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Accidente

Desperté con la alarma. Sonó asquerosamente puntual a las cinco de la mañana. Nunca me acostumbré al maldito tono que había colocado para despertarme. Era una mezcla de campanas con una estúpida melodía que parecía recitar un sinfín de razones por las que debía levantarme temprano, claro que recordé hasta que estaba sentado en mi cama, pensando en las decisiones de siempre, que incluían el dejar la escuela y volverme un trovador o un poeta enamorado de la vida, que hoy no era un día común y corriente. Hoy nos iríamos de excursión hacia lo salvaje. ¡Increíble!

Me levanté de mi cama y me cambié en dos suspiros y medios. Había revisado la noche anterior todo lo que mi mochila de supervivencia tenía, al igual que comprobé que mi tienda de acampar estaría allí. También me aseguré que mi celular estuviera con la batería completamente cargada; así no tendría que escuchar los quejidos de mis estúpidos compañeros de clase. Además, les prometí a mamá y a Adriana que les llevaría fotos y videos de todo lo que vea.

Cuando salí de la habitación, mi papá también se estaba preparando para salir a trabajar. Lo vi rasurándose en frente del espejo y me dirigió una sonrisa amistosa al verme salir con todas las maletas.

-Dame cinco minutos más, Samuel – sonrió mi padre, luego me entregó las llaves del carro familiar. – Mete todas tus cosas en el carro y luego arráncalo. Podrás manejar hoy si quieres.

¡Este día no podría mejorar! Expedición en la naturaleza y además podría manejar el carro hasta la escuela. ¿Qué más podría salir mejor?

Luego de meter todo en el carro, subí de nuevo al segundo nivel de mi casa. Tenía que despedirme de mi mamá, no podía irme sólo así.

-Que Dios vaya contigo, Samuel – comentó mi madre mientras me persignaba con su mano derecha. Luego me dio un beso en el cachete aun estando acostada.

Papá hizo sonar la bocina del carro, no tan fuerte como para que los vecinos se quejaran. Se escuchó lo suficientemente cerca para salir corriendo de la casa. Afuera, el día aún no se despertaba del todo. Podía ver cómo el sol quería salir por el horizonte, las primeras estrellas comenzaron a desaparecer lentamente y las nubes se delimitaron con un hermoso color naranja mezclado con morado.

La escuela se levantaba imponente a unos metros; daba cierto asco verla desde tan lejos. Parecía que estaba allí desde el principio de los tiempos y se esfumaría con el fin del mundo.

-¿Necesitas ayuda con tus cosas? – me vio mi papá luego de que me estacionara cerca de la escuela.

-Descuida, puedo yo sólo – sonreí.

-Te digo las recomendaciones de siempre, Samuel. Nada de hacer estupideces, mucho menos intentes impresionar a las chicas de tu salón con tus consejos del Discovery Channel...

-No hay nadie a quién impresionar. No te preocupes por eso.

-Lo digo más por ti que por ellos. Eres carga valiosa y no puedo permitir que te pase algo por querer llevártelas de Tarzán, hijo.

Ante un beso en la coronilla de la cabeza de mi padre, lo vi alejarse lentamente por la calle. Cada vez se hacía más pequeño hasta que lo vi perderse a la distancia. Lo seguí saludando a pesar que ya no lo veía.

Afortunadamente, y desafortunadamente, no era el único que había llegado temprano. No era el único de mi clase que estaba en la entrada a la escuela. Mi maestra y tres de mis compañeros ya estaban allí, aunque que no les hablaba mucho, casi nada. Era lo único malo de ser muy exclusivo con mi círculo de amigos. Mi único amigo de la escuela era Gabriel, y tampoco había venido. La maestra tuvo que haber sido la primera en pisar la entrada de la escuela, no imagino lo horrible que tiene que ser pasar tres días con un grupo de mocosos en la naturaleza expuesta.

-Bien, Samuel, ya te marqué en la lista – sonrió mi maestra al escribir una serie de garabatos en un cuaderno.

Conforme los minutos pasaron, mis demás compañeros aparecieron. Pude notar que ninguno estaba completamente preparado para esta excursión, o bueno, eso no era lo que aparentaban. La mayoría sólo traía un suéter muy liviano y una sola mochila con agua embotellada y pocas latas de comida. Algunos llevaban su bolsa de dormir en la mano y una almohada en la otra.

Y luego estaba este grupo. Eran como tres chicos y dos chicas en él. Nunca me cayeron bien, para nada bien. Sin embargo, vi que una de ellas llevaba más cosas en su mochila, era una chica rubia, con ojos de color almendra y mucho más pequeña que yo. Era la que mejor notas sacaba de la clase, a comparación de su grupo de idiotas. A decir verdad, no la he visto en ninguna de las salidas que ese grupo hace.

-¡Tú, yo y un grupo de inútiles perdidos en lo salvaje! – Gabriel me golpeó con su mochila en la espalda, haciéndome brincar.

-Muero de ganas – afirmé con una sonrisa falsa.

Luego de veinte minutos más, a las seis de la mañana con diez minutos, el autobús que nos llevaría a una reserva natural cerca del pueblo apareció súbitamente. Nos esperaba un viaje de más de dos horas, así que me apresuré a escoger un asiento cerca de la ventana. Había colocado mis cosas cerca debajo de mi sillón. Vi que todos se habían acomodado mejor en sus lugares, con sus audífonos puestos, así que yo no sería la excepción.

El bus se alejó lentamente por el camino. Los rayos del sol nos golpeaban con toda su fuerza, al principio calculé que podían ser las diez de la mañana. El reloj de mi celular lo confirmó, aunque tuve cierto error al comprobar que eran las diez y cuarto. Quince minutos de error. Nada mal, supongo.

La maestra nos llamó a Gabriel, a mí y a otros ocho de nuestros compañeros. Sabía de antemano que Gabriel y yo íbamos muy bien preparados, así que nos pidió que formáramos parejas con las que no estaban tan preparadas. ¿Adivinen a quién le tocó la rubia del salón con la mochila pesada? ¡Pues a mí, el ganador de la lotería de la mala suerte!

-No quiero que se suelten de su pareja, recuerden que no estamos en la escuela, o en el patio del recreo – anunció la maestra. – Por ninguna razón se separen ni de su pareja ni del grupo.

No puedo ni imaginar lo difícil que debe ser para la maestra el estar en esta situación. Digo, imagínense perderse por estos bosques, o perder a un alumno sabiendo que no puede regresar hasta que lo encuentre sano y salvo.

El grupo se había dividido en dos filas. Cada quien hablaba con su pareja, todos lo hacían excepto mi nueva amiga rubia y yo. ¿Es posible que ni siquiera sepa su nombre? La volteaba a ver y la veía tan distraída. Tan en su mundo. Parecía que haberse salido de ese grupo de idiotas le había alegrado el día. Tenía un aire diferente, es como si hubiese destapado algo que ha estado cubriendo por muchos años.

El viaje continuó con su curso. Nunca había estado en esta reserva natural y debo admitir que es hermosa. Tanta naturaleza en tan poco espacio. Observaba a las distintas especies de aves y los miles de roedores que se topaban con nuestra expedición. Al verlos, la mayoría de las chicas de mi salón gritaban de terror, y con "mayoría" me refiero a todas excepto a mi nueva amig. Inútilmente, intentaba sacar su celular del bolsillo para tomar alguna fotografía de las criaturas. Claro que los topos y las comadrejas que aparecían eran más rápidos que los reflejos de todos nosotros, así que desaparecían prácticamente en un parpadeo.

Con forme las horas pasaron, llegamos hacia un acantilado estrecho cuyo borde daba con el lecho de un río. Al asomarme ligeramente, calculé que la caída hasta el agua era de al menos unos quince o veinte metros. Era un lugar peligroso, pero según la maestra era el único punto peligroso de la reserva. Si queríamos llegar a la planicie dónde acamparíamos por la noche tendríamos que atravesarlo.

-¡Tómense de la mano! – ordenó la maestra. Luego ella comenzó a caminar por el acantilado.

A pesar de mi incomodidad, y la de mi nueva amiga, tomé de su mano. Pude sentir cómo mis mejillas se sonrojaban. Intenté ocultarlo volteando para otro lado, viendo hacia la rocosa pared que nos impedía pasar.

De pronto, sentí un leve empujón en la espalda. Al voltearme a ver me di cuenta que los hombres del grupo de mi nueva amiga comenzaron a empujarse intentando tirarse al río. Estúpidos, completamente estúpidos. Sentí cómo mi nueva amiga me soltaba de la mano; al voltearla a ver me di cuenta que se estaba rascando la nariz.

Fue cuando pasó.

Un último gran empujón hizo que todos se movieran bruscamente. La rubia que estaba a la par mía se había alejado un poco más, al borde del risco ya que tenía una horrible picazón. Este último empujón le dio en su punto de equilibrio.

Vi cómo la rubia caía hacia el río, sin yo poder hacer algo.

-¡No! – grité al asomarme al borde del acantilado.

La caída no duró más de tres segundos. Afortunadamente, tomó una pose de caída antes de golpear el agua. Había puesto sus pies firmes y se cubrió su nariz y cabeza con las manos. Cuando salió a la superficie noté que le costaba mucho el nadar. Tenía que ser la corriente.

-¡Todos quietos! – se acercó rápidamente la maestra.

Tenía que hacer algo. Dejando a un lado mi falta de humidad, yo era el único que podía ayudarle. En un lapso de tres segundos, decidí lo que tenía que hacer.

Inmediatamente me quité la mochila de mi espalda. Ante los reclamos de mis demás compañeros, incluido mi maestra y Gabriel que me ordenaban que no saltase, no podía dejarla en ese río. Se ahogaría si no hacía algo.

Tomé impulso y me lancé de un clavado al río. Mientras caía, por unas décimas de segundo, pensé en que el río no podría ser tan profundo como esperaba. En ese caso me esperaba una muerte segura.

Sin embargo, éste no fue el caso. El río tenía una profundidad de dos metros y medio, más o menos. Fue un alivio al ver que pasaba bastante cerca del lecho sin golpearme con él. La corriente no era fuerte abajo, sin embargo, tenía que subir a la superficie para respirar. Además, tenía que buscar a la rubia.

-¡Estoy bien! ¡Estoy bien! – levanté el pulgar en dirección al precipicio dónde había saltado.

Nadaba a favor de la corriente para buscar a la rubia. Supuse que no sería difícil, después de todo, era el único punto amarillo en el lecho gris del río. Dejé de ver al grupo que se había quedado atrás, ahora estaba solo en la naturaleza.

Sin embargo, no fue por mucho tiempo. A medida que los minutos pasaron, vi cómo una figura amarilla, justo como había pensado, intentaba con todas sus fuerzas salir a la superficie a respirar. Nadé lo más rápido que pude hacia ella.

-¡Ya te vi! ¡Aguanta un poco! – le alcancé a gritar.

Estábamos separados al menos cinco metros, aunque ya era menos. Ella apenas si pudo estirar su brazo en dirección a mi mano; pero antes que pudiera hacer algo más, sentí cómo una corriente aún más fuerte me empujaba al borde del río, dónde me golpeé la cabeza con una de sus grandes rocas.

Perdí el conocimiento tiempo después. 

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