumamente caucásicos la delataban; siendo muy joven, sería contratada por mi abuela para cumplir con sus labores de cocinera. Para entonces, ella tendría 30 años y una hija pequeña de menos de 5 que se instalaría en nuestro caserón de buenas a primeras poniendo la casa patas para arriba y a mi madre con los nervios de punta.
Recordar las carcajadas de aquella nena retumbando en la cocina cuando hacía la tarea del colegio con mi hermano a su lado, dibujaba una sonrisa estúpida en mi rostro en este inoportuno instante. Rogué que nadie me estuviese viendo, quedando como un idiota desconsiderado y ridículo en pleno entierro.
La niña era irreverente, chillona y alegre. Con una sonrisa perpetua en su rostro, sus ojos celestes y su brillante cabello color del oro, era la viva reencarnación de Lucifer.
Leo era su amigo; junto a él cometían las travesuras más arriesgadas y enloquecedoras. Yo siempre los observaba a lo lejos, generalmente desde la ventana de mi cuarto, en el primer piso de la casa. Era testigo ausente de su diversión, de sus correteadas en el parque y del regaño de mi madre cuando Leonardo regresaba con la ropa sucia y transpirada de pies a cabeza.
Yo disfrutaba que mamá lo pusiese en su sitio porque ingenuamente, era una forma indirecta de ser yo quien recibiese los mejores elogios. "Deberías ser como tu hermano; estudioso, aplicado y buen alumno", repetía a Leo quien poco obedecía y generalmente, revoleaba sus ojos sin importarle un cuerno poseer esas cualidades destacables en mi persona.
No obstante, en muchas ocasiones sentí envidia por él y con él, a su desparpajo, a su intrepidez, a ser capaz de ser quien quería y no quien debía.
De mi boca se escapó un resoplido de resignación, el cual se fundiría en el frío y lluvioso julio. Bajé la vista hacia el suelo, convenciéndome que "ese" alguien a quien mis ojos buscaban, no vendría. De seguro tendría cosas más importantes que hacer, como cantar en alguna adolescente banda de rock o bien, reponerse de alguna fiesta alocada similar a una orgía punk.
Lo cierto es que su vida descarriada y libertina no tendrían que ser de mi incumbencia; sin embargo yo pensaba en ella más seguido que de costumbre. Y ese momento, no era una excepción.
La última vez en que nos cruzaríamos, tenía 23 años. Yo, un puñado más. Ocurriría de modo casual y duraría poco pero suficiente como para marcarse a fuego en mis manos y en todo mi cuerpo. Para ese entonces, ella lucía unos mechones oscuros profanando su largo y dorado cabello y tal como cuando adolescente, su exceso de máscara de pestañas y lápiz delineador negro, alrededor de sus ojos, no la abandonarían.
Poco habría sido el diálogo, fueron nuestros cuerpos quienes hablarían por nosotros. Las escasas palabras resultarían las precisas como para intuir que las cosas no volverían a ser como alguna vez parecieron ser. Una sonrisa irónica, unas lágrimas negras surcando sus mejillas pálidas y un adiós entre sollozos, darían fin a una etapa difícil de digerir dentro de mi vida.
Cuando la ceremonia religiosa finalizó, las condolencias de los presentes no tardaron en llegar, borrando momentáneamente los recuerdos que me amenazaban.
─ Iré con mi madre por un instante ─ dije a Catalina, soltando su mano, obteniendo una mirada recelosa y no demasiado comprensiva.
Avancé en la medida de lo posible, ya que algunos me detendrían para expresar su pésame y decir cuánto lo sentían. Agradecí con una mueca silenciosa y tibia, acompañada de algún que otro apretón de manos cuando correspondía.
─ Madre─de pie frente junto a ella, tomé sus manos, besé sus nudillos y me hundí en sus ojos azul oscuro─. Leo, hola─dirigiéndome hacia mi hermano, incliné mi cabeza obteniendo una palmada en mi hombro de su parte.
─Hola Ale─agrupándonos bajo sus brazos, los tres fuimos uno, como cuando mi padre nos abandonó siendo unos niños pequeños.
Jamás podría olvidar aquel 25 de septiembre, cuando a través de la ventana del cuarto de Leo lo observamos escapar por la noche con un bolso a cuestas. Subiendo a su viejo Mustang, arrancaba el coche siendo aquella, la última vez en que veríamos a nuestro padre. Mil veces lloré en silencio, rezando a Dios para que recapacitara.
Rogué por su vuelta. Una vuelta que jamás llegaría.
Me prometí para entonces ser el hombre de la familia, aunque solo tuviese diez años. Con el instinto protector a cuestas, me juré nunca abandonar a mi familia.
─Pensé que no llegarías a tiempo─mamá susurró a mi oído, con cierta nostalgia en su voz.
─¿Cómo podría ausentarme en este momento? ¡No soy un desalmado! ¡Es mi abuela la que acaba de morir! ─ exclamé ofuscado pero sin perder la compostura. Me enojaría conmigo mismo, por haber construido esa imagen de frialdad absoluta.
─Este último tiempo has estado muy ocupado para venir a vernos─disparó limpiando sus ojos lacrimosos, cuidando de no correr su maquillaje.
─Mamá, no es momento de reproches─salvándome del incendio, Leo intercedió aunque lo hiciera solo por protocolo─, Alejandro necesita organizar una boda, no es poca cosa ─ resaltó con acierto y sarcasmo en partes iguales.
─Hola Bárbara─por detrás, Catalina tomó mi codo con su mano, abriéndose paso, saludando a mi madre─. Buenos días Leo─completó a desgano.
─No son muy buenos que digamos...─respondió él, con el tono disgustado por ver a Catalina conmigo. Jamás la aceptaría como mi mujer.
─Leo, por favor. Ha sido solo un formalismo─ disuadí pacificador.
─Disculpá Catalina─aceptando su rudeza frotó el puente de su nariz─; hoy es un día complicado.
─Lo entiendo, por eso es que no he respondido a tus groserías─siendo no menos agresiva, fulminé a mi pareja con los ojos; ella enarcaría sus cejas y mi hermano, bufaría conteniendo un improperio.
─Por respeto a su abuela dejen de agredirse─ mamá tenía razón, no era momento ni sitio para entablar una discusión absurda por un tema que no merecía ni atención. Leonardo no toleraba a Catalina. Al igual que la abuela, la consideraban frívola y demandante.
Dejando los comentarios ácidos de lado, junto a Catalina fuimos en un taxi a la casa de la abuela para continuar con la reunión familiar, en tanto que mi madre viajaría junto a mi hermanito menor en el Mercedes conducido por Juan. A pesar de las insistencias de mamá en ir todos juntos, preferí conservar la dificultosa calma un par de horas más. Bastante tendríamos con compartir un par de días en la casa grande.
A diferencia de la cantidad de gente presente en el cementerio, solo la mitad asistieron a la reunión posterior. Imponente, victoriana, perfectamente cuidada y estacionada en el tiempo, la casona del matrimonio Gutiérrez Viña siempre sería mi hogar. Ni mi piso en pleno Londres en la cercanía de la abadía de Westminster con sus increíbles vistas, podía generar estas cosquillas en mi espalda como cada vez que me acercaba a ese enorme portal de madera labrada de hierro forjado que daba ingreso a la increíble mansión.
Quizás por los recuerdos, quizás por haber crecido aquí, quizás por la voz dulce de mi abuela protegiéndonos de los regaños de mi madre, todo, absolutamente todo, me provocaba sensaciones indescriptibles.
La imagen que me llevaría grabada en mi mente a última vez que estaría aquí, seis años atrás, era la misma que me recibía el día de hoy: esa preciosa chimenea revestida con mármol travertino crema con sus llamaradas iridiscentes saliendo de ella conjuntamente a esa enorme pintura de un paisaje de una tarde gris en el río, me representaban un remanso volcado en pocos metros cuadrados.
─ Supongo que quitarán ese cuadro ahora que tu abuela no está. Es triste y opaco ─lanzó Catalina, sin notar la perfección de las pinceladas ni la sensación de paz que me transmitía.
Una vez más, me encontraría en la vereda opuesta a sus pensamientos.
Frustrado por no coincidir, solo esbocé media sonrisa e ingresé con las dos maletas a cuestas.
─Espero que no tengamos que quedarnos acá por mucho tiempo─continuó refunfuñando en voz baja─, bien sabés que no tolero a tu hermano y que aquí me siento un tanto extraña. Como si el espíritu de tu abuela nos persiguiera.
─¡No seas ridícula Catalina, por favor! ─bufé frunciendo el ceño por su comentario poco acertado─. Lo de Leo puedo entenderlo pero lo de mi abuela es absurdo─dejando el equipaje junto a la chimenea me quité el pesado y caluroso abrigo. Ya me habría desacostumbrado a que a pesar de ser invierno, la humedad de Buenos Aires era agobiante─. De todos modos quedáte tranquila. Pretendo permanecer aquí por poco tiempo. Mañana el abogado quiere reunirse con nosotros para delinear unos temas de la herencia. Después haré lo posible para convencer a mi madre de vender la casa; es muy grande para ella sola─aunque me doliera reconocerlo, desapegarnos de esa vivienda era un sacrilegio.
─Pasado mañana tengo que estar en Londres nuevamente. Hace meses que soy miembro organizador de una convención de arte gastronómico a la que no puedo dejar de ir ─ irritada y sin dirigirme la mirada, Catalina desabrochó su chaqueta, poniéndose de espaldas a mí para que la ayudase a quitársela.
─¡Querido, hola! ─la voz proveniente desde atrás de mi figura, no era ni más ni menos que la de Mónica, que visiblemente entristecida saludaba.
─Mónica... ¡qué agradable verte de vuelta! ─saludé con un beso sostenido en su pálida mejilla, emocionado sinceramente.
─ Es muy lindo que hayas podido estar hoy presente─ sonriendo medida, como siempre, me provocaba una extraña sensación de vacío en mi interior reconocer cuánto tiempo había transcurrido sin venir.
Recorrí su rostro más arrugado y blanquecino que de costumbre, perdiéndome en sus ojos bellos, los mismos ojos angelados de su única hija. Nuevamente, mis labios se curvaron al traer a mi mente su rebeldía. En contrapartida con la delicadeza y suavidad de su madre, Alina era pura explosión.
¿Qué sería de su vida? ¿Dónde estaría viviendo ahora?
Me negué a saberlo, fingiendo desinterés, aunque reconocí que moría por estar al tanto de aquello. Desde que habría puesto un pie en el aeropuerto de Ezeiza, imágenes de su piel tersa bajo mis manos y de su voz alegre y divertida en mis oídos, presionaron mi cabeza como puñales.
─¿Te sentís bien? ─frunciendo el ceño preguntó la mujer mayor ante mi evasión mental.
─Sí...bueno, dentro de lo posible. Es un día difícil y las horas de avión...─ excusándome para no reconocer que realmente estaba pensando en su hija, rocé sus nudillos con mis pulgares para ser rápidamente absorbido por el cuerpo de Catalina, quien jaló de mi brazo algo hostil.
─Cariño...─exigiendo atención como siempre, arqueó sus cejas para que la presentase.
─Oh, sí, ella es Mónica, la encargada de la cocina. Nos crió a Leo y a mí ─ la señora mayor esbozo una sonrisa cauta, inclinándose hacia mi pareja que examinaba con un gesto bastante desagradable en su rostro.
─¿Ella es la cocinera de la que tanto hablás? ─ preguntó mi novia con desdén, retorciendo mis tripas por el tono despectivo.
─Espero que todos los comentarios que le hicieron sobre mí hayan sido buenos ─ con gran tino y sentido de la ubicación, claramente ausentes en mi futura esposa, Mónica ignoró sus palabras, focalizándose en hacer una broma simpática.
─Sí─secamente, Catalina ni siquiera atinaría a besarla─. Venía a pedirte que me acompañes al cuarto. Estoy cansada del viaje─alejándome casi a la fuerza de Mónica, me disculpé ante ella con un gesto de hombros para retirarme de la escena arrastrado por Catalina.
Autómata y dominado, tomé las valijas y subimos por la ancha escalera de mármol en dirección a la tercera puerta hacia la izquierda, rumbo a mi habitación de adolescente.
Agradecí que haya sido redecorada; la última vez que habría estado durmiendo rodeado de estas paredes, imágenes de automóviles y bandas de Rock (como Poison, Aerosmith o Metallica) custodiaban mis sueños...tanto los buenos como los malos. El gran corcho con fotografías de mi viaje de egresados del Colegio del Huerto habría sido reemplazado un paisaje similar al de la entrada de la casona.
Aquellos muros habrían sido testigo de momentos que siempre recordaría, noches de insomnio pensando en ella, noches en vela con ella. Abrir la puerta y que los recuerdos me abrumasen, me avergonzó. Pasaría dos noches con Catalina allí, jugando al marido y mujer, ya siendo adulto y responsable de mis actos.
─Pensé que tu dormitorio sería más amplio─dijo mi prometida colocando su abrigo sobre el acolchado pulcro color gris oscuro. Neutro, por fortuna.
─Ya ves que no. No lo usaba más que para dormir, ¿para qué querría que fuese más grande? ─ corriendo las cortinas cortando el paso de luz para que ella pudiese descansar, reflexioné sobre una gran verdad.
─El cuarto de baño es más lindo─ festejé en silencio al escucharla; parecía que finalmente algo le parecía digno de ser elogiable.
─ Puedo llevar las mantas a la bañadera, si te resulta más cómodo dormir allí─ sonreí en dirección a ella, que se miraba en el espejo arreglándose el pelo.
─Muy gracioso Alejandro...muy gracioso─burlonamente, me dirigió una mirada congelada.
Bajando mis defensas, creyendo que el malestar de la situación era lo que me perturbaba y me hacía mantener pensamientos erráticos y algunos maliciosos hacia mi pareja, entré al cuarto de baño, para tomarla por detrás y apoyar mi cabeza en el hueco de su hombro.
─Disculpáme por estar un tanto irritable─mascullé, culposo.
─Tal como le dije a tu hermano, comprendo que estás ante una situación dolorosa.
─Cata, te pido paciencia. Sé que no te gusta estar en esta casa, pero es tan solo por dos días. Deseo acompañar a mi madre. Ella me lo pidió...
─Ya lo sé─girando, colocándose frente a mí, besó la punta de mi nariz ─. Ale, tengo ganas de acostarme un rato. ¡Tengo una jaqueca que me está matando! ─dando un paso al costado le abrí camino, permitiéndole ir a la cama mientras presionaba sus sienes con insistencia.
─¿Querés una aspirina? ─ ofrecí, pero la respuesta fue negativa.
Cerré la puerta de la habitación, debatiéndome si casarme con ella era una decisión correcta. De inmediato me convencí que era absurdo pensar lo contrario.
Descendí las escaleras inspirando profundo, con las manos en los bolsillos de mis pantalones negros Armani. Cansinamente, disipé mi cuerpo en el puñado de familiares y allegados que se agrupaban en torno a la larga mesa, donde reposaban algunos bocados preparados por Mónica.
Pasé por detrás de Leo, palmeándolo cariñosamente. O al menos, de una forma que proviniendo de mí, parecía serlo.
─Mamá está muy triste─dijo mi hermano.
─ No es para menos. La abuela ha sido todo un referente. Ahora se encuentra sola en esta enorme casa.
─Tendrías que venir más a menudo, Ale. Ella te extraña horrores.
─ La vida de Catalina está en Londres. No puedo venir de buenas a primeras.
─ ¿Pero Catalina no tiene a toda su familia acá?
─ Sí, pero no pretende volver ni mantiene lazos muy estrechos con ellos.
─ Entonces no es una cuestión sólo tuya...digo, ella pesa bastante en las decisiones que tomás.
─ Lógicamente. Será mi esposa.
Leo rodeó el vaso con gaseosa entre sus manos meneando la cabeza de un lado al otro. Súbitamente, tras beber un poco, dejó la bebida en la mesa y se disculpó, retirándose de la charla.
─Perdoná Ale ─yendo en dirección a la puerta de entrada al resonar el timbre, su voz se tornó más fuerte al arribar a destino─. ¡Linda! ¿Viajaste bien? ─daba la bienvenida.
Girando mi cuello para observar hacia quién dirigía sus palabras, el sorbo de agua recientemente ingerido, se atravesó en mi garganta dejándome sin respiración.
Leo se ubicaba por detrás de la figura de la muchacha, ayudándola con su montgomery negro; su cabello rubio ya no lucía de colores extravagantes ni extremadamente lacio como en los viejos tiempos de rebeldía juvenil. Por el contrario, unas suaves ondas caían como las olas de un mar sobre su espalda pequeña en una dorada uniformidad.
Una puntada se apoderó de mi pecho al ver que sus manos rodeaban la nuca de Leo de modo posesivo y extremadamente cariñoso. Las mismas manos que en algún momento, me habrían sabido rodear a mí también.
Era ella.
Y finalmente, había venido.
--------
*Heladera: refrigerador.
*Acolchado: edredón.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro