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Segundo Escalón


Podía llevarme horas y horas sumergido en los videojuegos, de cualquier género, para mí todos eran igual de viciosos, pero si tuviera que elegir, me quedaba con los de Rol, buenas historias, combates llenos de estrategias y personajes que se te hacen difícil de olvidar. Prefería un consola antes que un móvil, los juegos no son para nada lo mismo aquí, pero no había toma de corriente en el descansillo, sino ya me habría traído mi televisión y consola.

Es una pena.

Empecé a escuchar risitas y cuchicheos mientras movía mis dedos a una velocidad casi enfermiza. Pausé el juego y me quedé mirando una escena sin ningún tipo de interés. Eran mis vecinos de al lado, acababan de salir de su piso, pero haciendo manitas y diciéndose cosas... un tanto subidas de tono. Se besaron sin percatarse de mi presencia, hasta que se separaron y me vieron.

— O-oh, b-buenas tardes —saludó el castaño algo nervioso por haberlos pillado. Él otro sólo hizo un gesto con su mano.

— Buenas tardes —volví mi vista a mi móvil, de nuevo a la partida. Estaba a punto de conseguir un nuevo récord.

— NamJoonie, la próxima vez mira antes si no hay nadie —escuché la voz de uno de los dos—. Espero no le hayamos dejado ningún trauma.

La otra voz rió— No seas tonto, Jin —y oí un chasquido. ¿Un beso, quizás?

Uno terminó por irse escaleras abajo y el otro volvió a entrar en el piso. Lo más gracioso es que susurraban a mi lado como si no los escuchara, cuando estaba a simples pasos de ellos. Vale que estuviera muy metido en mi juego, pero tengo oídos. En fin, tampoco es que me molestaran.



Me dolían los ojos, dejé el móvil a un lado y los froté, después de pestañear varias veces miré a la ventana, había anochecido ya. ¡Wow!, ¿cuántas horas estuve aquí jugando? Creo que debería de ir a un centro de rehabilitación, como aquel que hicieron para Candy Crush. Puto juego, ¿cómo pudo la gente viciarse tanto a esa mierda para que abrieran ese centro?

Bostecé cansado, estirando mi cuerpo hasta escuchar un "crack" en mi espalda— Mis huesos acabaran peor que los de un anciano de 80 años —dije para mí mismo.

— Pienso lo mismo —giré mi cabeza rápido y vi al nuevo vecino que acababa de subir—. ¿De nuevo aquí? —encogí mis hombros en respuesta— Deberías entrar, ya empieza a hacer frío.

Y tenía razón, sólo llevaba una sudadera algo fina encima, pero como estaba tan metido en mi mundo virtual ni me di cuenta del frío que estaba haciendo hasta ahora.

— No, en serio, deberías entrar —me levanté mientras que el pelirrojo seguía diciendo que entrara hasta que lo acallé con un siseo.

Hubo un silencio y después de escuchar lo que quería, hablé— No, aún no voy a entrar.

— ¿Por qué no? —le señalé con un dedo a mi puerta, se acercó y puso la oreja.

Me quedé mirándole mientras él fruncía el ceño, intentando escuchar detrás de la puerta. Era la segunda vez que lo tenía tan cerca.

— Entiendo —dijo después de separarse de ésta. Vio como yo iba a volver a sentarme, pero puso un pie en la alfombrilla, impidiéndome sentarme.

— ¿Qué haces?

— Entra —hizo un gesto con su cabeza en dirección a su puerta.

¿Me estaba diciendo que entrara a su apartamento?

Pero si no me conoce.

— No creo que sea buena idea —dije, esperando a que quitara el dichoso pie de mi querida alfombrilla.

Ahora tendría que sacudirla.

Nos quedamos un rato callados, cuando decidió que fue suficiente, y después de quitar su pie, la cogió, llevándosela hasta su piso. Abrió la puerta y entró, dejándola abierta.

¿Me acababa de robar la alfombrilla?

¿MI alfombrilla?

Caminé con pasos sonoros hasta su puerta, sin entrar, sólo mirando su interior, pensando si gritarle desde aquí o esperar a verle. Inflé mis mofletes molesto, hace un rato estaba muy tranquilo y a gusto, pero ahora estaba comenzando a irritarme el medio metro éste.

— Tú alfombrilla está encantada de que le prepare un té —medio gritó desde el interior—. ¿Te unes a nosotros?

Rechisté dando un pisotón al suelo. Odiaba cuando la gente se salía con la suya y me arrastraban a hacer cosas que no quería. Terminé por entrar, dando pasos lentos y mirando a mi alrededor, hasta que lo vi parado en medio de la sala con la alfombrilla en su mano.

— Devuélvemela —le ordené alzando una mano.

— Tómate un té conmigo y te la devuelvo —me dijo con esa sonrisa tan radiante que poco aguantaba.

— Eso es secuestro —señalé a la alfombrilla.

— Para nada, ella quiere tomar té también —dejó la alfombrilla en el suelo y me hizo un gesto para que me sentara en una silla que estaba junto a una mesa, no muy grande, de madera, adornada con un jarrón y flores blancas en su interior.

Quedé sentado mientras que él fue a cerrar la puerta y volvió con una bandeja. Me pasó una taza y vertió té en ella, haciendo lo mismo con la suya. Luego sacó una pequeña caja de color rojo y la destapó, dentro habían muchas galletas surtidas.

— Puedes comer todas las que quieras —me dijo mientras se sentaba y daba un sorbo.

Ni le contesté, pero no iba a rechazar tal oferta, amaba las galletas. Cogí una que estaba bañada en chocolate y tenía virutas de colores.

— Esto... Esto... está... ¡¡buenísimo!! —me costó terminar la dichosa frase en cuanto degusté su sabor. — ¿Dónde las has comprado?, pero, ¿cómo puede existir una galleta así? En mi vida había probado semejante dulce. ¡Esto debe de estar en una exposición de mejores galletas del mundo!

Empezó a reírse a carcajadas, por su cara debía de pensar que estaba delirando o algo, pero para nada. Estas son las galletas de los dioses, sin duda.

— Si quieres, puedes quedártelas —mis ojos se iluminaron cual farolillos de feria.

— ¿D-de verdad? —asintió. Agarré la caja entre mis manos y si no fuera porque estaba el tipo delante, las habría abrazado.

— Eres muy divertido —clavó su vista en mí, mientras apoyaba sus codos en la mesa y su rostro en las manos.

— Se nota que no me conoces —dije cogiendo una nueva galleta, ahora de chocolate blanco—. Soy muy aburrido.

— Pues no entiendo por qué.

— ¿Nunca has oído eso de que quien se aburre es porque es un aburrido? —negó con la cabeza— Pues ahora lo sabes.

— Yo a veces también me aburro —dijo volviendo a sonreír—. ¿Eso me hace ser un aburrido?

Me quedé callado. ¿Me estaba preguntando? ¡Y yo que iba a saber, ni siquiera lo conozco! Es más, me da igual si lo es o no. De pronto me sentí incómodo y eché un ojo a mi alfombrilla, quería salir de allí.

— Puedes irte cuando quieras, no voy a obligarte a quedarte me dijo cuando se dio cuenta de mis intenciones.

Sólo asentí y me levanté, me había dado cuenta que ni probé el té. Espero no le moleste. Cogí mi alfombrilla y la caja de galletas, hice una reverencia y salí del piso.

Cuando entré en el mío, vi que la cosa se había calmado, mi padre se fue a dormir y mi madre estaba fregando en la cocina. Entré hasta mi habitación sin que se diera cuenta y guardé la caja en un cajón. Ni muerto la pondría en la despensa, nadie podía comerse MIS ahora galletas.

Para entonces me di cuenta que ni las gracias le di, había sido amable conmigo, aunque un tanto descarado, pero al fin y al cabo hasta me regaló la caja entera. Cogí un trozo de papel que arranqué de uno de mis cuadernos y escribí en él rápidamente. Salí de nuevo esquivando a mi madre para no tener que llevarme una regañina y metí el papelito por debajo de su puerta.


"Gracias por las galletas, señor... (no recuerdo su nombre)"

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